Casos sin titulares XXI: violación casi incestuosa

En un viaje de trabajo, una joven debe pasar la noche con su futuro suegro y las cosas se complican como nunca habría sospechado.

La consulta del Doctor vuelve a ser escenario del relato de nuevas y traumáticas experiencias sexuales, esta vez la de una joven de 23 años a punto de casarse.

El casi-incesto forzoso

Rocío estaba muy contenta.

Febrero estaba siendo su mes perfecto.

No sólo acababa de prometerse, sino que su futuro suegro la había conseguido un puesto en la empresa donde trabajaba como responsable de la zona sur, lo que implicaba un muy buen sueldo, cosa que siempre venía bien.

Arturo llevaba casi treinta años en la empresa y se ofreció a guiarla.

Su primer viaje importante era a Sevilla y la acompañó para irla instruyendo.

Fue la excusa perfecta para hacer el viaje en coche, sin que ella se imaginara para nada que el tren siempre habría sido mejor forma de ir, no sólo por ser más rápido y descansado, sino porque habrían podido hablar con tranquilidad del trabajo.

Pararon en Valdepeñas a estirar las piernas y comer algo en un restaurante que conocía su inmediato superior y padre de su novio.

Rocío escogió algo ligero, pero Arturo la guiñó un ojo y pidió un cochinillo y el mejor tinto del lugar.

  • Paga la empresa -la explicó en cuanto el camarero se alejó-. Ya sabes, gastos de representación.

  • Pero no...

  • No seas ingenua y disfruta, que son dos días.

Sólo cuando el camarero descorchó la botella, Arturo pareció darse cuenta de un detalle tras catar la bebida.

  • Bueno, te va a tocar conducir después, ¿vale?.

  • Si no sé -contestó ella, atragantándose con su ensalada.

  • Vaya, es verdad, algo me dijo mi chaval, no me acordaba -trató de justificarse, antes de, con una mirada de infinita tristeza a su copa de vino, pasársela a la morena con quien compartía mesa.

  • ¿Qué?.

  • Bueno, es una botella de 30 euros, no sería inteligente desperdiciarla, ¿no?. Si tú no puedes conducir, al menos si podrás disfrutarla.

  • Es que yo... -intentó negarse, no solía beber alcohol y, encima, estando delante de Arturo, en su doble papel como futuro suegro y su inmediato superior en la empresa.

  • Vamos, no te preocupes, que no se lo contaré a nadie -insistió, empujando la copa hacia ella hasta que la aceptó.

  • Sólo un poco.

  • Claro -contestó él, guiñándola de nuevo el ojo.

No supo cómo pasó, pero terminó compartiendo un pedazo del cochinillo y prácticamente la botella entera del vino, que una vez empezó a tomar entraba con facilidad.

Se debió de quedar dormida en el coche, no aguantaba mucho el alcohol, tanto alcohol.

No tenía que haber tomado tanto vino.

Ahora la dolía la cabeza y notaba una sensación extraña en la boca del estómago.

Se despertó con una sensación confusa, no sabría explicarlo, como si hubiera tenido una corriente, algo como un contraste de temperatura sobre la piel de su pierna izquierda.

Se removió en el asiento, miró primero a su izquierda, donde Arturo estaba concentrado en la conducción y luego a su derecha, donde pasaban los edificios según avanzaban.

Luego, intentando no llamar la atención de su acompañante, lanzó una mirada a si misma y, por un instante, tuvo la sensación de que llevaba un poco torcido el extremo del vestido en la parte que la cubría su pierna izquierda, apenas unos centímetros, quizás esa hubiera sido la razón de esa extraña sensación.

Seguramente se habría movido en sueños, no podía haber otra explicación.

Se hubiera ajustado el vestido, pero tampoco quería parecer una cría vergonzosa delante de Arturo.

  • ¿Qué, ya despierta?.

  • Sí, sí, lo siento, me dormí.

  • No pasa nada, yo también me estaba quedando dormido, así que vamos a hacer noche aquí.

  • ¿Aquí?. ¿Dónde estamos? –preguntó ella, mirando a su alrededor.

  • Córdoba, cariño, esto es Córdoba.

  • Ahhh… qué bien... –contestó, por decir algo.

  • No habrá tiempo para hacer turismo, lo siento –dijo él, aparentemente malinterpretando sus palabras-. Habrá que salir muy temprano mañana, así que cenamos cualquier cosa y a dormir, ¿te parece?.

  • Sí, sí, claro.

  • Mira, te dejo aquí y ve pidiendo una mesa, que yo voy a aparcar y hacer un par de llamadas para reservar un hotel, ¿te parece? –anunció, deteniéndose frente a un céntrico restaurante.

  • Sí, claro, por supuesto.

  • Genial. En diez minutos estoy contigo.

Se bajó del coche, armada sólo con el bolso y su teléfono móvil, con el que escribió unos mensajes a su novio para avisarle del cambio de planes.

Estuvo esperando casi media hora al final, con un camarero ya lanzando miradas impacientes por tener una mesa sin beneficio a la vista, salvo el de esas otras miradas que iba lanzando a sus torneadas piernas y lo que se apreciaba de sus pechos por el escote.

Cómo detestaba a esos maduros machistas que se la comían con los ojos como si fuera un trozo de carne, babeando como cerdos.

  • Ya está –anunció, sin más preámbulos, Arturo, apareciendo por sorpresa detrás de ella y apoyando una mano sobre su hombro, haciendo que pegara un pequeño brinco por la sorpresa-. Calma, calma, pequeña –soltó con un tono paternalista, sin retirar su mano del hombro de Rocío, que sintió el calor que irradiaba y la fuerza con que la sujetaba-. Ya estoy aquí y tenemos sitio para pasar la noche.

  • Qué bien –contestó ella, algo fría y cortante por la sorpresa y ese gesto innecesario de su futuro suegro, pero queriendo tener la fiesta en paz y no montar un espectáculo.

  • Está todo lleno. Un congreso o algo así –comentó, haciendo un gesto al camarero, que se acercó solícito a tomarle nota, como si ella no estuviera ahora que había un hombre a la mesa-. Pero he conseguido una habitación para los dos en un pequeño sitio aquí al lado.

  • Ahh… bien… yo quiero –empezó a decir, pero el camarero ya se había marchado para iniciar el pedido de su masculino acompañante-. Pero tendrá… -se enfadó.

  • Shhh… tranquila, cariño –la cortó Arturo-. Eso se hace después, con la propina –y la guiñó un ojo.

Fuera de ese detalle y que no dejó de mirarla con descaro el escote cada vez que podía, el camarero les sirvió una comida deliciosa, acompañada de nuevo con un buen vino, que esta vez compartieron de forma más equilibrada, pese a que ella hubiera preferido abstenerse, pero, cuando su inmediato superior en la empresa decía algo, al final había que hacerlo.

Estaba acostumbrado a que se cumpliera su voluntad.

La sorpresa fue cuando llegaron al hotel.

Subieron a la quinta y última planta.

Fue entonces cuando comprendió que cuando Arturo había dicho que había conseguido una habitación se refería literalmente a que era UNA habitación.

Nada más entrar, pasando el cuarto de baño, dejó su maletín sobre la primera de las dos camas, dejando a Rocío la del fondo, junto a la ventana.

Después de lavarse los dientes, Arturo comenzó a desvestirse para ponerse el pijama, cosa que sacó los colores a Rocío, que no se esperaba que fuera a hacerlo delante de ella, y corrió con su pijama al cuarto de baño para cambiarse allí, lejos de miradas indiscretas.

Procuró entretenerse un rato, aseándose y enviando un par de mensajes extras a su novio, aprovechando para desearle unas buenas noches y sonriendo como una boba por sus zalamerías.

Cuando salió, el padre de su novio ya estaba metido en su cama y las luces estaban apagadas.

Aunque era de noche, el efecto combinado de las farolas y la luna llena hacían que entrase bastante claridad y Rocío lo aprovechó para moverse hasta su cama.

Estaba a mitad de camino cuando empezaron a escucharse los sonidos del crujido de otra cama, los golpeteos contra la pared y unos profundos gemidos femeninos.

  • Esos sí que saben divertirse –comentó Arturo desde las sombras de su lado.

  • Ahhh sí –contestó ella, sin saber muy bien qué decir.

Ya que aún estaba despierto, rodeó la cama y empezó a deslizar la persiana.

  • No –pronunció él, tajante-. No la bajes. Me gusta tener algo de luz.

  • Vale –aceptó ella, a regañadientes, y pensando que si tanto le gustaba, hubiera podido escoger esa cama en vez de la otra, pero como no quería empezar una discusión por una tontería la primera noche que estaba a solas con su suegro, se calló.

  • Joder, qué duro la está dando. ¿Qué crees, novios o puta? –siguió comentando el incesante jaleo en la habitación contigua, donde la mujer no dejaba de alternar gemidos con gritos y peticiones de más .

Ella no contestó, no era una conversación con la que se sintiera a gusto, sobre todo con ese hombre.

  • Aunque ahora muchas sois las dos cosas, novias y putas –la picaba ante su silencio-. Sí, las chicas de ahora no cobráis, pero algunas sois más zorras que las putas, incluso con un buen partidazo… ya los novios son la bala en la recámara, para tener algo seguro, pero en cuanto hay la menor oportunidad… unas puñeteras zorras, ya te digo…

Al final detuvo su torrente de palabras ante su negativa a debatir el tema.

No sabía si es que pensaba así de verdad, si era por todas las copas de vino que se había tomado con la cena, si era por el continuo espectáculo sonoro del cuarto de al lado, o si era para picarla y que contase si se había acostado con alguien más además de con su hijo.

Quizás era eso, una prueba, una trampa para comprobar su fidelidad.

Puede que fuera eso y no un maldito hijo de… no, no pensaba ni decirlo en su mente, era una expresión repugnante.

Comenzaba a adormilarse cuando escuchó algo más, algo distinto al insistente golpeteo y los gemidos de la cama de sus vecinos, que seguían a lo suyo, fornicando sin parar desde hacía ya unos cuantos minutos.

Por un instante sintió una cierta envidia.

Habría preferido estar allí con su chico.

Y estar haciendo lo mismo que hacían ellos.

Estuvo a punto de reírse ante esa idea, la de una competición a través de las paredes.

Era un poco absurda.

A punto estuvo de coger el móvil y enviarle un mensaje a su chico para decírselo y contarle lo mucho que deseaba que fuera él quien estuviera con ella ahora mismo, en ese momento, y no el capullo de su padre, porque esos comentarios de antes la habían hecho empezar a replantearse cómo lo veía, claro que a lo mejor era sólo por el vino de la cena.

Siempre la gustaba pensar que ella era mejor que otras personas, que era capaz de dar una segunda oportunidad antes de catalogar a alguien.

Lo volvió a escuchar.

Esta vez lo tenía claro.

Era un roce de las sábanas en la cama de su suegro.

Por un momento se atrevió a girar el rostro y mirar hacia allí, pero la luz que entraba a sus espaldas no era suficiente para alcanzar el otro camastro, así que, tras un par de segundos, volvió a tumbarse boca arriba y, después de otro rato en que los gritos de la vecina comenzaron a molestarla, giró de nuevo para ponerse de costado mirando hacia la ventana, dando la espalda a la habitación.

Quizás por eso no lo oyó.

Algo hizo que volviera a despertarse.

No sabía cuánto tiempo había pasado, de hecho, lo primero que apreció fue que, por fin, los ruidos al otro lado del muro habían terminado.

Lo que sí notó fue que tenía la espalda fría, helada no, pero fría.

Movió su brazo izquierdo de forma instintiva hacia atrás, para descubrir que no tenía nada a su espalda, tan sólo el aire.

No recordaba haber tirado tan fuerte de las sábanas como para llevárselas, pero inició el cambio de postura, dispuesta a cubrirse bien pues, por alguna razón, la resultaba vergonzoso que su futuro suegro, ese hombre que, a diferencia de su hijo, ya apenas tenía una tupida cabellera y, encima, los pocos pelos que tenía eran canosos, lo que le daba un aspecto aún menos… viril…

¿Por qué pensaba en eso ahora?.

Menudas tonterías se le pasaban por la cabeza a esas horas.

Estaba terminando de cambiar de posición cuando vio una sombra a su lado.

Alguien de pie junto a su cama, mirándola.

Apuntándola.

Podía ver con total claridad la gruesa polla.

Se quedó como paralizada, completamente sorprendida, incapaz de reaccionar.

El hombre avanzó un paso, en realidad ni eso, y pegó sus peludas piernas al colchón de Rocío, que era incapaz de apartar la vista de lo que ocurría a media altura, donde una mano de dedos fuertes sostenía el miembro viril, grueso y venoso, moviéndose a lo largo suyo, en una paja que la apuntaba a ella directamente, mostrando a ratos el sonrosado glande, húmedo y brillante.

  • Quieres jugar con esto, ¿verdad? –escuchó susurrar.

No podía creerlo.

No quería creerlo.

La zurda surgió de las sombras y, de un tirón, mandó al fondo del camastro las sábanas que cubrían el cuerpo de la chica.

El tonto pensamiento de que era una suerte haberse puesto el pijama pasó por la cabeza de Rocío, cuyo cerebro parecía bloqueado para cualquier cosa que no fueran pensamientos absurdos.

Se dio cuenta de que él la podía ver, de que, quizás, esa había sido la razón de pedirla que no bajase la persiana, para poder espiarla por la noche, cuando se hubiera quedado dormida.

Su suegro se estaba pajeando mirándola el culo mientras dormía, pensó de nuevo de una forma algo tonta.

Porque, cuando se inclinó un poco hacia delante, no sólo vio esa barriga que ocupaba su abdomen, sino también tuvo un atisbo de los rasgos de su rostro y el reflejo de la luz de la luna sobre la superficie de su poco poblada cabeza.

Le pareció que babeaba mirándola, algo casi tan asqueroso como cuando lo había hecho el camarero y, encima, ni tan siquiera llevaba ahora el vestido de antes que, tenía que admitir, podía ser algo provocativo.

Eso fue lo que la hizo como despertar, activarse.

  • Ya es sufi… -empezó a decir, a la vez que, apoyándose en los codos, se intentó incorporar.

  • Nunca es suficiente –anunció a la vez que, con una rapidez alucinante, mayor de la que Rocío se habría podido esperar de un cincuentón con un cierto sobrepeso, la detuvo con una mano, empujándola de nuevo contra la cama y se subió sobre ella, apoyando sus rodillas sobre los brazos de la veinteañera-. No para las guarras como tú, cariño. Todo el camino exhibiéndote, enseñando piernas y con ese escote de fingida castidad, pero enseñando lo suficiente para ir calentando al personal.

  • Yo no… ¿qué dices? –se enfadó ella, intentando moverse, pero incapaz con el peso del hombre sobre ella y con los brazos inmovilizados bajo sus velludas piernas.

  • A mí no me engañas –la abofeteó, para su sorpresa-. Puede que a él le tengas sorbido el seso –siguió, refiriéndose a su hijo, el novio de la chica-, pero tengo muy clarito que eres una auténtica zorra. Yo no soy un niñato, soy un hombre, y no me engañas –la volvió a abofetear en cuanto ella abrió la boca para protestar-. Y ahora qué me dices, ¿te gusta lo que ves? –se señaló la polla, que, endurecida y bailando arriba y abajo, la apuntaba directamente a la cara, con esa raja siniestra en el extremo del húmedo capullo rosa que brillaba ante ella-. ¿Qué, te gusta?.

  • No está mal –se atrevió a contestar, rechazando la idea de rebajarse diciendo que sí o enfadarle diciendo que no, y, a la vez, aun siendo una cosa indefinida, seguro que le picaría el orgullo, y eso era un punto en esos momentos, pensó con cierta malicia, sin pararse a valorar las consecuencias.

  • Demuéstralo –la conminó.

  • ¡¿Qué?!.

  • Baja la voz –la advirtió, tras otro tortazo- y no te hagas la ofendida. Todas las putas sabéis lo que hacer –soltó, despectivamente.

  • Yo no… -intentó detenerle.

  • Tú sí, vamos que si sabes… -dijo, adelantando el cuerpo y tirando con una mano de la cabeza de la chica para levantársela y orientarla hacia ese tronco de carne que, de golpe, estaba golpeando la puerta de entrada a la boca de Rocío.

Se quería negar, mantener la boca cerrada a cal y canto, pero no lo hizo.

Ella misma se sorprendió cuando saboreó con sus labios el sonrosado glande, atravesándolos en su camino al interior de la cavidad bucal.

  • Te dije que no podías engañarme –escuchó decir, mientras era forzaba a alzar aún más la cabeza para que entrase aún más su polla en la boca, deslizándose por su paladar rumbo a la parte posterior de la boca, hasta la campanilla.

La notó también deslizarse sobre su lengua, aplastada al principio por el peso de esa masa de carne hinchada y ardiente, mucho más de lo que se hubiera imaginado.

Escuchó la arcada que le provocó la invasión del miembro viril antes incluso de darse cuenta del enérgico movimiento de su garganta, fue un momento de lo más absurdo, como si su cuerpo y su mente estuvieran en dos momentos distintos.

Arturo empezó a bombear, a moverse encima de ella, adelante y atrás, deslizando su polla dentro de la boca de Rocío, mientras con una mano agarraba con fuerza sus cabellos, retorciéndoselos y sujetándola para que no se echase demasiado hacia atrás.

El cuello la empezó a doler por la mala postura.

Era una absoluta tontería, pero fue lo que pensó, mientras el cincuentón la follaba la boca, agitándose adelante y atrás, empujando una y otra vez esa gruesa masa de carne y provocándola arcadas y que salivase tanto que notaba que las babas caían por todas partes y estaba mojándose el pijama y el propio cuello.

Él no paraba de repetir “así, así” desde un lugar muy por encima de ella, donde no lo podía ver, aunque tampoco lo deseaba.

Una y otra vez recibía ese pene dentro de su boca, rozándola el paladar como nunca antes la había pasado por el incómodo ángulo, y, encima, seguía sin poder mover los brazos porque, aunque se iba moviendo hacia delante, la mayor parte de sus piernas seguían aprisionándolos, no hubiera tenido sentido luchar por liberarlos en esa situación, en ese momento.

Se dejó hacer.

Dejó que la humillase, que la obligara a hacerle la mamada, incluso intentó usar la lengua para acelerar la estimulación y que se descargase cuanto antes, que concluyera el suplicio lo más rápido posible, pero no lo lograba y él seguía atormentándola, clavando su polla hasta el fondo, ahogándola, provocándola unas arcadas seguidas de gorgoteos y quedos gemidos, mientras él comenzaba a alternar sus propios sonidos de placer con su mantra de “así, así”.

No supo cuánto tiempo la estuvo usando, forzando su boca sin piedad en tan incómoda posición, pero, de repente, se deslizó atrás y la sacó, llevándose un grueso hilo de espesas babas unidas a la punta del inflamado pene de Arturo que, al final, rompió la conexión y se derramó sobre la parte superior del pijama de la chica.

Rocío boqueó en busca de aire, era lo único que podía hacer en ese momento, recuperándose en cuanto la soltó la cabeza, que cayó sobre la almohada.

Cuando él se levantó, intentó cubrirse, pero era incapaz de mover los brazos, no la respondían, de haber pasado tanto tiempo con ese peso encima los tenía adormecidos, sin riego, la escocían y eran unas masas incapaces de obedecer sus órdenes.

Eso la puso nerviosa.

Tanto, que ni vio venir la segunda parte del asalto, ni pensó en haberse levantado y correr o siquiera chillar.

Él volvió con su cinturón y, sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo, la agarró ambos brazos y los alzó para sujetárselos a la cabecera de la cama.

  • Ahora me toca disfrutar un poco a mí –la avisó, dando por hecho que lo de antes había sido todo un placer para ella.

  • Arturo –intentó llamar su atención, suplicante-, por favor…

  • Tengo un regalito para ti.

  • Por favor… -insistió.

  • Abre la boca –mostró una especie de trapo en la mano y ella cerró con fuerza la boca, intuyendo lo que pensaba hacer-. Que abras la puta boca, joder –la gritó al oído.

Obedeció como una autómata y él metió esa prenda todo lo que pudo, hasta que ella tuvo una arcada.

  • Así, bien dentro, cariño –la felicitó junto a su oreja-. Seguro que ya lo adivinaste. Es el bóxer que me hiciste mojar con tus exhibiciones de puta de todo el día, disfrútalo.

No sólo era asqueroso lo que la estaba haciendo, cómo la estaba usando y humillando, encima la hacía sentir culpable, como si fuera ella quien lo había provocado todo.

Con un tirón la bajó los pantalones y el tanga hasta los tobillos.

Ni siquiera pataleó.

Ni lo pensó.

Después la alzó la parte superior, mojada con la saliva producto de la mamada que la había forzado a hacer.

Sus pechos quedaron expuestos al aire.

Había pensado dejarse esta vez el sujetador puesto, pero luego había cambiado de idea, pensando que era una tonta, que Arturo iba a ser pronto su suegro y que no debía de ser tan paranoica.

No la hubiera servido de nada tampoco el llevarlo, supuso, cuando él empezó a jugar con sus manos con sus perfectos pechos, de una talla que llamaba la atención a los hombres sin que pudiera evitarse y, a la vez, no era tan grande como para que tuviera sensación de incomodidad salvo en esos días del mes.

Se los sostuvo con las manos por debajo, jugueteando con ellos, moviéndolos y dándoles vueltas entre los dedos, aprisionando los pezones y pellizcándolos con fuerza, retorciéndoselos sin piedad hasta que la crecieron lo que a él le apetecía para demostrar sus teorías.

  • ¿Ves?... bueno, no los ves… jejeje… pero qué duros tienes los pezones, cómo se nota la zorra que llevas dentro.

Se subió de nuevo a la cama, sobre ella, con las piernas a los lados de las de la novia de su hijo, y con su erecta polla palpitando aún con energía, arriba y abajo, como saludándola.

Se inclinó hacia delante, sobre sus pechos, y se los empezó a devorar, a lamerlos y besarlos, casi con delicadeza, con una cierta e inesperada ternura.

Bajó una de sus manos hasta su entrepierna y empezó a acariciarla, metiéndose entre medias pese a que Rocío intentó apretar sus muslos e impedirlo, pero la presión de su mano era más fuerte, más poderosa, y se coló, rozando su depilado coño, recorriendo todo a lo largo la rajita del sexo de la joven.

Si levantaba la cabeza, lograba ver la cabeza cubierta por esos canosos pelos y, brillando por debajo, la superficie de piel del cuero cabelludo.

Podía ver cómo se movía adelante y atrás, a un lado y a otro, pasando sin pausa de una de sus tetas a la otra, comiéndoselas, devorándolas, besándolas a ratos, por otros momentos lamiéndolas con un vicio terrible o mordisqueando sus pezones, estirándoselos entre la punta de los dientes con una eficacia que no permitía que se relajasen, como si quisiera mantener permanentemente su justificación, la razón que aducía para someterla, el que llevaba una zorra en su interior, casi como acusándola de ser incapaz de ser monógama y fiel a su novio, el hijo de ese mismo hombre que abusaba de ella.

Pero lo peor no era ni eso ni el regusto que notaba en la boca al impregnarse del sucio contenido del bóxer que había sujetado los peludos huevos de su suegro y su pene durante todo el día, lo peor era cómo estaba logrando con una mano hacer que se mojara, que su entrepierna se empapase al contacto con esa manaza, con la forma en que se movía entre sus pliegues vaginales, en cómo la rozaba, en cómo había localizado su clítoris y se lo estimulaba, provocándola unas sensaciones que la producían escalofríos.

Ella no quería hacerlo, no con él, no de esa forma.

Pero él la tenía bloqueada, sometida, y, encima, su cuerpo la traicionaba.

Su clítoris era incapaz de diferenciar entre la mano de su abusador y la de un amante, reaccionaba al contacto de una forma que la hacía sentir pánico y hasta asco de sí misma, de cómo su cuerpo era capaz de hacerla eso.

Sus pezones estaban tremendamente duros, lo sabía sin verlos, los notaba hiper sensibilizados, como pocas veces le había pasado, y eso contribuía a su vergüenza.

Encima se estaba mojando, lo podía sentir crecer dentro suyo, ese calor, la humedad, cómo iba dilatando su coño ante el manejo de su sexo por esa mano intrusa, que agitaba unas sensaciones que la electrizaban, que estaban haciendo que transpirase y que su respiración se acelerase.

No podía verlo, pero sabía que él la estaba metiendo no uno, sino dos dedazos dentro de su coño, de su agujero abierto para el acceso a su vagina, a lo más profundo de su intimidad.

Se sentía una mierda.

Quería gritar, chillar, resistirse, golpearle… pero no podía.

Se dio cuenta de que había empezado a llorar.

Y supo que a él no le habría importado ni aunque hubiera mirado en algún momento hacia arriba.

Pero no lo hizo.

Para él, ella era una puta, no merecía ni un segundo más, ni una mirada más de la necesaria, era un cuerpo con el que saciarse, con el que disfrutar del sexo y vaciarse, así era como ella sabía que la veía, y así la trataba.

Como a una puta barata, no como a la novia de su hijo.

Él seguía aprovechándose de su indefensión y de poder tener esas tetas jóvenes y dulces entre sus labios, mientras aplicaba con furia su mano en el coño de Rocío, moviendo sus dedos cada vez con más energía, imponiendo un ritmo vertiginoso, que la sorprendió.

Las sensaciones la sobrepasaron.

La presión sobre su clítoris, el movimiento de esos dedazos en su coño y esa boca que no se detenía en su viaje de posesión de sus sensibilizados pechos.

No pudo contenerse.

Mordió el bóxer con fuerza para ahogar el profundo gemido que brotaba de lo más profundo de su ser, al menos eso lo consiguió.

Pero no pudo evitar el orgasmo.

Los espasmos eran imparables, las oleadas de placer se sucedían… y lo mojó todo, se empapó ella y le empapó a él.

  • Joder con la guarra… van a tener que tirar las sábanas… menuda cerda eres, zorra… un dedito y te corres como una furcia… -la ninguneaba, despectivamente, sin dejar de mover los dedos en su interior, aunque con más lentitud, para mantenerla dilatada- pero aún pides guerra, ¿verdad?... una polla para calmarte la sed vaginal, ¿a qué sí?... que no se diga que no te doy lo que quieres, zorrilla…

Sin más preámbulos, sacó sus dedos de la vagina de Rocío, escuchándose un sonido que hubiera parecido como de una botella al descorcharse a lo lejos, e insertó su gruesa verga, llenándola en un solo movimiento, con un golpe seco de las caderas para clavársela hasta el fondo.

  • Lo que pensaba… cualquier polla te entra como un guante, guarrilla… -se rio de ella, comenzando un lento movimiento de empuje, penetrándola con una curiosa suavidad al principio- ummmm… qué bien entra, zorrita… mojas de rechupete… ummm… y tus tetas son la gloria… ummmm… -iba diciendo mientras aumentaba el ritmo de su polla, haciendo que sintiera cómo esa masa de carne inflamada y endurecida la atravesaba, llenándola sin parar, acelerando la velocidad poco a poco.

La cama empezó a moverse al ritmo de los empujones según subía el ritmo y, por un instante, ella se imaginó que ahora serían sus vecinos los que escucharían ruidos, solo que no era por lo que se imaginaban.

Aunque no era capaz de sentirse violada.

La estaba forzando, lo tenía claro, pero su cuerpo… su cuerpo… las sensaciones que transmitía… eso… no sabía cómo explicarlo… cómo diferenciar lo real de lo que imaginaba, o al revés, ya no lo tenía claro, sólo que con cada movimiento de ese trozo de carne venosa y dura que la llenaba y la perforaba, con cada empujón, ella se sentía aún más mojada, más caliente, más cercana a otro orgasmo, y eso la hacía sentirse dividida entre la humillación de la situación que ella creía estar pasando y la vergüenza de lo que su cuerpo la “decía”.

Arturo pasaba olímpicamente de todas esas dudas.

Sólo la follaba, sólo disfrutaba de ella, de su cuerpo, de penetrarla con su gruesa polla, llenándola el coño una y otra vez hasta el fondo, con movimientos más fuertes y rápidos cada vez, con la facilidad que daba la tremenda lubricación conseguida por el orgasmo anterior, que había dejado toda su vagina, su coño entero, empapados.

A la vez, la sobaba sin parar el cuerpo con las manos y jugaba con sus delicadas y tiernas tetas tan hipersensibilizadas.

Una y otra vez iba embistiéndola, perforando su vagina con su engrosada polla, llenándola con esa palpitante masa de carne hinchada y caliente, haciéndola sentir su paso a través de su cuerpo sin parar, llevando a ratos una de las manos con las que la toqueteaba todo el cuerpo de nuevo hasta su entrepierna para ponerle el clítoris en la posición ideal para que el continuo roce lo estimulase cada vez más y más.

Penetraba su cuerpo sin parar, aspirando su aroma entre embestidas y lanzando unos gemidos de excitación más propios de un animal en celo que de un hombre, pero eso también tenía sus consecuencias en la mente de Rocío.

Todo eso no lo olvidaría.

Ni tampoco cómo algo se agitaba en su interior, naciendo desde su ombligo, una corriente cada vez más intensa, como si fuera un disparador que cuando alcanzase la tecla exacta haría saltar todo por los aires.

En cierto modo, era así.

Sólo que su disparador estaba en su coño y cada vez estaba más caliente, con cada perforación de la gruesa verga del maduro cincuentón las corrientes que se agitaban por todo su cuerpo eran más amplias e intensas.

Y él no paraba.

Habría querido suplicarle, pero no podía.

Arturo le clavaba una y otra vez su pene, fuerte y duro, lo más dentro que podía, haciendo que el ambiente apestase a sexo y que los crujidos de la cama de Rocío luchasen en potencia con los gemidos de sus gargantas, tanto la libre de él como la atenazada por el bloqueo de su boca de la joven.

Volvió a correrse.

Explotó de nuevo, un segundo orgasmo la arrasó, la dejó temblando como un pelele mientras ese dominante maduro apenas hacía una pausa para reírse de ella, de cómo estaba demostrando su teoría sobre la puta que escondía dentro.

Pese a la poca luz, podía ver que cada vez estaba más congestionado y que los empujones con los que la follaba iban siendo más amplios.

Sabía lo que iba a llegar.

Él también.

Se agarró a uno de sus hombros y clavó con más fuerza, más profundamente su pene, dejándolo hasta el fondo, apretando contra su útero, contoneando dentro de la vagina de Rocío su viril miembro, a la vez que, con nerviosa ansiedad, buscaba la forma de sacar el bóxer de la boca de la chica, aspirando ruidosamente en un intento de mantener el control de su cuerpo.

Tiró con fuerza del bóxer, empezando a sacarlo, mientras la preguntaba.

  • ¿Dónde quieres la leche, puta?.

  • Fu… fueee… -empezó ella a gimotear, con la boca seca, atragantándose, pero fue demasiado lenta y él demasiado ansioso, y los chorros empezaron a brotar sin piedad desde el extremo de su tronco de carne-… ¡fuera!... ¡por favor, fuera!... ¡fuera!...

No pudo evitar romper a llorar, mientras sentía, con un cierto placer oscuro que no era capaz de controlar, cómo esa polla emitía sin parar chorro tras chorro del esperma del padre de su novio, inundando su sexo, impregnándola hasta el último recoveco con su caliente y espesa semilla.

  • Uffff… uffff… demasiado… demasiado tarde, putilla… uffff… uffff… qué rico… uffff… joder… uffff… qué buena estás… uffff…

  • Joder –soltó un taco sin poder contenerse, con el rostro arrasado por las lágrimas-, cabrón, ¿qué me has hecho?.

  • Lo que deseabas, putillas, lo que deseabas –la dijo él, sujetándola la cara con una mano y plantándola un beso húmedo, metiendo su lengua dentro de su boca y mezclando sus salivas.

  • Yo no quería… no quería… -gimoteaba Rocío.

  • Tu cuerpo no me ha mentido, putilla… pero, si quieres, repetimos… -se jactó el cincuentón.

  • No, no, por favor… no más, no…

  • Está bien –dijo, levantándose y, con un gesto rápido, desatándola las manos-. Ahora a dormir, que mañana hay mucho que hacer… ahhhh… -añadió al final, mientras regresaba a su cama- y no te olvides que espero que des lo mejor de ti misma si quieres seguir en esta gran familia feliz jejeje…

No se atrevió a moverse de la cama, temerosa de que si intentaba ir al lavabo, la volviera a atrapar, y se pasó el resto de la noche intentando decidir si la familia a la que se refería era la suya o la del trabajo.

Lo único que tenía seguro es que recordaría esa noche toda la vida.