Casos sin titulares XVIII: la segunda visita.

Una pareja recibe una segunda visita de un hombre que los somete y viola a la chica de forma que requiere la ayuda del Doctor, a quien explica su caso.

La consulta del Doctor sigue siendo el escenario de brutales confesiones.

Segunda visita

Lara se había cogido el viernes libre, aprovechando que aún le quedaban unos días para poder disfrutar.

Ella y su novio, con el que llevaba conviviendo ya un par de años, tenían planeado irse el fin de semana a una casa rural y, para aprovechar mejor el tiempo y no ir pillados, pues eran dos horas de coche, iban a salir temprano para detenerse a mitad de camino y comer en un restaurante junto a un castillo medieval reconstruido que pensaban visitar.

Un poco de cultura nunca viene mal.

Ese era el plan.

Él siempre se levantaba un poco antes en esos días que compartían juntos un momento de intimidad.

Le gustaba prepararla el desayuno que, casi siempre, terminaba con un polvo rápido antes de meterse en la ducha y comenzar el día.

Ese día no fue como siempre.

Estaba tumbada de lado cuando notó como una mano apartaba sus cabellos para dejar a la vista su rostro.

Fue un acto delicado, pero que, a la vez, sintió como extraño, y supo de forma instintiva que no era algo normal.

Cambió de posición y se puso boca arriba cuando la mano, esa mano grande y fuerte, se posó sobre su boca para impedirla hablar.

Fue el momento decisivo.

Se despertó de golpe.

Había un hombre, porque esa mano sólo podía ser de un hombre, en su dormitorio y no era su novio.

Abrió los ojos al máximo, pero la escasa luz que entraba por entre las uniones de las bandas que conformaban la persiana apenas la permitía determinar de quién se trataba.

Sólo se daba cuenta de que quien estaba sobre ella era un hombre grande.

Extendió, o lo intentó, los brazos para desembarazarse del agarre que la mano que tapaba su boca ejercía, pero se enredaban con las sábanas y cuando sacó el primero, la mano libre de su asaltante salió disparada y agarró su muñeca.

Iba a patalear, pero el hombre, adelantándose a sus intenciones, se dejó caer sobre ella, sobre su abdomen, y apenas logró más que enredarse aún más entre las sábanas.

Intentó calmarse, parar y pensar.

Él no había dicho nada.

No sabía ni quién era ni qué quería.

A lo mejor…

Ese parón, ese momento de indecisión, lo aprovechó el hombre, que se levantó y, en un único y fluido movimiento, la hizo rodar y enredarse ella misma entre el revoltijo de sábanas, terminando al otro lado de la cama.

Quedó boca abajo, que era lo que él esperaba.

Tiró con fuerza de su cabellera, haciéndola gritar mientras su cabeza era alzada, y la metió algo en la cavidad bucal, usando a su favor la boca abierta de Lara.

Hubiera podido escupir ese trozo de tela, pero, aprovechando la inmovilización en la que se hallaba, enredada entre las sábanas como si de un burrito se tratase, su asaltante la puso un trozo de algo parecido a un esparadrapo, una tira pegajosa que aseguraba que no pudiera hablar ni gritar.

Lo notaba moverse sobre ella, encima de su espalda, descubriéndola de abajo arriba, poniendo sus piernas al descubierto sin que ella pudiera hacer más que intentos de patalear, cosa que boca abajo era complicado.

Su indefensión no hizo más que aumentar al descubrir cómo ese hombre metía las manazas por los laterales del pantalón de su pijama y se lo bajaba hasta las rodillas junto a sus bragas, exponiendo su culo al aire viciado del dormitorio y reduciendo un poco más la movilidad de sus extremidades inferiores.

Sintió un fuerte impacto en el culo antes de escuchar romperse el extraño silencio de su dormitorio con el estampido del azote.

Fue un único golpe, fuerte, seco, que resonó en el aire y la hizo imaginarse como esa cabeza de ganado a la que dan una palmadita de aprobación cuando es revisado en las clásicas películas del oeste tras ser enlazado y marcado por el vaquero.

El hombre la agarró por la cintura, a la altura del ombligo, metiendo ambas manos entre su cuerpo y el colchón, tirando de ella hacia arriba hasta que su cuerpo quedó reclinado de forma que su cabeza y hombros la sostenían por un lado y las rodillas por el otro, quedando el espacio intermedio hueco, o más o menos, porque seguía teniendo ahí enredados los brazos entre las sábanas.

Escuchó un sonido perturbador antes de que su asaltante la tomase de las manos, agarrándoselas con las suyas propias para detener sus intentos de liberar sus brazos y, a la vez, usar esa especie de… unión para aferrarse a ella como punto de anclaje para lo que venía.

Lara supo lo que iba a pasar antes de que sucediera.

Su masa gris lo adivinó sin necesidad de cartas, posos de café o bolas de cristal.

Notó con absoluta claridad, demasiada, cómo la cabeza que constituía el glande del endurecido tronco reproductor de ese hombre, iba rozando los pliegues de sus labios vaginales, buscando por instinto el acceso a su cerradito coño.

Había días, bastantes, la verdad, que se despertaba con una cierta humedad y un ligero picazón en la zona, que se encontraba que, por una razón u otra, ya fuera un sueño o los efectos de una noche de pasión o simplemente una caricia de su novio a primera mañana, la hacían encontrarse con esa parte de su anatomía parecida a una concha ligeramente entreabierta, húmeda, receptiva, casi exigiendo que su novio, o ella misma, saciasen esa especie de apetito particular que brotaba de lo más hondo de su útero.

O así es como le parecía en esos días.

Incluso esa misma mañana sabía que se habría encontrado así de no ser por la llegada de ese hombre, de ese intruso.

Su presencia allí, ese asalto al que la estaba sometiendo, la había cortado el rollo, había generado una reacción automática de defensa, mermando la humedad con la que hubiera comenzado la mañana y estrechando el ancho del agujero que servía de acceso a la parte más íntima de su sexualidad.

No la sirvió de nada.

Incluso sin usar sus manos, concentradas en retener las suyas propias y, a la vez, usarlas como punto de impulso, ese tronco de carne palpitante, con una vida propia que lo impulsaba, encontró el punto correcto, el estrecho hueco al que se había reducido el agujero que suponía la entrada a la vagina de la chica.

Como si de un sabueso se tratase olisqueando su presa, el capullo del miembro viril localizó su presa, el punto donde focalizó la energía del tronco de carne engrosada, que actuaba como si de una perforadora se tratase, apuntando y empujando, abriéndose paso pese a la resistencia de la fémina, que no pudo reprimir las primeras lágrimas al verse reducida a poco más que un agujero en el que ese hombre saciaría esa particular forma de hambre humana.

Empujó y empujó, como si fuese el lobo del cuento de los tres cerditos, y siguió empujando con fuerza, hasta que esa cabeza redondeada, blanda y, al mismo tiempo, fuerte y dura, venció la resistencia de su coño y entró en toda su amplitud dentro de la desprotegida vagina de la chica, que sintió cómo palmo a palmo, centímetro a centímetro, esa gruesa polla venosa la iba perforando, abriéndose paso sin contemplaciones muy dentro de ella, hasta impactar contra su útero.

La llenó de una forma que no podía compararse con la de su novio.

No porque fuera más gruesa o por esa sensación de intenso calor inducida tanto por la irritación de la violenta embestida como por el propio ardor que emanaba del hinchado tronco de carne, sino por la forma en que lo hizo.

Esa bestialidad, esa forma de penetrarla como un animal, a la fuerza, sin ningún cuidado, por el simple placer de humillarla de una forma tan primaria, de poseerla como si fuera un macho montando a la hembra de un rival en la manada.

Sintió cómo la llenaba, cómo la monstruosa erección de su asaltante la perforaba hasta lo más íntimo, cómo recorría, abriéndose paso de forma violenta y furiosa, toda la longitud de su vagina, ocupándola por completo, haciéndola sentir tal nivel de impotencia que hubiera gritado como nunca jamás en la vida si no hubiera tenido la boca invadida por esa improvisada mordaza.

El hombre se puso a bombear como loco, follándola con una energía ansiosa, con fuerza y, a la vez, con una sensación de urgencia tremenda, como si llevase mucho tiempo sin clavar su miembro viril en un coño.

Empujaba sin parar, una y otra vez, perforándola sin piedad, de una forma más parecida a un animal en celo que a un ser humano, de tal forma que escuchaba impactar sus huevos contra su concha y el chapoteo del movimiento de entrada y salida de su pene según se movía a lo largo de su vagina.

Era lo único que alcanzaba a oír en medio del estado de shock en el que parecía encontrarse, incapaz de reaccionar, ni tan siquiera había acertado a soltarse del agarre entre sus manos y la de su violador.

Un intenso chapoteo al que se unía a ratos el golpeteo de la bolsa escrotal del hombre, con sus huevos impactando contra el exterior de la forzada intimidad de la joven.

También había otros ruidos, más normales, por decirlo de alguna forma, como eran el habitual sonido que hacía la cama al moverse y el cabecero al golpear contra la pared con los movimientos más potentes y rabiosos, cuando su asaltante se impulsaba con más fuerza, perforándola su vagina con un impulso que parecía querer romperla.

Y de fondo, aunque al principio no se dio cuenta, o prefirió ignorarlo, otros tres elementos sonoros.

Por un lado los jadeos del hombre que la estaba usando para saciar su apetito sexual, por el otro, una especie de sollozos contenidos, que no eran los suyos, y, por último, aunque intentaba ignorarlos, unos gemidos que se escapaban a veces de su propia garganta.

El hombre que estaba abusando de ella pasaba olímpicamente de eso.

No le interesaba.

Estaba concentrado en un único objetivo.

Follarla.

Someterla, forzarla y humillarla.

Y era lo que estaba consiguiendo.

Su polla no se detenía, sino que parecía aumentar el ritmo de bombeo, sometiéndola a un intenso vaivén tanto por la incómoda postura que la había forzado a mantener, como por el imparable movimiento del miembro viril al deslizarse una y otra vez por el coño de Lara, penetrándola salvajemente.

Podía sentir, con total precisión, el recorrido de esa voluminosa masa de carne, cómo se deslizaba a través de la humedad, quebrantando cualquier resistencia a su paso, ya fuera voluntaria o involuntaria.

No podía evitar una cierta excitación mientras la taladraba con su polla, llenando su coño con esa gruesa herramienta que liberaba un calor abundante, como si ardiera por dentro.

El movimiento entrante y saliente, el roce irritante con la zona exterior de su concha y la presión a la que se veía sometido su clítoris generaban unas ondas que su cuerpo transformaba en una especie de lujuriosa excitación que inducían que el interior de su propio coño estuviera húmedo, mojado y, casi se podría decir, lubricando el camino de penetración del masculino falo, un intruso que la inducía unas sensaciones anormales, lo sabía, pero aun así, allí estaban, y eso la producía una vergüenza extra, al sentirse traicionada por esa parte de su yo ajena a la voluntariedad de su mente consciente.

Porque la estaba violando ese hombre, ese asaltante, pero una parte de su cuerpo respondía al revés de lo que su mente intentaba ordenar.

En un momento estúpido, incluso llegó a preguntarse si ese hombre estaría pensando en ello, cosa que luego descartó por absurdo.

Al final, ese hombre, su dominante intruso, empezó a retener el ritmo de empuje hasta detener por completo la perforación.

Fue en ese momento cuando el pánico más la dominó, cuando sintió cómo una especie de convulsión recorría el pene invasor, desplazando la espesa masa de semen por ese tronco hinchado hasta brotar por la punta, saliendo a borbotones del glande para inundarla con la semilla de ese hombre.

No necesitaba verla para sentir lo extremadamente espesa que era la lefa depositada en lo más profundo de su sexo, espesa y caliente.

Un olor intenso, muy característico, impregnó todo el dormitorio, y el hombre sacó poco a poco, lentamente, su polla del coño de Lara, que se derrumbó, derrotada y exhausta, con la vagina llena de la semilla de su agresor.

-          Lo has disfrutado tanto como yo, ¿verdad, zorrita? -dijo su violador, las primeras palabras que decía desde que comenzase el asalto, y, algo en ellas, en ése particular acento, la recordó a alguien, pero en ese momento no lograba recordar a quién-. Pero... ¿no crees que deberíamos invitar a ese mierdecilla de novio que tienes? –comentó con sorna, antes de añadir en voz baja, como para sí mismo-. Las pastillitas azules hacen milagros.

Si en algún momento tuvo la esperanza de que se marchase en ese momento o, al menos, que la dejase como estaba durante el tiempo suficiente para liberarse, tuvo que desengañarse.

Lo que el hombre hizo fue subir la persiana lo suficiente para poder ver con claridad y usar las bridas que manejaba en su trabajo para sujetar sus manos.

Ahí fue cuando lo reconoció.

Era el hombre que había ido el día anterior a montarles la instalación, acompañado de un becario en prácticas de la Formación Profesional, al que había estado dando indicaciones para que fuera él quien realizase el trabajo que luego iba a cobrar él.

También recordó cómo la había estado mirando, devorándola con los ojos como si fuese un chuletón especialmente sabroso, y cómo ella lo había ignorado y pasó del tema, como con otras ocasiones en las que otros hombres también la habían hecho sentir así al mirarla, como si fuera un trozo de carne, como si fuese un premio en un concurso de feria.

Pero ésta vez el hombre había actuado.

Había regresado el día después para hacerla una… segunda visita.

La sacó a rastras de la cama, agarrándola con fuerza del pelo, estirando al máximo esa cabellera de la que estaba tan orgullosa.

Si no hubiera estado enredada entre las sábanas se habría hecho daño, pero amortiguaron la caída.

Fue arrastrándola hasta el comedor, perdiendo la envoltura que la recubría en el trayecto por su dormitorio y el pasillo.

Su novio estaba allí, maniatado a una silla, desde donde debía de haber podido escuchar todo el asalto al que la acababa de someter, imaginándose que la estaba haciendo en esos minutos que a ella le habían parecido horas.

Salvo un moratón en la frente, parecía estar bien.

Se encontraba sentado de espaldas a ella cuando entró, en la silla más cercana a la puerta, con las manos atadas con bridas a la espalda, arañando sus muñecas, y unas cuerdas sujetándole el pecho y las piernas.

Tenía algo metido en la boca, una especie de trapo, sujeto mediante cinta adhesiva, y se notaba que había estado también llorando, posiblemente de impotencia.

Intentó decir algo, pero sólo salían ruidos confusos y gemidos de su boca, cuando el hombre que acababa de violar a su chica entró con ella, arrastrándola del cabello como si de una representación del hombre de las cavernas se tratase.

La tiró al suelo como si fuera una muñeca sin valor y se volvió hacia el chico, dándola la espalda por un momento.

Lo abofeteó.

-          Deja de gimotear y pórtate como un hombre, tontolaba. Claro que los hombres de verdad no lloran como nenazas –y le soltó otro guantazo-. No me extraña que tu novia se estuviera ayer insinuando como una perra pidiendo polla de verdad. La de un hombre, un macho, no un niñato de mierda pichafloja como tú.

Le dio otro tortazo antes de ocuparse de Lara, que seguía tirada en el suelo a unos pasos, medio desnuda, con los pantalones del pijama y sus bragas por los tobillos y sintiendo el culo enrojecido, y no sólo por el violento arrastre por el suelo desde el momento en que la sacó a rastras de su cama para traerla allí, al comedor donde tenía inmovilizado a su novio.

-          Vamos a enseñar a ese niñato cómo disfruta una golfa calientapollas –la advirtió antes de inclinarse para sacarla por los tobillos pantalón y bragas juntas.

Tiró a un lado el pantalón, despreciando la prenda, y se llevó las bragas a la nariz, oliendo fuerte el aroma que desprendía.

Luego, cuando abrió los ojos, se dio la vuelta y se lo plantó al novio de la chica.

-          Así es como huelen las bragas de una zorra mal follada, puto niñato –dijo, despectivamente, antes de arrodillarse y, pese a los pataleos de Lara, separarla las piernas lo suficiente para pasear la prenda por el inflamado coño de la chica, impregnándola de la mezcla de humedades que escondía-. Y así –anunció, separándose de ella para levantarse y agitar la tela ante la nariz del chico-, es como huelen cuando un hombre de verdad la da caña.

Dejó la braga, impregnada con la mezcla de fluidos de Lara y el semen descargado por el maduro profundamente en su vagina, sobre la cara del conmocionado chico.

Ella intentó darle a entender con los ojos que todo era mentira, que ella no había disfrutado y que no lo había estado incitando el día anterior, pero no supo si lo captó.

El hombre se plantó sobre ella armado con unas tijeras.

Cortó y desgarró la parte superior de su pijama, reduciéndolo a unas tristes tiras que arrancó y tiró por el suelo antes de, sujetándola por los hombros, hacerla sentarse en la silla frente a su novio, al otro lado de la mesa.

-          Menudas tetazas tiene la golfa –alabó, tras un profundo silbido-. Qué pena que no las sepas aprovechar, capullo.

Sin más dilación, se abalanzó sobre las tetas de Lara, comiéndoselas con la boca, apretándolas entre sus manos, estrujándolas a ratos y, otros, pellizcando con fuerza o mordiendo sus pezones.

Se las magreó un buen rato mientras el novio pataleaba y gimoteaba, impotente ante el espectáculo que sucedía ante sus ojos.

Ella intentaba fingir asco o que no la importaba.

Era desagradable tener a ese maduro haciéndola eso en sus pechos, aunque, tras un tiempo, una parte de ella sentía un cosquilleo… agradable ante el incesante manoseo de sus senos y la manera en que esa gruesa lengua jugueteaba con sus pezones.

Agradable quizás no fuese la palabra apropiada, pero, desde luego, la sensación que tenía no era ni mucho menos la que pensaba que debería tener y eso incrementaba la humillación a que estaba siendo sometida.

-          Mira, capullo –decía él, parando un instante-. Aprende cómo se disfruta de unas tetazas y mira cómo se la ponen de duros los pezones del gustazo que siente con un hombre de verdad y no un puto niñato.

Las burlas hacia la hombría del novio eran constantes mientras abusaba de los pechos de la chica, que, pese a la sensación de asquerosidad ante el incesante magreo y las babas, también se notaba ligeramente excitada y apenas lograba reprimir algún gemido que buscaba escapársele por la garganta ante los esfuerzos de su asaltante.

Hubo un momento en que tuvo que recordarse que la acababan de violar y que todo eso era algo repugnante y humillante, cuando empezó a tocarla el clítoris sin dejar de lado sus tetas, pero había algo en la propia situación, en el recuerdo de una fantasía de encontrarse sometida y humillada, que la provocaba unos instantes de repentina excitación.

El individuo que los tenía dominados parecía darse cuenta y se reía por lo bajo mientras seguía su asalto.

Siguió así varios minutos que se le hicieron eternos, pero, al final, también ese hombre pareció aburrirse de ello y la dio un respiro.

Debería de haber imaginado que la cosa no había terminado.

La alzó como si nada para ponerla reclinada sobre la mesa, apoyada en sus piernas y mirando hacia su novio.

Él se colocó detrás de ella nuevamente y confirmó los temores de Lara cuando la propinó un fuerte azote en el lado izquierdo de su culo con la mano derecha antes de separarla los glúteos para dejar a la vista su culo y el extremo de la rajita de su concha.

-          Lo que te estás perdiendo, capullo. Tiene tan hinchado el coño que creo que la voy a conceder una repetición. Necesita un segundo mandato de mi cacho polla, no de esa mierdecilla que te cuelga de los huevitos.

El chico miraba impotente, removiéndose como podía en su asiento y quejándose a través de la improvisada mordaza.

La propia Lara se habría unido a sus súplicas si hubiera podido, pero no sólo era lo que tenía en la boca, era como estar en shock.

No lograba reaccionar.

Y no sabía por qué, no sabía qué la pasaba.

Cuando volvió a sentir la bulbosa cabeza del tronco viril apoyándose contra su rajita tubo un escalofrío, pero aparte de eso, apenas sintió nada.

Él jugueteaba con la entrada a su coño, restregando su endurecida polla todo a lo largo de la distancia que separaba el agujero anal y el de acceso a la sexualidad de la chica.

Podía sentir el rastro de humedad que brotaba de esa punta y se iba esparciendo por esa delicada parte de su anatomía.

Hubiera podido intentar fijar los ojos en su novio, centrarse en él, olvidar lo que la estaba pasando y concentrarse en su chico, pero era incapaz, no podía dejar de sentir la brutal virilidad de su asaltante, la forma en que se desplazaba su polla rozándola y amenazando una y otra vez con entrar por uno u otro agujero, nuevamente a pelo, sin usar ningún tipo de protección, pasando olímpicamente de ello, no porque se hubiera olvidado, sino porque no le apetecía y despreciaba a quienes lo usaban.

Peor fue cuando metió una mano bajo su cuerpo y empezó a acariciarla el clítoris.

No lo hacía con delicadeza ni erotismo, sino de una forma invasiva, animal, buscando más la humillación de la chica que el que se sintiera cómoda o excitada.

No era por buscar que ella sintiera placer, sino por incrementar su sensación de indefensión ante las reacciones de su propio cuerpo y, en consecuencia, que la brutalidad de la violación se acompañase de una sensación de vergüenza contra sí misma, casi de una forma superior a cómo debería de detestar a su abusador.

Buscaba, o parecía buscar, que ella se sintiese como la auténtica culpable, o eso era lo que alcanzaba a imaginar en su mente calenturienta, desbordada de pensamientos, sensaciones y emociones mientras, por fin, la punta del tronco de carne de ese hombre maduro escogía un agujero que penetrar.

Sintió de nuevo la invasión con todo detalle, con una profundidad que la asombraba, porque, aunque el proceso era el mismo, ese hombre estaba logrando que ella sintiera muchísimo más cada milímetro ganado por esa gruesa polla, que sintiera cómo la invadía ese hinchado y caliente pene, atravesándola, recorriendo con algo parecido a la calma cada pequeña fracción del conducto que aún no se había recuperado de la anterior y brutal violación.

La vagina de Lara era como un volcán, y no lo podía evitar.

El continuado manejo de su clítoris por las callosas y resecas manazas del hombre maduro lograban estimularla de una forma que ella misma lubricaba, excitada dentro de una respuesta automática de su cuerpo, y se abría sin querer para facilitar la penetración, casi abrazando con su vagina el miembro viril que la perforaba, empujando y saliendo, empujando y saliendo, llenándola sin parar, invadiendo cada vez un poquito más de su conducto vaginal, llenando su coño con esa endurecida barra de carne.

Se daba cuenta de que estaba gimiendo cada vez más, pero no lograba controlarse, era incapaz de cortar la mayoría de esos sonidos igual que se veía incapaz de mirar a los ojos a su chico por miedo a ver en ellos reflejado el desprecio que ella misma sentía por lo que la estaba pasando, aunque, en el fondo, ella sabía que no tenía culpa, que el único culpable allí era ese maldito instalador que había vuelto para cobrarse un tipo de pago muy diferente al normal.

En el comedor era claramente audible ya el sonido de impacto de los huevos contra el coño de la chica, así como el chapoteo propio del movimiento deslizante de la endurecida polla adentro y afuera de la hinchada conchita de Lara.

El asco que se daba a sí misma competía con la violencia de los empujones que lanzaba su agresor, follándola con fuerza y una energía que a ella le parecía impropia de su edad.

La penetraba con fuerza, brutalmente, empujando una y otra vez, clavándola hasta lo más profundo de su sexualidad ese caliente y engrosado miembro viril.

Una y otra vez la llenaba, la perforaba con un vigor sólo igualado con la facilidad con la que estaba excitándola a través del manejo de su clítoris y las sensaciones que esa parte de su anatomía despertaba en ella.

Se sentía despreciable mientras no paraba de gemir con cada embestida, con cada brutal empujón que clavaba cada vez más adentro la polla de su violador.

Una y otra vez la llenaba, la atravesaba con su tremendamente ardiente ariete, porque más que follarla parecía que quería reventarla.

El tiempo se la hizo eterno mientras ese hombre, ese maduro que bombeaba en su coño, la usaba sin piedad, como a un juguete, sin amor, sólo con una pasión animal desenfrenada y vulgar.

Notaba cada milímetro de su polla entrando y saliendo, entrando y saliendo, entrando y saliendo… recorriendo con violenta energía cada palmo de su húmeda pero, pese a ello, irritada vagina, poco acostumbrada a ese tipo de asaltos por parte de un pene.

Cuando se descargó casi fue un alivio.

Casi.

Él empujó hasta el fondo una vez más, como tantas otras, pero esa vez apretó aún más fuerte contra el fondo de la vagina, contra el punto donde comenzaba el útero, y ella fue capaz de sentir cómo ese grueso miembro era recorrido por una onda, una onda que lo iba engrosando según avanzaba, hasta brotar por el extremo del glande convertida en chorros de espeso y caliente esperma.

Derramó su semilla en lo más profundo de la chica de nuevo, llenándola y, a la vez, provocándola una sensación extraña, casi alucinante, como de plenitud, algo que la hacía sentirse desorientada y avergonzada.

Apretó con fuerza, de forma que Lara notó la bolsa escrotal muy apretada contra su coño, vaciándose, estrujando sus conductos para soltar hasta la última gota de espesa lefa muy dentro del aparato reproductor de la chica.

-          ¿Ves, niñato?. Así se hace –entonó cansadamente-, así se folla a una puta guarra calientapollas. Apréndetelo porque a ella le encanta –y le mostró la mano que había usado en su clítoris completamente empapada de fluidos, acercándose con la polla al aire, goteando aún, para extendérselo por la cara-. Se ha corrido como una auténtica furcia… aunque… -se giró para mirarla con un gesto de superioridad- de las… baratas… porque disfruta demasiado jodiendo jajaja.

En un último gesto de desprecio, la escupió en la cara antes de colocarla sentada de nuevo, dejando completamente empapado el cojín del asiento en que estaba con la mezcla de fluidos que brotaron de su entrepierna.

Les sacó unas fotos de recuerdo y se marchó, como si no pasase nada.

Ya no regresó.

Relato dedicado a cierta persona que seguro se ha portado tan bien que tuvo muchos regalos.