Casos sin titulares XVII: la casa infame 1.

La empleada de una inmobiliaria es engañada para ser sometida a una cruel venganza por parte de un hombre que dice ser el antiguo ex-socio de su padre en el número 13 de la calle Trece.

El Doctor recibe un nuevo caso de secuestro y abusos.

La víctima, una estudiante universitaria de clase alta de cuerpo estilizado que sufrió toda una serie de perversiones en una vivienda de un exclusivo complejo residencial.

La casa infame (1ª parte)

Nuria llevaba poco tiempo en la oficina.

En realidad ni siquiera quería estar allí, pero su padre había insistido después de suspender tres asignaturas de ADE (Administración y Dirección de Empresas), y ahora le tocaba rebajarse a un simple puesto de vendedora en la inmobiliaria familiar.

Todos parecían saber quién era y el ambiente resultaba un poco incómodo, tanto porque unos pensaban que su padre la había puesto allí para espiarlos y ver su rendimiento, como por quienes pretendían ascender por el clásico método del peloteo más o menos descarado.

El objetivo de su padre era, en un ambiente aparentemente controlado, que ella supiera lo que costaba ganarse el dinero y, a la vez, ver cómo funcionaba uno de los negocios de la familia.

Para ella el objetivo era otro.

Llegar cuanto antes a la cifra de comisiones que le habían puesto como mínimo antes de liberarla de la obligación de trabajar ese verano como una más, como una simple vendedora base, y, así, poder irse a pasar unos días tranquilamente en el piso de Marbella con su grupo de amigas y, quizás, ligar algo.

Hasta ahora apenas lograba pasar de enseñar unas pocas fotos, y eso porque alguno desviaba a la gente a su mesa cuando estaban ocupados con otras cosas y por ser quien era.

Pero la gente que entraba a la oficina no sabía su ascendencia.

Lo único que veían era a una joven becaria y no parecían inclinados a tratar con ella.

La cosa cambió un miércoles por la tarde.

Era casi la hora de cerrar cuando entró el viejo.

El día había sido horrible, casi sin visitantes y, justo cuando ya estaban recogiendo, apareció el hombre con su traje arrugado, su barba larga y descuidada, y un sombrero con una pluma, como los de algunas cacerías que salían en fotos antiguas de su padre.

Estuvo hablando un rato con otro de los vendedores.

Cualquiera diría que se conocían de toda la vida, pero al final lo despachó y... ¡ohhh, casualidad!, cuando sólo faltaban 5 minutos para cerrar va y se lo manda a ella.

Tendría que haberlo supuesto, a Quique no le gustaba que estuviera allí, se lo había dado a entender desde el primer día, sin decirlo, pero esas cosas se notaban, y, en cuanto podía, la mandaba los muertos, la gente que se veía que realmente sólo iba a curiosear o que suponían demasiado trabajo.

  • Buenas -saludó el hombre, sentándose de una forma pesada en la silla frente a Nuria y quitándose el sombrero para secarse el sudor de la calva que ocupaba todo el centro de su cabeza.

  • Buenas tardes -saludó con cortesía, pero lo más seca que pudo para intentar que se diera cuenta de que estaba deseando largarse.

  • Nu... Nuria, ¿verdad? -siguió, inclinándose hacia ella para leer la placa con su nombre en su chaqueta roja- ... y... su apellido...
  • Es mi padre -respondió, cansada de que todo el mundo la preguntase lo mismo en cuanto se daban cuenta de que, por su peculiar apellido, debía tener alguna relación de parentesco con el nombre del dueño de la inmobiliaria.
  • Perfecto... perfecto... -masculló el hombre, mirándola con un extraño brillo en los ojos, de repente mucho más despiertos que antes-. Vengo por la casa trece del trece.
  • Ehhhh... ¿qué? -aquello la descolocó.
  • La casa del número trece de la Calle Trece de la urbanización Parra... -hizo una pausa- … Roja.
  • Ahhh... esto... -se puso a teclear en el ordenador, más por fingir que por otra cosa, de nuevo deseando quitarse de en medio al hombre y ese extraño olor que empezaba a llegarla.
  • Antes se llamaba Parraverde, ¿sabe? -comentó, como si nada, el hombre, que ahora se miraba las uñas pero que, de reojo, la estaba lanzando unas miradas que la estaban poniendo muy nerviosa.
  • ¿Ahhh sí? -respondió por inercia, sin prestar atención, justo en el momento en que saltó en pantalla la imagen de una casa que ni conocía que tuvieran, claro que era la primera vez que alguien iba buscando algo en Parraroja, la primera urbanización en que participó su padre.

Allí estaba.

Una vivienda de tres alturas, sótano y garaje.

Curiosamente, estaba completamente pintada de verde por fuera o, al menos, cuando se tomaron las fotos.

Tenía piscina y una cancha de tenis.

Llevaba en venta casi desde la inauguración de la urbanización y su precio era elevadísimo.

Hizo un cálculo mental sin poder evitarlo.

La comisión era la leche.

Por un instante, sintió una enorme emoción, tanto por la posibilidad de largarse de vacaciones con sus amigas como por la cantidad de dinero que suponía.

Duró un par de segundos la sensación, pues después se dio cuenta de que todo debía ser una broma de Quique, una broma pesada. Ese hombre no podía ni de coña comprar esa casa y lo que querían era hacerla perder el tiempo con un viejo senil para reírse a su costa.

Eso la hizo enfadarse, consigo misma por ese breve momento de esperanza y avaricia, y con Quique por jugarla esa mala pasada.

  • Bueno... -empezó, mientras pensaba cómo hacer para quitárselo de encima rápido y poder largarse cuanto antes.
  • Me gustaría verla antes.
  • Ya... pero me temo que...
  • Por supuesto, usaría de aval la propiedad que tengo en Marqués de la Ensenada -usó un cebo que hizo picar a Nuria, despertando su interés de forma automática pues, hasta ella siendo una becaria, sabía que se trataba, posiblemente, de la calle más cara de Madrid-, pero antes necesito ver la propiedad.
  • Ya... ya... sí, claro, desde luego, yo... -dijo, buscando con la mirada a alguno de sus compañeros.
  • Diga una sola palabra y cancelo el trato -amenazó en voz baja.
  • No, no, si yo sólo...
  • Ahhh bien -sonrió, acercándose a ella, de modo que ese anticuado perfume inundó las fosas nasales de la chica, y la miró directamente a los ojos, como buscando algo en ellos y, a la vez, absorbiéndola-. Pues éste sábado nos vemos. Sólo usted y yo -remarcó-. Si me entero de que lo dice y me suben el precio, no hay trato, ¿entendido? -ella asintió con la cabeza, incómoda por la cercanía del hombre, que había puesto su mano sobre la suya, apretándosela entre sus callosos dedos antes de remarcar en voz aún más baja-. A nadie, cariño, a na-di-e.

Dicho eso la soltó y se paró un instante más a mirarla, como si la estuviera valorando, como si la estuviera radiografiando de arriba abajo desde su silla.

Su incomodidad fue en aumento.

Por un momento pensó que era ella a quien estaba comprando y no la casa, que era a ella a quien estaba estudiando, calculando su valor antes de poner su oferta sobre la mesa,

En vez de eso, el hombre cogió una de las tarjetas de visita de la empresa, la miró despacio y, luego, con parsimonia, la giró y la puso de nuevo sobre la mesa.

  • Tu teléfono -pidió.
  • Ehhh... figura en...
  • El tuyo... -y, como si lo saborease, añadió, lentamente- Nu-ri-a.
  • Yo uso...
  • Entonces no hay trato -sentenció y se levantó.
  • No, no... un momento... -rellenó rápidamente la tarjeta con su número de teléfono móvil privado y se la tendió al viejo- Aquí está.
  • El cliente siempre lleva la razón -pronunció el viejo, escondiendo la tarjeta en uno de sus bolsillos antes de volver a ponerse el sombrero y lanzarla otra mirada, como de ansiedad, antes de sacar la lengua y humedecerse lentamente los labios, justo antes de repetir, sin palabras, sólo formando con la boca las palabras mudas-. A na-di-e.
  • Por supuesto. A su servi... -se despidió ella con la muletilla que se suponía que debían usar en la inmobiliaria.
  • …. servicio... -terminó la frase el viejo, antes de añadir- para todo.

Y se marchó.

A lo mejor era una broma de verdad... pero parecía muy elaborada para Quique... así que a lo mejor era cierto.

No tendría que haberle dado su móvil personal, pero ya era tarde para lamentarse, sobre todo si existía la posibilidad real de que fuera un negocio legítimo.

Sólo de pensar en la comisión que se podía llevar tuvo un escalofrío, pero de placer, no de esa especie de asco que había sentido cuando el viejo la tocó.

Nadie la llamó al día siguiente.

Ni el viernes.

Cuando se marchó de la oficina sintió una especie de desilusión, después de pasarse esos dos días imaginándose lo que podría hacer con el pedazo de comisión que habría podido ganar de vender esa casa, pero... en fin... seguro que era un loco o una broma de Quique.

Una broma muy pesada.

Ya se la devolvería.

No pensaba decirle nada a su padre porque no merecía la pena y tampoco quería que pensasen que era de verdad “la niña de papá”.

Ya se pensaría cómo devolvérsela.

Pero no ahora.

Ahora tenía que ir a casa, cambiarse y salir de marcha con sus amigas.

Al subir al BMW, regalo de sus padres por su pasado cumpleaños, fue cuando recibió la llamada.

Número oculto ponía, pero ni se dio cuenta entonces. Por inercia, al sonar el avisador acústico del bluetooth del coche, lo cogió, pensando que, seguramente, era alguna de sus amigas.

  • ¿Sí? -dijo, mientras dejaba el bolso en el asiento de al lado y sacaba del interior una toallita higiénica.
  • Mañana a las 8 -pronunció una voz profunda, madura, masculina.
  • ¿Perdón? -se sorprendió, con un pequeño sobresalto del corazón, que, por un momento, bombeó más rápido por el acceso de adrenalina-. ¿Quién es...?.
  • La visita al Trece del Trece de Parra... verde -respondió esa voz al otro lado de la línea, llamando con una pausa entre medias de forma equivocada a la urbanización Parraroja de su padre-. ¿No se habrá olvidado nuestra... cita, verdad Nu-ri-a?,
  • No... no, para nada -contestó, ya algo más tranquila, sin corregir al hombre la confusión con el nombre de la urbanización e ignorando su forma de hablar, esas extrañas pausas y cómo pronunciaba su nombre, como si estuviera paladeando un plato de alguna comida especial, porque, al fin y al cabo, si la cosa salía bien, la comisión iba a ser enorme-. Mañana a las 8. ¿Quedamos aquí...?.
  • Allí -volvió a interrumpirla con esa voz profunda y, por teléfono, extrañamente pausada, como si saborease algo a la vez-. Justo antes del control de seguridad de la entrada.
  • Ahhh... Ok -qué tío más raro, pensó por un momento, pero la comisión era la comisión.
  • Mañana entonces. No se retrase -y colgó.
  • Joder... -se le escapó.

Ahora era ella la que tendría que llamar a sus amigas para que alguna otra se llevase coche, porque la iba a tocar madrugar en su fin de semana libre y, en consecuencia, se tendría que marchar mucho antes de lo que esperaba.

Un coñazo. Pero si lograba la comisión... pues se tragaba la mierda ese día y a disfrutar el resto del verano, que era lo que más deseaba, quitarse de en medio toda esa chorrada de trabajar en la oficina con esa gente que parecía que o la detestaba o la peloteaban.

Llegó con sueño y un poco enfadada.

Enfadada por haber tenido que perderse una buena juerga, por los mensajes que alguna de sus amigas la mandó, y por haber tenido que madrugar, cosa que ya de por sí detestaba, un sábado.

Y enfadada consigo misma por llegar tarde.

Como no fue hasta esa misma mañana cuando se dio cuenta de que el número que la había llamado no había quedado registrado, no pudo avisar, así que, junto al enfado, también sentía un poco de malestar en las tripas por la vergüenza de llegar con esos casi diez minutos de retraso.

Casi se lo pasa.

Ella había pensado que estaría con su propio coche esperándola en el área justo antes de la entrada, donde los vigilantes de la empresa de seguridad controlaban que sólo accediesen propietarios o gente con invitación.

Pero no.

Estaba sólo, en pie, con un traje igual, o muy parecido, al del otro día, y con una especie de bolsa, grande y de tela, de asa larga colgando en bandolera, justo en la parada de autobús que había a doscientos metros del acceso principal.

Por suerte, nadie más iba por la carretera a esas horas y pudo apartarse con seguridad, dejando que el hombre se subiera a su coche a la vez que, internamente, tomaba nota de que después debería de llamar para que se lo limpiaran, porque, aunque tuviera esa propiedad en el centro de Madrid, su vestuario, y algo en su olor, no la gustaban para nada.

  • Buenos días -saludó, con fingida sonrisa.
  • Llegas tarde -la tuteó.
  • Ya, bue... -empezó a contar la excusa que había ido preparando.
  • Ponte en marcha. No tenemos todo el día, Nu-ri-a -cortó, añadiendo unas pausas al decir su nombre que la hicieron sentirse incómoda.

Pasaron sin problemas el control de seguridad tras identificar su vehículo.

  • Te has pasado la calle -la avisó.
  • Ahhh... ya... ¿seguro?... es que...
  • Que des la vuelta, niñata. Te has pasado el desvío -insistió él.
  • Ya... -pese a lo nerviosa que estaba por la situación, por la posibilidad de obtener una suculenta comisión y por tener a ese maleducado desconocido en su propio coche, logró contener la respuesta que le habría encantado soltarle.

Si no hubiera sido por lo de la comisión... pero hizo caso y dio la vuelta, cogiendo la calle que acababa de pasarse.

Había mirado el plano de la urbanización y la parecía recordar que tenían que ir más allá antes de desviarse, pero bueno... tampoco pasaba nada por dejarle creerse un listillo. Lo importante era la comisión y que, así, podría librarse de seguir tratando con ese tipo de gente y volver a su vida normal.

Tenía que mantener la calma y aguantarse las ganas de actuar con condescendencia cuando el hombre descubriera que se había equivocado y que iban a tener que dar la vuelta de regreso a la anterior ruta y de que ella iba bien... pero tenía unas ganas enormes de demostrarle que era un cretino y bajarle los humos.

Podría tener todas las fincas que quisiera en un lugar económicamente potente, a nivel inmobiliario, pero era un... un... era poco más que uno de esos obreros que hacían chapuzas para su padre.

No era de su clase.

Casi se ríe cuando lo pensó.

Casi.

Pero no habría sido la mejor manera de empezar la venta.

  • Gira por ahí -interrumpió sus pensamientos para guiarla por una bocacalle que iba por detrás de una de las parcelas.

Nuria giró sin decir nada y se dejó guiar.

De pronto, tuvo la extraña sensación de que ese hombre, ese viejo, ese desconocido, se conocía la urbanización.

Fueron a través de rutas secundarias en un extraño rodeo, pero, al final, llegaron al lugar.

El Trece de la calle Trece, un edificio aislado dentro de lo que era el propio complejo de la urbanización.

Llegaron por detrás, de forma que no pasaron ante ninguna de las viviendas de esa misma calle, de las cuales realmente sólo se habían construido dos porque poca gente parecía querer vivir en un lugar que incluyese el número trece en sus indicativos.

Debían de haber al menos quinientos metros hasta el vecino más cercano y, en un instante de lucidez, la chica se dio cuenta de que absolutamente nadie sabía exactamente a dónde había venido y que, incluso, los vigilantes del complejo, sólo la habían identificado pero no dijo a qué propiedad acudía.

Y, encima, habían ido por una ruta que, ahora, la pareció que buscaba evitar las calles principales y sin pasar tampoco por delante de los únicos dos vecinos de la calle.

Era una tonta.

Tenía demasiada imaginación.

Era de día, hacía un sol espléndido y tenía por delante la visita a una propiedad en buen estado y de un valor tal que la iba a permitir retirarse de ese primer trabajo al que la había obligado a presentarse su padre por unas estúpidas asignaturas suspendidas.

Se la enseñaría, firmarían los papeles y se olvidaría de toda esa mierda.

Punto.

Nada más.

El resto eran paranoias.

  • Deja el coche en el garaje, Nu-ri-a -ordenó, mas que sugerir, el cliente.
  • No -se negó por inercia, cansada ya de que la mangoneara ese hombre-. Hay que...
  • ¡Joder! -soltó un taco sin apenas inmutarse, sólo girando apenas el rostro para mirarla de una forma extraña, que la dio repelús-. Quiero hacerme una idea de cómo es de grande, ¿vale? -aclaró antes de que ella pudiera oponerse con otros argumentos.

Aunque rabiaba por dentro, hizo lo que la pedían y dejo su BMW en las tripas de la casa, escondido definitivamente a la vista de curiosos... o eso fue lo que se pasó como un rayo por su mente.

  • Como ve, es espacioso -comenzó, bajándose del coche, intentando ser profesional y, por fin, encauzar la conversación y ser ella la que llevase la batuta-. Entran dos coches grandes y aún hay sitio para un trastero de veinte metros.
  • Vamos arriba.
  • Ehhh... ¿no prefiere empezar viendo el terreno?.
  • ¿Qué parte de “vamos arriba” no entendiste, Nu-ri-a? -cortó, seco.
  • Muy bien -aceptó ella, ocultando su irritación-. Vamos arriba.

Ella se puso en cabeza para empezar a contarle las cosas de la casa que llevaba apuntadas en el folleto.

Inesperadamente, él la agarró de la cabellera con una mano fuerte, haciéndola gritar de sorpresa, y, con la otra, la retorció su diestra, poniéndosela a la espalda y provocando un intenso dolor.

  • ¡Ahhh...!, pero ¿qué hace? -dijo, sorprendida, intentando buscar una explicación lógica a la situación.
  • Lo que me da la gana, Nu-ri-a -respondió, con el rostro pegado a su cuello, y su cuerpo a la espalda de la joven, que intentó retorcerse para liberarse de su presa, pero era mucho más fuerte de lo que esperaba y al aumentar la presión sobre la muñeca retorcida la hizo desistir-. Mejor, ni-ña-ta... -y, luego, mientras avanzaban en ese peculiar “abrazo”, añadió, como coletilla, de una forma que sonaba como a cuando uno se come algo particularmente sabroso-. Lo que me da la gana...

Llegaron a la planta baja de la casa y allí la soltó de un empujón, haciéndola caer de rodillas sobre el suelo, golpeándose las rodillas.

Se cogió la muñeca dolorida y se la frotó a la vez que miraba a la figura que se encumbraba junto a ella, mirando a su alrededor, por un instante olvidando a la chica.

Nuria se puso de pie lo más rápido que pudo, intentando escapar, buscando aprovechar su estado de forma para poder empujar a ese hombre mayor y lograr alcanzar el coche.

La volvió a sorprender.

Giró y, en un solo movimiento, extrajo algo de esa bolsa de tela que llevaba colgada y la golpeó en el brazo.

Apenas fue un pinchazo, pero empezó a ver todo borroso, la costaba concentrarse y hablar.

Dio un par de pasos hacia la libertad que suponía su vehículo, pero un intenso cansancio se apoderó de ella y perdió pie.

Alguien la sostuvo.

Todo estaba cada vez más oscuro.

  • Ya, ya... -oía a lo lejos- tranquila, tranquila... todo saldrá bien... todo va a salir bien... lo que me dé la gana... lo que me dé la gana... -y ya no escuchó nada más, todo se volvió oscuro.

Cuando se despertó, estaba sentada en una silla en la cocina, con los brazos a la espalda, atados fuertemente por las muñecas y, por lo poco que podía desplazarlos, seguramente también atados al respaldo.

Las piernas también estaban sujetas por los tobillos a las patas de la silla.

Se dio cuenta de que tenía la boca espesa.

Poco a poco iba recobrando la plena consciencia y se iba dando cuenta de todo lo que la rodeaba.

Su mente aún estaba un poco turbia y la costaba mantener el hilo de sus pensamientos, pero logró controlar la ansiedad que hubiera desembocado en unos gritos histéricos mientras buscaba algún sentido a todo eso.

  • Ahhh... por fin la princesita de papaíto se ha despertado -escuchó la voz grave del, ahora lo sabía, falso cliente-. Ya iba siendo hora. Pensé que me había pasado de dosis y que iba a tener que jugar solito.
  • ¿Qué... qué quiere... qué? -intentó parlamentar.
  • ¿Tienes sed? -dijo, sin responder, solícito, y acercó una botella de 2 litros de la popular bebida gaseosa mundial, pero rellena de un líquido de otro color y un olor dulce que no conocía-. Venga, bebe.
  • No tengo sed -mintió, porque en realidad su boca y garganta estaban tan secas que las notaba como si hubiera tenido metido un puñado de algodón dentro.
  • Es zumo de granada. Nada más -aseguró él, acercando la botella a la boca de la chica-. Vamos. Un sorbito.

A regañadientes, aún sin saber muy bien qué hacer o qué pasaba o, siquiera, qué decir, con la mente aún embotada, separó los labios y dejó que el hombre apoyase la boca de la botella para hacer que el zumo entrase en su boca.

Tenía un gusto desconocido y no la gustó especialmente, pero algo era siempre mejor que nada.

Tragó.

  • Así me gusta, Nu-ri-a -alargó su nombre con malicia mal escondida en su voz e inclinó aún más la botella para que entrase más volumen del zumo en la boca de la chica, que volvió a tragar-. Muy bien... bebe... bebe más... un poquito más... vamos... otro poco... ya falta menos... venga... traga... así... muy bien... otro poquito... muy bien... así... un poco más... bebe... así... -la iba diciendo, sin dejar de inclinar la botella para que la entrasen nuevas cantidades de líquido que se veía obligada a ingerir- ya queda menos... traga... así... muy bien... un poquito más... vamos... otro poquitín... venga... todo adentro... buena chica... así... ya falta poco... venga... otro poquito y ya... así... vamos... tú puedes... un poquito más... otro trago y ya casi... así...

No paraba de verter líquido en su boca y ella se sentía cada vez más hinchada.

No podía más.

No sabía de qué iba todo eso.

Se la fue por mal sitio.

Empezó a toser y escupir.

Él se apartó lo justo para que no le manchase, con una sonrisa extraña y... enfermiza... en el rostro... casi como ansiosa, como si hubiera algo... algo... no lograba decidir qué era, pero no la gustaba.

  • Venga, ya sólo falta la mitad -la animó cuando dejó de toser.
  • No... no quiero más -se negó la joven, notando que se había empapado la blusa con el líquido que ella misma había expulsado al toser y lo que se la había escurrido de la boca por el cuello sin darse cuenta en cada ocasión que él la había puesto la botella en la boca.
  • No me importa. Te lo tienes que beber todo -y volvió a acercarse con la botella.
  • No -volvió a decir Nuria, cerrando la boca con fuerza cuando la ofreció el líquido.
  • Mira -empezó, adoptando el tono de un maestro que le explica a un alumno especialmente cortito algo muy simple-, aquí hay un cazador y una presa. Yo soy el cazador. ¿Adivinas quién es la presa? -preguntó con sorna, sin esperar realmente una respuesta-. Tú. Tú, hija de puta -la insultó, antes de remarcar y extender su perversa explicación-. Sí. Tu madre era una puta y...
  • ¡Mi...! -gritó para defender a su madre.

Fue un error.

Su maduro secuestrador aprovechó para introducir la boca de la botella en su boca y forzarla a tragar una buena cantidad extra del zumo antes de que ella estallase en nuevas toses y escupiera parte, atragantada de nuevo.

  • Lo que iba diciendo -siguió con una sonrisa de superioridad-. Tu madre es una puta... -la tentó y, cuando ella no respondió esta vez, siguió- y tú lo eres también. Está en tu ADN. ADN de pu-ta -remarcó-. Si tu padre fuese otro, a lo mejor se podía compensar. Pero tu padre es peor. Tu papaíto es un cerdo traidor. Un cabrón de lo peor de lo peor. Así que ya ves. Una puta por un lado y un cabrón traidor por el otro. Menudo puto ADN que tienes. Mezclas a una puta coneja viciosa y un mamón y tienes... tienes... ¿qué tenemos?. ¿Una zorra... una puta zorra... o quizás me equivoqué y la evolución se saltó un paso para producir una cervatilla?. ¿Eh, qué me dices? -pasó a acariciarla el rostro, ante cuyo contacto ella se debatió, manteniendo bien cerrada la mandíbula-. ¿No dices nada?... bueno... tendrá que ser por las malas... pero porque tú lo has querido. Es culpa tuya, que lo sepas. Yo quería ser bueno, un cazador justo, pero... no me dejas elección. Es culpa tuya, recuérdalo -insistió antes de soltar la botella con cuidado en el suelo, para luego volver a erguirse y lanzar un puñetazo directo a su abdomen.

La propinó otro par de puñetazos fuertes, mucho más de lo que ella hubiera imaginado en un hombre de su edad, alguien que parecía como diez años mayor que su propio padre.

  • ¡No, no!. ¡Alto! -suplicó.
  • No te oigo -respondió él, dándola un tortazo fuerte en el rostro.
  • ¡Alto, ALTO!.
  • ¿Quieres beber? -preguntó él después de otro par de puñetazos a la zona de su ombligo.
  • ¡SÍ, SÍ!... beberé... -cedió, casi al punto de romper a llorar.
  • Buena chica -dijo él, despojándose de la chaqueta, acalorado, como se vio por las marcas de sudor de sus axilas y la incipiente del pecho-. Ahora bebe. To-do -remarcó al recoger la botella y volver a ponérsela en los labios.

Ella tragó como pudo y, casi todo, terminó bajando por su garganta.

Volvió a atragantarse una vez más, pero el hombre no cedió y ella no insistió.

No dejó la botella hasta que estuvo completamente vacía.

  • En fin... tanto ejercicio me ha dado sed, ¿sabes? -se mofó de ella, o eso imaginó Nuria.

Se acercó al fregadero y bebió directamente del grifo, que dejó abierto.

  • ¿Sabes? -empezó a decir, desabrochándose los pantalones, que dejó, cuidadosamente doblados, en otra silla-. El sonido del grifo abierto siempre me ha ayudado a mear. ¿No te pasa lo mismo a ti? -se acercó a ella, con unos boxer hinchados por lo que escondían-. Oh, vaya, ¿qué miras, jovencita? -adoptó una pose inocente, señalándose la entrepierna-. Vaya. ¿Te gusta lo que ves?. ¿O es que quieres ver lo que se esconde detrás?. Seguro que nunca has visto la polla de un cazador de verdad, ¿a que no? -se jactó-. Pues mira, ahora vas a ver a un hombre, uno de verdad, no uno de esos gilipuertas que se pasan el día creyendo que tener musculitos es ser un hombre -y se quitó el bóxer, mostrando su grueso pene, que saltó, hinchado y victorioso, liberado de la prisión de tela que lo había retenido. Nuria no pudo evitar mirarlo-. ¿Qué?. ¿Te gusta, verdad?. A todas las hija putas os gustan las pollas, porque me da que tú no eres una puta bollera, ¿verdad?. A ti lo que te gusta es lo mismo que a la puta de tu madre, las pollas. Los hombres, ¿verdad?.
  • Por favor, -suplicó ella, intentando razonar con ese hombre que debía de ser un loco o algo así- suélteme. No diré nada. Si necesita dinero, mi pa...
  • ¡A la mierda tu puto padre! -gritó, tras cortar sus palabras con un fuerte tortazo-. Todo su dinero es mío. ¡MÍO! -remarcó, cada vez más furioso-. Eramos socios. És-ta -hizo un gesto amplio con los brazos- era mi urbanización y és-ta -señaló la casa- iba a ser la casa donde tu mamaita y yo íbamos a vivir. Me traicionó. Me traicionaron los dos. Me arruinaron. Me robaron todo. Me robaron hasta el nombre de la urbanización y... y la hija de la gran puta de tu madre se largó con él cuando me dejaron en la puta calle, así que ¡cierra tu puta boca, niñata de mierda!.

Nuria se quedó de piedra ante las revelaciones del hombre, que, histérico, había soltado con grandes gestos casi a milímetros de su rostro en ocasiones, salpicándola con gotas de su saliva.

El pene de ese hombre maduro, más viejo que su padre en apariencia, casi diez años más habría creído ella, pero que, ahora, calculaba que debía de rondar los cincuenta y cinco o poco más, se había ido desinflando durante el arrebato de furia y ahora apenas medía una pequeña parte que antes.

  • Puta mierda... -masculló.

Se agarró el pene y empezó a moverlo, mirando a la universitaria con unos ojos ansiosos, que parecían devorarla, recorriendo su cuerpo como si de un filete especialmente sabroso se tratase.

Hasta se relamió los labios.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de la chica.

Él soltó una risa corta, seca, brutal, ante la reacción de Nuria.

  • Vaya... la niñita rica se cree que la van a violar -habló en tercera persona-... ayyy con la pobrecita niñita de papaíto... la pija universitaria que ni siquiera es capaz de aprobar el curso ni con el dinero que su papaíto me robó -anunció, descubriendo que sabía mucho más de ella-... ¡nadie te podría violar en esa burbujita!... -se burló de ella, riéndose de nuevo-. Pero a una puta... a una cerda marrana... a una hija de puta... uyyy... a esa se la puede cazar... y el cazador hace lo que le da la gana con su presa... lo que me dé la ga-na -remarcó e, inesperadamente, se puso a mear, con el ruido de fondo del grifo abierto, sobre Nuria, mojando toda su ropa.

Cuando terminó y dejó caer las últimas gotas sobre el suelo, sacudiéndose el pene, la advirtió.

  • ¡Marcada!.

Como si fuese... ¡ni que fuese su propiedad!... y él un animal.

Ella no era eso, para nada.

Pero no se atrevió a responder, pensando que podía volver a golpearla en un nuevo arrebato de furia.

Se sentía sucia y asquerosa, pero estando sujeta no podía hacer nada, tenía que esperar y no ofrecerle una excusa, cualquier excusa, para volver a atacarla.

  • ¿Qué pasa, furcia?. ¿No tienes ganas de orinar?. Escucha el grifo -y se calló un instante, dejando que el sonido del agua corriendo se extendiera por la habitación-. Sí... sí... tienes ganas, ¿verdad?. ¡Ahora vengo! -dijo, como si se le acabase de ocurrir, pero antes de salir de la cocina, se acercó y la dio un beso en la frente, un beso que la hizo sentir náuseas.

Se marchó, cogiendo los dos teléfonos móviles, el de Nuria y el suyo propio.

El grifo se quedó abierto, malgastando el agua, pero, también, haciendo que las ganas de orinar de la joven universitaria aumentasen.

Porque tenía ganas.

No podía evitarlo, aunque se había negado a reconocerlo ante su secuestrador.

Había bebido demasiado.

Y, encima, también ese sonido, el del correr del agua del grifo, provocaba esa reacción autónoma en su cuerpo, esa especie de urgencia para miccionar.

Se resistía como podía.

No iba a darle ese gustazo.

Ella no era una “presa”, no era un animal al que hubieran cazado y, desde luego, no pensaba obedecerle en esas ideas de mierda que tenía en su cabeza loca.

Se aguantaría, aunque la costaba cada vez más.

Se removió, intentando liberarse de las ataduras, porque gritar era absurdo.

La casa estaba completamente aislada, nadie iba a ir hasta allí a propósito y menos un sábado.

Encima, en la práctica no había dicho a nadie a dónde iba.

Sólo sabían unos datos generales, tanto por cuándo la había llamado para concertar la cita como porque no quería que nadie la quitase esa oportunidad, esa jugosa comisión que había pensado que iba a sacarse.

Y, para empeorarlo todo, cuando pasaron por la barrera de seguridad, su coche era el único identificado y no sabían ni a dónde iba ni cuánto tardaría. El siguiente turno ni se daría cuenta y, al haber ido por una ruta lateral, ni siquiera se habían cruzado con nadie y, si les habían visto, nadie se imaginaría el final de su camino.

Además, no habían llegado por delante, no habían pasado por las otras casas de la calle, que estaban a una buena distancia, y el coche estaba aparcado en el garaje, oculto.

Estaba todo en sus manos.

Sintió el impulso de llorar.

Nunca se había sentido tan desvalida, no, al menos, de verdad.

Le escuchó hablando por teléfono en otro cuarto, a lo lejos, y se concentró de nuevo en intentar liberarse de las cuerdas, a pesar de lo apretadas que estaban y el dolor que la estaban produciendo en tobillos y muñecas.

Para cuando regresó su secuestrador, ese loco que decía haber sido el ex-socio de su padre, que justificaba todo lo que estaba pasando en algún tipo de paranoia, Nuria apenas había logrado un poco más de holgura en las cuerdas que la inmovilizaban.

El hombre llegó completamente desnudo, por lo que no hizo prácticamente ruido.

Tenía pelotillas entre algunos dedos de los calcetines que había dejado tirados en algún otro punto de la casa.

La rodeó lentamente, sin decir nada, riéndose por lo bajo.

  • No me haga nada, por favor -le decía, intentando seguirle con la mirada, buscando la forma de no perderlo de vista, temiendo que pudiera hacerla algo de nuevo por sorpresa-. Si me suelta no diré nada y le daré algo de dinero. Por favor...
  • Shhhh -la respondió, llevándose un dedo a los labios, exigiendo más que pidiendo, silencio, antes de agarrarla violentamente de la cabellera y tirar de ella hasta obligarla a levantar la cabeza y mirarlo hacia arriba-. El cazador es quien decide qué hacer con la presa, no al revés -aclaró, con una sonrisa torcida-. Apestas, como toda tu puta familia -hizo un gesto forzado de olfatear el aire y, luego, acercó su nariz al cuerpo de la chica y volvió a olfatear fuerte, como si fuera un perro buscando un rastro-. Sí, sí... apestas. Creo que voy a tener que quitarte toda esta ropa apestosa. No soporto ese olorazo -se burló del aroma que desprendían las ropas de la chica tras habérselas meado él mismo.
  • No... no... no... -se puso a llorar Nuria.
  • Ohhh, vamos, pequeña -adoptó un timbre suave, paternal, mientras la acariciaba el rostro-. Si no pasa nada. Es algo natural. El cuerpo humano es algo precioso, ¿no te parece?. Incluso esta barriga -se agarró con ambas manos el abdomen para remarcar sus palabras- es hermosa, ¿no te parece?. Además... vamos, qué coño, es que me apetece verte desnuda, hija puta -se burló de ella, cambiando a un tono más agresivo-. Y no te hagas la santurrona, que bien que venías pensando exhibirte un poco para lograr una venta, ¡so zorra! -y la volvió a abofetear con fuerza.

Tardó apenas unos segundos en volver con una tijera y fue, lentamente, destrozando la ropa de la chica, amenazándola con intensas miradas cada vez que intentaba quejarse o suplicar.

Dejó para el final el conjunto de lencería, un sujetador y braga a juego de encaje.

  • ¿Cuál te apetece que use para pajearme?. ¿El sujetador o la braga?. ¿O mejor la meto dentro de tu puto coño? -preguntó, a la vez que se agarraba con una mano el pene y empezaba a tocárselo despacio, consiguiendo una lenta erección, mientras con la otra señalaba arriba y abajo con la tijera responsable de destrozarla toda la ropa. Como ella no respondía, añadió -. Tic tac, hija puta, tic tac.
  • El... el... sujetador -terminó respondiendo, imaginando, casi suplicando, que eso fuera suficiente para contentarle, que usase la prenda para correrse y, agotado, terminase permitiéndola marchar o, al menos, que se quedase adormilado en otro cuarto y así ella pudiera terminar de aflojar sus ataduras.

Con extremo cuidado, la quitó el sujetador y lo dejó encima de la isla de la cocina.

Se detuvo un instante a mirarla y, después, se acercó y empezó a dibujar círculos con la tijera alrededor de los senos liberados de la chica.

  • Bonitas tetas... muy bonitas... -dijo, babeando, con un brillo hambriento en los ojos- ¿Quieres que te las coma?. ¿Ehhh?. Dime -y apretó la punta de la tijera contra su pecho izquierdo-. ¿Quieres que te las coma, hija puta?.
  • Sí... sí... -respondió, con un hilo de temblorosa voz.
  • ¿Lo deseas, verdad?. Deseas que te las coma, ¿verdad, zorra hija puta?.
  • Sí... sí... -volvió a responder ella, por lo bajo, al notar cómo clavaba un poco más la punta de la tijera.
  • Quiero oírtelo decir, puta. Bien alto -aclaró, cuando ella se mojó los labios para dar la respuesta obligada-. Quiero oírte decir que lo deseas. Porque podría tomar lo que me apetezca por la fuerza, es mi derecho, pero sé que lo deseas. ¡Dilo ya, joder!.
  • Sí... sí... -respondió, asustada, y, al notar de nuevo clavarse la tijera, casi gritó-. ¡Deseo que me comas las tetas!.
  • Bueno... si es por favor... -se burló él, retorciendo la punta contra su pecho.
  • ¡Por... por favor... cómeme las tetas!.
  • Vale. Ya que tanto lo deseas, te haré el favor -respondió burlonamente, dejando en el suelo la tijera y agarrando con las dos manos los pechos de Nuria.

Amasó lentamente sus pechos, haciendo que sintiera cada dedo de sus manazas, cada gesto sobre sus senos.

Él tenía una sonrisa lasciva en la cara y lanzaba unas miradas alternas entre sus pechos y su rostro que mostraban una ansiedad mal disimulada.

Empezó a estirar sus pezones, a pellizcarlos, retorcerlos, buscando alguna queja de su parte, se daba cuenta, alguna excusa para algo peor.

Se resistió.

No pensaba hablar.

No iba a darle ese gustazo.

El maduro asaltante se encogió de hombros y llevó su rostro hasta las tetas de Nuria, lamiéndolas lentamente con una lengua gruesa.

Poco a poco fue acercándose hasta el primero de los pezones, que se metió entero en la boca, jugueteando en su interior con él, usando sus dientes y la lengua para estimularlo.

Nuria sintió que perdía el control, que, pese a la angustia y el miedo de la situación, que, pese al asco que la daba ese hombre tan mayor, su pezón se estremecía dentro de esa boca y crecía respondiendo a un mandato irracional, puramente animal, de esa zona del cerebro en la que no dominaba la evolución, sino la sexualidad primaria.

El hombre se daba cuenta, era obvio, y soltó una risita apagada sin dejar de comerse ese primer pezón.

Cuando cambió a la otra teta, ella sintió que el pezón liberado no sólo estaba duro, sino que toda la zona estaba completamente empapada con las babas de su secuestrador.

Fue entonces cuando sintió su otra mano, la que no usaba para sujetar su otro pecho.

La estaba deslizando por su vientre, incluso metió un dedo en su ombligo y lo presionó como si fuera un botón.

Se la escapó un quejido y él mordió el nuevo pezón objeto de sus atenciones.

Nuria tuvo que morderse el labio para no provocar más reacciones de su agresor.

La mano siguió el descenso, con su tacto seco, cuarteado, casi calloso.

Por un instante, un breve instante, se le pasó por la cabeza que ese hombre, ese agresor maduro, debería de ponerse crema hidratante en las manos. Era un pensamiento absurdo, descabellado, y casi la dieron ganas de reírse si no hubiera estado en esa comprometida situación, atada de pies y manos, con la ropa destrozada y prácticamente desnuda y a merced de su maduro asaltante.

Esos pensamientos la distrajeron apenas un instante, lo suficiente para que casi no se diera cuenta cuando esa manaza se metió bajo su braga en el mismo momento en que todo el segundo pezón, con su areola y parte de la teta, desaparecían dentro de la hambrienta boca del hombre.

Alcanzó su sexo.

La empezó a tocar con esos gruesos dedos, acariciándola, tocando su rajita y el clítoris.

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Otra risa brotó de la garganta del hombre, que la estaba comiendo la segunda teta a conciencia.

De una forma extraña empezó a sentirse excitada ante el contacto de la masculina mano sobre su coño.

No era la primera vez que la masturbaban.

Pero era la primera vez que su cuerpo reaccionaba tan pronto, era demasiado rápido, se notaba extrañamente sensible y... no podía ser por la situación... ¿verdad?. Era cierto que alguna vez había fantaseado con encontrarse sometida por un hombre... pero uno más joven, no ese que parecía tan mayor, que aparentaba como diez años más que su padre, más cercano a los sesenta que a los cincuenta... o esa era su apariencia exterior.

No comprendía la facilidad con que estaba logrando despertar en su cuerpo esas reacciones.

Sabía que eran involuntarias.

Ella detestaba con toda su mente lo que estaba sucediendo, lo odiaba por lo que la estaba haciendo... pero su cuerpo era algo distinto, había cosas que sucedían sí o sí, que eran autónomas, no racionales, no dependían de su voluntad, eran algo completamente animal, unas reacciones casi se podría decir que instintivas, primitivas, de esa zona primaria que sólo respondía a estímulos, que no estaba sujeta al control de la mente.

Y, aún así, pese a conocer eso, porque ella no era tonta, por mucho que algunos pensasen lo contrario, se sentía indefensa y confusa frente a ese cúmulo de sensaciones pulsátiles que nacían de su sexo y de sus pechos, de esa aceleración en el ritmo cardíaco y la respiración, de ese ponerse su vello erizado y notar la piel hipersensibilizada ante el más mínimo roce.

Se sentía humillada por eso hombre y... traicionada por su propio cuerpo, por responder a cosas que no quería que respondiera, por hacerla tener esas oleadas de calor y esos sentimientos confusos.

El hombre movía cada vez más la mano sobre y dentro de su coño.

Sentía moverse esos dedazos por cada pliegue exterior de su sexo, podía notar cómo jugaba con su clítoris, estimulándolo de una manera violenta y... y excitante... podía captar cómo entraban uno y hasta dos dedos gruesos en lo más profundo de su coño, adentrándose en su vagina, que se adaptaba a la invasión, calentándose y humedeciéndose sin poder evitarlo.

Podía sentir cómo la comía el segundo de los pezones, estimulándolo con la alternancia entre los labios, el estirarlo entre sus dientes y el juguetear con la gruesa lengua.

Estaba excitada.

Era humillante, doblemente humillante.

Pero no podía evitarlo.

Y, encima, ahora empezaban a entrarla unas ganas crecientes de orinar.

No sabía qué hacer, cómo escapar de todo eso, cómo detener esa violación de su cuerpo, cómo, en definitiva, cómo escapar antes de que hiciera algo más con ella, algo...

  • Te... tengo que... te... tengo que...mear -logró articular.
  • Ahhh... muy bien, claro que sí, pequeña, no hay problema -respondió él inesperadamente, abandonando todo lo que la había estado haciendo de golpe. Luego, añadió con un tono que no la gustó nada-. Y tengo el lugar perfecto para que lo haga alguien como tú.

Se marchó para volver un par de minutos después.

Portaba un collar donde podía leerse el término insultante “slut”, una correa y un rollo de cinta ancha.

Colocó el collar alrededor del cuello de la chica, que no se atrevió a protestar pese al denigrante significado de la palabra inglesa.

Con cuidado, el hombre maduro, deshizo los nudos que la sujetaban a la silla y los sustituyó por la cinta, sólo que esta vez Nuria tenía sus manos por delante del cuerpo, lo cual le pareció una clara mejora y una posible ventaja.

Ya iba a levantarse de la silla cuando él se la cargó encima y la llevó con una facilidad que la hizo darse cuenta de que su forma física era mucho mejor de la que ella imaginaba para su edad.

Unos metros después la soltó sobre la encimera de la isla de la cocina, junto al fregadero.

  • Pero...
  • Shhhh... tú déjame y relájate -la intentó calmar el hombre, consiguiendo el efecto contrario, sobre todo cuando volvió a romper la cinta que cubría los tobillos de Nuria y la hizo abrirse de piernas y colocar sus rodillas sobre los hombros del hombre tras atraerla hacia el borde de la isleta, con el culo incómodamente situado sobre el hueco del fregadero, obligándola a sostenerse en los codos para no resbalar dentro.

Su maduro asaltante se inclinó sobre ella y empezó a lamer su expuesto coño.

El primer paso de su lengua fue escalofriante y, sin embargo, no era capaz de dejar de mirar, ni siquiera las veces que él hacía lo mismo y la miraba directamente a los ojos a la vez que pasaba su lengua por el sexo de la chica, cuando no era que atrapaba entre sus labios las partes más sensibles de la anatomía de la joven.

Poco a poco se iba calentando de una forma humillante, vergonzosa, que la hacía sentirse culpable.

Una de las manos del hombre ascendió hasta atrapar una de las tetas de Nuria, estrujándosela hasta casi hacer que chillase de dolor, pero resistió el impulso ante la certidumbre de que era una treta más de ese loco, porque no podía ser otra cosa que un enfermo mental fugado de algún psiquiátrico o que no tomaba la medicación, otra cosa no tenía sentido.

No podía creer nada de lo que la había contado.

No quería creerlo.

Estaba segura que todo estaba en la mente de ese hombre, dentro de alguna estrafalaria fantasía de su mente trastornada que usaba como excusa para los abusos a los que la estaba sometiendo.

Un nuevo escalofrío la recorrió.

La otra mano estaba ahora también acariciándola el clítoris a la vez que la boca de su asaltante no paraba de comerla el coño.

Se estaba volviendo a excitar de una manera incomprensible.

Todo eso era una locura, una auténtica pesadilla.

Pero no, nunca había soñado algo tan intenso, estaba segura de que lo recordaría.

Su cuerpo estaba reaccionando de una manera exagerada.

No era la primera vez que la comían el coño e, incluso, uno de los tíos que lo hizo la hizo correrse de una manera que aún recordaba cuando se masturbaba algunas noches, pero incluso él había tardado más en hacer que su cuerpo se calentase de esa manera.

Y no lo entendía.

Al menos con esos tíos había sido algo planeado, voluntario, morboso... y eso era lo que la había estimulado.

Pero esto era lo contrario.

Ella estaba allí contra su voluntad, sometida por un desgraciado loco, de mucho más de cincuenta años y que no la resultaba para nada atractivo y, sin embargo, estaba logrando que su sexo estuviera ardiéndola.

No lo entendía.

Un primer dedo penetró en su interior sin resistencia y, al poco, un segundo.

Y no lo entendía.

Parecía una cría en su primera vez, no comprendía cómo su cuerpo podía reaccionar de esa manera tan intensa y tan rápida.

Notaba crecer la humedad en su interior, una oleada de calor que crecía y crecía y no paraba de crecer.

Su propio coño estaba hinchándose, excitado, ante la presión de la mano y la boca del maduro asaltante.

Y, a la vez, ella tenía que luchar con una tremendas ganas de orinar.

Su mente era un absoluto caos.

Y ella no entendía nada.

Ninguna de las reacciones de su cuerpo parecía normal.

El siguió masturbandola con su mano, sus dedos y su boca, mientras ya no interrumpía el contacto visual, casi obligándola a ella a apartar la vista, asqueada por lo que estaba haciéndola y por cómo reaccionaba esa parte tan íntima de su anatomía,

El tiempo pasaba demasiado lento... o demasiado deprisa... casi lo tenía que contar por el número de veces que la tironeaba de los pezones con la mano que no tenía en su entrepierna.

El orgasmo fue inesperado y cruel.

No pudo contenerse.

Tan concentrada estaba en aguantar la vejiga que su coño explotó, liberando un torrente de energía, calor y fluidos.

Chilló sin poderlo evitar.

Chilló de vergüenza, de miedo, de excitación descontrolada y... y de extrema humillación cuando al liberar el orgasmo, no pudo mantener ni su posición, dejándose caer de culo al fondo de la pila, como la orina, que fluyó a chorros como de un surtidor, derramándose parte sobre la encimera, pero, sobre todo, por el fondo del fregadero y empapando toda la zona de su cuerpo que allí quedó encajada.

El hombre se reía de ella, aparentemente satisfecho por el resultado de lo sucedido.

  • Me habían dicho que la granada era un estimulante sexual y... puffff... tenía que probarlo y ya ves... también funciona con las putas de segunda generación -aprovechó para volver a insultar a la madre de Nuria-. Ahora creo que los dos nos hemos ganado un descanso, ¿no te parece, slut?.
  • No soy... -intentó hablar, aunque sólo la salía un hilo de voz después de correrse de esa manera y del golpe al caer dentro del fregadero.
  • Eres lo que eres -zanjó él-. Y yo te he cazado. Y el cazador decide qué hacer con su presa. Punto.

La puso un trozo de cinta en la boca, volvió a atarla los tobillos y la volvió a depositar en la silla antes de marcharse a descansar.

Esperó un rato y después comenzó a luchar contra la cinta que retenía sus muñecas.

Pronto se empezó a asfixiar por ese otro trozo que llevaba sobre la boca.

No es que se asfixiara de verdad, pero era extremadamente incómodo y al final siempre tienes la mala costumbre de usar la boca de apoyo a la nariz para el movimiento del aire.

Dolió, pero se la quitó.

Luego lo pensó y decidió desatarse los tobillos, cosa que resultó más sencilla que el tema de la cinta.

Se puso en pie y caminó despacio, atenta al menor sonido.

Poco a poco se fue acercando al acceso interior del garaje y bajó hasta su coche.

Abrió como pudo la puerta con las muñecas unidas con la cinta, pero se dio cuenta de que no tenía las llaves, ni se le había pasado por la cabeza con las prisas por huir.

Miró alrededor, desesperada, y recordó que en el maletero estaban las herramientas para cambiar la rueda, seguro que alguna podría servirla para liberarse y como arma, si fuera necesario.

Preferiría no tener que salir desnuda, pero cualquier cosa era mejor que seguir allí, atrapada con ese loco.

Por fin logró deshacerse de la cinta y cogió una de las barras que formaban parte del gato, dispuesta a subir en busca de sus llaves.

  • ¿Buscabas algo? -sonó, amenazante, la voz grave de su secuestrador, justo a su espalda.

Se dio la vuelta rápidamente, pero él se movía más rápido de lo que esperaba con su edad y la sujetó el brazo que empuñaba la barra, retorciendo su muñeca hasta forzarla a dejar caer el instrumento.

La empujó con fuerza contra el maletero del coche.

No pudo evitar que las lágrimas aflorasen a sus ojos, al descubrir que había perdido la oportunidad de escapar.

Lo miró con odio.

Iba desnudo, como cuando la había dejado en la silla, por eso no había escuchado sus pasos al acercarse seguramente.

Pensó en darle una patada a sus partes.

Eso siempre funcionaba.

Él fue más rápido.

La golpeó en el centro del pecho con un fuerte puñetazo que la dejó sin aliento y la hizo caer al maletero.

La empujó hasta que sólo quedaron sus piernas fuera, dándola la vuelta con violencia, de forma que dejó su culo en pompa y lo empezó a golpear con las manos en una serie de fortísimos azotes que la hicieron chillar.

No paró hasta que se agotó.

  • Así aprenderás a no escapar, puta -dijo, mientras recobraba el aliento-. Ya te he cazado dos veces y asegúrate que no sean tres o la próxima no te va a gustar nada -la amenazó, antes de agarrarla del cuello y cogerla de la anilla del collar que aún llevaba al cuello.

Casi la ahoga al tirar con fuerza, apretando su cuello con el rígido collar, forzándola a salir y ponerse a cuatro patas en el suelo del garaje, junto a esa esperanza de fuga que había sido su coche.

Colocó en la anilla el extremo de la correa y la dio una patada en el inflamado trasero.

  • Andando, puta. Gatea para tu dueño, slut -se burló, tironeando de la correa.

No tenía elección.

O no la veía.

Se puso a moverse a cuatro patas, gateando, moviéndose despacio de regreso al piso superior de la vivienda, retornando a esa bonita prisión en que se había convertido el número Trece del Trece.

Continuará...