Casos sin titulares XIX: universitaria en apuros.

Una estudiante de enfermería aprende por las malas que hay algunas tutorías que pueden terminar muy mal.

El Doctor empieza la semana escuchando la historia de un suceso que marcaría la vida de una joven mientras estudiaba la carrera de enfermería.

Estudiante de enfermería en apuros

Fátima sufrió el incidente mientras hacia sus prácticas tuteladas de enfermería en su tercer año de carrera.

Por aquel entonces estaba en una etapa de descubrimientos, por así decirlo, después de un breve noviazgo de unos meses con un chico y tras conocer a otro estudiante de enfermería por casualidad, a través de una aplicación, y con el que, tras una cierta reticencia al principio, había comenzado a tener conversaciones cada vez más subidas de tono, pese a que ella nunca se había considerado especialmente abierta a ese otro tipo de experimentación de su sexualidad.

Como vivían cada una a un lado del charco, Fátima en España y José, así la dijo que se llamaba, en Chile, coincidían apenas unas horas en directo, y, prácticamente todo el tiempo era a través de intercambios de mensajes por la aplicación.

No sabía cómo, al final había llegado incluso a hablarle de sus períodos, de cuándo se encontraba en esos momentos en que estaba más sensible, tanto sexual como sentimentalmente, entre medias de cosas del día a día en las prácticas, momentos en que intercambiaban anécdotas, y de sus irregulares visitas a un gimnasio 24 horas que había muy cerca del hospital donde Fátima realizaba las prácticas.

Llevaban intercambiando mensajes apenas un mes cuando, tras mucha insistencia de él, no constante, pero sí a ratos, ella accedió a mandarle una foto, pero sin rostro, que ella no quería afrontar ese riesgo, pese a que también intercambiabas unas cuantas frases subidas de tono, una de las ventajas de esa aplicación, algo que jamás habría hecho en persona.

Ella era morbosa, tenía sus pensamientos eróticos, sus necesidades... pero, al lado de José no era nada, él pasó de la nada al principio a contarla mil perversiones y, en lugar de escandalizarse o de haber cortado, precisamente por esa extraña privacidad que parecía ofrecer la red, ella  no sólo las leía y, algunas, las comentaba, sino que, por momentos, hasta se tocaba mientras iba leyendo el texto que aparecía en su pantalla.

Así que, cuando, por fin, ella accedió a enviarle una foto, estaba tan caliente por una de esas fantasías que la acababa de contar, que hizo una tontería, al menos así lo vio luego, pero, aun así, no sólo lo hizo sino que se la mandó.

Un vídeo de apenas 3 segundos en los que se enfocaba a sí misma de cintura hasta el cuello, con el uniforme de enfermera en prácticas, y se subía la parte superior de golpe para enseñarle sus pechos, al natural, sin sujetador.

Subir y bajar.

Apenas los enseñaba unos segundos, algo que la excitó mientras lo hacía en una de las habitaciones del hospital, pero que, después, la hizo sentirse un poco tonta, como si fuera algo más propio de la edad del pavo que de sus veinte años, pero, no sabía por qué, se sentía muy liberada de ciertas ataduras cuando intercambiaban mensajes, incluso, se podría decir, la hacía sentirse cachonda, mojada.

Así que no lo borró.

Se lo envió.

Al principio sólo lo vio, pero sin responder, y Fátima empezó a lamentar haberlo mandado, a pensar mil cosas, a arrepentirse de haber mostrado esa parte de su cuerpo de esa forma y tan pronto a quien, realmente, era un auténtico desconocido.

Y, luego, cuando saltó su mensaje de respuesta, todo lo contrario, se puso a sonreír como una boba, encantada de que él la dijera que le había dado un pequeño infartillo por la sorpresa que había sido ese vídeo, y lo preciosos que se veían sus pechos.

Curiosamente, quien parecía encontrarse más incómodo mostrando su cuerpo, era él, pese a sus comentarios y frases subidas de tono, y las perversiones y fantasías que contaba, así que, en ese momento, no recibió ninguna respuesta visual por su parte.

Sin embargo, él empezó a meterla algunas ideas en la cabeza que jamás se la habrían ocurrido, y, algunos días, hacía cosas que tenían un punto exhibicionista que nunca se hubiera imaginado ser capaz de hacer, sobre todo porque eran en el gimnasio o en el hospital.

Le mandó algún otro vídeo de lo mismo, apenas unos segundos, descubriéndose los pechos también en el gimnasio, o mostrando sus abdominales, por alguna razón le encantaba cómo se la marcaban y cómo envolvían su ombligo, aunque tampoco es que se pasase, no como otras de las chicas del gimnasio, que eran unas auténticas máquinas de entrenar y tenían cuerpos muy musculados.

Poco a poco, las apuestas subieron, como suele decirse, y empezó a mandarle algún momento flash, muy rápido, enseñando su entrepierna.

Fátima tenía el sexo arreglado, con una pequeña zona de vello púbico, pero José consiguió después de un par de esos microvídeos, que se depilase por completo.

Fue tomando el control de esos vídeos casi sin que se diera cuenta, la orientaba hacia qué quería ver y, sin que ella lo advirtiera, terminó mostrando un lado mucho más pervertido de a lo que jamás se habría atrevido o, al menos, que no se le habría ocurrido hacía unos meses.

Porque también empezó a subirle pequeños vídeos con los pantalones por los tobillos.

Enseñando su culo, sin bragas, mostrando sus piernas en toda su longitud y tocándose con una mano, con la otra mantenía el móvil grabando, los cachetes del trasero, a veces simplemente abriéndolos para que contemplase su rajita desde atrás, otras dándose pequeñas tortas.

Luego pasó a una vista más amplia en el reflejo de los cristales, incluso masturbándose, con los pechos al aire visibles de lado, mientras, reclinada, le dejaba ver su culo, ese trasero prieto que parecía embelesarlo.

Y llegó el día en que fue de frente, se grabó apenas medio minuto masturbándose frente a la cámara, con sus pechos al aire, y el uniforme justo por encima, sin darse cuenta en ese momento de que se había olvidado de quitar la plaquita donde figuraba su nombre y el hospital donde hacía las prácticas.

Estaba tan caliente, que, ni se dio cuenta al enviarlo, y siguió tocándose, masturbándose, esta vez en un baño, en lugar de en el cuarto de enfermería donde se había grabado esa vez, hasta que se corrió y casi estuvo a punto de chillar por la tensión acumulada y lo excitante del momento.

Fue entonces cuando él la respondió, encantado con ese vídeo y diciéndola que él mismo también se había masturbado viéndolo, cosa que era a la vez una guarrada y, a la vez, algo excitante y morboso.

Pero no dijo nada de la plaquita y ella casi se muere de vergüenza cuando lo descubrió, pero, como él no lo mencionó, ella hizo como si nada, aunque se pasó el resto de la jornada con la cara tan roja como un tomate y deseando haberlo revisado antes de mandarlo, aunque confiaba en José y no creía que terminase en otro lado ese pequeño vídeo, al igual que ninguno de los anteriores.

Pero, aun así, siempre quedaba esa duda... ¿y sí?...

Pasaron un par de días sin mayor novedad, por lo que Fátima se relajó y volvió a sus costumbres y, sí, de nuevo, se dejaba guiar por José para hacer cosas atrevidas, auténticamente morbosas.

No sabía si era por la distancia, por esa especie de excitación de hacer cosas que normalmente hubiera considerado como prohibidas o propias de alguien más pervertida que como ella misma se veía a si misma, o por esa sensación extraña, electrizante, de dejarse dirigir por ese “desconocido conocido”, o si era por el morbo de esa especie de liberación a la que conducía esa particular sensación de anonimato… o si era una mezcla de todo eso, pero, el hecho, es que la joven se dejaba conducir por esa pervertida dirección que había al otro lado de un teclado a miles de kilómetros… y lo cumplía.

Hasta que llegó ese día.

José la convenció para que pidiera hacer un turno de noche, cosa que jamás se hacía en prácticas y, curiosamente, se lo concedieron, acompañada por una enfermera que no tenía un interés especial en su presencia, más allá de poder mandarla hacer cosas que a ella no la apetecía.

A eso de la medianoche en España, las seis de la tarde en Chile, la joven empezó a recibir las instrucciones para el siguiente vídeo y, con cada vibración anunciando uno de los mensajes, más mojada se sentía, a la par que nerviosa y excitada por lo que estaba haciendo.

J (José): * Ve a la 172 *

F (Fátima): * ¿Por qué? *

J: * Dijiste que las pares del 152-180 tenían la avería del agua, no habrá nadie *

F: * Vale. Es verdad *

F: * ¿Qué quieres que haga? *

J: * Es una sorpresa *

F: * OK *

J: * No digas OK ya sabes que no me gusta *

F: * Lo siento. Es la costumbre *

J: * avísame al llegar *

F: * Vale *

Aún sin saber qué tenía pensado sugerirla hacer... bueno, no es que fueran realmente sugerencias, ya no, al principio sí, pero ya no, ahora eran más bien mandatos, como si ella tuviera la obligación de hacerlo, pero había algo en eso que la resultaba excitante, el leer sus pequeñas perversiones y ser parte de ese lado oscuro, sexual, poco o nada puritano.

Por eso incluso esas conversaciones que precedían la nueva situación también llegaban a excitarla un poco, hacer que se sintiese nerviosa, húmeda... casi se podría decir que cachonda.

Aprovechando la desidia de la enfermera que debería de haberla estado vigilando y orientando, Fátima se encaminó a su destino por el pasillo.

La mitad de las luces ya estaban apagadas y sólo de unas pocas habitaciones, en el lado de los impares, surgía algún remedo de conversación o podía ver algo en la televisión del cuarto de turno.

Entró en la 172 y cerró por dentro antes de encender la luz, no quería llamar demasiado la atención, por si alguien aparecía por el pasillo y decidía husmear.

El lavabo estaba cerrado, algo un poco absurdo, pero tampoco prestó demasiada atención, y se acercó a la ventana tras la cama del fondo para cambiar de posición la cortinilla y que no se viera nada desde fuera.

F: * Ya *

J: * Pellizca 15 veces tus pezones *

Era una de las cosas básicas que le encantaba a José, un tetófilo confeso.

Desde el primer día que ella le dejó ver por un instante sus pechos, insistió en apreciar más y más la belleza de sus pezones, ese punto que atraía su vista más que otra parte dentro de su obsesión por los senos femeninos, que decía que se podría pasar horas comiéndoselos.

Y a ella lo excitaba sobremanera el hacerlo, tanto por el hecho mismo de tocarse sus propios pezones de esa forma tan intensa, fuerte, para que se marcasen bien, de forma que se marcaban a través de la tela, como por la reacción que observaba entre los hombres con quienes se cruzaba después y, por supuesto, del propio José.

Así que lo hizo, se subió la parte de arriba de su uniforme y se los pellizcó con energía a lo agente secreto, como al chileno le gustaba decir, porque había adquirido la costumbre, bajo su particular tutela, de hacerlo cruzando los brazos, de forma que su mano diestra tironeaba del pezón izquierdo, mientras que su zurda era la encargada de dar caña al pezón derecho.

Después volvió a colocarse la ropa, sabiendo muy bien lo mucho que se le marcaban a través de la ropa, sobre todo porque ya nunca usaba sujetador cuando hacía las prácticas tuteladas, se había convertido en un estorbo a sus momentos especiales, ya terminasen en una foto o un pequeño vídeo.

Se hizo una foto de perfil y la mandó.

J: * Eres la leche *

J: * Estás buenísima *

F: * Gracias *

J: * Dos coletas *

Era un tipo de petición rara que había empezado a hacerla los últimos días y, al principio, tuvo que recurrir a pillar gomas de papelería de las que usaban para sujetar algunos expedientes, pero, como él repitió su petición, se apresuró a llevar consigo siempre algún coletero, aunque ya había extraviado alguna de esas gomas para el cabello, cosa que, aunque no era especialmente costosa, era algo que fastidiaba y la hacía sentir un poco como volver al colegio.

A pesar de que no lo entendía, le seguía el juego, había algo morboso en someterse a sus dictados, aunque fuera para algo que la hacía sentir ridícula.

Se hizo las dos coletas en un momento y retomó el móvil, aunque no mandó foto esta vez, era una forma más o menos inconsciente de rebelión frente a ese detalle que la parecía tan infantil.

F: * Ya *

J: * ¿Trajiste el colgante? *

F: * Sí *

J: * ¿El de jade? *

F: * Sí *

J: * Póntelo *

F: * Vale. Pero luego me lo quito. No puedo llevar nada colgando *

J: * Ya. Tú póntelo *

Esa era otra extraña petición que la había indicado el día anterior para que lo llevase esa noche.

En realidad, ni siquiera pensó en ello, en que él supiera que tenía ese colgante, pues no recordaba habérselo mostrado nunca, pero, quizás, se equivocaba con tantos cambios de horario y la presión del día a día, junto con las clases en la facultad, el poco tiempo que a veces dedicaba a hacer algo de gimnasia y esas, no es que se las pudiera llamar citas, pero tampoco tenía otra forma de denominar a sus encuentros virtuales.

El hecho es que sacó del bolsillo el colgante y se lo puso, de forma que quedase bajo la ropa, apoyado entre sus gemelas glándulas mamarias.

Glándulas mamarias.

Era una forma graciosa de nombrar a sus tetas que a veces empleaba el chileno, que, técnicamente, es lo que eran, pero es que en la vida convencional nadie las llamaba así.

A veces era gracioso cuando intentaba meter esos términos cuasi científicos en sus conversaciones subidas de tono y que no tenían nada de profesionales... o casi nunca, al menos ya no o casi nunca.

F: * Lista *

J: * Quiero ver bailar el jade *

F: * No entiendo. ¿Cómo? *

J: * Esos ejercicios de brazos. Arriba y abajo. Tetas fuera *

F: * ¿Me quieres hacer sudar? *

J: * Ni te lo imaginas *

F: * Jajaja *

J: * Vas a terminar empapada *

La extrañaron mucho sus palabras, pero, en ocasiones, no parecía tener ningún sentido lógico lo que decía.

Se preparó.

Colocó la cámara apoyada en la cama del fondo para que enfocase hacia ella, que estaría tras la otra, de forma que en los instantes que durase el vídeo sólo se podría ver un pequeño atisbo del comienzo de su entrepierna cuando pegase aún salto entre gesto y gesto, porque pensó que sería más estimulante para él que no sólo se dedicase a alzar y bajar los brazos con los pechos al aire, sino que también añadiera algún pequeño salto que le permitiera ver en una fracción de segundo su mayor tesoro.

Se apostó tras la otra cama, se bajó los pantalones, lo que la generó una oleada simultánea de vergüenza y, a la vez, de perversa excitación que la hizo pensar en esa gente que se exhibía impúdicamente en las playas nudistas.

Alzó la parte superior, dejando a la vista sus senos, con el colgante deslizándose entre medias, bamboleándose de un lado a otro, desviando la luz entre las facetas del mineral que descansaba en la curva descendente del hilo de metal.

Hubiera sido más cómodo desnudarse del todo, pensó, pero sabía perfectamente que siempre había un pequeño riesgo de ser sorprendida, algo que le daba un puntillo extra a lo que hacía, esa sensación de riesgo en cierto sentido la ponía, y por eso era mejor tener la opción de cubrirse con un simple gesto.

Más vale prevenir que curar, como rezaba el refrán.

Por fin estaba preparada.

Tanteó sobre la cama hasta que encontró el mando con el disparador remoto por bluetooth que la permitía activar la grabación de su móvil... activar y detenerla.

Luego ya lo editaría... o no.

A veces mandaba el vídeo nada más hacerlo, aunque, la mayoría de las veces, usaba alguna aplicación para editarlo, recortarlo o añadirle alguna música.

Ya lo decidiría según cómo quedase.

Presionó el botón y pudo escuchar cómo su teléfono móvil se activaba para grabar esa pequeña puesta en escena.

Dio una primera palmada a lo alto y pegó un pequeño bote para hacer brincar el colgante entre sus pechos cuando sintió una ráfaga de aire por detrás suyo.

Antes de darse cuenta de qué pasaba o de, siquiera, poder girar el rostro, algo la golpeó con fuerza por detrás y la hizo caer sobre la cama, quedando sus piernas colgando.

Alguien la agarró con fuerza de una de las coletas y la hizo girar el rostro.

La deslumbraba la luz del techo, pero no tenía duda de que era un hombre bastante grande, fornido, que la metió algo a la fuerza en la boca, una especie de tela de algún tipo.

Intentó escupir mientras se debatía, pero su posición era de una absoluta indefensión, con los brazos a los costados y las piernas sin un punto de apoyo.

Intentó rodar o dejarse caer, pero fue imposible.

Como una tenaza de hierro, las manos del hombre la agarraron sus propias manos y se las llevaron violentamente hacia atrás, retorciéndoselas hasta quedar juntas a su espalda, donde, ya con una sola mano, se las sujetó por las muñecas.

Con la otra mano libre, su agresor se liberó del cinturón con un sonido metálico inconfundible para los aterrados oídos de la joven estudiante de enfermería, al que siguió el sonido que hizo la cremallera del pantalón de su asaltante.

Notó de inmediato cómo una masa gruesa, dura, caliente, entraba en contacto contra la parte interior de sus muslos, deslizándose y dejando un rastro de viril humedad, el tipo de líquido que anticipa la excitación masculina del miembro.

Porque era eso, sin ningún género de dudas, era una polla lo que se apretaba contra la parte interior de sus piernas, alzándose contra la gravedad en busca de un objetivo que explotar como si fuera la barrena de una mina.

Intentó chillar, pero no podía con lo que fuera que tenía en la boca.

Sus ojos se humedecieron y supo que, a no tardar, empezaría a llorar.

Podía ver cómo su móvil lo grababa todo, algo que le pareció una coincidencia peliculera.

El hombre usó su zurda, pues la mano derecha estaba apresando con fuerza descomunal las muñecas de la indefensa estudiante contra su espalda, para guiar su tronco fálico hasta el punto exacto donde se abría una pequeña grieta en las defensas de su víctima.

Porque, pese al repentino asalto, Fátima seguía mojada, la calentura de lo que había estado preparando seguía estando allí, y eso se mostraba en ese pequeño punto, ese agujero que daba acceso a su vagina, a una húmeda puerta de acceso a lo más profundo y sagrado de su sexualidad.

A su violento asaltante le importaba una mierda todo eso.

Sólo pensaba en una cosa.

Sólo pensaba con una cosa.

El grito que manó desde lo más profundo de sus pulmones se estrelló contra la barrera de su boca cuando sintió cómo el ridículamente redondeado prepucio se abrió paso a través de ella y sirvió de punta de lanza para la invasión de su coño.

La barra de carne endurecida, de un calor interno abrasador, la llenó de golpe, penetrándola sin piedad hasta el fondo, hasta que la cabeza del pene impactó contra el punto límite que separaba al útero de la vagina de la chica.

Con toda esa gruesa verga dentro de su cuerpo, el hombre se inclinó sobre ella, sin apreciar problemas por estar ella medio colgando, lo que la hizo darse cuenta de que era bastante más alto que ella.

Un aliento  pescado inundó sus fosas nasales cuando el rostro de su violador se puso a la altura del suyo propio.

Cerró los ojos mientras el hombre abría la boca para pasear la lengua por un rostro empapado con las lágrimas que brotaban de sus ojos.

  • Siempre supe que eras una puta -lo escuchó decir y, algo en su voz, la resultó familiar, demasiado familiar-. ¿Te creías que podías ir como una furcia calientapollas sin castigo?. Pues ahora vas a ver lo que un hombre de verdad, un macho, le hace a las niñatas de mierda como tú, puta zorra.

No bien hubo terminado su pequeño discurso, el hombre empezó a bombear.

Lanzó toda la fuerza en oleadas sucesivas, como golpes secos, empalándola una y otra y otra vez, pero no rápido, no.

Quería castigarla y quería que lo sintiera bien.

La penetraba con furia, con movimientos secos y profundos, bestiales, lanzando esa barra de hinchada carne a una invasión por plazos, empalándola hasta el fondo, descargando toda su potencia en cada empujón.

Podía sentir cómo retiraba despacio, muy despacio, lentamente, su gruesa polla hasta que sólo la puntita quedaba entre medias de los labios vaginales que rodeaban el acceso a la vagina de Fátima y, entonces, empujaba, empujaba muy fuerte, la penetraba con un golpe seco y duro, inundándola de nuevo hasta golpear su útero con esa engrosada y caliente barra de carne viril.

Cada milímetro del coño de la joven era invadido y dejaba su pene dentro, hinchado y caliente, hasta que el propio sexo de la chica se adaptaba a su forma como un guante, por mucho que ella no lo desease, pero que sabía que su propia naturaleza, la física de su sexualidad, estaba diseñada así para ello, como una respuesta automática, aunque no lo desease ni lo quisiera conscientemente.

Pero esa otra parte de ella, esa parte animal, inconsciente, que actuaba por instinto, lo hacía, se adaptaba al endurecido miembro que la invadía, acomodándolo en su interior.

Él se reía de ella en su cara, literalmente, mientras no dejaba de insultarla, llamándola puta barata o zorra o niñata calientapollas según le apetecía en cada momento, sin dejar de lamer su rostro o mordisquearla las orejas o babeando su cuello.

Y cada vez que ella creía que la cosa no podía empeorar, él sacaba su polla y, de nuevo, la volvía a lanzar con salvaje precisión hasta hundirse de nuevo en su interior y llenarla por completo, haciendo que sintiera la vibración animal y el ansia masculina que hacía vibrar por dentro a esa embrutecida barra de carne que violaba una y otra vez lo más íntimo de su ser.

  • ¿Lo quieres todo dentro, verdad, niñata?. Te encanta sentir una polla de verdad, una polla de hombre. Te vas contoneando y exhibiéndote como una furcia, calentando las pollas de todo el mundo porque eres una puta guarrilla, una cerda. Te gusta sentirla bien dentro, ¿verdad, zorra?.

No paraba de insultarla sin dejar de clavar su pene una y otra vez, quebrantándola más y más cada vez, casi como si la quisiera perforar, hacer que dilatase aún mucho más.

Ni siquiera se dio cuenta de que la agarró las muñecas y la llevó las manos hasta su culo, el culo del hombre que la estaba forzando, para poder usar ahora esa mano derecha libre para tocarla el clítoris, para masturbarla con una energía impetuosa mientras seguía descargando golpe tras golpe dentro de ella con su engrosado miembro.

  • Qué bien mojas, zorra -se jactaba él de la reacción anatómica del cuerpo de la joven a la intensa masturbación exterior de su rajita mientras la follaba más y más el coño y su clítoris la inundaba de una excitación incontrolable-. Has nacido para esto, para ser una puta furcia... de profesión, puta -se reía de ella mientras empujaba cada vez un poco más rápido.

El ritmo se iba incrementando poco a poco.

Esa endurecida verga se clavaba hasta el fondo una y otra vez, sin dejar de llenarla ni por un momento, golpeando como un martillo una y otra vez contra su útero, pero el ritmo con el que cada ciclo de pesadilla en que sacaba y volvía a meter toda esa barra de carne dentro de su coño se acortaban cada vez más, a la vez que una sensación demasiado apremiante para poder detenerla crecía en su interior a la misma velocidad con que su clítoris era masajeado de forma brutal y efectiva por esas manos.

Él seguía montándola, empujando una y otra vez.

Ella, sin darse cuenta, se agarraba al culo de su violador con una energía desesperada, clavándole las uñas, algo a lo que él tampoco parecía dar importancia.

La mano derecha del abusador se movía como un rayo por su rajita y, sobre todo, alrededor de su excitado clítoris.

El duro y grueso pene entraba y salía cada vez más y más rápido, acortando el tiempo que se quedaba completamente clavado en el interior del sexo de Fátima, que, a medias entre la humillación y la completa indefensión, notaba brotar justo en el centro de esas dos sensaciones otra más y más fuerte a cada instante, una que sabía que no la haría sentir realmente mejor, no después.

  • Vamos, pequeña zorrita... tú puedes... sé que quieres... has nacido para esto... no niegues tu destino, puta... una calientapollas como tú sólo puede ser una puta... admítelo para papi, putilla... vamos... vamos guarra... vamos...

Y se vino.

Fátima se corrió sin poder hacer nada por evitarlo.

Un tremendo orgasmo casi la hizo brincar sobre la cama, de no haber tenido ese peso extra sobre su espalda.

Sintió un calor y una humedad tremendos, que la inundaron y llenaron todo su cuerpo de una sensación estimulante, demasiado estimulante.

Él se reía de ella en su cara, mientras babeaba, e incrementó el ritmo, ya sin descansos entre una penetración y la siguiente, ya como si fuera una carrera para aprovechar esa lubricación extra que el orgasmo de la joven estudiante había generado en su coño y que la hacía una presa aún más fácil para ese hombre que la sometía.

Una y otra vez su gruesa polla la perforaba.

Una y otra vez esa masa de carne hinchada y caliente se deslizaba sin contemplaciones, a pelo, llenándola hasta el fondo, empujando fuerte, muy fuerte, tan fuerte que a veces pensaba que quería entrar hasta más allá del útero.

Y empujaba... empujaba... empujaba... una y otra y otra vez... y otra vez... y otra... y otra... hasta que, con un último empujón, acompañado de un gutural gemido, más propio de un animal que de un ser humano, esa verga gruesa y ardiente se detuvo dentro de ella y, de su interior, comenzaron a brotar chorros, uno tras otro, chorro tras chorro de esa masa espesa y caliente de esperma, que inundó hasta el último rincón del sexo de la chica.

Se quedó un rato dentro de ella, bufando, apretándose, dejando que hasta la última gota de sus huevos saliera para terminar allí, en lo más íntimo del sexo de la joven, rendida, tomada, humillada por ese hombre, ese maduro cuya voz, al final, había reconocido de otro lugar, un lugar al que ya jamás se atrevería a volver.

  • Queda el postre, niñata de mierda -la anunció-. Hay alguien que desea que aprendas para qué sirven las coletas, puta estrecha.

Incapaz de entender sus palabras, totalmente destrozada, Fátima se dejó arrastrar al suelo, de rodillas ante él, ante uno de esos maduros cincuentones que parecieran acudir al gimnasio con la única finalidad de espiar a las jovencitas.

De un tirón sacó el trapo que la había metido en la boca y, sólo entonces, la joven estudiante de enfermería se llegó a dar cuenta de lo seca que tenía la garganta... y la propia boca, pues toda su saliva había terminado siendo absorbida por ese trozo de tela que ahora estaba tirado en el suelo, junto a ella.

Podía ver la polla semi erecta de su violador ante ella, luchando a ratos contra la gravedad y la instintiva reacción de encogerse para descansar.

Pero la voluntad del hombre, de ese maduro, era otra muy distinta.

  • Abre la boca, puta furcia -la ordenó.

  • N... no... no -logró articular, negándose, pese a la tremenda sequedad de su boca.

  • Al final te la meteré -la advirtió-. Pero si te resistes, lo disfrutaré más y durará mucho más.

Supo que tenía razón.

Llorando de nuevo, completamente indefensa ante ese hombre, rendida a su mayor fuerza física, rindió su boca.

Cerrando los ojos, abrió su cavidad bucal a la invasión viril.

  • De eso nada, puta. Los ojos abiertos.

No tuvo elección.

  • Así me gusta. Buena niña -la alabó cuando abrió los ojos-. Buena zorra.

Contempló horrorizada cómo, en el rato que había cerrado los párpados para protegerse de la visión de ese miembro, el maduro había usado una de sus manos para tocarse y hacer que recobrase parte de la erección con la que había atravesado una y otra vez su concha.

Como a cámara lenta, el pene avanzó hacia ella, llenando esa parte sonrosada su campo visual hasta que entró dentro de su boca, seguida del tronco de carne hinchada que representaba la práctica totalidad de esa polla.

La agarró con ambas manos por las coletas y empezó un profundo mete saca, empujando con sus caderas para clavar su pene hasta el fondo y, a la vez, tirando de su cabello recogido en las dos coletas para atraerla hacia sí y lograr profundizar la penetración, llenándola por completo la cavidad bucal y, por momentos, llegando hasta su garganta, haciendo que sintiera una sensación brutal de asfixia, seguida de unas arcadas que lo embrutecían aún más, haciendo que con el siguiente empujón se la clavase aún más.

Una y otra vez empujó, metiendo más y más esa gruesa verga dentro de la boca indefensa de la joven, haciendo que sintiera un asco tremendo y unas ganas de vomitar que reforzaban las arcadas que brotaban de sus entrañas cuando esa gruesa masa de carne viril alcanzaba su garganta en alguno de los empujones.

Una y otra y otra vez se la clavaba, metiendo esa masa de carne gruesa y caliente hasta el fondo, lo más profundamente que podía, tanto con su propio movimiento de avance como con el tirón de coletas para acercar la cabeza de Fátima hacia el cuerpo del maduro que abusaba de ella.

No paraba y ella se sentía cada vez más angustiada, hasta el punto de que incluso la pareció que se la salían mocos por la punta de la nariz, mezclándose con las lágrimas de sus ojos, las babas de su boca y esa mezcolanza de jugos del propio pollón y el flujo del orgasmo de antes que recubrían ya apenas esa barra de carne.

Una y otra y otra vez empujaba, mientras ella apenas luchaba simplemente por respirar, hasta que, de nuevo, saltaron los chorros desde la cabeza del pene de su agresor, llenando su boca y forzándola a tragar para no ahogarse.

Fue menos abundante que en su coño, se dio cuenta sin necesidad de que nadie se lo dijera, pero, aun así, lo suficiente para estremecerla de asco, incrementado por el tener que tragárselo todo como condición para que él sacase su miembro del interior de su boca, liberándola por fin de la última parte de su asalto.

  • Seguro que te ha encantado, niñata -la dijo, en un tono casi amable, acariciándola el pelo como si fueran amigos de la infancia-, a mí desde luego que sí. Tu chulo tenía razón, eres una furcia de primera. Mandadme el vídeo -se despidió, dejando un billete de 10 euros en el suelo mientras se marchaba tranquilamente por la puerta, que dejó entornada, sin preocuparse de cerrarla.

Fátima se levantó y cerró como pudo, exhausta después haber sido brutalmente sometida por ese maduro al que apenas conocía de algún saludo ocasional en el gimnasio y por considerarlo un viejo verde que no dejaba de espiarla mientras hacía alguna rutina.

Se dio cuenta de que la había estado esperando escondido en el lavabo.

Y se dio cuenta de que eso sólo podía significar una cosa...

Dedicado... bueno, esta vez lo dejo en el aire, pero espero que una visita a la ducha sirva para preparar el siguiente y recibir una nueva inspiración.