Casos sin titulares XIX: Elena y el falso taxi.

Una joven se sube a un coche que confunde con un taxi y termina siendo objeto del abuso por parte de sus dos maduros ocupantes.

El siguiente caso del Doctor parece relativamente sencillo, pero para la joven que lo sufrió es particularmente traumático.

Elena, el falso taxi y los dos maduros.

Había bebido demasiado.

Lo sabía.

Estaba muy borracha.

Iba andando con torpeza y se fue directa al primer coche que pilló en la parada de taxis.

Sabía que no tendría que haber bebido tanto, sobre todo porque su novio no tenía carné de conducir, pero no todos los días se cumplían los 18 y lo habían celebrado a lo grande.

Al final la combinación de copas y un repentino mareo la habían obligado a dejar la fiesta casi a las 5 de la madrugada.

Paco, su novio, se había ofrecido a acompañarla, pero ella era demasiado orgullosa, no aceptaba que la tratasen como si fuese una cría y, además, eso era un poco machista, o eso la parecía a Elena.

Era verdad que aún no había cumplido los 17, pero era perfectamente capaz de ir hasta la parada de taxis y llegar a casa.

Que se quedase él con el resto de sus amigos en la discoteca.

En realidad hubiera preferido que la acompañase, casi se fue al suelo un par de veces por culpa de esos malditos zapatos nuevos de tacón Jimmy Choo, pero no pensaba darle esa satisfacción y después volver haciéndose el machito.

Además, Laura iba con ella.

Iba.

Porque a mitad de camino la llamaron y se puso a hablar por el móvil hasta que Elena se aburrió y decidió irse por su cuenta.

Al fin y al cabo, la parada de taxis estaba a la vuelta de la esquina.

La saldría más caro, pero empezaba a tener frío y cuando Laura se ponía a hablar por teléfono, era capaz de tirarse más de una hora sin parar.

Abrió la puerta de atrás del coche blanco y se metió como pudo.

-          A la calle Pisuerga 15 –alcanzó a decir, mientras, torpemente, se abrochaba el cinturón, antes de quedarse amodorrada.

Cuando se despertó todo estaba oscuro alrededor y tenía una sensación extraña.

La sensación de mareo fue sustituida por otra de repentino temor.

El taxi estaba parado en mitad de un callejón oscuro, sólo una farola iluminaba tenuemente el extremo.

Dos hombres se movían fuera, guardando algo en el maletero del vehículo.

No sabía qué pasaba o porque estaban allí.

Ella había dicho adónde quería ir, a su casa, estaba segura y, desde luego, no era normal que el taxista se parase a recoger lo que fuera.

Se removió, inquieta, pensando que había otra cosa que no cuadraba, algo que se la escapaba.

Se quitó el cinturón, dispuesta a salir y quejarse, cuando descubrió qué era lo que había estado justo fuera del alcance de su cerebro torpedeado por el alcohol.

No había taxímetro.

El aparatito que tenía que marcar el precio del trayecto no estaba.

No es que estuviera apagado o estropeado, sencillamente no estaba, y eso hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo.

Lentamente, abrió la puerta en silencio y se bajó del coche.

Era un coche blanco, sí, pero no era un taxi, ni tenía la banda roja que los cruza en diagonal.

Como una tonta se había subido en el primer coche que había visto sin fijarse.

Y, ahora, no sabía dónde estaba ni quienes eran esas personas que había por detrás del coche, ocultos por la puerta del maletero.

Se dio cuenta de que la única salida era aprovechar que estaban distraídos y pasar corriendo a su lado hacia el final del callejón.

No sabía quienes eran, pero estaba claro que ni la habían intentado despejar y que cogiera un taxi de verdad ni habían sido buenos samaritanos llevándola a su casa, así que se imaginó lo peor y empezó a moverse hacia el extremo del coche, hacia el fondo del callejón, que estaba a no más de 50 metros, pero al que sólo podría llegar pasando a su lado.

Dio un paso y casi se cae.

El bolso se la había enganchado con el cinturón de seguridad, medio colgante de la puerta abierta por la que acababa de bajarse.

-          Ohhh, vaya, la princesita se ha despertado –dijo uno de los hombres, asomando la cabeza al moverse ligeramente el coche con el tirón.

Elena pudo ver que era un hombre maduro, entrado en la cincuentena, con un cabello parcialmente canoso que destacaba entre medias de la corta cabellera oscura.

Se irguió en toda su estatura, tras haber estado encorvado junto al maletero, de tal forma que se advertía que la sacaba una cabeza de altura, y eso que Elena no era baja, medía 1,70 metros.

Para su edad se adivinaba que aún poseía una buena musculatura, aunque no de gimnasio, y apenas parecía tener la típica barriga.

-          Ha llegado a su destino –sonó una segunda voz, a la vez que se cerraba el maletero de golpe, imitando con sorna a un GPS.

Ese segundo hombre era de la estatura de la chica, con barba descuidada de varios días, y, éste sí, una prominente barriga.

También debía de tener sobre cincuenta años y algún problema visual, dedujo por las gafas que llevaba.

-          Por favor, dejadme pasar –intentó decir, aunque se la mezclaban y enrollaban las palabras por culpa aún de los efectos del alcohol, aunque el susto había hecho que casi estuviera totalmente despejada.

-          Pero, princesita, si aún no te hemos llevado a casa –habló el más alto de los dos maduros.

-          Después de las buenas vistas que nos has dado es lo mínimo jejeje –se rio el de la barriga.

Elena cruzó instintivamente los brazos por delante de su cuerpo, como si así pudiera esconderlo.

No servía de nada, y ella lo sabía.

El vestido que había escogido era tremendamente provocativo.

Un vestido de tonos azulados, con finos tirantes cruzados y un escote generoso hasta por debajo de sus pechos, que se veían parcialmente por su lado interior, y entre los que descansaba su collar con la pequeña cruz de plata, y que se adhería casi como un guante a su cuerpo, terminando poco antes de llegar a mitad de los muslos.

No llevaba sostén, aunque tampoco lo necesitaba.

Tenía unos pechos bonitos y lo sabía, aunque, en ese momento, descubrió que hubiera deseado llevar otro tipo de vestuario o, al menos, una chaquetilla.

Podía ver cómo la desnudaban con los ojos, cómo se entretenían sus pupilas viciosas en el canalillo que delimitaban sus senos.

Sin poderlo evitar, también la vino a la mente otra cosa.

El tanga.

O, mejor dicho, que, cuando se sentaba, se veía.

Era otra de las cosas para escoger ese vestido, pero era para alegrar la vista y excitar a su novio, no a esos viejos verdes.

El disgusto y el miedo dieron paso al asco y algo parecido a una desfachatez bañada en alcohol.

-          Sois unos cerdos. Dejadme pasar ahora mismo –se envalentonó- y no llamaré a la policía.

-          No digas tonterías, princesita. No te hemos tocado ni un pelo –el más alto avanzó un paso.

-          Viejos verdes –siguió diciendo Elena, nublada la mente por la furia y el alcohol-. Cerdos machistas. Os voy a…

No llegó a terminar la frase.

Estaba sacando su móvil del bolso cuando, de una zancada, el más alto de los dos maduros, se puso a su lado y la abofeteó con fuerza antes de sujetarla con mano de hierro por la muñeca con la que sostenía su iPhone nuevecito.

Antes de que pudiera recuperarse, pues era la primera vez en su vida que alguien la abofeteaba, el barrigudo la arrancó el teléfono móvil de la mano.

-          Joder –se sorprendió al ver el modelo, posiblemente pensando que valía casi más que el coche-. Esta puta cría debe ser millonaria.

-          Millonaria en mala educación –añadió el alto.

-          Seréis cabrones –se quejó Elena, intentando zafarse de la mano que agarraba su muñeca-. Devolvedme el teléfono ya.

-          Y una mierda –la dijo el primero al que había visto tras el maletero, retorciéndola la muñeca y haciendo que gimiera de dolor y se encogiera-. Eres una niñata desagradecida y malcriada y de aquí no te vas hasta que recibas una buena dosis de humildad, princesita.

-          ¿Princesita?. Machista de mierda. ¿Humildad?. Hijos de puta, sois unos cabrones de mier…

Un nuevo golpe, esta vez con el puño, la acertó en la cara y, de no haber estado sujeta, habría caído derribada al suelo.

-          Ahora sí que me has cabreado, niñata de mierda –replicó, enfadado, el alto, abandonando el uso del apodo de princesita para referirse a la chica que tenía agarrada.

Atontada por el golpe, se dejó hacer.

Esta vez fue el de la barriga quien la agarró por los brazos, que dobló contra su espalda.

El alto, que parecía llevar la voz cantante, se puso frente a ella y, de un tirón, rompió los tirantes del vestido de Elena, que se deslizó hasta sus caderas.

-          Menudas tetitas tiene la putilla –dijo, tocándolas con sus grandes manos, amasándolas sin delicadeza, antes de inclinarse y morderla los pezones.

-          ¡Auuuu! –chilló, volviendo a la realidad.

-          Cierra el puto pico –la amenazó, poniendo su rostro frente al de ella, tan pegado que notaba hasta las más minúsculas gotas de saliva salpicarla cuando hablaba- o te parto la cara, ¿entendido, niñata? –y, como ella asintió, presa del pánico, sonrió y añadió-. Y a partir de ahora sólo puedes hablar para decir “sí” o “por favor”, ¿entendido?.

Elena volvió a asentir.

Recibió un fuerte derechazo directo a su ombligo que la hizo encogerse pese al hombre que la sostenía por detrás, y boquear en busca de aire.

-          Pregunté si lo entendiste, putilla –insistió el alto, sujetándola por el mentón y haciendo que, con ayuda del otro maduro, volviera a ponerse erguida.

-          Sí –contestó ella.

-          Muy bien. Aprendes rápido, cariño –la premió con una caricia en su cabellera-. “Sí” y “por favor”, nada más o tendremos que volver a castigarte, ¿de acuerdo?.

-          Sí.

-          ¡Muy bien!. ¿Ves como no era tan difícil ser humilde y agradecida desde el principio?. Si lo hubieras sido, no tendríamos que educarte –aseguró el hombre, aunque ella intuía que era mentira, pero estaba en sus manos-. Ahora pide por favor que te coma las tetas, sé educada.

-          Po… por favor –casi se atraganta al decir esas dos palabras.

-          Por favor… ¿qué? –la humillaba.

-          Por favor, cómeme las tetas.

-          Sólo porque me lo pides, putilla –afirmó con sorna el hombre, que se inclinó de nuevo y empezó a meterse sus pechos en la boca, babeándolos, mordisqueándolos y atormentando nuevamente sus pezones, cosa que la obligó a morderse la lengua para no gritar de nuevo.

Notaba al otro hombre detrás de ella, removiéndose inquieto.

Sostenía sus manos contra su espalda con fuerza y, a la vez, parecía querer apretarse contra su culo.

Oía su respiración, más acelerada a cada momento.

-          Eres una puta, ¿a que sí? –la preguntó, poco más que un susurro junto a su oreja, pero en mitad del silencio de la noche, fue como un estallido.

-          Sí –respondió, sabedora de que ninguna otra respuesta era válida, pues, aunque fuera sólo un instante, el parón de la lengua del más alto de los dos en sus tetas le advirtió que escuchaba con atención.

-          Entonces… -siguió el de la barriga, elevando un poco más la voz al ganar confianza-, seguro que quieres que te veamos desnuda del todo, ¿verdad?.

-          Sí –logró articular, pese al nudo en la garganta que iba creciendo más y más a cada instante, junto con un miedo que ni todas las borracheras del mundo hubieran podido evitar.

El hombre que tenía delante suyo se detuvo y se irguió de nuevo, dejando caer las manos hasta la región umbilical de Elena.

Llevaba una sonrisa dibujada en la cara, en ese rostro que mostraba un deseo sucio.

-          Veo que Carlitos ha descubierto quién eras al final -dijo, refiriéndose al otro hombre, el de la barba de varios días y barriga que sentía contra su espalda-. Le ha costado. ¿Te podrás creer que él creía que te habías montado por error en nuestro cochecito?. Y yo le dije -seguía relatando, a la vez que deslizaba las manos por el cuerpo de la chica hasta alcanzar los bordes del vestido-. Sería una pena no disfrutar de un manjar como el que nos mostrabas tan voluntariamente. Que tenías que ser una guarrilla. Una putita. Y, al final... -pausa dramática- es lo que eres.

De un tirón, deslizó el resto del vestido hasta el suelo, dejándola con ese minúsculo tanga, que ahora hacía que se sintiera muy estúpida por haberlo escogido.

El maduro se apartó un poco para darla un repaso completo a la luz de la luna llena que se había asomado por fin de entre las nubes, como un foco que apuntaba directamente a la escena que sucedía en ese callejón solitario.

Silbó con lujuriosa aprobación y enganchó con su mano el tanga antes de destrozárselo con un simple gesto.

-          Coñito depilado -relató a su compañero, que seguía detrás de la chica, sosteniéndola por los brazos, pero, ahora, más pegado que antes, frotándose de forma que Elena podía sentir la creciente erección tras la tela del pantalón-. La clásica furcia. Seguro que ese pedazo de móvil te lo has ganado abriéndote de piernas, guarrilla. Pues ahora te toca abrirte de piernas para nosotros.

-          Por favor –suplicó, casi llorando-, no me hagáis esto. Ha sido un error. Lo siento mucho. Por favor, dejadme ir... No se lo diré a nadie. Por favor...

-          Vaya con la puta niñata. Ahora se hace la humilde. De aquí no te vas hasta que... ¿estás llorando? -un par de bofetones lograron cortar las incipientes lágrimas de la joven-. Las niñatas de hoy sois unas putas malcriadas y a la mínima a llorar. Puro teatro -y se desabrochó el pantalón, dejándolo caer junto con los calzoncillos, mostrando un pene que saltó hacia delante, grueso y crecido por la excitación que sentía ese maduro-. Y prefiero que hagas otra cosa para ganarte mi perdón, zorrilla. Ya sabes qué, ¿verdad? -y se dejó caer en el asiento del coche, con los pantalones por los tobillos y esa tremenda erección a la vista.

Carlos, el otro maduro, el que la sujetaba con fuerza los brazos, retorciéndoselos para mantenerlos contra su espalda, no necesitó escuchar más y la hizo avanzar, provocando que se enredasen sus tacones con el vestido, que terminó arrastrando por el sucio callejón, perdiendo también uno de sus carísimos zapatos.

La situación era tan surrealista que Elena no sabía muy bien qué hacer.

El alcohol embotaba sus sentidos, pese a que la mezcla de pánico y adrenalina corriendo por sus venas había logrado revertir buena parte de la borrachera.

Se dejó guiar hasta la puerta trasera que ella misma había dejado abierta cuando salió al despertarse hacia una eternidad, en otro mundo distinto.

Cuando la hizo inclinarse no opuso resistencia, con la vista prendida en el rígido miembro del otro cincuentón, que apuntaba hacia su cara como si el glande rosado fuera una pequeña carita que sonreía de lado.

Estaba como hipnotizada, no era capaz de reaccionar.

Quería cerrar la boca. Negarse de alguna manera. Ser fuerte. Pero estaba desbordada por la situación. No podía pensar con claridad.

Ese trozo de carne palpitante se acercaba más y más.

Bueno, en realidad era ella, inclinándose, pues Carlos, el otro maduro, no la dejaba arrodillarse y la única opción era esa.

Una parte de su mente pensó, se imaginó, que si se la comía, que si se tragaba ese endurecido pene, el hombre se correría y la dejaría en paz.

A su novio le pasaba.

Si le comía la polla hasta que se corriese, pese a que ella detestaba que soltase su leche dentro de su boca, casi inmediatamente caía rendido y, al poco, terminaba durmiéndose, saciado con una simple descarga.

Pensó que podría hacerlo.

Con su edad, seguro que una mamada sería suficiente para terminar con toda esa pesadilla.

No lo pensó más.

Sabía que si lo hacía, el asco que sentía en la boca del estómago sería suficiente para que no fuera capaz y... no quería pensar qué podría pasarla entonces.

Al día siguiente se sentiría fatal, pero mejor era eso que la otra opción que pasaba por su mente.

Y, además, no tenía alternativa, se intentó convencer a si misma.

-          Venga, dale un besito a la polla de papi como sabes, niñita –decía, excitado, el más alto de los dos maduros, mientras esperaba con la polla rígida apuntando al cielo.

No tuvo otro remedio que hacerlo.

Presionada para avanzar e inclinarse por el hombre que tenía a sus espaldas, sin posibilidad de escapatoria, se decidió por cumplir el repugnante deseo del cincuentón.

Posó sus labios sobre la rosada y brillante cabeza del miembro viril, besándolo.

Sus cabellos caían por todos lados, metiéndosele en la boca, al no poder retirarlos con sus propias manos, agarradas con fuerza a su espalda por el otro maduro, y, lo agradeció, imaginándose que era algo menos humillante el hacer lo que estaba haciendo si el otro no podía verla, así, al menos, no disfrutaría con la visión de su humillación.

-          Con lengua. El beso… que sea con lengua, princesita –retomó el apodo que había usado con ella al principio-. Como tú sabes, pequeña.

-          Quieta un momento, golfa –ordenó Carlos, aprovechando que controlaba los brazos de Elena para tirar de ella hacia si, pero sin que pudiera recuperar la verticalidad-. Te voy a soltar una mano. No hagas tonterías, zorrita.

La soltó su mano izquierda, que pudo apoyar contra el coche de forma automática, sin darse cuenta de ello, y escuchó como, con la mano que ya no usaba para inmovilizarla, y con dificultad, ese segundo maduro se quitaba el cinturón, sin dejar de sujetarla y de retorcerla el brazo derecho.

-          Baja la ventana –la ordenó y, cuando lo hizo, de forma algo torpe por la posición ladeada y el tener que usar la mano zurda, emitió otra orden en forma de ladrido, tras soltar también su brazo diestro-. Por las dos manos sobre la parte superior de la puerta, agárrala y –amenazó- no hagas que tenga que hacerte daño.

Ni pensó en escapar.

No sabía si era por la presión del momento, por encontrarse desnuda y con un solo zapato en ese callejón, por la borrachera que aún arrastraba y que embotaba sus sentidos y su pensamiento, pero fue incapaz de negarse o siquiera pensar en la posibilidad de huir hasta que se encontró con las manos atadas.

Porque fue lo que hizo.

Usó el cinturón que acababa de quitarse para atarla las dos manos, que había colocado juntas en el borde superior de la puerta, y, con ello, poder él mismo estar libre de usar sus propias manos.

Cuando terminó de atarla, deslizó todo el conjunto de manos y atadura de forma que ella pudiera inclinarse hasta volver a colocarse en posición de comerle la polla a su compañero, que se había estado pajeando con la mano para mantener la tensión de su miembro.

Además, Carlos aprovechó para coger una goma del suelo del callejón y recogerle con ella el cabello a la chica, para que no cayese desordenado por todas partes, sino que quedase sólo a un lado y ofreciendo con ello una perfecta vista a su compañero de la felación que tendría que darle.

No contento con esa puesta en escena, la mejoró haciendo que subiera la pierna derecha al borde del vehículo mientras la izquierda, que aún contaba con el zapato de tacón, quedaba por fuera.

-          Ya puedes chupar, putilla –ordenó cuando tuvo completado el nuevo escenario.

-          Eso –abundó el mayor de los dos cincuentones, tremendamente excitado, como demostraba el que ya no tuviera que pajearse para que su polla se levantase contra la gravedad, mostrándose en todo su esplendor rígida y apuntando a la cara de Elena-. Dale ese besito con lengua que tanto te gusta a papito.

-          Así no –la cortó en seco Carlos, cuando ya estaba de nuevo inclinándose para chupar la punta del capullo al otro maduro, tirando con fuerza de la recién estrenada coleta-. Hazlo bien. Pídelo primero… con respeto –se le notaba cada vez más envalentonado, con una dosis mayor de confianza en sí mismo-. Suplica el derecho a mamársela como sabes, como te dijo antes Juanito –desveló el nombre del más alto de los dos.

-           Po… por… por favor… déjame besarte la polla –dijo ella, negándose a rebajarse tanto como para decir lo que el maduro de la barriga cervecera le había exigido.

-          Adelante. Sé que la necesitas, niñita. Dale un buen besito a papi –aceptó sin más el maduro que estaba reclinado en el coche, demasiado excitado para alargar la situación pidiendo una declaración más específica de la muchacha.

Elena se inclinó de nuevo, ya sin que el otro maduro interviniese, y acercó sus labios hasta el extremo del capullo del maduro, que ahora sabía que se llamaba Juanito.

Pese a la suavidad con la que depositó ese nuevo beso, notó el tremendo escalofrío de placer que recorría al hombre.

Si no hubiera sido esa la situación, pensó que eso la habría hecho sentir poderosa por generar esa reacción con un simple piquito.

Un golpe arrasó su culo y se escuchó el sonido del palmetazo con fuerza en el poco iluminado callejón.

Aún inclinada sobre la polla del más alto de los dos cincuentones, sin atreverse a moverse, pudo ver por el rabillo del ojo que Carlos estaba mirando con expectación, desde un lado, lo que ella estaba haciendo y, se imaginó, el azote era su forma de pedir que hiciera algo más que eso.

Sacó la lengua y, despacio, con asco, le dio un repaso a la punta del glande, que tembló al contacto.

Cerró los ojos.

Pensó que sería más fácil así, sin ver lo que iba a hacer.

Mentira.

El auto engaño no funcionó, lo supo antes incluso de meterse la polla dentro de la boca, usando la lengua para recorrerla.

-          Uffff… -gimió Juanito, el más alto de los maduros, cuando Elena se metió su polla dentro de la boca y empezó a chupársela- así, zorrilla, así… uffff… qué bien lo haces… uffff…

Sentía un asco terrible, pero no tenía elección.

Debía hacerlo, tenía que hacer la mamada a ese maduro para desgastarlo y dejarlo fuera de combate y poder escapar de algo peor.

Al menos era con lo que se engañaba mientras recorría arriba y abajo la endurecida masa que conformaba el erecto trozo de carne de ese hombre.

Encima el sabor era desagradable.

No estaba limpia.

Sabía a restos de orina y otras cosas.

Era rematadamente asqueroso, pero tenía que hacerlo, se decía una y otra vez.

Un momento de humillación a cambio de salir entera de esa encerrona.

Él gemía cada vez más, aprobando el movimiento de la boca de la chica alrededor de su miembro y la habilidad de su lengua, cosa que hacía casi por inercia, acostumbrada a hacerlo como siempre que su novio le pedía que se la chupase.

Fue en ese momento cuando notó una mano sobre su vientre.

El tacto frío la hizo emitir un respingo y abrir los ojos.

El brazo de Carlos la rodeaba y había puesto su manaza sobre su abdomen, acariciándola toda la zona del ombligo y buscando a ratos el camino que descendía a su entrepierna.

No contento con eso, estaba de nuevo restregándose contra su culo, sólo que esta vez el tacto era distinto.

Era piel lo que tenía pegada a su espalda.

Y algo más.

Algo cilíndrico, duro, caliente, palpitante y con un extremo húmedo y, ligeramente, más blando, que se apoyaba contra la parte interior de su muslo alzado.

Se sintió muy tonta.

Estaba aprisionada entre un hombre al que le estaba comiendo la polla y otro que la había maniatado a la portezuela del coche y había dispuesto su pierna derecha de forma que permitiera el acceso con más facilidad a su sexo y, ahora, estaba aprovechándolo, con su pene hinchado y caliente pegándose a su muslo camino del coño de Elena.

Un tortazo la devolvió a la realidad.

Había interrumpido la mamada y esos dos maduros, tanto el que la disfrutaba como el que miraba mientras preparaba el siguiente paso, no admitían demoras.

Y se dio cuenta de que no podía hacer nada, sólo complacerles y esperar una oportunidad, si es que había.

Cada vez más nerviosa, sintió cómo la polla del maduro de la barriga cervecera se iba acercando, restregándose contra el interior de su muslo, rumbo a su entrepierna.

La mano que mantenía por delante iba bajando cada vez más veces y la iba tocando el coño por delante, buscando deliberadamente su clítoris, estaba segura.

La otra mano iba tocándola su otra pierna y desplazándose a ratos por dentro o por fuera, casi como si quisiera coincidir con el instante en que su inflamado pene alcanzase su carnal objetivo.

Mientras sentía todo eso, Juanito, el otro maduro, empezaba a impacientarse y amagaba con estirar la mano y sujetarla por la cabeza, necesitado de una mamada más profunda que le ayudase a liberar la tensión de su enhiesta polla.

Elena no podía creer su mala suerte, el que, por haber bebido demasiado e irse antes de la fiesta, la pasase eso, que hubiera terminado en manos de dos pervertidos en mitad de un sucio callejón.

El glande de Carlos alcanzó su objetivo.

Una de sus manos la abrió, separó sus labios vaginales, dejando a la vista el agujero que daba acceso al interior de su sexo, mientras la otra iba acariciando la entrepierna de la chica por delante.

Tembló ante el íntimo contacto.

No pudo hacer otra cosa, amarrada como estaba y forzada a comerse la polla del otro cincuentón.

Notó cómo ejercía la presión, cómo la cabeza redondeada del extremo de ese trozo de carne se abría paso poco a poco, lentamente, accediendo a lo más profundo de su ser, al templo de su sexualidad.

Notó cómo iba entrando esa inflamada polla, perforándola centímetro a centímetro, deleitándose con la posibilidad de follarse ese jovencito coño y, sobre todo, de prolongar el momento penetrándola con deliberada lentitud, para que lo sintiera al máximo, para que captase con cada centímetro de su ser cómo ese pene la atravesaba hasta clavarse profundamente, alojándose por completo dentro de su vagina, llenándola con esa masa de hinchada carne palpitante y caliente.

En el otro extremo, el cincuentón que la sacaba una cabeza de altura la agarró con fuerza con las dos manos, obligándola a meterse la polla hasta el fondo de la garganta, provocándola arcadas, haciendo que su nariz terminase entre medias del campo de oscuros y rizados pelos que le cubrían los huevos y toda la zona alrededor del nacimiento del pene.

La retuvo así un instante que se la hizo eterno, con toda esa gruesa polla venosa metida profundamente en la boca y llegando hasta su garganta, induciéndola unas arcadas que parecían divertirle.

Cuando se cansó, poco antes de que ella no pudiera aguantar más, con el rostro congestionado, si hubiera habido suficiente luz como para verlo, y sin poder defenderse al tener maniatadas las manos, entonces y sólo entonces, empezó a follarla la boca, lanzando un impulso ascendente desde sus caderas y, a la vez, obligándola a meterse lo más profundamente posible esa gruesa verga dentro de su cavidad bucal al usar sus manazas para bajarla la cabeza lo máximo posible, sin dejarla escapatoria o un momento de descanso.

Los dos cincuentones la destrozaban, perforándola simultáneamente por ambos extremos, uno por su boca y el otro por su coño.

El ritmo que la imponían era frenético, ansioso, violento y primitivo, completamente animal.

Ya no la importaba estar llorando y que se la corriera el maquillaje, ni el intentar aparentar fortaleza o la clase que tenía.

Era una chiquilla entre dos salidos, dos cincuentones maduros que la usaban a placer, destrozándola con sus embestidas, llenándola con sus gruesas pollas venosas, con sus intensos olores animales, usándola de forma salvaje para saciar sus más bajos instintos.

Y ella no podía hacer nada.

Atrapada entre los dos, sintiendo con absoluta claridad cómo esa gruesa polla hinchada y palpitante, que irradiaba un calor extremo, recorría una y otra vez el túnel que formaba su vagina, impactando contra el fondo y saliendo apenas un instante antes de volver a lanzarse con toda la energía de que era capaz para reventarla, para destrozarla y dejarla tan dilatada que no sabía si sería capaz de volver a tener el aspecto de unas horas antes, se sentía impotente y tremendamente vulnerable, sometida a los deseos más oscuros de esos dos maduros.

La otra polla no se quedaba a la zaga, llenaba su boca una y otra vez, arrancándola gemidos ahogados de protesta… o de placer… porque a veces era incapaz de diferenciarlos, sobre todo cuando la habilidosa mano del obeso Carlos dio con el toque exacto en su clítoris y empezó a conseguir que sintiera una sensación de excitación que incrementaba aún más la humillación que habría de sentir por lo que la estaban haciendo.

Sin duda, las arcadas que intercalaba por momentos era lo que más parecía excitar a Juanito, que era cuando más se esforzaba por lanzar con fuerza su pene hasta el fondo de la garganta de Elena, que gimoteaba y babeaba sin control, lubricando aún más, sin querer, la dura verga que violaba su boca con brutales movimientos.

Los dos maduros jadeaban por el esfuerzo, pero no paraban, no la concedían ninguna tregua.

Impulsaban una y otra vez sus miembros viriles, llenándola una y otra vez.

Una y otra vez, una y otra vez… una y otra vez sin piedad.

Cuando Juanito empezó a soltar su espesa lefa en lo más profundo de la cavidad bucal de la joven, esta no fue capaz de reaccionar y evitar una nueva arcada, que hizo que parte de la descarga ascendiera y entrase por la parte posterior de sus fosas nasales hasta terminar goteando por su nariz e impregnando su olfato del empalagoso aroma del esperma del maduro.

Aún tuvo que aguantar un rato que la mantuviera sujeta la cabeza, obligándola a tragarse gran parte de la espesa lechada, la que no se desperdició en su nariz o escurriéndose entre sus labios.

Y mientras el más alto de los cincuentones se corría en la boca de Elena, el otro no se detenía y bombeaba con energía dentro del inflamado coño de la chica, horadándola con su endurecida y ardiente polla, una taladradora hinchada y caliente, que palpitaba con vida propia mientras recorría el húmedo túnel que era la vagina de su víctima femenina.

-          No, nooo… por favor… noooo… -suplicó ella cuando, por fin, tuvo la boca libre del miembro viril del más alto de los cincuentones.

-          A callar puta –atajó sus gimoteos Juanito con un tortazo en el rostro, casi simultáneo al restallar del fuerte golpe que, a su vez, Carlos lanzó contra el culo de la chavala-. Sólo quiero oírte decir “sí” o “por favor” de una forma positiva, ¿entendido?.

-          Sí –tuvo que aceptar.

-          Además… lo estás deseando, zorrita… ¿verdad?. Que he oído como gemías de placer, ¿verdad, zorrilla?.

-          Sí –reconoció a regañadientes Elena, forzada por la amenaza implícita y, en parte, porque una parte en lo más profundo de ella sentía que era verdad, que la mano del otro hombre había conseguido excitarla a ratos, aunque fuera de una forma totalmente no consentida.

-          Díselo a papi… ¿quieres sentir cómo tito Carlitos se corre bien dentro tuyo? – reafirmó su pregunta con otro tortazo en la cara de la chica.

-          Sí –se rindió Elena con un hilo de voz ante sus captores.

Para ellos fue suficiente.

La justificación a lo que pensaban hacerla de todas formas.

Ella lo sabía. Ellos la sabían.

El hombre aumentó la presión sobre el coño de la chica.

Apretó.

Bombeó con más fuerza, agarrándose con ambas manos a las caderas de Elena para empujar más profundamente, clavar su herramienta masculina hasta el extremo de la cueva húmeda que constituía la vagina de la fémina.

Podía sentir cómo la desgarraba, cómo la perforaba, cómo esa masa de carne hinchada y muy caliente entraba y salía sin parar de su coño, clavándose con fuerza una y otra vez.

Las tetas de Elena fueron atrapadas de nuevo entre las manazas de Juanito, que se las estrujó sin piedad, retorciendo sus pezones por momentos, arrancándola chillidos que se mezclaban con los gemidos que le producían las embestidas del otro hombre.

Tras una eternidad, el miembro viril que invadía su coño empezó a expulsar chorros de esperma, uno tras otro, llenando el interior de su sexo, inundándolo con la semilla de su asaltante, abundante y espesa, caliente y pegajosa.

Jadeante, se recostó contra ella, apoyando todo el volumen de su barriga contra la espalda de Elena, que estaba rendida después de haber sufrido ese doble asalto.

Minutos después la dejaron en la acera de su casa, desnuda salvo por los zapatos de tacón.

El vestido lo llevaba en una mano, intentando cubrirse como podía pese a la suciedad del callejón que lo impregnaba tras haberlo arrastrado por el suelo.

Se llevaron su móvil, tras tomarla unas fotos de recuerdo, y el dinero de su bolso, y allí la dejaron, usada y humillada, a las puertas de su casa.