Casos sin titulares XIII: violada en Punta Cana.

Una pareja de recién casados viajan a Punta Cana para celebrar su Luna de Miel, pero en lugar de vivir una situación paradisíaca, la novia es brutalmente violada.

Tras un parón, nuevos documentos del Doctor salen a la luz, mostrando el lado más depravado del ser humano, siendo esta vez una recién casada la que debe acudir a terapia tras vivir una situación límite durante su viaje de Luna de Miel en un complejo hotelero en la paradisíaca Punta Cana.

Violada durante la Luna de Miel en Punta Cana

Eran las 6:30 cuando se despertó.

No llevaban ni 24 horas en Punta Cana y seguía sin poder creerse nada de lo que estaba sucediendo.

Se encontraba como en un nube desde hacía un par de meses, desde que ella, un poco medio en broma, le dijo que si no iba siendo hora de casarse y él dijo que sí, que no podía imaginar nada mejor.

Y lo habían hecho.

En un tiempo record, o eso parecía.

Gracias a todas las cancelaciones y restricciones por la crisis que había generado la introducción del virus chino, con sus coronas y, sobre todo, con sus cadenas, los trámites para preparar y organizar la boda habían sido rapidísimos.

Una ceremonia con apenas los familiares más cercanos y, después, un viaje de una semana a Punta Cana por un precio bastante más económico de lo que había visto apenas un año antes,  mientras buscaban esos sitios a donde les gustaría ir pero a los que nunca se imaginaban viajando realmente por lo ajustado de sus presupuestos.

Pero allí estaban.

Él se había acordado, aunque ella le dijo que se conformaba con ir a las Canarias, y, al final, allí estaban.

Las Canarias se quedaban para el siguiente año, que unirían las ganas de playa de ella con el hobbie de la vulcanología de él.

Bueno, quizás no fuese para el primer aniversario, pero ya se vería, porque entre medias, si la cosa mejoraba, tendrían que organizar algo con sus amistades y conocidos a los que no habían podido invitar al enlace… incluso algunos, casi la mayoría, ni siquiera sabían que habían dado el paso.

Todo había sido tan rápido, había que aprovechar ese momento, que… bueno… que algunas cosas bien podían hacerse con un orden distinto al habitual, ¿verdad?.

En todo eso pensaba Silvia cuando se despertó esa primera mañana junto a su flamante marido.

Él dormía a su lado, abrazado a ella, completamente desnudo, con una respiración lenta y profunda.

En realidad los dos estaban desnudos, pero claro, después de haber pasado la noche en el karaoke y bailando, habían estado haciendo el amor como conejos.

Y no era sólo porque fuera su luna de miel, aunque desde luego normalmente no se les habría ocurrido estarse casi hasta las 2 de la madrugada de juerga entre semana… mejor dicho, casi nunca aguantaban tanto porque ella solía madrugar bastante por trabajo y él tampoco era precisamente un búho, de hecho era casi una excepción que no se tirase sus ocho horas seguidas de sueño.

Calculó que aún se pasaría otras tres horas durmiendo si no lo despertaba ella antes.

Empezó a recordar la noche anterior, su primera noche en el complejo hotelero.

Estaban cansados por el viaje, así que un karaoke después de la cena les pareció de lo más apropiado para concluir esa primera jornada.

Allí conocieron a Christopher y Úrsula, una pareja alemana de recién casados que también estaban en la treintena, con los que conectaron rápidamente pese a que sólo la germana hablaba español, bastante bien por cierto gracias a un año sabático que se había pasado en España, haciendo el Camino de Santiago y disfrutando de muchas más actividades, y a su trabajo de azafata que la solía llevar a España o a otros países en los que el idioma se compartía.

Ellos, y una primera botella de champán, terminaron convenciéndoles para acabar en una de las discotecas del complejo hotelero en esa primera noche que pasaban en Punta Cana.

Christopher no hablaba ni una palabra en español,  pero ni falta que hacía, sobre todo después de la segunda botella que se habían tomado en la discoteca… ¿o fue con la tercera?.

Tenía un poco de confusión con eso.

Cogieron un reservado en el que no faltaba champán, repuesto sin necesidad de mediar palabra por alguno de los camareros que no dejaban de aparecer como por arte de magia cuando era necesario.

La pista de baile no estaba llena, la ocupación era muy baja para la época del año a causa de toda la situación, pero la inspirada dirección del hotel había puesto a varias parejas de empleados y bailarines entre medias con el final de formar bulto, destacando entre los verdaderos clientes.

Mientras su recién estrenado marido bailaba en la pista con Úrsula, Silvia acompañaba a Christopher en el reservado.

Las mamparas con las que se buscaba un extra de intimidad y protección y el propio movimiento por la pista entre medias de los grupos de personas que la ocupaban, aunque no la llenaran, propiciaron que al poco se perdieran de vista tanto la germana como su marido.

Christopher era un hombre alto y bastante musculoso, se notaba que pasaba bastante tiempo en gimnasios. Tenía unos ojos tan claros que el azul de su iris estaba demasiado diluido, con un brillo extraño en esa típica media oscuridad de las discotecas que parecía casi como un círculo brillante alrededor de su pupila, y un cabello rubio ceniza cortado a tazón.

No era muy buen bailarín y, después de un rato en la pista, había terminado quedándose en el reservado atacando una segunda botella mientras las dos mujeres se alternaban y compartían pista con el esposo de Silvia, que tampoco es que fuera un as del baile pero por lo menos no daba pisotones ni estaba tan borracho.

Antes de darse cuenta, Christopher se había ventilado casi en solitario la segunda botella y estaba pegado en el asiento continuo a Silvia.

El calor que generaba era impresionante.

Ella también estaba un poco sofocada, tanto por el baile como por el calor del local con esos cuerpos apretándose y desplazándose a su alrededor como por el propio ambiente.

Para cuando quiso darse cuenta ya tenía su lengua dentro de su boca y una de sus manazas estaba amasando uno de sus pechos por debajo del vestido de tirantes que llevaba puesto.

Para eso no hacía falta traducción.

Se estuvieron morreando un buen rato antes de que el alemán empezase a mover su boca hacia el cuello de la española, alternando besos en un sentido descendente con instantes en los que sacaba su lengua y repasaba su piel de nuevo hacia arriba hasta llegar de nuevo a la boca de Silvia, que lo recibía de nuevo con avidez.

Él tironeaba con una de sus manazas de su cabellera a la vez que la otra ya había hecho resbalar uno de los tirantes del vestido hasta dejarlo caer lo suficiente para que una de las tetas quedase completamente al aire, pues ella disfrutaba mucho de esos días que no llevaba sujetador, porque, realmente, como decía su esposo, no lo necesitaba, tenía unos pechos firmes y suaves al tacto.

Notaba como manejaba su pezón, con los ojos entrecerrados mientras se besaban, y cómo éste iba creciendo entre sus dedos a la vez que el calor dentro de su cuerpo aumentaba aún más, sobre todo en lo más profundo de su sexo.

Deslizó el otro tirante y, con sus dos pechos ya al descubierto, bajó su cabeza hasta situarla entre medias, lamiendo, besando y mordisqueando alternativamente ambas tetas.

Ella suspiraba, notando el contacto, acariciándole el cabello mientras él posaba ahora una de sus manazas encima de una de sus rodillas y empezaba a acariciar su pierna hacia arriba, por debajo del vestido.

Dio un respingo ante un sonido metálico repentino, como de campana, o algo así, que la distrajo e hizo que abriese los ojos de golpe.

Un camarero estaba cambiando la botella prácticamente vacía por una nueva en otra cubitera y miraba sin tapujos la escena con una sonrisa lasciva antes de guiñarla un ojo y desaparecer.

Eso la hizo sentir otro tipo de calor, y notó cómo se la encendía el rostro por una repentina sensación de vergüenza al darse cuenta de que el alemán la estaba metiendo mano ante los ojos de cualquiera que se asomara.

Era cierto que la mayoría de bailarines pasaban de largo en apenas unos segundos, pero podía ver cómo, de vez en cuando, alguna pareja se entretenía lo suficiente para mirar la escena.

De repente, se sintió incómoda con las atenciones del alemán, recordando, además, que estaba en su propia luna de miel, que ya era una mujer casada y que debería comportarse de otra forma, ser más responsable y fiel y… y… pero estaba tan a gustito mientras Christopher la comía la boca y las tetas… ufff… pero… pero…

  • No… -logró articular con un susurro- para… por favor… para… -pero él no se detuvo, ignorando unas palabras que, de todas maneras, no entendía.

El germano siguió a lo suyo, con la cabeza entre las tetas de Silvia, chupándoselas y besándoselas, mientras su manaza alcanzaba el objetivo bajo la tela del ligero vestido de la española y desplazaba su tanga lo suficiente para poder empezar a acariciar su depilado coño, recorriendo su rajita por fuera con uno de sus morcillones dedos, excitándola a un nuevo nivel cuando alcanzó su clítoris.

  • Chris… mmm… Christopher… mmm… pa… para… mmm… por… favor… mmm… no… mmm… no… -intentaba resistirse, débilmente, susurrando entre jadeos, con los ojos de nuevo entrecerrados.

Él jugaba con su clítoris a la vez que tenía un grueso dedo metido ya dentro de su coño, sin dejar de besarla alternativamente las tetas y la boca, rebuscando con su lengua dentro de la cavidad bucal de la española hasta la campanilla, excitándola tanto que volvió a olvidarse del espectáculo que estaban dando ante un buen número de parejas y empleados del hotel, cuando se detuvo un instante la música y cambió la iluminación a la vez que decían algo por megafonía.

No acertó a escuchar qué estaban diciendo, pero el parón, el nuevo chorro de luz y que la apreció entender su nombre, lograron que despertase de esa especie de ensoñación en la que estaba y, ahora sí, apartó el rostro del alemán de forma suave pero con firmeza, mientras él la miraba entre extrañado y ansioso.

  • No –volvió a repetir ella, de una forma lenta y, quizás, más alta de lo que pretendía, porque se dio cuenta de que él la entendió esta vez sin dudas, porque la expresión de su rostro pasó rápidamente de la ansiedad a la confusión y luego a algo parecido al enfado, momento en que sacó de un tirón su dedo del interior del coño de la española, que se quedó temblando de calor, humedad y ansiedad por recibir algo más que un dedo.

Él se llevó la mano con lentitud a su boca, mientras se separaba un palmo de ella, y se metió con lentitud el dedo que acababa de extraer del interior de Silvia para chupárselo y saborearlo muy lentamente a la vez que mantenía sus extraños ojos clavados con firmeza en la española, que notó cómo se ruborizaba de nuevo intensamente, sobre todo al darse cuenta de que la nueva música que sonaba era la de una canción que era precisamente la primera que habían bailado ella y su esposo… su esposo… su…

Salió de golpe de la ensoñación y se recolocó rápidamente el vestido, cubriéndose de nuevo los senos justo a tiempo, porque él apareció sonriente, dispuesto a sacarla a la pista de baile, con Úrsula justo un paso por detrás, que también parecía no haberse dado cuenta de nada de lo que había sucedido en el reservado mientras bailaban la última pieza.

Lo único que no había podido recolocar era el tanga.

El roce de la tela contra su coño, que seguía excitado y ligeramente inflamado por las atenciones recibidas por el alemán, no ayudaba a que se recuperase y, en cambio, la estimulaba de nuevo de otra manera al combinarse con los movimientos del baile, frotando su rajita de forma que la mantenía una sensación de calor creciente.

Indirectamente, eso fue responsable del siguiente momento de la noche, pues su marido notó su excitación, aunque confundió su origen, y un rato después se estaban despidiendo rápidamente de la pareja alemana, con la que habían quedado ya al día siguiente, y que se estaban dando el lote de forma apasionada en el reservado, sin ningún pudor.

En cierto sentido, Silvia se sintió un poco dolida ante esa facilidad de Christopher de cambiar el objetivo de sus besos y caricias como si de cambiar cromos en el patio de un colegio se tratase.

No es que ella no quisiera a su recién estrenado marido, que lo hacía, y mucho, pero ese cambio tan brusco en un hombre con el que acababa de intercambiar un momento tan… tan… estimulante… como que la parecía que no tenía derecho a olvidarse de ella así, tan rápido, ni aunque estuviera casado y borracho.

  • Son nudistas –soltó su esposo, nada más salir del agobiante calor de la discoteca al otro calor, más ligero y húmedo, del exterior del inmenso complejo hotelero, a la vez que se escuchaba de fondo el rumor constante que hacían las olas que bañaban la playa a unas decenas de metros de ellos-. Me lo contó Úrsula. Jejeje. Por eso les debe de dar lo mismo si alguien les pilla así, tan en público –intentaba explicar, a su manera, lo que acababan de ver, pues, como un rato antes había pasado con la propia Silvia, uno de los pechos de Úrsula estaba claramente visible cuando se despidieron de la otra pareja.

  • No parece molestarte –respondió ella, adoptando un conveniente tono de ligero enfado, para que él notase unos celos que, realmente, no sentía por darse cuenta de que seguramente él estaba babeando mentalmente recordando la forma de esas tetas más… amplias.

  • Vamos, no seas tonta –y fue justo decir eso lo que sí hizo que ella se molestase un poco-. Sabes que yo sólo te quiero a ti –argumentó, añadiendo un beso a sus palabras, sin notar para nada la presencia de la saliva del alemán por el interior de la boca de ella, que seguía dándole vueltas a la cabeza y esperando que lo descubriera, pero no, y eso casi la decepcionó, que él no fuese capaz de saber que otra lengua acababa de estar dentro de su boca-, y… ¡ven!.

La agarró de la mano y empezó a correr hacia la playa, arrastrándola hasta que ella misma, en cierto modo intrigada y, a la vez, extrañamente feliz, acompasó su ritmo a las zancadas de él por la blanda y pálida arena.

Unos pasos más y pudieron ver sin interferencias la línea ondulante y continuamente cambiante de las olas entrando y saliendo de la costa, rozando lenta y suavemente como los dedos de un amante, la playa de arenas blancas que parecía brillar con su propia luz bajo la suave iluminación de la luna, en contraste con esa extraña oscuridad que parecía tener el mar que no detenía su movimiento en ningún momento, como si fuera un baile perpetuo con una música que nadie más podría escuchar jamás.

Se dio la vuelta y la volvió a besar, agarrándola con fuerza de la cintura y alzándola con facilidad, girando sobre sí mismo para luego depositarla suavemente e inclinarse sobre ella a la vez que ambos se dejaban vencer por la gravedad hasta terminar rodando, abrazados y besándose mientras la arena se metía por cada hueco que encontraba.

Se desnudaron apresuradamente, aquejados de una tremenda necesidad de sentir sus pieles una contra la otra, de compartir el calor que emanaban de sus cuerpos hasta fundirse en una sola entidad.

De la mente de Silvia desapareció por completo lo sucedido antes, dejándose llevar, sin importarla ni el lugar, ni la arena, ni el roce de las olas en sus piernas.

Él tampoco lo notaba.

Lo que si notaban es la manera tan natural con la que el pene de él buscaba alcanzar el agujero escondido en la rajita de ella, de cómo palpitaban ambos, el engrosado miembro viril de él y la concha de ella, de cómo, cada uno a su modo, emanaban calor y humedad por igual y de cómo encajaron como si de las piezas de un puzle se tratase.

Mientras daban vueltas abrazados, besándose con avidez sus bocas y sus rostros, el erecto pene del hombre alcanzó el hinchado coño de su esposa y se fue deslizando hasta encontrar el acceso al interior de su sexo.

Un solo empujón fue suficiente para clavar el viril miembro en el interior de Silvia, que lanzó un breve gemido de placer al notarlo dentro suyo, comenzando un lento bombeo mientras seguían girando entrelazados, rodeados por la blanca arena y notando cómo sus piernas eran empapadas a ratos por las olas en su constante ir y venir.

A ratos él estaba sobre ella, aplicando un lento y profundo movimiento que hacía desplazarse su pene por el interior de su vagina, llenándola y, a la vez, logrando que mantuviera una sensación de urgencia mezclada a la par con la excitación y el placer mientras él iba acariciándola la cabellera, enredada entre sus dedos, y besaba alternativamente sus pechos, su cuello y sus labios.

Al siguiente momento era ella quien estaba sobre él, poderosa, apoyada con las rodillas en la arena y alzándose de forma que le cabalgaba verticalmente, presionando con sus glúteos con energía sobre los testículos de su marido, forzándolos a trabajar más y sintiendo cómo el vello que los recubría se erizaba de la tremenda erección que estaba manteniendo dentro de ella, que dirigía la penetración con sus caderas a la vez que dejaba que la suave brisa marina refrescase su cuerpo de cintura para arriba e, incluso, la hiciera sentir ligeros escalofríos por la diferencia de temperatura frente al calor que emanaba de él, de esas manos que alzaba para amasar sus tetas y, sobre todo, del ardiente miembro que tenía insertado en su interior, llenándola y abrazándola de una forma que era difícil de describir con palabras.

Siguieron follando así un buen rato, hasta que él no logró aguantar más y lanzó sus chorros dentro de Silvia, que los recibió con una sonrisa traviesa, mordiéndose un labio a la vez que notaba cómo el esperma de su marido saltaba desde la punta de su pene hacia arriba, luchando por llenarla y, a la vez, combatiendo a la gravedad que intentaba oponerse a la victoria de sus espermatozoides en su búsqueda de alcanzar el gran premio, puesto que en ése concreto instante era ella la que estaba encima de él, haciendo que los espesos chorros salieran casi verticalmente hacia arriba, pero abrigados en su interior.

Se tumbaron un rato, abrazados y arrullados por las olas, antes de buscar a tientas la ropa que no podían ver entre medias de la arena a unos metros de donde habían terminado.

Del tanga nunca más se supo, arrastrado posiblemente por alguna ola hacia un destino desconocido.

Volvían a su cuarto cuando se volvieron a encontrar con la pareja alemana.

Estaban doblando una esquina del gigantesco complejo hotelero cuando casi se chocan con ellos.

Bueno, con ellos no, con Christopher, porque Úrsula estaba de rodillas en el suelo frente a él comiéndole la polla.

Los dos estaban desnudos, absolutamente desnudos, bajo la tenue iluminación combinada de la Luna en el cielo y las luces-guía del suelo que delimitaban los bordes de los caminos.

En el último momento habían logrado evitar interrumpirles.

La pura casualidad evitó que se chocasen directamente con ellos, porque, en el último instante, Silvia miró hacia delante y detectó algo extraño que, al primer vistazo, no llegó a reconocer, pero que la hizo pausar su avance lo justo para que su propio marido desplazase los ojos al punto que la había llamado la atención y, rápidamente, tomase la decisión de tirar de ella y apartarse juntos fuera del camino hasta colocarse detrás del seto que hacía de barrera en un lateral y que casi los ocultaba por completo.

No es que fuera una mirona, pero el espectáculo parecía salido de un guión básico de una porno cutre y, por alguna extraña razón, la excitó inmediatamente, aún más al reconocer a sus protagonistas.

No parecían haberse dado cuenta de nada, ni de su aparición por la esquina, ni de su rápida espantada afuera o de su presencia entonces, detrás de ese arbusto que hacía de barrera un par de metros de curva de ese camino.

Los germanos seguían a lo suyo.

Christopher estaba en pie, justo atravesado en la mitad del camino, con los ojos cerrados y el rostro ligeramente orientado hacia el cielo estrellado, con su depilado torso a la vista, brillante de una extraña forma con esa iluminación, sujetando con una mano una bolsa de tela que parecía contener la ropa de ambos y, con su otra manaza, agarrando la cabellera de su mujer, que se movía de una forma lenta hacia delante y atrás recorriendo todo el largo y ancho del miembro del germano.

No pudo evitar darse cuenta de que, también, llevaba depilados los huevos.

Era un pensamiento vulgar y un nombre aún más vulgar para… que cortó su flamante recién estrenado esposo al apretarla la mano un instante antes de soltársela y desplazarse lentamente a su espalda, colocando ambas manos sobre sus hombros como queriendo decirla que no se moviera.

Hubiera desviado el rostro y decir algo, pero él movió rápidamente su diestra del hombro de ella hasta su mentón y volvió a hacer que sus ojos apuntasen a la tórrida escena, a cómo la alemana paseaba su lengua de un extremo a otro del erecto miembro viril de su pareja, lamiendo su punta a veces, otras metiéndose la bolsa de piel que contenía sus testículos dentro de su aparentemente insaciable boca, otras abriendo aún más la cavidad bucal para casi atragantarse con esa polla que introducía en su interior, produciendo un sonido húmedo y extrañamente familiar.

Casi como si hubiera sido un trueno, por cómo resonó en sus oídos en la quietud de la noche, Silvia escuchó moverse la cremallera del pantalón de su propio marido, pegado a ella, a su espalda.

Notó cómo levantaba su vestido y la acariciaba suavemente el culo, abandonando ya sus dos manos los hombros de la española.

Sintió como la dureza había retornado al pene de su esposo, que saltó de la prisión del pantalón hasta chocar contra ella, dejando un rastro húmedo en su piel.

Delante suyo, ni Christopher ni Úrsula parecían haber notado nada, ni escuchado nada pese a lo escandaloso que le había parecido a Silvia el sonido de la cremallera liberando de su prisión el miembro nuevamente endurecido de su marido.

La alemana seguía tragándose a ratos la tranca de Christopher, a ratos relamiéndose, a ratos chupando el exterior de la masculinidad de su pareja, a ratos devorando su saco testicular… y de nuevo empezando el ciclo de su profunda mamada.

Silvia no podría hacer eso.

Su esposo era uno de esos hombres a la antigua, de pelo en pecho... aunque tampoco es que fuera mucho, se quedaba lejos del vello de los osos, cosa que a veces la producía una cierta risa.

Pero, sobre todo, para lo que en ese momento veía, se dio cuenta de que la mayor razón por la que ella no podría hacer nunca algo parecido a la mamada de Úrsula era que su pareja también tenía vello recubriendo la bolsa de piel de la que colgaban sus testículos… aunque, bien pensado, muchas veces la hacía gracia ver cómo se le intentaban erizar esos pelos cuando se excitaba, pero sin lograrlo por cómo estaban de rizados y entremezclados, pero lo podía notar entre sus dedos cuando le acariciaba allí y, sobre todo, notar los cambios de la piel que envolvía las fábricas de su esperma.

Todo eso eran los extraños pensamientos que pasaban por su cabeza mientras su mirada se centraba en la tórrida escena que sucedía ante sus ojos, que se cortaron cuando el pene de su marido alcanzó su rajita y, con la mano que no la estaba acariciando el culo, sus dedos accedían por delante a su coño y, con una extraña firmeza y, a la vez, de una forma curiosamente delicada, abrían su sexo como si de una concha se tratase hasta que alcanzaron el clítoris a la vez que abrían el paso a su pene al interior de la chica.

Pudo sentir cómo la cabeza húmeda y bulbosa del miembro se movía por su rajita hasta alcanzar el agujero correcto, cómo los dedos que llegaban por delante recorrían sus labios vaginales y acariciaban su clítoris, estimulándoselo, y cómo, poco a poco, con una presión lenta pero continuada, el pene de su marido volvía a meterse con suavidad dentro de su coño, recorriendo poco a poco su interior, mientras su vagina se iba adaptando y abrazando a su manera al pene que se desplazaba, grueso, húmedo y caliente.

Ella seguía mirando al frente, con la cabeza ligeramente inclinada, sabedora de que pronto tendría sus labios recorriendo su cuello hasta alcanzar su oreja.

Seguía mirando a la pareja alemana, desnuda y expuesta a cualquiera que a esas horas pasease por aquel camino.

Desnudos y haciendo una mamada en mitad del camino, a la vista de gente como… como ellos.

En ese momento ya no sintió envidia del tamaño de los pechos de Úrsula. Le pareció que ya empezaban a estar algo caídos y los suyos, aunque eran medianos, aún tenían una buena firmeza.

El pene de su marido entró por completo, deteniéndose palpitante en su interior, adaptándose a ella y ella adaptándose a él.

La encantaba ese momento en que encajaban como piezas de un puzzle.

La gustaba notar esa pulsión, esa extraña vida propia que poseía en esos momentos el tronco de carne que se insertaba en ella, justo un instante antes de empezar el movimiento de bombeo.

La acariciaba el culo con una mano, con la otra la estimulaba el clítoris y, por fin, posó sus labios en su cuello, comenzando el lento camino hacia su oreja y marcando el inicio de la primera embestida.

Se mordió el labio para que no se la escapara ningún gemido.

No quería alertar a la pareja alemana.

Quería que siguieran a lo suyo.

Lo deseaba.

Y sabía que su esposo también lo deseaba, que, en cierta extraña manera, le excitaba sentirse un mirón, como cuando algunas veces veían una película porno.

Claro que entonces sí que eran unos mirones de verdad.

Daba igual.

Él la follaba con lentitud, de forma pausada pero profunda, con unos movimientos suaves de retirada que hacían que notase cómo su propio interior volvía a cerrarse apenas unos segundos antes de que él lanzase su pene con fuerza y recuperase cada milímetro del espacio en lo más profundo del sexo de Silvia.

La iba follando con un ritmo creciente, reduciendo poco a poco los espacios entre una embestida y la siguiente, con una energía cada vez mayor, producto de la excitación doble, tanto por ella como por el espectáculo que estaba desarrollando Úrsula a un par de metros de ellos, ya olvidada la parte en que su lengua recorría el exterior del tronco fálico de Christopher y centrada en tragarse una y otra vez su polla, cada vez más profundamente, con un sonido de arcada que sonaba de una forma curiosa en mitad de la noche.

Podía ver cómo la resbalaban las babas desde la boca, derramándose por su cuello y, sobre todo, por sus pechos e, incluso, goteando a veces sobre sus muslos, pero a la germana no parecía importarle nada de eso, porque proseguía su larga mamada sin preocuparle ni eso ni la posibilidad de ser descubiertos allí, en mitad del camino, aunque fuese tan tarde en la noche.

Y, mientras, el pene del esposo de Silvia, engrosado y húmedo, caliente y palpitante, iba subiendo el ritmo, incrementando la velocidad y profundidad de las embestidas, y acentuaba esa sensación de urgencia que flotaba en el aire con un intenso masaje del clítoris de la española.

Nunca sería capaz de decir quién llegó primero al orgasmo, si el alemán o el español, porque cuando ella notó una nueva oleada de chorros espesos y ardientes brotando con fuerza, disparados en pulsos de tres, llenándola y ascendiendo disparados contra la gravedad que pretendía impedir que alcanzasen el fondo del coño de Silvia, justo en ese momento pudo ver cómo Christopher ponía los ojos en blanco, soltando la bolsa con las prendas y agarrando con ambas manazas la cabeza de Úrsula para mantener bien dentro de su boca su tronco de carne mientras él temblaba y lanzaba un grito victorioso, seguido por unos ruidos guturales provenientes de la alemana, que parecía al límite, con su rostro congestionado y dejando resbalar parte de la descarga por las comisuras de los labios e, incluso, la pareció que por la nariz, aunque bien podría haber sido un reflejo.

Fue uno de esos momentos extraños que a veces suceden, una especie de sincronización en el momento en que los dos hombres se habían vaciado dentro de sus respectivas mujeres, uno en la boca y el otro dentro de la vagina.

Silvia se recompuso el vestido como pudo rápidamente mientras oía a su marido luchar en la oscuridad por volver a introducir en su pantalón su pene, aun gloriosamente  hinchado y caliente.

Úrsula se limpiaba la boca y los restos caídos en sus tetas con un pañuelo de papel que Christopher la había dado antes de perder todo interés en ella una vez saciada su necesidad de vaciarse y sentarse a un lado, con la polla ya flácida entre sus piernas.

Ninguno de los dos germanos parecía haberse fijado en la pareja española que les había estado espiando y haciendo el amor apenas a un par de metros de distancia tras un arbusto.

No tenía ningún sentido intentar seguir escondidos o dar la vuelta, pues podrían verlos y, quizás, atar cabos o pensar que les intentaban evitar, así que, una vez recompuestos, retornaron al camino y completaron la curva de una forma más ruidosa de la necesaria.

Fue suficiente para que Christopher y Úrsula estuvieran algo parecido a presentables, porque obviamente no se habían vestido pero, dado que ella ya había contado lo de su afición al nudismo podía darse por sabido por la pareja española y, en consecuencia, no resultar sorprendente.

Ellos fingían pasear, desnudos, cogidos de la mano.

La pareja española también fingía que paseaban por casualidad por allí en ese momento.

Un extraño juego de apariencias, no pudo evitar pensar Silvia.

Nada más encontrarse enfrentadas en el camino las dos parejas, la mujer española notó los ojos del alemán puestos en ella y vio cómo su pene empezaba a mostrar síntomas de una nueva erección, que no se dignaba intentar camuflar.

Eso la hizo sentirse extrañamente halagada y, a la par, incómoda.

También, sin saber por qué, notó de una forma más intensa cómo parte de la masa de esperma que tenía en su interior empezaba a deslizarse hacia abajo y apretó, imaginándose la escena si de repente empezase a gotear entre sus piernas.

  • Ehhh… hola –saludó, ruborizándose, y, a la vez, agradeciendo que la iluminación fuese casi exclusivamente lunar, puesto que las luces del suelo no tenían suficiente potencia salvo para remarcar las líneas delimitadoras del camino.

  • Linda noche para pasear –contestó Úrsula, con una voz que sonó ligeramente más pastosa de lo que recordaba, antes de decir algo en alemán a su esposo, quien asintió y dijo algo que sonó a “guten nag”, sin dejar de mirarla, repasándola, y haciendo que, de pronto, sintiera un poco de asco al verse así examinada, como un simple trozo de carne en la exposición de una tienda.

  • Ya nos íbamos a dormir –contestó, como siempre sin darse cuenta de esos detalles, el recién casado español, salvo de los pechos de la teutona, en eso sí que se notó que se fijaba, cosa que logró irritar un poco a Silvia.

  • Lo de mañana sigue en pie, ¿sí? –preguntó la germana.

  • Claro –se apresuró a asegurar su marido, sin consultarla.

  • ¿Y eso de mañana es? –preguntó ella, ahora ligeramente enfadada, apartando la mirada de Christopher, que seguía devorándola con los ojos.

  • Ahhh… esto… me olvidé… yo… ehhh… pues… que antes… bueno, mientras bailábamos, pues… que mañana ir a apuntarnos juntos… todos juntos, los cuatro –aclaró cuando ella arqueó las cejas- a una cosa de buceo y cosas de esas… y… bueno… yo pensé que…

  • Ya… vale –cortó ella-. Por mí vale.

Christopher dijo algo en alemán, una serie de sonidos incomprensibles y malsonantes a los oídos de la española.

Úrsula tradujo.

  • En la isla donde se bucea hay una calita… -se detuvo, como buscando las palabras- íntima si luego queréis… acompañarnos –terminó de una forma ligeramente insinuante a la vez que agarraba el miembro de su marido, haciéndolo crecer entre sus dedos a una velocidad aún mayor.

  • Mañana lo hablamos –respondió Silvia, que ya veía aceptando a su marido, en el que una de sus cualidades, que a veces podía ser un defecto, estaba el ser incapaz de negarse a casi nada de lo que le propusieran directamente.

Se despidieron y siguieron su camino ya sin más incidentes hasta su nidito de amor, donde de nuevo hicieron el amor suavemente en la cama antes de quedarse dormidos, aún con el pene palpitante insertado en el interior del sexo de la española, soltando las últimas gotas de esperma mientras se iba encogiendo a la par que comenzaban los ronquidos.

Se despertó con los primeros rayos entrando por el ventanal y miró el reloj de la mesilla.

Eran las 6:30.

Su marido dormía a su lado, desnudo y abrazado a ella, que también estaba desnuda, con sus cuerpos apenas cubiertos por una fina sábana.

Intentó volver a dormirse.

Quería notar esa sensación tan extrañamente divertida y excitante de cuando su pene alcanzaba la erección mientras aún estaba dormido, justo un rato antes de que despertara o, mejor dicho, de que ella lo despertase subiéndose encima y cabalgándolo o, a veces, haciéndole una mamada de buenos días.

Pero no podía dormirse.

Se tuvo que levantar.

Por suerte él era de sueño profundo.

Se puso a dar vueltas por la suite hasta que no pudo más.

Al menos faltarían una o dos horas antes de que él se despertase… a menos que… no, no podía hacerlo.

Se lo veía tan feliz.

Pero ella se aburría.

El caso es que tampoco la apetecía ponerse a ver la televisión o pasarse dos horas colgada del móvil que, además, estaría lleno de mensajitos que no deseaba ponerse a responder en ese momento, porque si lo hacía para una sola persona ya tendría que hacerlo con todas para evitar que nadie se sintiese menos que nadie.

Fue entonces cuando se le ocurrió.

Salir un rato a dar una vuelta, un poco de jogging alrededor del complejo.

Lo único que les habían advertido era que no salieran del entramado de recintos, que tenían garantizada la seguridad privada y la presencia de unos cuantos militares bien pagados para evitar incidentes.

Eso era fácil y, además, tampoco iba a estar mucho fuera.

Media hora, tres cuartos lo sumo.

Se puso unos pantalones deportivos cortos encima de unas bragas en sustitución del tanga perdido la noche anterior, un top y dejó una nota.

No cogió el teléfono móvil.

Era un paseo corto y no tenía ganas de ir cargada.

La idea era desconectar un rato.

Hacía una temperatura perfecta y el Sol iluminaba un paisaje fabuloso, tropical, con sus altas palmeras, exuberantes flores, algunos granados y una extraña vegetación recortada en forma de setos, algunos de formas fantásticas.

Respiró profundamente un par de veces y se puso en marcha.

Al cuarto de hora estaba sudando, pese a lo ligero del trote que mantenía.

Notaba cómo las prendas se adherían a su cuerpo y se sonrió, recordando lo mucho que excitaba eso a su pareja.

Por eso, o de forma inconsciente, al cruzarse con el primer corredor en sentido contrario, por las pintas otro cliente del complejo, se dio cuenta de que sus pezones habían reaccionado y crecido de forma que llamaban claramente la atención, sobre todo para los hombres, como acababa de comprobar.

Aunque, en ésta ocasión, no la importó que su vista se centrase en sus pechos en vez de su rostro.

Se estaba riendo entre dientes cuando decidió meterse por otro camino distinto, pues la pareció que ya empezaban a moverse más puntos en la lejanía y no quería cruzarse con más gente de lo indispensable, no era el mejor momento para arriesgarse con toda esa mierda del virus.

Los sonidos se hicieron más tenues, incluso los del océano, que dejó de verse, y, al pasar un pequeño desnivel pudo ver a un hombre, claramente un jardinero dominicano, con un sombrero de ala ancha extrañamente enorme, dando una patada a un perro que buscaba algo que comer.

Silvia era una auténtica enamorada de los perros, la encantaban, y se enfadó.

Cuando el can pasaba a su lado lo acarició y el perro frotó su hocico contra su pierna antes de seguir su camino en busca de algo que llevarse a la boca.

Se acercó al hombre, dispuesta a afearle su conducta.

  • Debería darle vergüenza tratar así a un pobre perro –le recriminó, aunque sin acercarse demasiado, puesto que era de los que usaban las mascarillas para sujetarse la barbilla.

  • Métase en sus asuntos, doña –respondió de malas maneras, poniéndose en pie, aunque no llegaba en altura más que a los hombros de Silvia.

  • Ese perro sólo busca algo que comer y un poco de cariño y lo ha tratado fatal –insistió ella.

  • Siga con su paseo, mi niña, y déjeme en paz –la contestó, con unas tijeras en la mano que brillaron al captar un rayo de sol.

  • Usted no trabaja aquí –dijo ella, que se dio cuenta de que eran unas tijeras normales y no las típicas de los jardineros y que tampoco llevaba guantes ni el típico peto con el símbolo del hotel que viera la jornada anterior en los jardineros que estaban recortando los setos del acceso principal a la recepción.

Entonces también se fijó en la bolsa del suelo, con las granadas y frutos tropicales, que debía de estar cogiendo de la vegetación de esa zona aparentemente menos frecuentada del complejo.

Ese momento de duda que tuvo fue demasiado largo.

Al hombre le dio tiempo a dar dos zancadas y ponerse a su lado antes de que ella reaccionase y quisiera girarse para poner distancia con el ladrón que, encima, había pateado a un pobre perro callejero.

La agarró de la muñeca con fuerza y tiró de ella, desequilibrándola a mitad de su intención de rotar sobre si misma y regresar al camino principal, y enfrentándola pese a la diferencia de tamaño.

  • Su celular, doña –ordenó, más que pidió, el maduro dominicano, que debía superar con facilidad la cincuentena, con un rostro surcado de arrugas y pequeños cráteres de alguna enfermedad de la piel que le daban un aspecto ligeramente siniestro.

  • ¿Qué? –preguntó ella, desconcertada por el repentino cambio de los acontecimientos.

El falso jardinero no respondió pero retorció un poco más la muñeca a Silvia, que no pudo evitar soltar un quejido de dolor, a la vez que acercaba peligrosamente la mano con que sostenía sus tijeras a su cintura.

  • ¡El móvil! –como una inspiración, su mente logró rescatar la información de lo que la había pedido el dominicano-. No lo tengo. No llevo nada.

  • No la creo, doña. Siempre llevan su celular a todas partes.

  • Es la verdad. No lo traigo. Sólo…

No vio venir el puñetazo.

Al fin y al cabo llevaba una tijera en la mano que tenía apuntando a su vientre.

No lo esperaba.

Con un movimiento rápido el hombre alzó su puño izquierdo y la golpeó el mentón con fuerza, alcanzándola con el extremo de los anillos de la empuñadura metálica de la herramienta que sujetaba en la mano.

Se tambaleó ante esa muestra de violencia repentina que, combinada con el giro de su otra mano la hizo perder estabilidad y caer en un movimiento que la hizo rotar hasta quedar de espaldas al camino y terminar con las rodillas en el suelo.

El dominicano seguía retorciéndola el brazo, ahora contra su espalda, hasta que, con ayuda de una rodilla la obligó a tenderse en el suelo, con él encima.

  • Un grito y te rajo, doña, ¿has entendido? –la susurró al oído, haciendo que también la llegara un nuevo conjunto de olores a los que antes no había prestado atención.

  • Sí… sí… -contestó ella, también en voz baja, al darse cuenta por fin de lo apurado de su situación, puesto que no sólo es que fuera un ladrón armado con una tijera que odiaba a los perros, sino que su aliento apestaba a alcohol barato y un olor a sudor rancio emanaba del conjunto de su cuerpo que, tan cerca, no lograba camuflar la brisa marina.

La llevó el otro brazo a su espalda y aprisionó ambos con sus rodillas a la vez que empezaba a palparla en busca del teléfono móvil o cualquier cosa que llevase encima.

Notó cómo el descubrir que en verdad había salido sin nada lo estaba poniendo nervioso, agitado mientras seguía palpándola en esa incómoda postura para ambos.

Se levantó y la agarró de la cabellera, tirando con fuerza hasta hacerla daño en el cuero cabelludo.

  • No llevas nada –confirmó lo que ella ya había dicho, inclinándose hacia su rostro que alzaba con brutalidad al agarrarla del cabello.

  • Ya… -estuvo a punto de decir que “ya lo sé”, pero él cambió el movimiento de su brazo y dejó de tirar de su melena para empujar y arrojarla contra el suelo, sin darla tiempo a evitar el golpe.

Silvia supo inmediatamente que estaba sangrando por la nariz.

El dominicano la agarró de nuevo del cabello y la arrastró hacia la bolsa donde tenía las frutas recogidas.

  • ¡Ahhhh, para, me haces daño! –gritó, sin poder contenerse.

  • Vuelva a hablar y la rajo, doña –la amenazó el hombre con un tono que asustó a la española y la hizo enmudecer mientras él mascullaba en su camino hacia su botín-. Ni celular… ni plata… me cago en…

Cuando la soltó, dejándola caer, Silvia se revolvió, intentando ponerse en pie y marcharse del lugar y de su maltratador para volver a ese pedacito de paraíso controlado que formaba el complejo.

El hombre era más rápido de lo que esperaba por su edad y la derribo con una zancadilla.

Hubo un momento caótico en que ella trataba de revolverse, él perdía el sombrero y entrecruzaban sus cuerpos en una breve lucha que terminó cuando volvió a golpearla, esta vez en el vientre, dejándola sin respiración el tiempo justo para amarrar sus manos con una cuerda vieja pero resistente que debía de llevar para cerrar la bolsa con el producto de la ilegal recolección.

La tumbó boca arriba y soltó un par de bofetones que hicieron que cesara en sus pataleos momentáneamente.

  • O te portas bien, doña, o te rajo –la amenazó nuevamente.

De un tirón, la bajó el pantalón deportivo corto que llevaba hasta dejárselo por debajo de las rodillas, y, con la tijera, cortó sus bragas.

  • Por favor, no –suplicó ella, que empezaba a temer lo peor.

  • Silencio… perra –dijo el dominicano, riéndose entre dientes de su repentina ocurrencia-. Ummm qué linda… -siguió, empezando a acariciar de forma ruda la entrepierna depilada de la española, que se removió asqueada con el contacto de la mano callosa.

  • Por favor. Déjeme irme. Le juro que no diré na…

  • ¡Silencio! –ladró, más que gritó, el hombre y, agarrando la braga rota, se la puso en la boca, que Silvia cerró con fuerza-. Abre la boca o te corto y te quedas sin la cara bonita, doña –sentenció con una expresión sádica en el rostro a la vez que mostraba su tijera convertida en arma a unos milímetros de uno de los ojos de la mujer.

Tuvo que abrir la boca y el ladrón metió los restos de sus bragas de encaje hasta el fondo.

  • Por fin silencio –se rio de ella, plantándola un beso en la frente-. Seguro que te encanta mamar vergas –siguió, despreciándola y escupiéndola entre los ojos, que cerró por inercia-. Te gustaría mamar mi verga, ¿verdad, perra? –ella hizo un gesto de negación con la cabeza, moviéndola de un lado al otro a la vez que notaba sus ojos llenarse de lágrimas.

Él la agarró con las dos manos y la hizo mover la cabeza hacia delante y atrás, golpeándola un par de veces contra el suelo, imitando un asentimiento.

  • Lo sabía, perra, te encanta tragarte una verga tras otra. Tu marido debe ser el más cornudo del mundo. Venías buscando macho, ¿verdad? –y repitió la acción de obligarla con sus manazas a hacer el gesto de consentimiento con la cabeza, que empezó a dolerla por los continuos golpes contra el terreno, que era blando, pero no tanto contra la parte de atrás de su cabeza-, pues te voy a dar verga gratis por perra cabrona malnacida.

No pudo contener más las lágrimas ante la afirmación del dominicano y, entre medias de los párpados que alzó desesperada en un intento de generar una conexión y que él cambiara de opinión al cruzarse sus vistas, le pudo ver bajándose apresuradamente los andrajosos pantalones y sacarse una polla oscura y corta, que empezaba a engrosarse ligeramente.

La cogió las manos atadas y se las puso en torno a su miembro.

  • Ya sabes que hacer, perra.

Silvia empezó a pajearle, recuperándose un poco de la conmoción, sabedora que a más de un hombre se lo podía hacer correrse con una simple paja y ansiando que fuese de los rápidos, para que todo terminase con una descarga entre sus dedos y ya.

Notaba como la polla empezaba a tomar forma, a crecer entre sus dedos, a calentarse y engrosarse.

Pronto dejó de ser tan pequeña como había surgido de entre los pantalones del maduro dominicano y asomó, endurecida y cada vez más caliente, por entre sus manos, brillando de una extraña y húmeda forma a los ojos de la chica según iba saliendo ese líquido pre-seminal que lubricaba de forma natural los movimientos de los miembros viriles.

Aceleró el movimiento de sus manos.

Debía lograr que se excitase tanto que se corriera allí mismo, entre sus manos.

Tenía que conseguirlo.

No quería que la violase, que metiera esa sucia polla dentro de su coño.

Aceleró el ritmo de la masturbación, sintiendo deslizarse el oscuro miembro entre sus manos, que empezaban a mojarse con la humedad que iba brotando de la punta del pene del dominicano, que no dejaba de crecer a lo largo y a lo ancho, palpitando de una forma obscena y haciendo subir la temperatura entre los dedos de Silvia, que contemplaba ya una polla de un tamaño casi tan grande como el de su propio esposo.

Cómo lamentaba haberse ido en ese momento, el haber salido sin nada de valor que pudiera haber calmado a su agresor, aunque no estaba segura de si eso hubiera evitado lo siguiente o si desde el principio pretendía abusar de ella.

Le estaba viendo cómo su rostro pasaba de la furia violenta a un placer baboso con cada gesto con que ella movía su endurecida polla.

Lamentaba haber abandonado el circuito principal, el tratar de evitar a los otros clientes que estaban dando sus paseos o haciendo sus rutinas de ejercicios en esos momentos, todo por la maldita distancia de seguridad y de sentirse demasiado observada y valorada físicamente por los varones con que pudiera cruzarse.

Lo que no lamentaba era haber demandado que no maltratase al perro, eso no, aunque fuera la excusa de iniciar el asalto para ese maduro dominicano.

La oscura polla, no tango como la piel de su rostro, castigada por la edad y la exposición solar, asomaba a ratos, brillante y húmeda, por entre los dedos de las semi inmovilizadas manos de Silvia, que luchaba con sus pensamientos para centrarse en movérsela lo más rápido posible para que cuanto antes se corriera y terminar con todo eso.

Pero, incluso mientras lo pajeaba, sabía que él no se conformaría con eso, aunque tenía sus esperanzas puestas en que, tras una descarga, se agotaría su testosterona y la dejaría tranquila.

No era su día.

Cuando creía que, a lo mejor, se conformaría con la paja, él apoyó su callosa mano sobre las suyas y detuvo el movimiento, obligándola a liberar su engrosado trozo de carne caliente y la sonrió de una forma perversa.

  • A la doña la gustan mucho los perros, ¿verdad?. Pues vas a ser mi perra.

La giró, poniéndola el rostro contra el suelo y la alzó, agarrándola por la cadera, hasta lograr que adoptase una postura de a cuatro patas, con sus codos apoyados contra el suelo y las manos atadas frente a sus ojos, mientras sus rodillas quedaban ligeramente separadas en una postura incómoda al verse obligada a mantener los pies hacia dentro al tener los pantalones cortos impidiendo que se orientasen en la misma línea que el resto de sus piernas.

El dominicano apoyó la gorda punta de su polla contra el ano de Silvia, apretando poco a poco, lentamente, forzando su agujero pese a que ella se negaba a relajarlo, concentrada en impedir que ese hombre violase su culo y rogando por una milagrosa escapatoria.

Por un momento se imaginó que su esposo se había despertado y salido en su busca, que la encontraba en el último momento, guiada por el perro al que antes había acariciado, justito antes de que el salvaje dominicano quebrara su resistencia, al más puro estilo de la aparición de la caballería en las películas de indios y vaqueros que tanto gustaban a su recién estrenado marido.

Pero no era una película.

No habría final feliz.

El cabrón la doblegó, la venció de la forma más humillante posible. Hizo que ella misma le abriese el camino.

  • O te abres para mí –escupió, amenazante, agarrándola de la cabellera y obligándola a alzar el rostro del suelo hasta el despejado cielo, sólo cubierto por la oscura sombra que proyectaba sobre ella el propio hombre- o te rajo y no te vuelven a ver, sucia perra. No tengo tiempo para tus estupideces, golfa.

Algo en el tono de su voz, tan frío que congeló su sangre pese al calor que ya hacía, acabó con su fantasía.

Relajó el esfínter como su agresor la exigió y empezó a notar cómo su engrosada verga perforaba su culo, abriéndose paso con fuerza a través de su ano, llenándola palmo a palmo, haciéndola gritar de dolor, aunque sin que se escuchase apenas por las bragas que tenía dentro de la boca, y provocando que unas gruesas lágrimas resbalasen desde sus ojos, enrojecidos.

No era la primera vez que se lo hacían, pero siempre había sido con cuidado y un ritmo que se acomodaba a ella.

Esta vez era al revés.

Sentía arder su culo, un tremendo escozor acompañaba la perforación anal, la violación a la que la estaba sometiendo.

El dominicano bombeaba dentro de ella con su verga mulata, llenando a golpes duros y secos el interior de su culo, haciendo un extraño sonido al impactar sus huevos contra Silvia, que aguantaba como podía las embestidas.

Su anterior esperanza de que se agotase tras unos instantes desapareció al ritmo de la salvaje penetración, sintiendo cómo entraba y salía su polla sin parar y sin piedad de su escocido  y dilatado ano.

Cada entrada y salida de ese trozo de carne iba precedido de desprecios e insultos, de tirones de cabello y tortazos contra su culo, de escupitajos que unas veces la alcanzaban la cara y otras caían por su espalda o en su despeinada melena.

Las bragas dentro de su boca se resbalaban hacia su garganta y ella no podía concentrarse en otra cosa que no fuese usar su lengua para evitar que la ahogasen, hasta que el siguiente empujón de su violador volvía a hacer que se desplazasen de nuevo hacia atrás y empezaba de nuevo la lucha de su lengua por evitar el ahogamiento, a la vez que, de una forma absurda, se sentía avergonzada por las babas que se escurrían de entre sus labios y mojaban su mentón.

El escozor se tornaba fuego a ratos.

No por el calor que emanaba la polla del dominicano, no por eso, era por otra razón, pero se veía incapaz de centrarse en eso.

En un instante extraño se contempló a sí misma desde fuera, en una alucinación mental, y se vio, dejándose la piel contra el suelo de ese entorno paradisíaco, con los codos y las rodillas ensangrentados como su golpeada nariz, que volvía a doler y la palpitar, luchando por llevar aire a sus pulmones a una velocidad suficiente, a la vez que su braga se oponía a ratos por la inercia del movimiento de su cuerpo al ser penetrado por la hinchada polla de su violador.

El dominicano no frenaba, bombeaba sin parar, con energía furiosa, llenando su culo con su gruesa y caliente verga mulata, haciendo que dilatase a la fuerza, acomodando el espacio de su culo a la polla que lo perforaba.

Lo único que podía hacer Silvia era resistir.

Perdió la cuenta de las veces que la insultó o que llamó cornudo a su esposo.

Estaba suplicando mentalmente que terminase, cuando sucedió.

Se corrió.

Empezó a temblar todo él, aferrándose con ambas manos a sus caderas, soltando chorro tras chorro de esperma dentro de su culo, lanzando un largo gemido de placer a la vez que su verga, quieta a lo largo pero no a lo ancho, pues no dejaba de agitarse convulsamente para facilitar la salida del semen, se vaciaba y la llenaba de ese espeso líquido grumoso y caliente.

Casi sintió alivio cuando la llenó, cuando soltó hasta la última gota de su descarga dentro de su culo, en el culmen de la violación anal a la que la había sometido.

Casi.

Hasta que empezó a imaginar lo que podría pasar ahora.

Sintió un renovado pánico mientras su asaltante dominicano sacaba lentamente su polla mulata de su culo, dejando un reguero de semen en su ruta para salir de su culo.

Pero no se atrevió a moverse, temiendo que cualquier cosa que hiciese pudiera ser empleada como una excusa por su cruel asaltante.

Escuchó cómo se ajustaba los pantalones, victorioso tras llenar con su semilla el forzado ano de la española, que se dio cuenta de que estaba temblando y apenas lograba mantenerse en la humillante posición a la que la había conducido toda la situación.

Ni siquiera hubiera podido defenderse en su estado de shock cuando notó el instrumento que su violador había usado para amenazarla, apoyándose contra su espalda, en la base donde su columna se unía a su pelvis ósea.

Pese al calor que ya empezaba a notarse en ese lugar paradisíaco del mundo y a que sabía que era un artilugio viejo y desgastado, cuando el maduro dominicano lo colocó sobre ella, notó una sensación increíblemente heladora.

Estaba completamente a su merced.

La iba a… a… rajar… o algo peor… y no podía hacer nada, estaba abrumada de tal manera que su bloqueo era total.

Notó, sin verlo, sin atreverse siquiera a girar la cabeza y suplicar con su mirada, cómo movía su improvisada arma metálica y cambiaba de recorrer ese tramo de su espalda y culo por el lado plano a apoyar la punta, marcando un punto sobre su piel, señalando el sitio.

Se despegó el frío instrumento de su cuerpo.

Silvia supo, sin lugar a dudas, que estaba alzando el brazo para descargar el golpe fatal, pero fue incapaz de hacer otra cosa que llorar en silencio, maldiciendo su suerte en esa brillante madrugada.

Dejó de importarla la tremenda sensación de fuego que la abrasaba por dentro el culo, de notar cómo resbalaban algunas gotas del semen de su violador por entre su aún dilatado ano, de luchar por expulsar definitivamente su braga del interior de su boca, puesto que al cesar las embestidas ya su lengua estaba ganando la batalla y logrando sacar fuera de su cavidad la prenda intrusa, y dejó de pensar en nada más, sólo esperando… esperando…

Un grito resonó.

Silvia cerró los ojos con fuerza.

Algo chocó contra ella y la empujó al suelo, derrumbándose.

Escuchó pasos acelerados y un roce de tela.

Nada más.

Por fin se atrevió a abrir los ojos, tras lo que a ella le pareció una eternidad, pero que se dio cuenta rápidamente que sólo habían sido unos segundos.

El mulato maduro corría con su bolsa cargada del producto de sus robos hacia los matorrales del extremo de la hondonada, sujetando en una mano el metálico objeto que había estado a punto de costar muy caro a la española.

Quien le había hecho escapar se acercaba a la carrera, pronunciando palabras que ella era incapaz de entender, aún conmocionada y sintiendo una especie de taponamiento en los oídos producto de la sangre que se agolpaba sonando como una batería de tambores.

Intentó girarse, deseando agradecer su salvación, a la vez que escupía los empapados restos de sus bragas fuera de la cavidad bucal, pero su misterioso benefactor tenía otros planes.

Antes de poder mirar a quien creía su salvador, la agarraron de los tobillos para tirar de ella y arrastrarla unos metros hasta dejarla tras el granado, de forma que ya no quedaba tan a la vista como unos minutos antes.

En un intento de impedirlo, Silvia intentó agarrarse con las manos a una raíz que sobresalía, pero sólo logró arañárselas, además de que al seguir teniéndolas atadas por las muñecas apenas podía hacer fuerza.

El hombre, porque era obvio que debía ser un hombre tanto por la fuerza que había empleado para moverla con tanta facilidad, como por la textura de sus manos, como porque no creía que de otra forma hubiera podido espantar al dominicano maduro, la levantó el top hasta taparla la cabeza y sólo entonces la dio la vuelta, posicionándola boca arriba.

Le veía como una sombra de contornos definidos cuando se puso sobre ella.

Sintió su piel contra la suya, era obvio que iba descamisado, y empezó a agarrarla con fuerza las tetas, sobándoselas y mordiéndolas a ratos.

  • No, por favor, no –suplicó con un hilo de voz, con la garganta reseca por el esfuerzo de expulsar sus bragas del interior de su boca.

Pero su salvador no era tal, eso quedó claro.

Pretendía aprovecharse de ella, que había pasado del fuego a la sartén, como solía decirse… ¿o era al revés?.

El siguió con su diestra presionando y amasando con dureza sus tetas, más la izquierda que la derecha por la posición, y lanzaba una especie de gemidos que bien hubieran podido parecer jadeos como de animal, a la vez que iba mordiéndola los pechos, especialmente los pezones.

  • ¡Noooo!... me haces daño… noooo… paaaaara… por favooor… noooo… stoooop… noooo… -pedía, entre sollozos, a través del filtro que suponía la tela de su top sobre su cabeza.

Pero él no se detenía, y llevó su zurda hasta la entrepierna de Silvia, que, descubrió con extrañeza, estaba lo suficientemente húmeda como para que su segundo asaltante pudiera meter con facilidad un dedo directamente en su interior y casi dos, pero eran demasiado gruesos, morcillosos, para poder pasar así a la primera, con lo que fue sólo uno el agraciado con penetrar en el interior del sexo de la española, que sintió una doble humillación tanto por el nuevo asalto como porque descubrió que esa humedad debía de ser producto de una excitación completamente involuntaria, exclusivamente física, pero excitación al fin y al cabo, producto de la violación anal sufrida con el maduro dominicano.

Sabía que no tendría que sentirse culpable porque su cuerpo hubiera reaccionado así, que era algo totalmente incontrolable, pero, pese a ello, una sensación de intensa culpa se asentó en su mente.

Y se magnificó cuando, al poco, la mano que su falso salvador estaba usando para masturbarla, lograba meter un segundo y, después, un tercer dedo muy dentro de su coño.

Se sentía una mierda y, a la vez, no lograba evitar que la excitación fuese creciendo en su interior por culpa de la habilidosa mano de su segundo asaltante, que estimulaba su clítoris de una forma extrema y lograba mojarla de tal forma que podía meter tres dedos gruesos sin problemas dentro de su vagina.

Sus pezones también estaban reaccionando al maltrato de la boca del nuevo agresor, endureciéndose y creciendo ante cada mordisco y cada lengüetazo y cada pellizco.

Siguió suplicando que se detuviera, pero sabía que era inútil y, sobre todo, tenía que luchar para ahogar los gemidos que luchaban por escapar de su garganta entre medias.

La mano que había estado castigando sus tetas descendió, y, con un sonido inconfundible pese a las circunstancias, Silvia supo, sin lugar a dudas, que bajaba el pantalón de su nuevo asaltante, más grande y pesado que el dominicano, estaba claro.

Notó el inconfundible roce de una excitada polla contra su muslo.

La notó tremendamente hinchada y caliente, palpitando con vida propia y ascendiendo por propia voluntad, antes incluso de que la ayudase con la mano que abandonó la masturbación del coño de la española para sujetarla y apuntar directamente al agujero dilatado que se abría ante su gruesa presencia.

Se tuvo que morder los labios para no gritar cuando el hombre apretó hasta clavar, de un primer golpe, más de la mitad de su hinchada polla.

Su dilatada y humedecida vagina se amoldó al intruso como si de un guante se tratase.

Ella no quería, pero su excitado sexo obedecía exclusivamente impulsos primarios.

Un segundo empujón y la llenó por completo, aunque pudo darse cuenta de que una parte no le entraba, era bastante más larga que la de su primer violador, el maduro mulato dominicano.

También era más gruesa, aunque no era un problema para ella, estaba tan caliente por dentro que su humedad, combinada con los propios fluidos que ya iba soltando la nueva verga desde la punta, hacía que se deslizase sin contratiempos, llenándola con un movimiento lento pero constante.

Los primeros momentos fueron casi como hacer el amor, si no fuera porque ella no deseaba esa situación.

Movía su polla lenta y profundamente, con movimientos acompasados y acariciando a ratos su concha por el exterior, y sin dejar de lamer y mordisquear sus pechos.

La parte consciente de su mente, la Silvia pensante, la mujer recién casada, luchaba contra los bajos instintos, contra el placer que la hacían sentir sus hormonas liberadas y sus terminaciones nerviosas y que luchaban por escapar en forma de gemidos animales de su garganta además de la reacción de sus pezones o de la propia humedad y caliente excitación tanto de su vagina como del exterior de su coño, absolutamente inflamado.

  • Nooo… noooo… -seguía diciendo, cada vez más bajo y más espaciadamente, y sin poder evitar algún ligero gemido- paaara… por fa…. ufff… Nooo… por faaavor… por… estoy casada… ufff… noooo… paaaaraaaa… porfaaaa… ufff… noooo…

El hombre no se detenía.

Ignoraba sus súplicas.

Sólo respondía a sus instintos y a las reacciones no deseadas del cuerpo de la mujer.

Y cada vez bombeaba con más fuerza, más excitado, más salvaje.

La subió un poco más el top y dejó su boca al descubierto.

La penetración era cada vez más profunda, más intensa, más violenta, pero su vagina se adaptaba y parecía pedir más, fusionándose con esa polla gruesa y caliente, que palpitaba y se movía perforando una y otra vez el sexo de la española, más empapado, tremendamente empapado, de lo que ella jamás podría aceptar, de lo que su mente consciente era capaz de asimilar mientras la violaban por segunda vez esa madrugada, esta vez su vagina.

Ella abrió la boca sólo un poco, lo justito para que él posase sus labios sobre los de ella y, tras una breve lucha, metiera su lengua profundamente en la boca de Silvia.

El segundo violador tenía una lengua gruesa, juguetona, que recorrió el interior de la cavidad bucal de la española como si fueran sus propios dominios.

No supo por qué lo hizo, pero en vez de mordérsela, le dejó hacer y hasta, en un cierto momento, casi disfrutó del intercambio de saliva y devolvió el profundo beso.

Bueno, en realidad sí lo sabía.

Estaba excitada.

No debería, pero la sucedía.

Se sentía una auténtica mierda.

O debería sentirse así.

Pero una parte de ella lo que pensaba era que no era una violación, sino que era ponerle los cuernos a su marido, unos cuernos de campeonato.

Y esa parte gozaba con esa segunda penetración, disfrutaba sintiendo esa polla caliente moverse adelante y atrás, llenándola una y otra vez, palpitando y acomodándose a lo más profundo de su sexo, que reaccionaba sin pudor lubricando el camino de ese trozo de carne invasor, calentándose también de una forma que debería ser reservada en exclusiva para el pene del hombre con quien se había comprometido.

Pero era incapaz de refrenar esa oscura parte animal.

Y los gemidos iban creciendo, brotando de su garganta, escapándose de sus labios cuando éste segundo asaltante los abandonaba para volver a lamerla el cuello o morderla los crecidos pezones.

El ritmo de las embestidas era cada vez mayor, golpes más intensos y profundos, más cortos y rápidos.

Ella sabía lo que iba a pasar, pero no podía detenerle y, una parte en su interior, tampoco deseaba hacerlo, pedía, no, exigía, sentirse inundada por su esperma, que la llenase con su semilla, que la… la…

Puso sus dos grandes manos en torno al cuello de Silvia y empezó a apretar a la vez que el ritmo de la violación crecía sin parar.

La asfixiaba, se sentía desfallecer, y, a la vez, la excitación no paraba de crecer en su coño.

Podía sentir con total y absoluta nitidez cada movimiento de esa gruesa polla dentro de su vagina, cómo la recorría, hinchada y caliente, cómo la punta chocaba contra el fondo y cómo todo ese tronco de carne vibraba con una nueva energía, como una pulsación que iba de un extremo a otro, todo a lo largo de ese miembro viril que la estaba forzando y, a la vez, de una forma no deseada, excitando al máximo.

Casi se desmayó por la falta de oxígeno, mientras pataleaba e intentaba golpearle con las manos atadas por otra parte automática de ella que no era la misma que gozaba como un animal, al notar la primera oleada de esperma llenándola.

Con la segunda oleada de semen, relajó la presión sobre su cuello, dejándola respirar de forma entrecortada por la boca, ansiando como nunca antes el aire que la rodeaba.

Una y otra vez siguió saliendo el espeso fluido masculino, llenándola en lo más profundo, vaciándose por completo.

  • Puta –fue lo último que escuchó, con un extraño acento, antes de desmayarse por el golpe que recibió en la cabeza.

Se despertó en la enfermería del hotel.

Su esposo estaba a su lado, sosteniéndola la mano, con el rostro preocupado y unos ojos enrojecidos que la hicieron pensar que había estado llorando.

Eso la hizo sentir una extraña ternura por él.

Justo antes de empezar a sentir los dolores por la mitad del cuerpo.

Él la sonrió y apretó un poco su mano, antes de acariciarla el cabello y su rostro.

  • Quieta, cariño. Ya estás a salvo –la tranquilizó-. Todo ha pasado. Tienes algunas heridas y un desgarro, pero está todo bien, ¿vale?. Te han puesto un antibiótico para lo de atrás –dijo, sin querer ser concreto, quizás con miedo a que ella se derrumbase si mencionaba por su nombre lo que la había pasado- y te han limpiado. Me han dado una pastilla para cuando te despertases, por si… por si… ya sabes…

  • ¿Qué?... -intentó hablar, pero sentía los labios hinchados, la lengua espesa y la garganta seca.

  • No tienes coronavirus –la aseguró, cambiando de tema-. Y fue una suerte que Christopher pudiera hacer escapar al bestia que te hizo esto. Si hubiera sido yo… -terminó, apretando el puño con rabia.

Entonces le vio, de pie, al fondo, al alemán con su esposa, mirándola con un brillo peculiar en los ojos y una media sonrisa en los labios al cruzarse sus miradas.

Y lo supo.


Nota: éste relato es ficticio y se lo dedico a mi Musa y también a la autora de otro Paraíso .