Casos sin titulares VIII: violada en la autopista.

Nuevo caso para el Doctor: una enfermera sufre un pinchazo en la autopista y un grupo de gitanos se aprovechan de ella en una noche de terror.

La crisis del coronavirus chino tiene sus héroes, pero también muestra el lado oscuro de algunas personas.

Esta vez, el Doctor debe tratar el caso de una atractiva enfermera, morena de ojos color miel, que ha sufrido la desgracia de encontrarse con éste lado oscuro.

Violada en un área de descanso de la autopista.

No había encontrado un sitio donde pasar la noche, así que tuvo que volver a la casa que sus abuelos tenían al otro lado del túnel.

Era un fastidio.

Tener que recorrer casi 100 kilómetros para poder dormir unas horas y luego volver corriendo para otro turno de tarde que volvería a alargarse como hoy, que salió del hospital casi una hora después de la medianoche.

Ya sólo faltaban 10 kilómetros para el desvío y era una suerte, porque estaba quedándose dormida pese a llevar la radio puesta y… ¡PUM!.

El coche empezó a cabecear y el pulso de Rosa se disparó por la adrenalina que la inundó de repente.

Se despertó de golpe mientras intentaba compensar con el volante la trayectoria.

El coche tiraba hacia un lado y ella buscaba equilibrarlo como loca y, a la vez, sus ojos registraban cómo sus cosas salían disparadas del asiento de al lado en todas direcciones y una parte de su cerebro pensaba en que no debería de haber llevado el bolso abierto.

Se iba a salir de la carretera.

Primero iba al centro de la autopista para luego girar completamente y terminar saliéndose por el borde de la derecha.

El coche pegó un brinco al pasar el arcén.

Por un momento pensó que se iba a estrellar, pero se abrió un hueco frente a ella y aceleró en un acto reflejo.

Logró detener el coche.

En el interior, todo estaba esparcido.

No encontraba nada.

No veía su móvil ni la mitad de las cosas.

Logró abrir la guantera y encontró la linterna que su padre la compró para llevar siempre en el coche y que a ella le había parecido una tontería teniendo el móvil.

Pero ahora no sabía dónde estaba el dichoso aparato.

Todo el día a su lado y, cuando más lo necesitaba, había desaparecido, tirado en alguna parte del suelo del vehículo.

Salió afuera, dolorida y asustada todavía por lo que había pasado.

Lo vio enseguida.

Había pinchado.

¡Mierda!.

Era noche cerrada, no había farolas y no tenía ni idea de cambiar una rueda.

Lo único positivo era que había terminado en un área lateral de descanso y que, en algún punto del coche, debía de estar su teléfono y la documentación del seguro para llamar a la grúa.

¡Menuda putada y, encima, a esas horas!.

Por un momento pensó en llamar a su móvil para localizarlo, pero luego se dio cuenta de lo estúpida que era esa idea porque no tenía ningún otro teléfono con el que poder hacerlo.

Un primer vistazo rápido no lo localizó, pero sí la mitad de su dinero tirado por el fondo del coche, a donde había salido disparado por llevar el bolso y el monedero abiertos.

Estaba tan cerca del peaje que antes del accidente lo dejó abierto para poder sacar el dinero para la máquina automática cuando llegase y no tener que estar perdiendo el tiempo allí, con el frío que hacía fuera a esas horas.

El frío la alcanzó entonces.

No lo había pensado antes por la energía extra que la adrenalina le proporcionara, pero ahora que ya estaba pasando todo, se estaba relajando y su cuerpo empezaba a notar el frío alrededor.

Busco su abrigo en el asiento de atrás y se lo puso.

Seguía sin ver su móvil.

Bueno, buscaría primero la documentación y la tarjeta del seguro entre medias de todo lo que había salido disparado por el interior del habitáculo.

Estaba dentro, agachada entre los asientos de atrás, cuando un haz de luz barrió el coche y escuchó el sonido de un motor acercándose.

Levantó la cabeza para mirar, pero los faros del vehículo que se estaba desviando al área de servicio justo la daban de frente y no podía ver nada.

Paró junto a su coche, por el lado de la izquierda, entre medias de ella y la autopista.

Era una furgoneta grande, blanca, con una puerta corredera en el lateral que daba justo a su coche.

  • ¿Qué pasó?. ¿Te podemos ayudar en algo, paya? –preguntó uno de los gitanos, porque no necesitó más luz para reconocer su forma característica de hablar.

  • No, gracias –respondió automáticamente, guiada por un instinto de alerta que se había vuelto a disparar dentro de ella, haciendo que, de nuevo, se olvidase también del frío y se pusiera alerta.

  • Has pinchado –no fue una pregunta, era una afirmación.

  • Te ayudamos a cambiarla, paya –se ofreció otro gitano, que salió de la parte de atrás cuando se abrió la puerta deslizante.

  • No, no, de verdad, no hace falta –insistió ella, poniéndose con la espalda pegada al coche y acercándose muy despacio a la puerta abierta del conductor, cada vez más nerviosa.

  • Vengaaa, Kichi, ayudaaa a la paaaya… -alargó innecesariamente las palabras un cuarto gitano que iba también dentro de la furgoneta, de cintura gruesa.

  • Te pongo en marcha en un flas –dijo el que ya se había bajado, el Kichi, acercándose al maletero.

  • No, de verdad que no hace falta –siguió Rosa, aunque cada vez veía más complicado salir rápido de la situación, pero al menos no intentaba meterse en el coche y eso la hizo respirar un poco más tranquila.

  • ¡Joder! –se escuchó apenas unos segundos después de que se abriera el maletero.

  • ¿Qué? –preguntaron varias voces a la vez, incluyendo la propia Rosa, gobernada por la inercia del momento-. ¿Qué pasaaa, Kichi? –añadió el gordo, a la vez que se bajaba y hacía temblar la furgoneta con su peso.

  • Qué jodida paya. Esto es un kit, no una rueda –se escuchaba al gitano mientras removía el interior del maletero.

  • No jodaaas –decía el grandote y obeso segundo gitano de la parte de atrás, ya a mitad de camino de la parte posterior del vehículo de Rosa.

  • Ya, ya, es verdad –confirmó ella, que recordó de repente que ella eligió precisamente ese sistema porque le ahorró 200 euros en el precio del coche.

  • Joder, tía, eso y no llevar ruedas es lo mismo –afirmó el del asiento del copiloto, sacando la cabeza.

  • Eres un lince, Picaculos –aseguró otro gitano que apareció dando la vuelta a la furgoneta por delante, seguramente el conductor, un tío bajo de brazos gruesos y, luego, añadió, silbando-. Pero para culo el de la payita. Jooooder…

  • Por favor, de verdad que no necesito nada –repitió ella, sintiéndose rodeada y sin saber ya a dónde mirar.

  • Pues yo sí, mi niña –dijo el de los brazos gruesos, avanzando y cogiéndola del brazo-. Venga, paya, dame un besito.

  • Déjame en paz –respondió Rosa, tratando de separarse.

  • Vamos, paya, dale un besito al Gallote, no seas estrecha –animaba desde la ventanilla el cuarto gitano.

  • Vengaaaa, un besito vaaamos –dijo el grandote de barriga abultada, justo detrás de ella.

  • Bueno, bueno… pero suéltame –cesó ella de intentar desprenderse de su agarre.

  • Vale, paya. A ver ese besito –dijo, soltándola.

Rosa le dio un beso rápido en la boca, deseando terminar de una vez con esa pesadilla, pero la cosa no había hecho más que empezar.

Gallote volvió a agarrarla del brazo y la atrajo aún más hacia él, mientras el más grande la empujaba con su barriga y la apretujaba entre los dos.

  • Eso es un beso de niñas, payita. Yo quiero de verdad.

  • Vale, vale. Pero sólo uno –consintió ella.

Esta vez, Rosa dejó que el musculoso gitano la metiera la lengua dentro de la boca en un beso largo y profundo, mientras con la mano libre la sobaba el pecho por encima de la ropa.

El beso terminó por fin, llenándola de sus babas y de una sensación de asco que, de no haber sido de noche y con una luz casi nula, se habría podido ver en su rostro.

  • ¿Ves, payita?. Sabía que te gustaba –felicitó Gallote.

  • ¿Y yo?. ¿Te caigo bien yo? –dijo Picaculos desde la ventanilla.

  • Seguro que le caemos todos muy bien –afirmó sin preguntar Gallote, haciéndola girar y enfrentarse a los dos gitanos que habían bajado antes, sujetándola por detrás-. Te presento al Machaca.

El más grande de los gitanos estaba pegadísimo a ella, ahora de frente, con su enorme barriga rozándola.

  • Bésale –la susurró al oído Gallote.

Mientras la sujetaba por detrás, Machaca se inclinó sobre ella y hundió los dedos en sus caderas a la vez que la besaba con rudeza.

Su lengua era tan gruesa como su abdomen y tan torpe que el beso apenas duró, aunque la hizo sentir igualmente ultrajada.

  • Me toca –anunció Kichi, adelantándose en cuanto se apartó el Machaca y la besó con una energía nerviosa, a la vez que sus dos manos la sobaban de arriba abajo, tocándola por encima de la ropa con una ansiedad mal disimulada.

La lengua del Kichi culebreaba dentro de la boca de Rosa, casi como si intentase robarla los empastes.

En ese tiempo, el cuarto de los gitanos se bajó de la furgoneta y se acercó a ella, ocupando el puesto en su boca apenas un segundo después de que terminase el Kichi.

Picaculos hizo honor a su nombre y una de sus manos se metió bajo el pantalón de Rosa y empezó a estrujarla el culo.

Cuando terminó de besarla y se separaron, Picaculos llevaba su tanga en la mano.

Se lo había roto y sacado de un tirón mientras la besaba.

Rosa notaba ahora el escozor en su entrepierna por ello y por el roce de las costuras del vaquero.

  • ¿Y bien, qué tal besa la paya? –preguntó Gallote, sin soltarla.

  • Yo creo que no la gustamos –dijo Kichi.

  • Sí, es una racista de mierda –se pronunció Picaculos.

  • Besaaaa bien creo –ayudó Machaca, antes de recibir una colleja de los otros dos.

  • No, no, eso no es verdad –gimoteó Rosa, implorante-. Por favor, he hecho lo que me habéis dicho, dejadme en paz, por favor…

  • ¿Eso es que te gustamos, paya? –susurró Gallote a su espalda, apretando más el cierre de sus manazas.

  • Sí, sí, sí… pero dejadme ya, por favor…

  • Demuéstralo con un beso de los ricos. Profundo como os gusta a las payitas –dijo como una orden Gallote.

  • Vale, vale –accedió ella, dispuesta a que volvieran a besarla si con eso se iban y la dejaban en paz.

Antes de darse cuenta de lo que querían, el Gallote la puso la rodilla contra la espalda y, con la ayuda de esos brazos como columnas, la obligó a ponerse de rodillas contra el pavimento.

Picaculos se acercó, la separó el abrigo para dejar a la vista su blusa y, de un tirón, la rompió por la mitad, dejando sus tetas al aire.

Estaba en esos días del ciclo y no se había puesto el sujetador porque la molestaba y los gitanos vieron sus senos con una mirada de lobos hambrientos que la puso la carne de gallina.

Empezó a llorar en cuanto vio lo que pretendían.

Picaculos ya se estaba bajando la cremallera mientras la manoseaba una teta con la mano libre.

No veía a los demás, con la visión taponada por ese gitano, pero el ruido de los cinturones era inconfundible, salvo Gallote, que la seguía aferrando.

Con una mano Picaculos se sacó la polla como pudo, porque ya la tenía erecta y le costaba sacarla por la cremallera, mientras no dejaba de magrearla las tetas.

La visión de Rosa se contrajo como si pasase por un embudo.

Se redujo a la cabeza rosada del tronco fálico que tenía frente a ella.

Intentó cerrar la boca, no quería que pasase.

No quería.

Los gitanos sí.

  • Un par de ostias y se la va la tontería a la puta paya –dijo uno, ya no sabía cuál, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera mantener la boca cerrada.

  • Puta niñata.

  • Seguro que es unaaaa tragabolaaaas… jajaja… y no gustaaaa tu colitaaa.. jajaja…

La dieron varias tortas en el rostro y tuvo que abrir la boca.

No querían que se las besase, no les bastaba eso.

Poco a poco, Picaculos fue metiendo su endurecida polla dentro de la boca de Rosa, que luchaba contra el ardor de su labio partido y el escozor en los lados de su cara mientras una primera arcada surgía en su garganta por la forma en que el gitano forzaba su mandíbula y aplastaba su lengua buscando meter su cacho de carne todo lo que podía dentro de la boca de la mujer.

Cuando se dio cuenta de que ella no era capaz de tragarse más, empezó a bombear, aferrándose con las manos a su melena, repartida entre ambas manazas, metiendo y sacando su polla todo lo que podía, impulsándose como un loco y haciéndola babear como nunca en su vida por la posición y lo forzado del acto brutal.

No supo cuánto tiempo tardó en empezar a soltar su leche, sólo fue consciente de los espasmos que recorrían ese pedazo de carne dentro de su boca un instante antes de que brotaran chorros de una lefa espesa y abundante, que inundó cada palmo de su boca y que bajó en un río por su garganta, obligada a mantenerla abierta por lo profundo de la felación.

Tragó como pudo los ríos de esperma que surgían de la punta de la polla del gitano y no se dio ni cuenta de que parte se escurría de su boca y la caía por el cuerpo y que otra parte ascendía y terminaba saliendo por su nariz hasta que el cabronazo se aburrió de ella y sacó su trozo de carne, agitándola en su mano para soltar las últimas gotas sobre su cara, obligándola a cerrar los ojos para que no le entrase el semen en ellos.

Debía de tener un aspecto asqueroso, con los restos de la corrida en forma de gotas esparcidas por la cara, los hilillos que la salían de la nariz y los manchurrones por sus tetas y sobre su ropa.

Pero a los gitanos eso parecía excitarlos aún más.

Ella se sentía una mierda.

Y sólo podía oler la lefa que inundaba su nariz.

Iba a estornudar y que terminase de salir al menos parte de la corrida del Picaculos, cuando sintió apretarse contra sus labios la siguiente polla y supo que si no abría la boca, ellos se la abrirían y que no les importaba cómo conseguirlo.

La siguiente verga era aún más gruesa que la anterior.

Rosa no podía abrir los ojos, cubiertos con las últimas gotas de la corrida del primer gitano, pero se imaginó al que llamaban Machaca, porque notaba su barriga pegarse a su cara conforme la hacía tragarse su polla.

Casi no la entraba.

Pero la llenó la boca y se conformó con eso.

Nunca había podido abrir mucho la boca, así que cada una de esas pollas, cada vez más gruesas eran un auténtico suplicio para ella, que pensaba que la iban a desencajar la mandíbula.

El gordo empujaba con fuerza y bufaba como un animal en celo, forzando el paso por su boca y llenándosela con un trozo grueso de carne hinchada y caliente.

Nunca se había imaginado que una polla pudiese desprender tanto calor.

Era gruesa, palpitante y muy húmeda, empapada por la mezcla de su propia lubricación y los restos del semen del anterior gitano, además de la saliva de Rosa, que no era capaz de dejar de babear en esa difícil situación, con la boca siendo violada por esos gitanos cabrones y sádicos.

Machaca no paraba de bombear.

El recorrido de su tranca era más corto que el del anterior macho, pero era tan tremendamente gruesa que la sensación era cada vez más insoportable para la pobre Rosa, que sufría los embates como podía en esa humillante posición.

El gitano bramaba y chorreaba, soltando gotas de sudor que caían como una lluvia sobre el rostro de la chica, mezcladas con la saliva que debía lanzar con cada sonido animal que emitía por su bocaza.

La polla entraba y salía, un trozo de carne hinchada y caliente que inundaba su boca y la asfixiaba con su tamaño.

Al final, otra serie de espasmos envolvieron la polla y los chorros saltaron desde el extremo del tronco fálico y volvieron a inundar la boca de la pobre sanitaria, que luchaba con el asco y la humillación de la violación y tragaba tan sólo por no ahogarse con la lefa de los gitanos.

Cuando Machaca terminó con ella, una tercera polla entró en la boca de Rosa, más pequeña y manejable, pero con un ímpetu salvaje que la hacía golpearle la garganta una y otra vez con más violencia incluso que el primero de los gitanos.

Una y otra vez la metía y sacaba la polla, llenando su boca y bajando por su garganta de forma que la ahogaba y se sentía asfixiar.

La penetración oral fue tan profunda que estuvo a punto de perder el conocimiento por no poder respirar y apenas se dio cuenta de cuándo empezaron a brotar los chorros de lefa, menos espesa que las anteriores, pero abundante y que la dejó un regusto amargo y sucio.

No podía tenerse en pie cuando terminó el tercero de los gitanos y, por eso, ni se dio cuenta de que Gallote debía de haberla soltado.

Se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero entre todos, la alzaron y terminaron de despojarla de toda la ropa, tendiéndola boca abajo sobre el suelo de la furgoneta.

Entonces sintió cómo un dolor la atravesaba.

Jamás había sentido nada igual.

Chilló y suplicó, pero fue inútil.

La estaban sodomizando.

Una polla la estaba rompiendo el culo, literalmente.

Nunca jamás lo había hecho por allí y uno de esos malditos gitanos la estaba abriendo, rompiéndola en dos, mientras los demás se reían de ella o la pellizcaban por distintas partes del cuerpo.

El dolor era insoportable, notaba como si fuera una hoja de papel que está siendo rasgada una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…

El gitano la montaba como un cerdo, llenándola con su polla y golpeando su culo a tortazo limpio cada dos por tres.

Ella no paraba de chillar.

Él la agarró la boca con ambas manos, separándosela para que no pudiera cerrarla mientras seguía follándola y rompiéndola en canal, con su hinchada polla llenándola el culo y rompiéndola el ano sin piedad.

Otro gitano aprovechó para meterla sus propias bragas dentro de la boca y ahogar sus gritos.

Todo su mundo se volvió un caos en el que la insultaban, escupían, pellizcaban, daban tortas y todo a la vez que una monstruosa serpiente recorría una y otra vez su ano entrando y saliendo para romperla por dentro, llenándola con su hinchada y palpitante masa hasta que terminó y reventó, llenándola con una buena cantidad de esperma.

Cuando descansó, Picaculos sacó su polla flácida del interior del cuerpo destrozado de Rosa, dejándola resbalar y caer al suelo, sucia, humillada y llorando.

Se dio la vuelta, desnuda, apoyada contra la furgoneta y les vio desbalijar su coche, robándola desde las ruedas hasta el dinero y su móvil, que por fin aparecía.

La ignoraron mientras lo hacían, empujándola y tirándola por el suelo para poder llenar la furgoneta, como si no fuese para ellos más que una mierda que estorbaba un poquitín.

Rosa intentó arrastrarse detrás de su coche y ocultarse, pensando que todo había terminado por fin y que se marcharían dejándola allí, desnuda, rota y medio muerta de frío.

Se equivocaba.

  • ¿Dónde crees que vas, puta paya de mierda? –la dijo Gallote, a su lado.

  • Por por favor, dejadme en paz…

  • O sea, ¿que eres una auténtica zorra con esos y ahora te vuelves una estrecha?. Eres una sucia puta guarra, paya de mierda –siguió, ignorando sus súplicas y agarrándola del cabello y arrastrándola de nuevo hasta la furgoneta mientras los otros tres gitanos seguían robando todo lo que podían-. Ahora vas a ver lo que es una polla gitana.

Gallote la alzó y la hizo ponerse al borde del acceso de la puerta corredera de su furgoneta, bajándose el pantalón frente a ella y mostrando la terrorífica erección de su pene.

La atrajo hacia sí con una mano por detrás de la cabeza y la besó en la boca, mordiéndola el labio partido.

Luego la dio un tortazo y la escupió entre los ojos a la vez que se acercaba y apoyaba su endurecido miembro contra la entrada del depilado coño de Rosa.

  • Te gusta así, ¿verdad puta?. Todas las payas sois unas putas, por eso os gusta que os jodan a pelo. ¿Verdad guarra?. Ya te voy a dar yo leche de la buena, puta paya de mierda –la decía mientras ella lloraba, intentando suplicarle que no lo hiciera.

Apuntó su barra de carne al centro de su coño y empezó a clavarla con fuerza, forzando palmo a palmo y sin piedad el interior del sexo de Rosa, a la vez que usaba una mano para apretarla el cuello y con la otra la estrujaba las tetas violentamente.

No paró hasta tener toda su polla dentro de la vagina de la mujer y se deleitó un buen rato con ello, con tenerla profundamente clavada en el interior de Rosa.

  • Eres un pedazo mierda. Una puta tragabolas de mierda. Y deja de llorar como una mocosa, paya de mierda, que sé que estás cachonda perdida de lo puta que eres, zorra de mierda –no dejaba de insultarla, mientras la asfixiaba con una mano convertida en garra y con la otra comenzaba a darla tortas en las tetas según comenzaba a mover las caderas para joderla también por dentro.

Gallote la penetraba despacio, haciendo que cada recorrido de su polla dentro del inflamado coño de Rosa fuera un suplicio en el que notaba cada centímetro de su gruesa verga moverse por su interior y violarla a cámara lenta.

Ella boqueaba, tratando de respirar pese a la angustia y la opresión que le causaba la manaza de su violador en el cuello.

Trató de usar sus manos para detenerlo aunque fuera un segundo, pero la sacudió con tal violencia el cuello que se rindió por miedo a su fuerza física.

Tenía las tetas enrojecidas de los golpes, pellizcos y amasamientos bestiales con que las trataba con su mano libre.

El ritmo iba poco a poco subiendo, pero aún era muy despacio para ella, que no deseaba otra cosa que terminar cuanto antes con esa situación.

El gitano no tenía ninguna prisa.

Disfrutaba violándola y torturándola.

Le gustaba insultarla y atormentarla casi más que follarla. Quería joderla viva de todas las formas que podía.

Entonces apareció Picaculos de nuevo y dijo algo que no entendió.

Pero cuando se subió a la furgoneta y se puso sobre ella, bloqueando su visión y ofreciéndola su polla de nuevo enhiesta, supo lo que pretendía.

No pudo negarse, no podía cerrar la boca ni queriendo con el poco aire que Gallote dejaba pasar con su garra apretando su cuello.

Y mientras uno la violaba el coño, el otro empezó a follarla de nuevo la boca.

Eso pareció excitar al jefe de los gitanos, que comenzó a bombear más rápido, a base de golpes rudos y salvajes, dentro del coño de Rosa.

Picaculos hacía lo mismo con su boca, obligándola a tragarse su tronco fálico una y otra vez.

El suplicio duró una eternidad para Rosa, pero al final los dos descargaron.

Primero fue su boca la que se llenó del semen de Picaculos, menos que la primera vez, pero pese a ello siguió siendo un fluido espeso y de un regusto asqueroso, antes de sacar su polla y lanzar su cabeza contra el suelo de la furgoneta.

Se golpeó porque Gallote ya no la amarraba por el cuello.

Tenía las dos manos en su cintura para impulsarse con más fuerza y que su polla la llenase al máximo, sin que la inercia pudiera hacer que el cuerpo de su víctima se desplazase hacia delante y escapase siquiera un milímetro de su vagina al llenado de su pene.

Y lo hizo.

Reventó dentro de ella.

Llenó con su semilla hasta el último resquicio del sexo de Rosa y siguió soltando chorro tras chorro incluso cuando empezó a sacar su polla.

La sacaron a rastras de la furgoneta y la dejaron tirada en el suelo, junto a lo que quedaba de su coche, desnuda y humillada.

Aún le salía un chorro de esperma del interior de su vagina cuando apareció otra furgoneta, que hizo que se acurrucase hecha un ovillo al otro lado de su coche.

Eran los de mantenimiento de la autopista.

Avisaron a la policía y a una ambulancia.

Pero lo que llevaba roto dentro, tardaría más en curarse.

Anexo: días después de recibir en la consulta a Rosa, llega a mí el informe policial. Los cuatro delincuentes fueron detenidos y dieron positivo por coronavirus. Rosa no. En nuestra próxima consulta se lo diré. Seguro que algo la aliviará.