Casos sin titulares VII: región 13.

Un alumno de intercambio internacional. Una familia y una crisis sanitaria. ¿Qué podría salir mal?.

Nuevo y curioso caso del Doctor, en el que el acto no consentido es extrañamente perturbador.

REGION 13

Había aprendido un español bastante aceptable durante el instituto y, ahora, por fin, tenía la oportunidad de pasar un tiempo en España gracias al programa Erasmus Plus.

James había nacido en Iowa, dentro de una familia católica tradicional, y era el más pequeño de tres hermanos.

Pequeño por edad, pero con una estatura de casi metro ochenta, cabello rubio y ojos azules.

La idea de aprovechar, además, para participar en un programa de intercambio de estudiantes y vivir con una familia española al lado de la Universidad fue un extra para reducir gastos.

Pronto se encontró con que se encontraría en la situación inversa.

Él iba a ser el mayor y tendría algo parecido a tres hermanas pequeñas: Cristina, Sofía y Raquel.

Sofía y Raquel eran mellizas, con quince años recién cumplidos y unos ojos muy característicos.

Sofía era morena y tenía el ojo derecho verdoso y el izquierdo de un tono marrón claro, mientras que Raquel era pelirroja y sus ojos combinaban los mismos colores pero a la inversa.

Cristina, la mayor, iba a cumplir los diecisiete años en unos meses y tenía una cabellera también de un rojo intenso.

Las tres tenían una piel blanca, casi lechosa, plagada de pecas.

Y las tres enseguida empezaron a interesarse por él, por ayudarle a acomodarse y sentirse como en casa.

El padre, Esteban, estaba a punto de cumplir los cincuenta y tenía ya bastantes canas entre medias de su pelo corto y oscuro. Era un hombre serio, empresario y también el origen de esas combinaciones de cabellos entre sus hijas, puesto que su propia madre era pelirroja.

La madre, Inmaculada, era una mujer rubia de ojos verdeazulados, que a sus cuarenta años trabajaba en una agencia de viajes.

Le acomodaron en el cuarto del hijo, que a su vez había viajado hasta Estados Unidos para perfeccionar su inglés en su primer año de Universidad.

La cama le iba justa, pero aparte de eso, el sitio estaba muy bien y desde la ventana se podía ver un parque.

En el cuarto de enfrente, al otro lado del pasillo, estaban las mellizas, Raquel y Sofía, peleándose a ratos, medio en broma unas veces y medio en serio otras.

El contiguo lo ocupaba Cristina, la única de las hijas con habitación propia.

Luego estaba el dormitorio de los padres.

La tecnología, su presencia limitada, era lo que más llamaba la atención.

Sólo había un ordenador, en el despacho del padre, que únicamente podían usar con clave parental y un número limitado de horas al día.

Los teléfonos móviles de las chicas eran eso, teléfonos y nada más, sin acceso a internet, para evitar distracciones innecesarias, según sus padres.

Así que, cuando James apareció con su móvil de última generación, su tablet y el ordenador portátil que se había comprado con lo que sacó en trabajos de verano, enseguida revolucionó el ambiente.

  • Te pido por favor que tengas controlado todo eso –le dijo Esteban al enterarse, señalando con gestos amplios todo ese material tecnológico-. Pon alguna contraseña o lo que sea si vas a dejarlo por aquí. No quiero que se metan en ningún sitio raro ni nada, que aún no entienden cómo funciona el mundo y no quiero que pierdan el tiempo con eso… con cosas raras… y… bueno, ya me entiendes. Aún son unas crías.

  • Ok. No se preocupe.

No tardaron ni diez minutos en aparecer las tres adolescentes.

  • ¿Nos dejas la tablet, porfi? –preguntó Sofía, poniendo ojitos y haciendo pucheros.

  • Será sólo un momento –dijo Raquel, arrimándose a él hasta abrazarle, apoyando su cabeza contra su pecho desnudo, puesto que lo habían pillado cambiándose de ropa y sólo llevaba los pantalones.

  • Dejadle respirar, guarrillas –se reía Cristina tras cerrar la puerta y encontrarse a James más rojo que un tomate con sus dos hermanas pegadas al cuerpo.

  • Yo… yo…

  • Veeeeeenga, porfiiii –insistía Sofía, abrazándose también a él y mirándole con ojos suplicantes.

  • Sí, porfiiiii –se sumaba Raquel, que intentaba competir con su hermana por su atención rozándole con su cabellera el mentón.

  • Por-ta-ros bien –pronunció lentamente Cristina, a la vez que agarraba a Sofía del pelo y daba una torta en el culo a Raquel para que se separasen del chaval estadounidense-. Y, ahora, como lo ensayamos.

  • Pooorfi porfiii poorfiii –empezaron a decir las tres a su alrededor, suplicando de rodillas.

  • Vale, vale… -se rindió el chico, mientras la cara le ardía de vergüenza.

  • ¡Te queremos, James! –dijeron al unísono, levantándose con unas sonrisas enormes en las caras y poniéndose de puntillas para besarle en las mejillas.

Antes de darse cuenta se habían marchado con su tablet y el ordenador portátil.

Se quedó allí, con el torso desnudo y pasmado por las tres chiquillas españolas que lo habían embaucado en un instante.

Cuando se lo devolvieron esa noche, se encontró con que casi no tenían batería y le habían creado una sesión propia en cada uno de los aparatos. Su clave: captain . La de ellas no la sabía.

Las semanas y meses fueron pasando, con James integrado en su familia adoptiva y la universidad hasta que se produjo su particular tormenta perfecta .

En marzo Esteban tuvo que salir a un viaje urgente y, unos días después, estallaba la crisis del coronavirus.

Inmaculada, la madre, dio positivo y se tuvo que auto encerrar en su dormitorio, que contaba con lavabo propio, así que a James le tocó encargarse de las tres hermanas, asumiendo el papel de hermano mayor tanto por responsabilidad hacia su familia de acogida como por un cierto temor a que él mismo pudiese ser portador asintomático y llevar la infección a su propia familia si regresaba entonces a Estados Unidos.

A los dos días estaban que se subían por las paredes por no poder salir y como, además, tenían que hacer trabajos por la plataforma on-line de su centro educativo, no le quedó otra que dejarles su ordenador porque usando sólo el del padre no les llegaba.

Esa misma noche se despertó casi a las 3 de la madrugada y encontró a Cristina en el pequeño cuarto que su padre usaba de despacho con la luz apagada y su figura sólo iluminada por la pantalla del ordenador portátil del propio James.

Estaba dormida, con la cabeza apoyada sobre la mesa y los cascos puestos.

Fue a despertarla para que se fuese a dormir a la cama y, al acercarse, descubrió que la pantalla no había entrado en reposo porque estaba pasando un vídeo.

Un vídeo porno.

Entonces se dio cuenta de que se había quedado dormida con la mano metida por dentro del pijama. Se había estado masturbando.

Entonces también se empezó a dar cuenta del olor que llenaba el cuarto, algo en lo que no había pensado antes.

Un olor dulce e intenso.

Emanaba de ella.

Y, de repente, le entró la duda. Duda sobre si debería despertarla. Duda sobre cómo reaccionaría al encontrarla en esa situación tan delicada. Duda de si no sería mejor volver a su cuarto y fingir que no había pasado nada.

Pero tampoco podía hacer eso.

Tenía una responsabilidad con esa familia. Él era ahora el que estaba al cargo hasta que alguno de los padres pudiera estar de nuevo en condiciones de imponer sus normas.

Además, era su ordenador el que estaba usando para ver porno. Y él no se lo había dejado para eso.

No tenía nada que ver con un cierto picorcillo en su propia entrepierna al contemplar lo que pasaba ni que, en parte, también se sentía un poco culpable porque él mismo alguna vez también había consumido porno. No se sentía orgulloso, porque iba en contra de los principios de su familia, pero lo hizo en su momento.

Estaba retrasando la decisión y lo sabía.

Carraspeó casi sin querer.

  • ¿Qué… qué pasa? –dijo Cristina, con voz somnolienta, mientras levantaba la cabeza y sacándose la mano de la entrepierna, viéndose que sólo llevaba bien puesto uno de los cascos y que, por eso, le había oído-. Ah, hola, ¿qué pasa?.

  • Es muy tarde –contestó él, nuevamente asombrado del descaro con el que la adolescente española se comportaba.

  • Ya, ya me voy a la cama. ¿O querías algo más? –dijo con una sonrisa que, con la luz de la pantalla del portátil, le pareció lasciva.

  • No, no –respondió James, que se dio cuenta de que al final era él quien se había puesto colorado en vez de la chica.

  • ¿Te lo dejo… encendido? –ronroneó Cristina, guiñándole un ojo y haciendo un gesto hacia el vídeo que se seguía ejecutando en la pantalla.

  • No –y, con algo más de aplomo- y no quiero que vuelvas a usarlo para esto, para esta cosa, ¿ok?.

  • Joder, tío, no seas carca. Es el siglo XXI y tengo mis derechos. No soy esclava de tu heteropatriarcado.

  • Le prometí a tu padre que no…

  • Pero ahora no está papá, ¿verdad?... –siguió ella, acercándose a él mientras se contoneaba y James retrocedía intentando mantener las distancias, cosa que se notaba que la hacía mucha gracia- y a lo mejor hasta te lo podría… agradecer…

  • ¡No! –levantó la voz sin querer. Ella se reía de él en silencio-. Vete a la cama... por favor.

  • Tú te lo pierdes, cariño… -se despidió ella antes de largarse rumbo a su dormitorio.

Tardó unos minutos en tranquilizarse y apagar su ordenador.

Ya hablaría con Cristina al día siguiente para aclararla que no la iba a volver a dejar el ordenador para esas cosas.

Se volvió a despertar cuando escuchó algo caer en su dormitorio.

Extendió la mano para ver la hora en su móvil.

Casi las 6 de la mañana.

Lo estaba dejando de nuevo sobre la mesilla cuando se dio cuenta de que no estaba solo.

Saltaron sobre él como un torbellino de brazos y pelo.

Él era mucho más grande y fuerte que ellas, pero eran tres y él estaba debajo de las sábanas.

Y lo tenían todo preparado.

Cada una le agarró uno de los brazos cuando los asomó para intentar salir de la cama y, para cuando quiso darse cuenta entre medias de los latigazos que sus melenas le daban en la cara, las tenía sentadas encima de sus brazos, con sus culos a ambos lados de su rostro.

En medio del jaleo la luz fue dada y pudo ver cómo la mayor de las hermanas miraba la escena desde el borde de la cama, mientras Raquel y Sofía le mantenían inmovilizado.

  • ¿Se puede saber…? –intentó hablar y liberarse a un mismo tiempo de la presión que ejercían las adolescentes sobre sus brazos.

  • Shhhh… a callar… -ordenó Cristina, que empezó a desnudarse, mostrando sus pechos pequeños y redondos, con unos pezones que sobresalían y le apuntaban.

No sabía qué hacer. No sabía qué estaba pasando. No podía creer lo que estaba sucediendo.

Cristina empezó a deshacer la cama por abajo, subiendo la manta y las sábanas hacia arriba hasta llegar a la cintura de James.

Le bajó el pantalón del pijama.

La vio inclinarse y sintió su lengua sobre su pene.

  • No, por favor, para Cristina, no sabes lo que haces, para…

  • Que cierres el pico –le contestó Raquel.

  • O te callas o gritamos –se sumó Sofía.

  • Gritamos que nos estás violando –aclaró Raquel, cuando quedó claro que James seguía sin darse cuenta de lo que pasaba.

  • Pero es mentira –argumentó él, mientras notaba cómo su miembro reaccionaba a los lengüetazos de la mayor de las hermanas y empezaba a ponerse duro.

  • Pues no se lo creerá nadie y te vas a la cárcel, tontito –se reía de él  la melliza pelirroja.

Se dio cuenta de que posiblemente tenían razón por todo lo que salía en la prensa y se sintió aún más indefenso y completamente a merced de esas tres brujillas adolescentes.

Cristina seguía a lo suyo, acariciándole con una cierta brusquedad los huevos y la polla a la vez que se la metía en la boca y la chupaba con ansiedad.

El cuerpo del chico reaccionaba de forma automática, puramente hormonal.

Su miembro se iba endureciendo cada vez más y más y notaba cómo se hinchaban sus huevos y cómo los pelos que los recubrían se movían conforme avanzaba la excitación que le provocaba, sin poderlo evitar, lo que hacían la boca y manos de Cristina.

Se sentía a la vez impotente y excitado.

Era una sensación extraña.

Su situación era terriblemente humillante, pese a que la parte más antigua de su cerebro, la de los instintos, le hacía sentir una terrible excitación y oleadas de calor que avanzaban todo a lo largo de su polla, que iba creciendo y se hacía cada vez más gruesa.

Raquel y Sofía se reían como colegialas al ver lo que pasaba y cómo su hermana se tragaba la polla del americano, que ya era tan grande que no la entraba entera en la boca.

Él intentaba levantar la cabeza y ver qué pasaba, pero apenas podía ver nada con el cúmulo de sábanas y manta que había a la altura de su ombligo, sólo apreciaba cómo la cabellera de Cristina subía y bajaba al ritmo en que le comía la polla.

Las mellizas estaban excitándose también.

Y mucho.

Pudo notar cómo sus ropas se mojaban, la parte que estaba en contacto con sus brazos, y surgía de ellas un olor muy característico.

Mientras pensaba en ello, las dos chicas se quedaron también con las tetas al aire.

Eran del tamaño de su hermana mayor, pero con una forma más puntiaguda, y se las encontró encima de sus ojos casi al instante cuando arrimaron sus rostros para besarse en la boca mientras miraban excitadas cómo Cristina se comía el pene de James.

Si no le estuviera pasando a él, le habría resultado una escena tremendamente tórrida y excitante.

Pero le pasaba a él.

Y no quería.

Él no deseaba nada de lo que le estaban haciendo.

Se sentía una marioneta en manos del trío de adolescentes.

Pero a su polla no le importaba. Estaba rendida a las hormonas y luchaba por llenar la boca de la pelirroja, que no paraba de chupársela y de lamerla con un vicio terrible.

Las mellizas seguían besándose en una escena apasionante, a la vez que se tocaban las tetas a un palmo del rostro de su víctima.

Y, cuando tenía la polla al límite, completamente estirada a su máximo de longitud y tan gruesa que debía de estar haciendo que le doliese la mandíbula a Cristina, la mayor de las pelirrojas se la sacó para instruir a sus hermanas.

  • Qué rica la tiene el cabronazo. Tu turno.

Ni corta ni perezosa, Sofía se estiró hacia abajo y se lanzó sobre la polla de James, besándola y metiéndosela como pudo en la boca, mientras Cristina aparecía sobre la cama, ya completamente desnuda y se sentaba sobre la cara del estudiante de intercambio.

  • Te toca devolverme el favor, cabronazo –ordenó, apretando su coño contra la boca del chico.

La verdad es que nunca lo había hecho, pero sacó la lengua y empezó a pasearla por la rajita de la mayor de las pelirrojas, notando casi inmediatamente que tenía la concha completamente empapada y que no tenía ninguna dificultad en descubrir cuál era el agujero que daba paso a la vagina, de lo dilatado que estaba.

Mientras Sofía, tendida sobre él, le chupaba y se tragaba su polla, James luchaba por respirar a la vez que, por primera vez en su vida, le comía el coño a una chica, aunque no fuera precisamente lo que más quería hacer en ése momento, no porque no fueran unas chavalas atractivas sino porque nunca se le había pasado por la cabeza hacer algo así fuera de una relación y mucho menos obligado como le estaba pasando.

El ambiente en su cuarto era cada vez más denso y caluroso, con los cuatro cuerpos en un espacio tan pequeño.

Sofía, la morena de las dos mellizas, se tragaba su tronco de carne con energía, aunque se la notaba mucho menos experta que su hermana mayor, que no dejaba de moverse adelante a atrás, frotándose contra el rostro de James mientras éste se veía obligado a comerle el empapadísimo coño.

Oía, más que veía, que Cristina también estaba aprovechando para darse el lote con Raquel y que, por encima de él, se estaban besando de una forma que daba a entender que no era la primera vez.

Se sentía cada vez más prisionero, agobiado por su indefensión y el tener que comer la concha de una chica forzado por la situación, mientras su entrepierna reaccionaba por su cuenta a las atenciones que le prestaba Sofía lamiendo y tragándose como podía lo máximo del trozo de carne que formaba su pene.

La situación se prolongaba demasiado.

Sentía que pronto reventaría.

Y algo en ellas también debía de saberlo, porque se produjo un intercambio de frases cortas.

La boca de Sofía abandonó la polla tremendamente endurecida de James y se dirigió a sustituir a Raquel para evitar que el universitario lograse desembarazarse de ellas con el brazo momentáneamente libre.

Lo que no se imaginaba el chaval de Iowa era que la otra melliza no iba a usar su boca como habían hecho sus otras dos hermanas.

Le sujetó la polla y la dirigió hacia el centro de su coño, clavándosela profundamente en la vagina.

Pese a que Cristina seguía obligándole a comerle el coño, James notó la resistencia que ofrecía el conducto íntimo de Raquel a la inserción de su pene y, con tremendo asombro, se dio cuenta de que era virgen.

Intentó desembarazarse de las hermanas, luchando de nuevo por liberarse, pero con una de ellas sentada sobre su rostro y apenas dejándole hueco para respirar y la otra sujetándole con su cuerpo para que no sacara el brazo, no fue capaz y se rindió a la evidencia.

Esa sensación líquida que sentía rodear a su polla mientras perforaba en lo más profundo a la otra hermana melliza no eran sólo sus flujos lubricantes y ése calor que sentía envolver a su miembro no era la simple reacción del roce de carne contra carne que se produce en el acto sexual.

La estaba desvirgando.

Y no quería.

Pero no podía evitarlo.

Ella empezó a cabalgarle y sus gemidos inundaron la habitación, incluso por encima del sonido húmedo que producía el coño de Cristina al frotarse contra su rostro y el de su propia lengua al lanzar tímidos lametazos sobre esa concha.

No lo pudo evitar.

Se corrió.

Soltó chorro tras chorro dentro del coño de la pelirroja de las dos mellizas, inundándola con su esperma hasta que le dolieron sus testículos del esfuerzo.

Aún estuvo ella unos segundos con su polla profundamente clavada en su interior, sintiendo cómo se extendía la masa blanca y espesa por el interior de su vagina, y luego se levantó.

Se levantaron las tres.

James no fue capaz ni de moverse.

Las tres adolescentes le miraban, desnudas, desde un lado de la cama, con unas sonrisas casi se hubiera podido decir que dulces.

  • Mañana me toca a mí –le avisó Sofía.

  • Espero que lo hagas mejor que hoy –se rio Cristina de él.

  • Sí, no aguantas nada… qué birria, con lo grande que la tienes y ni quince minutos –confirmó la apreciación de sus dos hermanas Raquel, que se metió un dedo en su rajita  luego se lo chupó con los restos del semen de James mezclados con sus propios jugos y un poco de sangre por la virginidad perdida.

  • Mañana ya puedes limpiar todo esto, que menuda pocilga es tu cama –añadió Cristina, antes de amenazarle-. Y ni se te ocurra decir nada o te denunciaremos. A partir de ahora eres nuestro putón y como digas algo te la cargas.

Sabía que tenían razón.

Se la cargaría.

De una forma o de otra.

Y sabía que volverían al día siguiente.

Y no podía hacer nada por evitarlo.

No se le ocurría el qué.

Lo peor era que también había sido su primera vez.

Y se sintió doblemente humillado, violado y sucio.

Pero no veía salida.

No la veía.

¿O sí la había?.