Casos sin titulares VI: un San Valentín extremo 2.

La segunda fase del fin de semana de San Valentín de Alba es aún más intensa que la primera. Su jefe y su (ex)novio prosiguen con la salvaje venganza y esta vez cuentan con la ayuda de un grupo extra. ¿Logrará aguantar la secretaria ese particular infierno sin perder la cordura?.

El Doctor se asombra con éste nuevo caso, donde cuando todo parecía que no podía empeorar, lo hace, demostrando los más bajos instintos de la especie humana cuando los sentimientos más oscuros nublan la bondad.

UN SAN VALENTIN EXTREMO. SEGUNDA PARTE.

Se despertaba a ratos.

Unas veces sabía dónde estaba, otras no.

No entendía por qué no podía moverse o que, cuando lo hacía, se quedaba balanceándose.

Después lo recordaba.

Recordaba que su novio la había vendido por cinco mil miserables euros.

Que la había vendido al jodido cabrón de su jefe por cinco mil euros.

Eso era lo que ella valía para él, para ese cabronazo de Alberto, su ex.

Porque, obviamente, no iban a seguir juntos después de eso.

Podía perdonarle que se hubiera acostado con Rakel como había insinuado.

Bueno, no. No se lo hubiera perdonado.

Pero no era comparable con haberla engañado para ir a ese balneario-spa, drogarla y ayudar a su jefe a dejarla bien jodida.

A veces intentaba mover los brazos, pero cada vez la costaba más.

Los tenía adormecidos por la falta de riego por la incomodidad de la postura, inmovilizados y alzados.

De cintura para abajo estaba fría.

Congelada no, porque hacía bastante calor en el cuarto.

Pero los restos de agua de cuando la empaparon con la manguera seguían ahí, recordándola esa humillación y que antes la habían montado cuatro perros.

Recordaba a los tres primeros.

Recordaba el orgasmo que había tenido.

Recordaba que la habían hecho sentir algo muy raro. Un poco morboso. Un poco sucio. Un poco excitante. Un poco haciéndola sentir una mierda. Un poco… Demasiados pocos.

No recordaba al cuarto, pero es que recordaba poco de todo lo anterior.

Pero no creía que la hubieran mentido.

Salvo que el cuarto fuera su jefe cuando se pajeó delante de ella mientras la follaban los perros y soltó su esperma sobre su rostro.

No podía saberlo.

Pero dudaba que se hubiera contado a sí mismo como a un perro.

Luego sentía envidia.

Porque sus secuestradores, esos dos hombres que la estaban maltratando y humillando, estarían durmiendo en unas camas mullidas, cómodas y calentitas, mientras ella estaba allí desnuda, tiritando y atada a esa columna.

Luego, siempre, terminaba volviendo a quedarse dormida.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que volvieron y se encendió la luz.

No pudo abrir los ojos al principio.

La luz se los hería.

  • ¿Qué, furcia, lista para seguir?. Espero que descansases tan bien como yo –se mofó Luis, acercándose a ella con un vaso de cacao caliente en la mano.

Se acercó a un palmo, dejando que el olor impregnara el ambiente y que ella no pudiera evitar salivar y recordar que tenía hambre.

Sus tripas rugieron.

Su jefe sonrió con malicia y llamó a Alberto.

  • Es hora del desayuno –dijo antes de soltarla un puñetazo con la mano libre en su ombligo-. Y esto para que te despiertes, zorra.

Entre los dos la descolgaron y la arrastraron hasta ese tubo metálico donde se había despertado el día anterior metida en un baño de chocolate caliente.

Aún estaba llenando el fondo.

La apoyaron contra él y, mientras Alberto retiraba su mordaza, Luis se bajó la cremallera y orinó dentro.

Lo removió con la mano y luego la paseó por el pecho de su secretaria para limpiarse los dedos.

Luego, entre los dos, la alzaron hasta que tuvo la cara a la altura de la masa semi líquida.

  • Traga –ordenó su jefe.

  • No.

  • O tragas o te lo hago tragar, cerda.

  • Obedece. No seas terca –añadió Alberto.

  • Que no. Cerdos –los insultó ella.

Al final tuvo que tragar.

Tragarse esa mezcla fría de la masa del chocolate mezclado con los orines de su jefe y de ella misma, aunque en ese momento no lo recordaba.

La tuvieron con la cabeza metida sin poder respirar hasta que empezó a tragar, entonces la sacaron lo justo para que su nariz asomase y pudiera respirar mientras se llenaba la boca con esa masa viscosa.

Cuando se cansaron de verla comer, la separaron y su jefe fue a llenar un cubo con agua mientras su exnovio la sujetaba para que no intentara nada, si es que se la hubiera pasado por la mente algo entonces.

  • Cerdos… -murmuró Alba.

  • Ohhh, no cariño –se mofó su jefe al volver-. Aquí la única marrana eres tú. Por eso comes como una cerda.

La tiró el cubo sobre el rostro, limpiándola de golpe con el agua fría los restos de chocolate del cuerpo.

  • Cuelga a la puerca –ordenó mirándola con desprecio antes de escupirla a la cara.

Alberto la agarró del pelo y la arrastró de nuevo por el suelo, haciendo que la escociesen el culo y los talones.

La noche anterior no se había dado cuenta por el efecto de lo que la hubiera puesto en el té, pero ahora nada la impedía notar todo lo que sucedía.

Volvió a colgarla.

Esta vez sin el ladrillo.

Luis trajo mientras una mesilla plegable de camping y colocó encima un maletín.

Cuando lo abrió, Alba pudo ver que estaba lleno de objetos de apariencia siniestra y no pudo evitar gritar.

  • ¡No!. ¡No!. ¡Socorro!. ¡Ayuda!.

  • Cierra el pico furcia –respondió a sus gritos su jefe, dándola un tortazo que interrumpió sus gritos-. Y abre esa puta bocaza de mierda.

  • ¡No!. ¡No, por favor!. Alberto, ayúdame, por favor, te lo suplico… -gritó, con lágrimas en los ojos.

  • Que abras la puta boca –repitió con lentitud deliberada su jefe mientras Alberto se acercaba y tiraba de ella, claramente sin intención de ayudarla en lo más mínimo.

  • Por favor. Os lo suplico. No diré nada, de verdad, no diré nada, pero no lo hagáis, por favor… -lloraba.

  • Ya has hablado demasiado, cerda –la sentenció su jefe, mientras la ponía un aro de metal en la boca con ayuda de Alberto, obligándola a mantener así la boca abierta al máximo, produciéndola una molestia en la mandíbula mientras cerraban la correa, a la que iba unido ese aro de metal, alrededor de su cara para evitar que lo pudiera ladear y escupirlo.

Intentó suplicar de nuevo sin éxito, no lograba articular las palabras de forma comprensible ni en voz alta y, encima, se la secaba la boca porque su saliva se iba escurriendo casi más hacia fuera de su boca que adentro.

Mientras su jefe seguía escogiendo en su maletín, su exnovio se movía alrededor suyo y la ataba por la cintura a la columna antes de romper las ligaduras de su piernas y separarla las cansadas extremidades a sendos anclajes, de forma que quedaba sin puntos de apoyo y con las piernas abiertas de tal forma que parecía una Y invertida.

Eso la hizo sentirse aún más vulnerable y expuesta, si es que eso era posible después de lo vivido hasta ahora.

Él escogió una especie de barra alargada y pulso el botón del extremo.

Se escuchó un ligero zumbido, seguido de la sonrisa torcida que ponía cuando se acercó a ella.

  • Di AAAA –la instruyó.

Ella negó con la cabeza, terca.

Aplicó la punta del instrumento contra su teta izquierda y se vio un chispazo.

Una descarga eléctrica la recorrió y no pudo evitar gritar como la había pedido justo antes.

  • ¿Ves cómo es mejor obedecer, puerca?. Te vas a arrepentir de no haber sabido tu lugar antes y dejarme en ridículo ante mi padre –siguió, con una cara cada vez más sádica, justo antes de volver a aplicarla otra descarga, esta vez sobre el ombligo, haciéndola gritar de nuevo y retorcerse lo poco que la dejaban las cuerdas-. Te gusta, ¿verdad, niñata?. Te creías mejor que yo y no eres más que una puta mierda.

Con la tercera descarga su rostro volvió a contraerse mientras gritaba y con los ojos suplicaba una piedad a su exnovio que sabía que no obtendría de su jefe.

Alberto apartó la mirada, aunque parecía que no aprobaba esa tortura y eso dio esperanzas a la chica.

  • ¿Quieres que siga, verdad?. ¿A qué sí, mierdecilla? –preguntó Luis antes de aplicarla otra descarga, esta vez en su culo.

  • AAAAAhhhh

  • Eso es un sí –determinó él, regresando a la mesilla y dejando a un lado esa especie de lanza eléctrica.

Ahora sacó una especie de cruz metálica que en dos de los extremos tenía una especie de pinzas metálicas que colgaban de unas cadenitas cortas.

Apoyó uno de los extremos sobre el manubrio del esternón y la parte opuesta sobre el extremo de la mandíbula de la secretaria, de forma que tenía que mirar ligeramente hacia arriba.

No tuvo que verlo, porque lo notó, cómo agarraba con fuerza sus tetas para pinzar los pezones, primero el de un lado y luego el del otro seno, de forma que le empezaron a doler inmediatamente ambos pezones al quedar tirantes hacia arriba, obligando a sus tetas a quedar también colgando hacia arriba.

  • ¿Te gusta éste juguetito, verdad, perra? –preguntó él, para, acto seguido, aplicar otra pequeña descarga en su costado que la hizo pegar otro gritito-. Ya sabía yo que te iba a encantar –comentó, riéndose y dando por un “sí” el gemido que se había escapado de la boca abierta de Alba.

Siguió rebuscando en el maletín, aunque ella ahora apenas podía ver nada de lo que hacía o escogía por culpa de la posición que tenía que adoptar gracias a ese juguete de metal.

  • Justo lo que andaba buscando… -le oyó murmurar, antes de hablar con el exnovio de su secretaria-. Trae el alargador.

  • Ahora mismo –le respondió.

Ella empezó a temer que fuera para recargar esa especie de lanza eléctrica.

No era así, pero ella aún no lo sabía.

Estuvo esperando un rato que se la hizo eterno, sobre todo por la incomodidad de la postura, aunque se dio cuenta de que si no intentaba moverse o tragar saliva, las molestias en sus pezones y tetas eran menores, así que no tuvo más remedio que dejar que la saliva se fuese escurriendo de su boca, resbalando por su mentón y su cuello.

Por suerte no era demasiado, casi todo fluía hacia su garganta por la propia posición que se veía forzada a adoptar, aunque su propia lengua lo dificultaba.

Al fin enchufaron el aparato.

  • Trae esa banqueta y la cinta americana, para que no se mueva.

  • Ok.

Al poco descubrió que no era ese instrumento lo que iba a tener entre las piernas.

Cuando lo tuvieron fijado a la banqueta que Alba no podía ver, colocaron el aparato entre sus piernas y lo apoyaron contra su coño.

Era algo redondeado.

Como de plástico duro, pero no demasiado.

Y, de pronto, empezó a vibrar.

Era una vibración constante, de la que no podía escapar, y que pronto la empezó a excitar sin que pudiera evitarlo.

No paraba y ella era incapaz de resistirse.

Y cada vez se excitaba más.

Gemía, pero ya no era de dolor, era por otro tipo de descargas. Descargas de placer.

Debió de entender que no era lo que buscaba su jefe.

  • Toma –dijo al exnovio-. Y ya sabes, hay que alternar.

  • Ya, ya…

Con el primer golpe Alba gritó.

Un grito mezcla de sorpresa y dolor.

Apenas había tenido tiempo de verlo por el rabillo del ojo antes de que la alcanzase.

Luego vio aparecer la siguiente cola rumbo a su cuerpo por el lado contrario y gritó de nuevo al notar el contacto del segundo látigo.

Eran látigos que terminaban en algo así como la cola de un caballo.

Sabía que no dejaban marcas profundas, no rompían la piel, pero la iban a dejar el abdomen y los muslos enrojecidos y tremendamente irritados, de eso no tenía ninguna duda.

Siguieron así un buen rato, azotándola el cuerpo por delante, desde las tetas hasta las rodillas, mientras ella se retorcía en una mezcla de dolor y placer.

Dolor por las pinzas en los pezones.

Dolor por la postura del cuello.

Dolor por no poder cerrar la mandíbula.

Dolor por los latigazos.

Placer por el consolador eléctrico que no paraba de calentarla su coño, haciendo que su sexo no pudiera parar de humedecerse y de provocarla una sensación de placer brutal que competía con el dolor que la estaban causando.

Después de un rato se cansaron, agotados del propio uso del látigo, y se fueron a tomar un tentempié mientras ella seguía retorciéndose, pero esta vez ya sólo con una mezcla de placer y dolor suave, el que quedaba por la piel inflamada y enrojecida tras el uso de los látigos contra ella por todas partes y la incomodidad de su forzada postura.

No pudo contenerse.

Al final no logró dominar sus bajos instintos.

La parte más básica de su cerebro dominaba sus sensaciones.

Y explotó.

Tuvo un orgasmo por culpa del dichoso consolador eléctrico que no paraba de funcionar contra su sexo.

Y que no paraba tampoco ni después de empaparlo.

Cuando volvieron y descubrieron lo que había pasado, esperaron a su lado.

La vergüenza era enorme, una humillación terrible, cuando tuvo un segundo orgasmo y se la escapó también el pis sin poderlo evitar.

Se rieron de ella.

  • Menuda guarra. Cómo disfruta –dijo Luis-. Si lo hubiera sabido antes… menuda furcia.

  • Sí –confirmó el exnovio, deseoso de agradar a su pagador.

  • En realidad no te lo mereces, lo sabes, ¿verdad? –pronunció junto a su cabeza-. ¿Verdad, puta? –tiró de su cabellera con fuerza.

  • AAhhhh… -logró decir, que no gritar, porque la sequedad de su garganta lo impedía.

  • Lo sabía –volvió a considerar ese monosílabo como una confirmación de sus propios deseos-. Te traté demasiado bien y por eso te creíste lo que no eras. Pero eso se terminó, ¿comprendiste?. Y si aún no lo sabes, pronto lo sabrás, cerda viciosa. Puta puerca.

Regresó a su maletín mientras un tercer orgasmo planeaba sobre Alba, al no detenerse el consolador, enchufado a la red y encendido permanentemente.

  • Adelántalo y agárrala fuerte de la cadera –instruyó a su compinche.

Alberto movió los extremos de las ataduras de Alba hacia delante junto con el consolador, provocando que ella quedase, además de con las piernas abiertas, inclinada casi veinte grados hacia delante.

Modificó la altura del consolador para que se ajustase aún más contra el empapado sexo de la secretaria, que volvió a sentir la cercanía de un nuevo y potente orgasmo.

Siempre la pasaba lo mismo.

Cada orgasmo la llegaba antes que el que lo precedió, aunque siempre había sido con su propio juguete y en la intimidad de casa, nunca en público y jamás con un tío.

Ninguno había logrado sacarla más de un orgasmo, como mucho.

Lo de ahora no podía ni sabía cómo clasificarlo.

No tuvo mucho tiempo para pensarlo.

El tercer orgasmo la llenó y explotó, retorciéndose en una mezcla de dolor y placer intenso.

Esta vez no fueron unas gotas de pis lo que se la escapó con el tremendo orgasmo. Fue todo un río, orinó sin poderlo evitar todo lo que tenía en la vejiga.

Fue entonces cuando su jefe la asestó el golpe en el culo.

Un golpe seco, fuerte, duro, con algo de madera. Una especie de tabla.

Alberto la sujetaba para que no se moviera.

Luis la golpeaba el culo con fuerza con la tabla.

Ella chillaba de dolor con cada golpe y su culo se rompía de dolor.

Empezó a llorar con intensidad.

El consolador no se detenía y su cuerpo confundía la necesidad del placer con la fuerza del dolor.

No supo cuánto tiempo estuvo azotándola el culo con la paleta, pero cuando terminó lo notaba en carne viva.

Sólo entonces su exnovio la soltó y quedó colgando, jodida, dolorida y exhausta.

  • Voy a descansar. Seguro que querrá beber y luego la pones eso –dijo antes de irse, señalando algo de la mesa que Alba no podía ver.

Alberto comenzó el lento proceso de desatarla y dejar que su cuerpo rendido se apoyase sobre las rodillas, ya sólo con las manos atadas.

Se bajó el pantalón y sacó su polla.

Alba no llegaba a entender cómo podía estar excitado, pero así era.

La quitó el aro de la boca y lo sustituyó por su pene.

No tenía fuerzas para resistirse aunque hubiera querido.

Y él no la habría dejado.

La agarró por la nuca y dirigió la mamada a un ritmo frenético, sin darla ocasión a ni un breve descanso.

La llenaba la boca con su miembro viril y la penetraba con violencia, llenándola una y otra vez con toda la longitud de su grueso tronco de carne.

Estuvo así un rato, follándola sin piedad la boca hasta que se corrió.

Su hinchado pene soltó una enorme cantidad de espesa lefa.

Una leche caliente que golpeó el interior de la boca de la chica, provocándola una arcada que no fue a más.

Tuvo que tragarse toda la descarga.

Hasta que no lo hizo, no sacó su polla de su boca.

Entonces cogió lo que había en la mesa.

Era una especie de medio pasamontañas de algún tipo de cuero plastificado que la colocó en sustitución del juguete que había torturado sus pezones momentos antes.

Se lo ató por detrás y por encima de la cabeza con el arco de cuero que lo cerraba por arriba.

La tapaba la boca, ajustándose terriblemente.

No podía hablar.

Pero al menos la dejaba respirar, porque justo llegaba hasta la nariz.

Era bastante rígido, así que no podía bajar el cuello y tenía que mantener la cabeza erguida sin opción.

La abandonó así.

De rodillas en el suelo, con el cuerpo dolorido y el culo enrojecido.

La boca pastosa por el chorro de lefa.

Las manos atadas y sujetas a la columna por una cuerda que la impedía alejarse.

Los tobillos también atados con otra nueva cuerda, de forma que no pudiera hacer otra cosa que levantarse o quedarse de rodillas.

Se quedó de rodillas y, después de un tiempo, el sueño la pudo pese al hambre que empezó a entrarla después de lo que la parecieron horas y que hizo que hasta el líquido de esa falsa bañera le pareciera delicioso.

Cuando se despertó seguía con hambre.

Tenía tan cerca ese chocolate… ese sucio líquido… pero no podía llegar hasta ello.

Como si lo hubieran intuido, Luis y Alberto entraron en el cuarto.

Se los veía descansados y limpios, no con el aspecto que debía tener ella después de las vejaciones que había sufrido.

Por un instante pensó en que tendría el cabello sucio y apelmazado, pero luego se dio cuenta de que daba igual.

  • La marrana ya está lista para seguir, ¿verdad? –comentó su jefe, avanzando con decisión hacia ella.

Alba intentó responder y suplicar que parase, pero esa especie de corsé para su cuello que alcanzaba la mitad de su cabeza la impedía expresarse.

Él hizo como que la intentaba escuchar, llevándose a modo de burla la mano a la oreja.

Antes de su sentencia, ella ya sabía qué diría y no pudo evitar que unas lágrimas se escapasen de sus ojos.

Su ex novio miraba pasivo, al lado de Luis, esperando las instrucciones que seguramente le harían ganar un extra aparte de los 5.000 euros que ya se había ganado por vender a la que era su novia hasta ese momento.

  • Pues vamos. Es hora de dar un paseo –y, burlándose de nuevo de ella, prosiguió-, porque no sé tú, pero a mí quedarme en este cuarto de mala muerte me resulta claustrofóbico, ¿no te parece? –luego, activó a su nuevo siervo elevando la voz y dando instrucciones-. ¡La correa!. ¡Rápido!.

  • Aquí está –respondió al poco Alberto, entregando una correa corta de cuero que engancharon en un aro a la altura de la nuca de la secretaria.

  • Suéltala –para después, dirigiéndose directamente a ella, pronunciar la siguiente orden-. ¡A cuatro patas marrana!. Te voy a sacar a pasear y, si te portas bien, te daré algo de comer y beber, ¿entendiste?.

Asintió con la cabeza y se puso a gatear al ritmo que imponían los tirones de la correa que llevaba su jefe en la mano.

La hicieron salir a un pasillo y luego avanzar por una zona en obras que no la sonaba de nada, tenía que ser otra ala del balneario que se estuviera reformando.

Se la iban hincando en las palmas de las manos y las rodillas piedrecitas y restos de ladrillos y otras cosas, pero cada vez que se paraba, Luis tironeaba de la correa y, si tardaba demasiado, la recordaba quién mandaba con un golpe seco en el culo o la espalda con su látigo de cola de caballo.

Detrás suyo escuchaba como Alberto llevaba algo grande o pesado, por el sonido que hacía, pero no se atrevía a parar y darse la vuelta por miedo a los golpes que la propinaría su jefe.

Cuando parecía que por fin llegaban al final del camino, la hizo tomar unas escaleras que bajaban a un sótano lleno de cañerías contra la pared y un par de bombillas que apenas iluminaban.

Estaba húmedo y se oía el eco de mil sonidos.

Siguió gateando, chapoteando en la multitud de charcos que ocupaban casi todo el suelo.

Al final se veía una escalera que se habría a un agujero en el suelo del piso de arriba, de donde llegaban voces amortiguadas y una luz fluctuante, seguramente de una chimenea o algo así, o al menos a eso le recordó a la secretaria.

La quitaron esa especie de corsé para el cuello y la ofrecieron un aro metálico enorme encajado en una correa que la pasaron por la cabeza.

  • Abre la boca, marrana –la instruyó su jefe.

  • No –logró decir con un hilo de voz. Sabía que iba ser inútil resistirse, pero quería que supiera que ella seguía siendo libre y no un juguete en sus manos.

La descarga fue inmediata.

Luis apoyó contra una de sus tetas la lanza eléctrica y la provocó una oleada de intenso dolor.

  • ¿Aún no has aprendido a obedecer, puta?. Es lo primero que deberías de saber. Yo soy el jefe y tú no. Tú eres la mierdecilla que me tiene que obedecer en todo lo que me apetezca y nada más. Sin pensar. Sólo obedecer como la basura que eres, ¿comprendido? –recitaba un discurso que alternaba con calambrazos por distintas partes de su cuerpo mientras Alba chillaba con cada descarga.

Por fin cedió, tendida sobre el húmedo suelo abrió la boca lo suficiente para que él pasara el aro por sus labios y empezase a girarlo dentro de su boca, forzándola como nunca antes hasta que creía que se la desencajaría la mandíbula.

Escupió dentro.

  • ¿Ves?. Obedecer tiene sus beneficios –se rio de ella mientras Alberto la ayudaba a ponerse de pie.

Las descargas hacían que sus piernas flaquearan y la tuvieron que ayudar entre los dos a subirse a la escalera.

Ella estaba como en un sueño, atontada, sin saber muy bien qué sucedía.

Se dejó guiar y ascender peldaño a peldaño por la escalera hasta que su cabeza primero y sus pechos después, alcanzaron el piso superior, que, en realidad, era la planta baja.

Podía escuchar voces a su alrededor, pero una especie de cortina rodeaba el agujero en el que estaba.

Se quedó así, quieta, mientras la ataban a la escalera.

Inmovilizaron sus brazos por varios puntos a los laterales de metal, de forma que no podía alzar sus extremidades superiores.

Sus piernas fueron separadas lo suficiente para anclar sus tobillos mediante correas a los lados, de forma que no podía moverse.

Para asegurarse del todo, pusieron una cuerda alrededor de su cintura que ajustaba su cuerpo contra la escalera.

Cuando terminaron de inmovilizarla, Luis dio nuevas órdenes al ya exnovio de su secretaria.

  • Ábrela el coño mientras conecto todo y luego te subes y le dices a Hasim que ya pueden recoger su paga extra. Él sabe de qué va el asunto.

Alberto apoyó sus manos heladas en los cachetes del culo de Alba y se los separó.

Introdujo su cara entre sus muslos y empezó a lamerla el coño.

Ella no podía decir nada.

El aro que inmovilizaba y dilataba su boca al máximo tampoco lo hubiera permitido.

Y algo la decía que tampoco debía llamar la atención.

Ahora que estaba más calmada y empezaba a recobrarse de las descargas, escuchaba detrás de esa fina tela a un grupo de hombres hablando en árabe o algo parecido.

No sabía cuántos eran, pero eran muchas las voces.

Y temía lo que pasaría si descubrían que estaba allí, tan sólo a un palmo de distancia.

Porque estaban al otro lado de esa tela que a ella la impedía verlos, igual que a ellos a ella.

Pero las sombras que se veían por las llamas en el cuarto lo hacían parecer todo aún más tenebroso.

Mientras, por debajo del nivel del suelo, Alberto seguía lamiéndola la entrepierna y no era capaz de evitar, por mucha fuerza de voluntad que intentase aplicar pese al miedo, el efecto de las descargas, el hambre y la sed, que su cuerpo reaccionase involuntariamente.

Ella notaba como su coño se inflamaba, como su sexo se abría y como su vagina se iba lubricando y calentando al ritmo de la lengua de su exnovio.

Era una sensación que se iba extendiendo por todo su cuerpo.

Un calor que no era por la temperatura exterior o por estar haciendo deporte, era un calor interno, el calor de la excitación que la iba recorriendo.

Casi había olvidado el placer que podía dar Alberto con su lengua, pero su cuerpo desnudo no lo olvidaba pese a la situación y estaba excitándose sin poderlo evitar.

Sus pezones se estaban poniendo duros.

Muy duros.

Su coño se dilataba sin que nada pudiera evitarlo y se estaba mojando irremediablemente.

  • Ya –anunció su ex justo cuando ella se sentía al límite y pensaba que no podría evitar gemir como una posesa.

Casi sintió desilusión porque no siguiera comiéndola el coño.

Casi.

Pero era un traidor.

Tenía que recordarlo.

Debería de odiarlo.

Debería de…

Dejó de pensar un instante.

Alguien, su jefe obviamente por descarte, acababa de meterla un consolador dentro del coño.

Un juguete que la llenaba toda la vagina.

Un juguete que no paraba de vibrar, con una superficie llena de irregularidades que hacían que ese movimiento provocase aún más excitación a la pobre chica.

Esta vez sí que gimió.

Demasiado alto, pero no pudo evitarlo.

Lanzó otro gemido y las voces se interrumpieron.

Entonces escuchó a su exnovio hablando con alguien a lo lejos, o eso la pareció.

Ella no podía dejar de gimotear mientras el consolador eléctrico que la incrustó a la fuerza su jefe dentro de su coño no paraba de moverse, vibrar y penetrarla mecánicamente.

Se lo fijó al coño con una especie de celofán o algo así.

No podía definir la sensación.

Sobre todo porque su vista se amplió al desaparecer la pantalla que tenía hasta entonces.

Una decena o más de hombres de aspecto siniestro a la escasa luz del fuego que había detrás, se acercaron a ella.

Eran moros todos y todos lucían una sonrisa pérfida en sus caras mientras se masajeaban las pollas mirándola.

Ella estaba justo a la altura de sus pollas.

O sus pollas a la altura de su boca, que era lo mismo.

  • Que disfrutes de la comida, puta –escuchó decir a su jefe abajo, antes de que unos pasos la indicaran que se iba también y la dejaba sola con ellos.

Porque de Alberto no se veía señal allí arriba.

Pero pronto tuvo otras preocupaciones.

  • La kafir quiere comer, ¿verdad? –escuchó a su espalda en un susurro ensordecedor en medio de ese bosque de pollas que se iban acercando y la iban rodeando.

Era una voz que sonaba a rabia.

A violencia apenas contenida.

Nadie más hablaba.

El resto de los inmigrantes musulmanes no dejaban de cascársela delante de ella, alrededor de ella, detrás de ella… machacándosela a su alrededor, moviendo sus manos sobre sus troncos más o menos gruesos y más o menos largos.

Se olía el sudor y la suciedad.

Se olían los orines con que habían estado regando el cuarto.

Y ella no podía decir nada.

Sólo podía mirar aterrada esos penes que la cercaban.

Hubiera querido cerrar los ojos y dormirse. Despertarse después y descubrir que era todo una pesadilla. Que todo había sido una larga pesadilla.

Pero no podía apartar los ojos de esa pesadilla que la rodeaba.

  • Te vamos a dar de comer como nunca, kafir. Te encantará nuestra carne, kafir. Te encantará nuestra leche, kafir –siguió con sus amenazas la voz pastosa y rabiosa que la llegaba desde atrás, ahora estaba segura.

Una mano la agarró con fuerza de la melena y la obligó a alzar el rostro.

-           Te va a gustar, kafir, porque todas las kafir sois putas, ¿verdad?.

Ella intentó negar.

No sabía lo que era kafir, pero seguro que no era nada bueno.

Ni tampoco que la llamara puta, obviamente.

Pero no podía hablar.

Y no podía negar con la cabeza.

Él se aseguró de que así fuese.

Ese impenetrable rostro oscuro, de piel aceitunada y ojos negros.

La escupió como había hecho antes su jefe, pero su puntería era peor y la acertó en la nariz.

Soltó de golpe su cabello, provocando que su cabeza se viese lanzada hacia delante, donde la mano de otro de los magrebíes la agarró por el mentón a la vez que insertaba su polla dentro de la boca de la chica.

El aro impedía que cerrase la boca y la polla entró con facilidad, sin ninguna resistencia, directamente hasta golpear su campanilla y rozar su garganta.

El mundo desapareció entonces.

Sólo veía el cuerpo del hombre, alejándose y acercándose hasta la punta de su nariz, metiendo sin posibilidad de detenerle o de cambiar el ritmo su tronco de carne una y otra vez dentro de su boca, follándola sin piedad.

El que había hablado ladraba órdenes en árabe y, pese a su situación, Alba se dio cuenta de que un grupo se iba.

No pudo captar nada más porque la polla no se detenía y la asfixiaba por el ritmo frenético con el que la impulsaba, llenando su boca una y otra vez con ese miembro grueso, hinchado y caliente.

Notaba el regusto de su carne sucia y los restos de los orines entre los pliegues que rodeaban el prepucio, incluso no pudo evitar que cuando sus huevos chocaban contra sus labios algunos de sus pelos terminasen entrándola en la boca.

Sentía asco y ganas de vomitar.

Pero no podía ni dejarse llevar por esa sensación mientras el hombre la violaba la boca con total impunidad.

Se reían de ella en un idioma que no entendía, pero no había que ser lingüista para comprender que la estaban insultando y despreciando.

Apenas se había corrido, rociándola de una lefa espesa y de un sabor fuerte, cuando su primer violador fue apartado por el siguiente de la lista que emprendió la labor de inundar la boca de la chica con su trozo de carne.

Uno tras otro se iban turnando en llenarla la boca y la garganta de chorros y chorros de nauseabunda lefa.

Sentía un asco irreprimible.

A ellos les daba igual.

Algunos también aprovechaban para darla tortas en las tetas y pellizcarla los pezones con violencia.

Otros se acercaban lo suficiente para insultarla directamente al oído en su sucio idioma justo antes de escupirla.

El circo de pollas seguía rodeándola y follando su boca sin cesar cuando notó que alguien tironeaba de sus piernas.

Estaban intentando sacar el consolador de su coño.

El mismo consolador que su jefe la había insertado justo antes de irse y de que comenzase esa serie de salvajes penetraciones orales.

El consolador que no paraba de vibrar y de hacer que su cuerpo se arquease en oleadas de placer a pesar de la violencia con la que su boca era perforada y usada a su antojo por ese grupo de magrebíes.

Ni se había dado cuenta de que se había corrido un par de veces mientras, tan ocupada estaba en no intentar ahogarse con las oleadas de leche que salían del extremo de las pollas de sus violadores.

Bueno, sí se había dado cuenta, pero no quería admitirlo.

Era humillante estarse corriendo mientras la violaban la boca una y otra vez.

Y ahora intentaban arrancárselo.

La iban a violar también el coño.

La dejarían preñada.

No quería.

Pero no podía evitarlo.

Los nudos y las correas con las que la ataron su jefe y su exnovio resistieron a los musulmanes, que después de un rato desistieron.

Pero encontraron otro objetivo.

Siempre la había pasado cuando se corría.

Su ano se dilataba.

Poco, pero lo hacía.

Y a falta de pan, buenas son tortas.

Eso debieron pensar los que habían bajado.

Y se pusieron manos a la obra.

Mientras una polla la llenaba la boca y la follaba sin piedad, forzando sus límites una y otra vez, otro pene se colocó contra el agujero de su ano y fue clavándose en su culo poco a poco, forzando la entrada sin detenerse ni intentar lubricarla.

No es que hiciera mucha falta.

Los orgasmos que el juguete eléctrico la habían hecho tener y lo agotada que estaba la hicieron que no pudiera impedir que la clavaran la polla muy dentro, destrozando su puerta trasera y humillándola aún más.

Podía notar que no llevaban condón.

Lo tenía muy claro.

No podía hacer nada.

Estaba completamente indefensa, a su merced más absoluta.

Mientras la lista de pollas que pasaban por su boca no dejaba de incrementarse, otra nueva lista arrancaba en su culo.

La perforaban con fuerza, metiéndola una y otra vez toda la longitud de sus gruesas trancas.

Una y otra vez la llenaban con su carne su trasero mientras el consolador se apretaba y hacía que sintiese como si la estuvieran penetrando tres monstruosas pollas a la vez.

Su boca se llenaba sin parar de descargas de lefa mientras los pullazos no paraban en su trasero y su empapado coño no dejaba de chorrear con las descargas de placer que originaba el imparable consolador eléctrico.

Perdió la noción del tiempo.

Minutos, horas… todo se sucedía sin control.

Las pollas no paraban de entrar y de salir de su culo y de su boca.

En un momento dado se cagó.

La habían roto demasiado.

No les importó y siguieron usándola y golpeándola por todo el cuerpo una y otra vez durante lo que se la antojaron días.

No supo cuando se desmayó.

Cuando se despertó estaba de nuevo en su celda, atada de nuevo a la columna, con un espejo enfrente.

Podía ver su rostro cuajado de lágrimas y restos de lefa.

Sentía los labios hinchados, pero al menos podía mover la boca, liberada del aro por fin, aunque la molestaba la mandíbula por tanto tiempo de apertura al máximo de lo que podían aceptar las articulaciones de su boca.

Su cabello era también un desastre y grumos lo llenaban.

Tenía cardenales en algunas zonas del cuerpo.

Sus tetas la ardían.

Tenía una marca como de mordisco en uno de los pezones.

Entre las piernas veía los muslos cubiertos de sus propias heces y algo de sangre.

El culo la ardía increíblemente y sentía tirones por dentro.

Pensó que la habían desgarrado.

Una figura se asomó a un lado del espejo.

Su jefe.

Sostenía la manguera en la mano.

  • ¿Qué?. ¿Has comido bien, cerda?.

Abrió el grifo y la empapó con un agua helada.

Cuando terminó de lavarla apareció su ex con una toalla y la secó en silencio.

  • Puedes dormir. Mañana veremos si por fin has aprendido algo, marrana –sentenció Luis.

Después se fueron, dejándola desnuda y sola en la oscuridad de su celda.

Continuará…

PD: dedicado a mi inspiradora Musa.