Casos sin titulares IX: pesadilla en el dentista.

El Doctor se enfrenta a un nuevo caso en el que la víctima no tiene recuerdos completos de lo que la sucedió a manos de un profesor de odontología y su aprendiz chino.

Pesadilla en el dentista o cómo un profesor de odontología y su alumno fuerzan los límites de una pobre chica

Ángela es una estudiante universitaria de 20 años, natural de León.

Su melena morena llega hasta la mitad de su espalda y cuenta con un flequillo que la oculta parcialmente la frente.

Sus ojos son del color de la miel fresca, protegidos por las gafas adaptadas a la miopía que padece.

Pechos generosos, sin ser excesivos, pero con unos pezones que suelen marcarse en la ropa y atraen tantas miradas como su culo al pasar.

Pero su familia no es pudiente, así que, cuando tuvo un problema dental, escuchó el consejo de la dueña del piso de alquiler que compartía con otras tres chicas y acudió a la facultad de odontología de Madrid.

Lo que pasó allí es lo que la trajo hasta mi consulta.

La habían citado a las 13 horas, pero la típica huelga no huelga de los viernes en el transporte público la hizo llegar media hora tarde.

Llegó corriendo, después de recorrer la explanada que la separaba de la estación del metro, subir el tramo de escaleras que daba acceso al edificio de la facultad, una de las de aspecto más viejo de toda la universidad, con una fachada de ladrillo y unas columnas enormes flanqueando la entrada principal.

Encima se perdió una vez en los pasillos, pero al final logró llegar al ala donde se realizaban las intervenciones a un precio módico, con la única pega de tener que ser la conejillo de indias de algún estudiante novato. Aunque siempre bajo la tutela de un profesor, lo cual la daba cierta seguridad.

  • ¿Sí? –preguntó una voz desde el interior de la sala cuando Ángela llamó con los nudillos.

  • Soy Ángela –respondió ella, abriendo la puerta y asomándose. Estaban recogiendo el material un par de alumnos bajo la mirada de un hombre canoso que debía de ser el profesor, supuso ella-. Disculpe que llegue tarde, es que…

  • Ya –contestó el profesor, notándose un cierto tono de fastidio en su voz-. Pues a estas horas como que ya no se puede hacer nada.

  • Lo siento, de verdad, es que el metro…

  • Sinceramente, no me importa, señorita –cortó sus explicaciones, señalando con la cabeza a los alumnos-. Y, además, ya se tienen que ir.

  • Bueno, yo… -dijo, confusa y abochornada.

  • A mí no me importa quedarme un rato más –señaló uno de ellos con un curioso acento, pues era o debía de ser chino, o eso le pareció a Ángela.

  • Pelota –se escuchó susurrar por lo bajo a la otra persona de la sala, una chica rubia de aspecto estirado que enseguida le cayó mal a Ángela.

  • De acuerdo, señor Chang –consintió, tras unos segundos, el profesor, después de volver a mirarlos a ambos-. Tiene suerte, señorita, aún se puede hacer algo por usted.

  • Muchas gracias –contestó ella, agradecida y cerrando la puerta al pasar.

  • Yo me tengo que ir. Es la hora –comentó en voz alta la futura odontóloga.

  • Como quiera señorita Sánchez –consintió su retirada el profesor-. Será una buena oficinista –comentó despectivamente en cuanto la rubia se marchó.

  • Siéntese, por favor –animó el estudiante chino a Ángela, señalando el típico sillón-camilla de los dentistas que ocupaba el centro de la sala.

Ella se despojó del abrigo, su bolso y las cosas que llevaba, dejando a la vista el polo que se adhería a sus formas y unos vaqueros muy ajustados.

Se subió y enseguida apareció Chang con el profesor por detrás.

  • Abra la boca –indicó el chino.

Hurgó un rato dentro de la boca de Ángela y luego se volvió hacia el profesor, que asintió con un gesto, a la vez que alargaba la mano para tenderle una mascarilla unida mediante un tubo a una bombona con el extremo superior de un color rosado.

  • Inhala con normalidad. Esto te ayudará a relajarte –la instruyó Chang.

La chica respiró el gas con tranquilidad.

Tenía como una especie de sabor dulzón, no sabía cómo definirlo de otra manera, pese a que la mascarilla sólo la tapaba la nariz y la dejaba abrir la boca para lo que tuvieran que hacer, pero esa era la sensación que percibía.

Empezó a encontrarse relajada y no opuso resistencia ni la extrañó cuando el profesor la inyectó algo en el brazo.

  • Relájese, que enseguida hará efecto –siguió hablando Chang, casi encima de ella, mirando con atención sus pupilas.

  • ¿Ya? –preguntó el profesor, clavándola una segunda aguja.

  • Abra la boca –entendió que la pedía el estudiante chino, aunque su cabeza empezaba a encontrarse algo espesa y la costaba entender las palabras, como si fuesen a cámara lenta.

Ángela obedeció y Chang colocó el succionador de saliva, que empezó a emitir un sonido que, extrañamente, parecía como muy lejano.

  • Si la hago daño o nota algo, dígamelo –creyó entender ella.

Empezó a usar los instrumentos de su profesión en la boca de Ángela, que seguía tumbada tranquilamente, absolutamente relajada y sin apenas sentir molestias.

El profesor aparecía de vez en cuando en su campo visual para mirar o dar consejos al chino, que trabajaba en silencio o contestaba con monosílabos.

Ella intentaba pensar en otra cosa, distraerse mentalmente, pero por alguna razón era incapaz de juntar sus ideas, sólo sentía un hormigueo en los dedos de las manos y los pies y una sensación de pesadez mental que no la dejaba hilvanar ningún pensamiento fuera del momento presente.

Eso debería de haberla hecho ponerse nerviosa o algo, pero era incapaz, estaba tan relajada y… no era felicidad, pero era como una sensación de abandono… o como de borrachera… no era capaz de identificarla.

  • Ya –anunció el estudiante chino.

  • Vamos a ver –respondió el profesor, que pasó a ocupar el centro de la escena, metiendo los dedos dentro de la boca de Ángela-. Muy bien. Ha quedado perfecto –y, tras un segundo, como saboreando la pregunta, dijo-. ¿Cuánto cree que valdría esta intervención realmente?.

  • No sé… -respondió Chang, antes de asegurar- pero 20 euros desde luego que no.

  • No, para nada –confirmó el profesor-. Así que será mejor cobrar una propina, ¿no le parece?.

  • Aún está despierta –le indicó el chaval.

  • Pues ya sabes qué hacer, ¿no? –inquirió, molesto, el hombre de más edad.

Ángela no entendía lo que pasaba ahora, sobre todo cuando notó cómo el hombre tiraba de su polo hacia arriba.

  • ¿Qué? –intentó decir con una voz pastosa y la garganta seca.

  • Shhhh… no te preocupes, reina, esto va incluido gratis –dijo el profesor, poniendo un dedo sobre su boca para que dejase de hablar mientras con su otra mano tocaba el ombligo de la universitaria. Luego miró hacia donde estaba el chino, con algo parecido al enfado en su rostro-. ¿Qué pasa, no sabes hacer algo tan sencillo?.

  • Ya está, ya está… -contestó Chang, atropelladamente, clavando una aguja en el brazo de Ángela para inyectarla algo que la hizo adormilarse aún más.

Lo siguiente fueron una especie de flashes, de recuerdos más o menos vívidos pasando entre los ojos apenas entreabiertos de Ángela, mientras la chica luchaba contra esa sensación de embotamiento y una profunda necesidad de dormir.

Veía al profesor comiéndola las tetas con ansiedad, agarrándolas con las dos manos y amasándolas mientras se las lamía o mordía aquí y allí, con el sujetador alzado por encima, de forma que sólo podía ver la mitad de la escena.

Veía a Chang por detrás, quitándose la bata.

Veía a Chang sin camisa, con su torso chino completamente depilado y unos pectorales marcados en su delgada figura, inclinándose por detrás del profesor, que seguía estrujando las tetas de la universitaria y babeando entre ellas.

Veía la cabeza del profesor, también sin bata ni ropa, con su protuberante barriga apoyada contra su brazo y el lateral del sillón-camilla, volviendo a inclinarse sobre sus desprotegidos senos mientras otra cabeza, la del estudiante chino, estaba entre sus piernas y sentía, mucho más que veía, que algo musculoso repasaba una y otra vez su raja e imaginó, pues no podía ver ni apenas alzar la cabeza, cómo su lengua recorría una y otra vez su dulce intimidad.

Veía al profesor pellizcándola los pezones y tirando de ellos todo lo que podía, estirando sus tetas antes de soltarlos y dejarlas caer, para luego soltar su manaza en un brusco movimiento que terminaba en una torta en sus pechos tan sonora que incluso algo llegaba a colarse en su cerebro atontado por las drogas, aunque apenas lo sentía.

Lo que sí sentía era una especie de cosquilleo en sus extremidades, como la sensación de “miembro dormido” de cuando te quedas en una mala posición y al levantarte tienes una mano o un brazo con esa sensación extraña que dura los segundos que la sangre recupera el camino para oxigenar adecuadamente la zona.

Y otro cosquilleo en su entrepierna, uno diferente, uno que le producía el chino con su mano… o con sus dedos, porque ya no estaba con la cabeza entre sus piernas, sino que lo veía mirar hacia allí con decisión mientras movía la mano de su brazo diestro en la región de su sexo.

Veía moverse labios a ratos, pero los sonidos llegaban mezclados y confusos.

Veía al profesor montado sobre su abdomen, tocándose el miembro con la mano para masturbarlo y hacerlo crecer más, justo por encima de sus tetas.

Veía al profesor reclinado sobre ella, con las manos a los lados de sus pechos y juntándolos para que el espacio entre las tetas fuese mínimo.

Le veía moverse adelante y atrás con las caderas, impulsando algo que rozaba el canal entre sus senos.

Veía aparecer la cabeza de la polla morcillona del profesor entre sus tetas, apuntando como un ojo maligno y sonrosado hacia su rostro, y luego desaparecía antes de volver a asomar y desaparecer de nuevo una y otra vez entre sus tetas.

Sentía un calor inmenso en su coño, lo sentía crecer e hincharse, lo sentía abierto y con algo que no paraba de tocarlo y abrirlo, lo sentía húmedo… y, a la vez, no sentía nada dentro de ese trance.

Veía cómo el rostro del profesor se endurecía y llenaba de sudor, veía cómo esa gruesa polla rompía una y otra vez entre medias de sus tetas, la veía atravesar el canal entre sus pechos apretados en un abrazo forzado en torno al miembro viril del hombre por las manazas con que se las sujetaba y aprisionaba.

Sentía, porque no veía con el profesor ocupando todo el espacio visual, a Chang hurgando con sus dedos en el interior de su vagina mientras su boca lamía o chupaba su clítoris, desencadenando una reacción que ella era incapaz de apreciar en su totalidad pero a la que su cuerpo respondía de forma totalmente automática, anulada su voluntad y el control consciente que drogas y gas bloqueaban.

Vio, como a través de una niebla que interrumpiera la velocidad a la que uno aprecia las cosas, ese rostro pétreo alterarse en el instante cumbre.

Vio aparecer los chorros, saltando en oleadas desde el extremo del pene del profesor, brotando como de un surtidor entre sus tetas, y cayendo y salpicando todo lo que encontraban a su paso hasta su cuello.

Le vio agarrar una de sus propias manos, una mano que Ángela no sentía como suya propia, y hacer que se moviera por todos los sitios en dónde había terminado el blanquecino chorro surgido del cacho de carne del hombre.

Vio cómo llevaba esa mano, esa mano de Ángela, esa mano cubierta de restos de semen, esa mano que no era capaz de sentir más allá de un cosquilleo, esa mano sucia, hasta su boca abierta, porque aún estaba abierta.

  • Chupa –escuchó, como si fuese una palabra pronunciada en el otro extremo del mundo.

Vio cómo se acercaban sus propios dedos mojados de lefa y se sintió obligada a chuparlos.

Y los fue chupando, uno a uno.

Los fue chupando según el profesor se los iba ofreciendo, mecánicamente, sin querer pero sin poder evitarlo, por la simple necesidad de cumplir con la única orden que su cerebro se veía capaz de cumplir.

Lo último fue la palma de su mano, hasta la que extendió su lengua y la repasó bajo la mirada de superioridad del hombre.

Cuando terminó, la acarició como si de una perra amaestrada se tratase.

  • Traga –dijo.

Y Ángela tragó.

Obedeció, anulada toda voluntad.

Sintió cómo esa masa resultante de la mezcla de su saliva, el anestésico local, el metal y la semilla líquida del profesor, bajaban por su garganta.

Lo sintió como jamás había sentido bajar nada.

Lo sentía de una manera que la debiera haber revuelto las tripas, pero no, no podía ser.

Vio al profesor acercarse más, montado encima de ella aún, hasta colocar sus posaderas sobre las tetas de la universitaria, presionando su caja torácica con su peso y a la vez sin que ella pudiera hacer otra cosa más que mirar cómo volvía a pajearse para recuperar la forma máxima de esa morcilla que constituía su pene.

Y Chang seguía a lo suyo.

Pero algo había cambiado allí.

Notaba, sin saberlo y sin verlo, que algo había cambiado.

Notaba cómo algo gordo, mucho más que un par de dedos o, incluso, tres dedos, empezaba a penetrar dentro de su coño, empezaba a llenar el interior de su vagina.

Lo notaba.

Notaba ese calor, esa oleada que entraba en ella y esa otra oleada que surgía de dentro de ella.

Lo notaba.

Lo notaba dentro de ese modo “automático” en que estaba, dentro de ese pequeño espacio tiempo en el que su mente consciente no controlaba nada, no gobernaba y no entendía lo que percibía.

Pero no lo veía.

Sólo podía mirar la polla del profesor.

Sólo podía verla crecer, engordar de nuevo entre sus manos de gruesos dedos.

Sólo podía… sólo podía ver cómo se inclinaba sobre ella, sobre su cara, a la vez que con una mano la hacía adelantar su cabeza hasta que esa sucia, enrojecida e hinchada masa palpitante entró y se insertó en su boca abierta.

  • Chupa –volvió a ordenar.

Y ella chupó.

Ángela se tragó esa polla.

Se la comió como un robot, mecánicamente.

Fríamente, sin ningún deseo, se puso a chupar ese trozo de carne en su boca como su fuese un caramelo, un dulce repugnante pero que tenía que tragarse. Debía de tragárselo. Podía y tenía que chuparlo, que obedecer. No podía hacer otra cosa.

Por arriba se sentía fría.

De ombligo para abajo al revés.

El chino apretaba su ombligo con ambas manos, hundiendo su vientre, a la vez que impulsaba con sus caderas su engordado pene dentro del inflamado coño de la chica.

Ella no podía evitarlo, era una reacción natural, automática, de esa parte animal que escapa al control de la conciencia surgida de la evolución de la humanidad a lo largo de miles de años.

Y con su mente anulada por lo que la habían hecho, no había otra dirección en su cuerpo. Sólo la parte animal.

Su vagina, su coño entero, se abrió, se adaptó, a la gruesa herramienta del chino.

Posiblemente era la más corta que jamás había entrado en esa cueva, pero desde luego que era gorda y desprendía un calor y un ritmo que le gustaba al clítoris y provocaba un placer perverso al lado animal que había bajo capas y capas de evolución, tradición y cultura.

En su mente consciente todo era una violación humillante.

Pero su mente consciente no funcionaba.

Estaba en un trance que asemejaba a una de esas pesadillas en las que nada nos obedece y de las que no se puede despertar, lo cual incrementa aún más la angustia de la propia oscura ensoñación.

  • Traga, puta, traga –oyó.

Y tragó.

Con ansia.

Tragó.

La polla del profesor descargó la segunda oleada.

Llenó la boca de la chica, bajó incluso por su garganta antes incluso de que fuera capaz de dar la instrucción.

Casi se atraganta.

La orden, el mandato, llegó justo a tiempo.

Su garganta obedeció.

Su lengua obedeció.

Su boca entera obedeció.

Tragó cada chorro, cada palpitante salpicadura que brotaba de la gruesa polla del hombre.

Devoró hasta la última gota que surgió de la morcillona fuente.

Y sólo cuando repasó su tronco fálico y le estrujó entre sus labios y lengua para sacar hasta la última gota, sólo entonces, el profesor extrajo con un ruido húmedo de succión su polla de la boca de Ángela, otorgándola un brusco y violento bofetón como recompensa por su obediencia absoluta inducida por lo que la habían inyectado y el gas que no dejaba de respirar.

  • Buena puta, muy buena… -proclamó, cansado, mientras desmontaba y se bajaba hasta el nivel del suelo-. ¿Cómo vas, Chang?.

En ese momento, Ángela no se daba cuenta aún, pero poco a poco empezaban a conectarse de nuevo los sistemas dentro de ella.

Los sonidos la llegaban mejor.

Entendía cada vez más lo que escuchaba.

Poco a poco lograba enfocar mejor.

Su cerebro volvía poco a poco, surgiendo con lentitud, luchando por escapar de esa prisión química y recuperar el control absoluto.

No es que al chino le importase.

Ni ella ni las palabras del profesor.

Él sólo tenía un objetivo en mente.

No en su mente consciente, que también estaba anulada, pero en su caso por las hormonas.

Era un objetivo animal, primario, impreso en los genes más viejos de la raza humana, aquellos cuya misión es la simple perpetuación de la especie y la obtención del placer salvaje que conlleva el acto en sí mismo.

Apretaba sus manos contra su vientre y había subido una de sus piernas, apoyándola en un lateral, para poder así impulsar con más fuerza su polla.

La perforaba con fuerza, con una energía violenta y salvaje.

Penetraba una y otra vez el coño de su víctima, forzando palmo a palmo cada centímetro del interior de la vagina de Ángela y soltaba improperios en su idioma natal.

Con cada impulso, algo iba quebrando en ella, en lo más profundo de su ser.

Con cada embestida, un grillete se rompía y su cerebro avanzaba un poco más en su despertar.

Con cada movimiento de penetración, un deseo de vergüenza y humillación surgía en ella y luchaba por imponerse a ese calor de pasión que brotaba del lado animal y automático de su otro yo, el primigenio, el del animal que es cada ser humano si le quitas la evolución, su cultura, su educación, sus costumbres y su civilización.

Era una lucha titánica entre el lado consciente y evolucionado y el lado inconsciente y animal.

La lucha entre el sentimiento de ultraje de su sexo y el del disfrute de ese mismo sexo, lucha que los dos odontólogos habían hecho que ganase antes un lado y que ahora, poco a poco, iba reclamando la victoria ese otro lado evolucionado que brotaba de la parte consciente y pensante del cerebro.

Todo eso no le importaba a Chang.

El chino la follaba como un conejo en celo.

Penetraba su vagina una y otra vez, con toda la energía de que era capaz, lanzando toda su musculatura a la misión de perforarla el coño mientras sudaba como un cerdo.

Veía la escena casi a un ritmo normal, sentía cada centímetro de la gruesa y musculada polla entrar y salir, moviéndose como una perforadora adentro y afuera de su coño, la sentía hinchada y caliente, vibrante, casi como una entidad propia e independiente.

Él la follaba sin piedad, sin parar, sin dedicarla ni una mirada.

Para él sólo era un objeto con el que saciar un vicio.

Y ella notaba cómo su polla palpitaba a un ritmo que iba cambiando, que iba creciendo de otra forma, que la avisaba, que le avisaba, que era el momento, que…

  • Nooo –logró susurrar, casi sin saber cómo.

  • Joder –soltó el tacó el profesor, que corrió a por la inyección mientras murmuraba-. Te has equivocado de dosis, joder.

Al chino no le parecía importar ya nada.

Clavaba su polla una y otra vez.

Sus manos se habían puesto ahora en las caderas de Ángela, que sólo entonces se daba cuenta de que no tenía puestos los pantalones.

Con las dos piernas de nuevo en el suelo, Chang se movía con ansiedad nerviosa, empujando su polla una y otra vez, follando a la chica sin parar, sin importarle ya nada.

Ella intentó levantarse, quitarse la máscara, pero el profesor llegó antes.

Estaba inyectándola una tercera dosis cuando Chang descargó.

Ángela lo sintió completamente antes de caer en el sopor, un bloqueo mucho mayor que antes, que la hizo dormirse del todo.

Pero no antes de que sintiera con total claridad cómo los últimos embates del chino coincidían con unas convulsiones que habían impulsado la salida de varios chorros de esperma del interior de la polla del asiático hasta lo más profundo del coño de la universitaria, justo en el momento en que caía en un sueño químico.

Despertó atontada, abriendo los ojos poco a poco.

Chang y el profesor estaban a su lado, sujetándola y ayudándola a ponerse en pie.

Estaba completamente vestida.

Su mente estaba como vacía, no lograba centrarse.

  • Ha tenido una reacción a la anestesia, querida –la decía el profesor-. Deliraba. Habrá tenido algún sueño paranoide por culpa de la reacción. Es normal. Dentro de unas horas ni se acordará, no se preocupe.

  • No se preocupe –afirmaba también Chang, solícito.

  • Vuelva a casa, beba agua y túmbese un rato. Luego todo irá bien –continuó el profesor.

  • Todo va a ir bien –repitió el chino.

  • Yo, yo… no entiendo… -intentaba hablar Ángela, luchando contra la nueva situación e intentando aclarar su mente.

  • Usted no se preocupe. Todo ha ido bien. Vuelva a su casa y descanse –concluyó el profesor, acompañándola hasta la puerta.

Como pudo, llegó a uno de los lavabos de la facultad.

Miró la hora en su móvil por inercia.

Habían pasado casi dos horas desde que había llegado.

¿Qué había pasado?.

¿Había pasado lo que creía que recordaba?.

¿Había sido un sueño por culpa de la anestesia?.

Entró a mear.

Entonces vio el moratón y supo que algo no cuadraba, pero la costaba tanto pensar…

No pudo evitar tocarse el coño, quería asegurarse de que todo había sido un mal sueño.

Separó sus labios vaginales y vio otra cosa extraña.

Era como un líquido azulado, apenas unas gotas.

Nerviosa, se subió el polo y se desabrochó el sujetador.

También parecía que había unas gotas.

Se empezó a sentir mal, tenía náuseas.

Se arregló y, como pudo, fue hasta un hospital.

Sólo por si acaso.

Sólo para saber si había pasado, sólo para asegurarse antes de que el sueño, si era un sueño, se perdiese en el olvido al que van cuando despertamos.

Sólo por si…