Casos sin titulares III: agujeros negros.
Un caso curioso llega a nuestro Doctor. ¿Triunfará el amor o la depravación?.
Casos sin titulares: agujeros negros.
Tal como me relató Matías, había excusas y agravantes.
Su historia no es la aberración que algunos podrían esperarse, aunque, por razones obvias, tampoco es una historia de amor…
Llevaba ya seis meses saliendo con su compañera de clase.
Se podría decir que era su primer amor.
Había tenido otros, platónicos o que apenas habían pasado de unos besos y tocamientos torpes.
Ella era diferente.
Lo supo nada más verla.
Tenía un pelo oscuro, rizado, que la llegaba hasta la mitad de la espalda. Ojos del color de la avellana y unos labios gruesos que destacaban en su oscuro rostro.
Porque era negra.
Cristina era totalmente española, descendiente de una familia guineana que se mudó a las tierras peninsulares cuando se produjo la independencia y que estaba totalmente integrada en los usos y costumbres.
Al principio, no se atrevía a hablar con ella… hasta que fue ella quien le habló a él un día en el tren de regreso a casa desde la universidad.
Se levantó del sitio que compartía con unas amigas de clase y fue directa a sentarse a su lado.
Bueno, ¿qué, tengo monos en la cara?.
Yo… yo… -respondió Matías, sonrojándose como un crío.
Venga, que te estoy tomando el pelo –respondió ella, tocándole con el hombro-. ¿Qué, cuándo quedamos?. ¿O piensas pasarte todos los días echándome miraditas y ya?.
Yo no… ehhh… sí… esto… vale… esto…
Espero que no seas tartamudo jajaja
No no… esto, vale. ¿Te apetece quedar…?.
Pues claro. Si no, no habría venido, ¿no te parece?. Venga, ¿a dónde me invitas?. Te advierto que me encantan los helados de vainilla –y le guiñó un ojo a la vez que ponía una cara traviesa que pronto aprendería a reconocer.
Y así empezó la historia. Su historia.
Cristina era deportista, la encantaba apuntarse a todo, desde senderismo a voleibol o baloncesto. Corría casi una hora a diario cuando no podía hacer otra cosa, así que al poco de empezar a salir, Matías tuvo que cambiar sus hábitos. Al menos un poco.
Ella se reía de él por su poco aguante, pero él lo aceptaba con gusto por tenerla cerca.
Y por el sexo.
Era una auténtica adicta al sexo. Se le insinuaba constantemente y le mandaba mensajes subidos de tono.
Ya la primera vez que quedaron se metió detrás de él en el lavabo del centro comercial y se la chupó sin parar hasta dejarle seco.
- Ummmm… ya te dije que me encanta la vainilla –le dijo al terminar, aún de rodillas en el suelo del lavabo y relamiéndose mientras le miraba con cara de vicio-, así que ponte a fabricar más, porque tengo muuuuucha hambre –añadió, agarrándole con fuerza los huevos antes de salir como si nada.
Cristina no era virgen, eso era obvio para Matías incluso antes de ese primer encuentro.
Pero él sí.
Y ella lo sabía.
La divertía la idea de ser su maestra y la excitaba aún más, si eso era posible, llevarlo a lugares que le hicieran sentir incómodo.
Pero el deseo se imponía a todo lo demás. Estaba tan encoñado con su novia que, poco a poco, fue dejando de lado a sus pocos amigos y sus estudios.
Cristina era su mundo.
Hasta que todo cambió ese fin de semana.
Lo habían planeado con cuidado.
Cristina eligió esta vez la casa de los abuelos de Matías. Y él aceptó. Le quitó las llaves a su madre. Ese fin de semana sus padres y sus abuelos se iban al pueblo, así que tendrían la casa para ellos dos solos.
Era un piso pequeño y, pese a todas las pegas que pasaron por su mente, cuando su chica le decía algo, él obedecía como siempre.
A la cama –dijo ella, nada más entrar.
¿Qué qué?.
Venga, mi pequeño frasco de vainilla, a la camita –respondió ella, dándole un cachete en el culo a la vez que se empezaba a desnudar allí mismo, junto a la puerta de entrada del pisito de los abuelos de Matías.
Se fueron derechos siguiendo el pasillo.
El piso era pequeño, un saloncito junto a la entrada en donde la abuela de Matías tenía su pequeño estudio de costura, una cocina estrecha, un lavabo y el destino final del pasillo: un comedor desde el que se pasaba al único dormitorio.
- Es hora de chupar –dijo ella mientras le empujaba sobre la cama para que cayese boca arriba-. Mami quiere su batido de vainilla.
Antes de darse cuenta, la tenía encima.
Había empezado a lamerle los huevos, que le había hecho depilarse, y la polla estando de rodillas al borde de la cama, pero según crecía la erección del miembro del chico, Cristina fue subiéndose a la cama y girando hasta mostrarle sobre la cara su coño grande y húmedo, protegido por una mata de cabellos rizados oscuros que le hacían pensar en una selva que tenía que superar para alcanzar el tesoro.
- Vamos, blanquito –le decía, entre un lengüetazo y otro-, mami quiere que también comas.
Y, como cada vez que él alzaba la cabeza para llegar hasta el coño de su novia, ella alzaba el culo para quedar fuera de su alcance, en un juego que demostraba quien controlaba la situación.
- Vamos, perrito, vamos… mami tiene ganassss… -le incitaba, mientras subía y bajaba su culo, manteniendo sus brazos controlados bajo sus fuertes piernas para que Matías no pudiera hacer nada más que subir y bajar la cabeza estirando la lengua en busca del tesoro que guardaba la selva de su novia.
Ella se reía de él, mirándole de reojo con lascivia a la vez que usaba su propia lengua para provocarle la erección y así poder chuparle la polla.
Cristina mantuvo el juego un rato que, como siempre, a Matías se le hizo eterno, hasta que por fin pudo saborear el dulce y caliente coño de su novia mientras ella devoraba su polla blanca, metiéndosela dentro de su boca de forma que el contraste de color con su piel negra hacía que la escena fuera aún más excitante en la mente del chaval.
Estuvieron un buen rato así, hasta que él se corrió, llenando la boca de la chica negra con su espesa lefa.
Ella tragaba con ansiedad, sin dejar salir ni un centímetro del pene de Matías de su boca, y estrujando con habilidad los huevos y la polla del chico con las manos y con la propia boca, succionando hasta la última gota y logrando, como siempre, que le terminasen doliendo los huevos al vaciarse.
Ni la gravedad la detenía.
Lograba extraer, siempre, hasta la última gota de la leche que brotaba del tronco de Matías y, cuando ya no quedaba más, seguía lamiéndole y apretaba sus dientes en torno a la carne de su miembro para impedir que perdiera la forma.
Mientras él usaba sus labios y su lengua para arrebatar un gemido de placer a su chica, porque no había nada que desease más que lograr devolverla el placer que ella le daba.
No lo logró.
Ella volvió a levantarse de él sin que Matías hubiera sacado más que unos suspiros de su labor en la raja de Cristina.
Mal, mal perrito, has sido malo… y mami está triste… -dijo, haciendo pucheros.
Lo siento, yo…
Shhhh… los perritos no hablan –le cortó, poniéndole un dedo sobre los labios.
Un dedo que Matías lamió, provocando una risita de la chica negra, que empezó a meter sus dedos uno a uno dentro de la boca del chico, que se los fue besando y lamiendo mientras ella rozaba con su culo su aún dura polla y le provocaba que fuese recuperando el máximo de su dureza.
¿El niño blanquito quiere probar otra vez? –ronroneó con malicia en el oído del chico, que asintió con un pestañeo mientras seguía lamiendo los oscuros dedos de la chica-. Pues venga, arriba y vístete para el banquete –anunció, ya en voz alta, dándole un cachete en la cara y dejándole levantarse.
Voy... un momento… ya… ya… -corrió Matías, sacando del bolsillo de su pantalón uno de los preservativos que llevaba y poniéndoselo a toda prisa, antes de que la chica negra cambiase de opinión.
Venga, a la cama, blanquito –indicó ella, dándole otro cachete, esta vez en el culo, cuando pasaba a su lado camino de la cama de sus abuelos.
Matías volvió a tumbarse en la cama, con una erección aún visible, mientras Cristina se subía encima de él, colocándose en cuclillas y metiéndose con su mano negra el tronco del chaval dentro del agujero de su coño.
Lo hizo de espaldas a él, de forma que no pudiera ver su cara ni sus impresionantes pechos.
Era el castigo por no haber logrado que ella llegase al orgasmo antes.
Pero a él le daba igual.
En cuanto ella empezó a cabalgarle todo pensamiento lógico abandonó de nuevo su mente.
Veía como la chica subía y bajaba sobre su polla y cómo desaparecía por completo dentro de su interior antes de volver a resurgir, cada vez con un aspecto más húmedo, a la vez que iba notando cómo crecía el calor y grosor de su propio pene con los movimientos de su novia, aunque el preservativo no le dejaba apreciar si ella también se estaba calentando de la misma manera.
Odiaba tener que usar condones, pero ella no le dejaba hacerlo de otra manera cuando no la complacía… la mayor parte de las veces.
Pero no le importaba. Ella era su centro.
Siguieron así, sin parar, un buen rato, hasta que la polla de Matías no lo soportó más y volvió a descargar un chorro.
Sólo entonces, la chica negra se dejó caer sobre el cuerpo del chico, absorbiendo toda la longitud del pene en su interior y tumbándose de manera que pudieran besarse.
Te quiero –dijo él.
Buen perrito –respondió ella, como la gustaba hacer a veces, a la vez que le acariciaba la cabeza-. Pero quiero más vainilla, cabroncete.
Cuando se sacó la polla del interior, Cristina agarró el condón y, dándole la vuelta se lo tiró a Matías a la cara, riéndose.
¡Más, más, más!. ¡Quiero más vainilla de mi chico blanquito!.
Sí, buana –completó el chiste el chico.
Después se fueron al lavabo, donde Cristina agarró con su mano la polla de Matías para guiar su meada mientras le mordisqueaba la oreja.
La mitad se salió fuera, así que le tocó limpiarlo mientras ella canturreaba y bailaba desnuda en el comedor.
Después fue ella la que entró a mear, a puerta cerrada, mientras él la esperaba afuera, esperando si ella pediría una segunda ronda o si irían a cenar algo antes.
Cuando regresó, plantándose con su negro cuerpo desnudo y sus impresionantes curvas y esas tetas que tanto le obsesionaban, Matías se quedó mudo, como tantas otras veces, sin saber cómo tenía tanta suerte de estar con esa atractiva hembra.
- De verdad, cariño, como sigas mirándome así voy a pensar que tengo monos en la cara jajajaja… -comentó, riéndose- Venga, que mami quiere un poco más de vainilla, que hoy estás muy vago.
Y regresaron al dormitorio de sus abuelos, sólo que esta vez deshicieron la cama en vez de hacerlo sobre la colcha.
Cuando Matías se despertó, estaba empapado en sudor y tenía las sábanas enrolladas.
Cristina no estaba en la cama.
No pudo evitar sonreír, con el cuerpo agotado después de estar follando tantas veces pero con una alegría inmensa por la situación, por ser capaces de demostrar su pasión de esa manera, aunque al principio no había querido usar para sus juegos amorosos el piso de sus abuelos.
¿Dónde estaría Cristina?.
Extendió la mano por la cama y notó las ondulaciones en donde había estado el cuerpo de su amante negra justo cuando se quedaron dormidos, pero no estaba caliente y pasó de imaginársela en el lavabo a pensar que estaba wasapeando con algún antiguo novio.
A veces, Matías tenía una sensación extraña con ella. No sólo eran celos. Era como si no llegasen a conectar del todo. Y no había nada que se lo quitase de la cabeza, aunque él sabía que eran tonterías, tan sólo imaginaciones suyas.
De golpe, escuchó algo.
Y, en el fondo, se dio cuenta de que era ese sonido lo que lo había despertado.
Como una puerta mal cerrada o entornada que dejaba pasar un sonido extraño.
Bueno, extraño y, a la vez, familiar.
¿Estaría lloviendo?.
¿Habría salido Cristina al balcón a ver llover?.
Había unas planchas que sus abuelos colocaron hacía años y que le parecía recordar que producían ese sonido cuando llovía.
Sí, sería eso.
Pero… por más que intentaba imaginárselo, a la vez recordó que si no había previsiones de lluvia.
Al final, la curiosidad pudo con el aletargamiento y la pesadez que sentía por el frenesí de antes.
Se levantó, desnudo, con la polla colgando flácida y caminó en busca del origen del sonido.
Miró a su izquierda.
La salida a la terraza estaba cerrada y no se veía llover, aunque al ser de noche quizás no pudiera estar seguro al 100% porque sin acercarse tampoco se veía el cielo, sólo la luminosidad que entrada procedente de las farolas que iluminaban la calle más abajo.
El sonido venía de más allá, y Matías siguió avanzando por el pasillo.
Miró un momento al lavabo, pero la puerta estaba abierta y no había nadie…
Bueno, estaba esa lucecita.
Ya, eso era.
Era el parpadeo del testigo del móvil de Cristina, avisando de un nuevo mensaje entrante.
Estaría escondida en la bañera para pegarle un susto.
Tampoco.
Cuando llegó despacio hasta la esquina de la bañera, su novia no estaba allí escondida, aunque dentro olía a humedad y el grifo goteaba.
Debió de ir a darse una ducha rápida cuando él se quedó dormido.
Ella siempre parecía tener más energía que él.
Era una de las cosas que tanto le gustaba de su princesa de ébano.
Lo que seguía sin saber era dónde estaba y por qué se había dejado el teléfono móvil allí.
Porque Cristina y su móvil eran inseparables.
Otra vez ese sonido.
Y no era del grifo de la bañera.
Matías empezó a sentirse nervioso y, quizás, un poco asustado, pero contuvo la tentación de encender las luces.
No quería que justo apareciese Cristina de la cocina y se riese de él por sus miedos infantiles.
Eso era.
Seguro que estaría tomándose algo en la cocina.
Se habría duchado y ahora estaba comiendo algo.
Imaginársela así, desnuda, con su negra piel limpia y ligeramente húmeda por la ducha le hizo ponerse cachondo.
Su pene reaccionó y empezó a endurecerse y alzarse lentamente, como palpitando.
Con una nueva sonrisa en la cara, pero esta vez por el deseo de, por una vez, llevar él la iniciativa, se dirigió a la cocina dispuesto a poseer a la hermosa negra.
Pero tampoco la encontró allí.
En cambio, el sonido volvía con más fuerza.
Y sólo podía venir ya de un sitio.
Del estudio de costura de su abuela.
No se le ocurría qué razón había llevado a Cristina a meterse allí, qué clase de juego estaba preparando.
Cuando fue a coger el picaporte, la puerta se desplazó un poco, apenas un centímetro.
De sobra.
Lo suficiente para que Matías se quedase congelado como si se hubiera convertido en piedra.
Su erección desapareció instantáneamente.
No esperaba eso. Para nada.
Y, por fin, reconoció el sonido.
Era ése sonido.
Lo había escuchado tanto que su cerebro lo ignoraba de forma automática… casi siempre. Pero ahora, teniéndolo delante y sin producirlo él, empezó a representar otra cosa.
La estaban follando.
Y ese era el sonido, el mismo sonido que producía su amor, ahora reconvertido en el sonido de algo completamente distinto.
Dos hombres blancos estaban poseyendo a la negra en la oscuridad de la noche, con la única iluminación del reflejo de las farolas de la calle.
Uno estaba sentado, recostado en el sofá, agarrando con las manos la cabeza de Cristina y obligándola a comerle la polla, una y otra vez, sin parar.
El otro estaba de pie detrás de ella, clavándola su pene en el culo, mientras con una mano la agarraba por la cintura y con la otra la daba fuertes azotes en las nalgas, al ritmo de sus embestidas, acompasándolas.
Sólo veía las figuras parcialmente de lado, pero no se atrevió a abrir más la puerta.
No se atrevía a abrir más la puerta… no se atrevía… no… no… porque no quería interrumpirlos.
Eso le hizo sentir repugnante.
Le hizo sentirse el peor novio del mundo.
Podía ver claramente que la estaban violando.
Cristina tenía las manos atadas a la espalda, lo podía ver con claridad, y también la cuerda que unía sus tobillos para impedir que pudiera correr… porque su novia era muy rápida, la había visto mil veces corriendo y lo sabía.
Por un instante sus ojos se detuvieron en las tetas de la chica.
Adoraba sus tetas.
No era capaz nunca de dejar de mirarlas.
Esa vez no fue una excepción.
Las tenía comprimidas, atrapadas entre medias de unas cuerdas que las rodeaban y que también servían para mantener sus brazos pegados a la espalda.
Se notaba que esos dos hombres no querían correr riesgos, porque la habían atado no sólo las muñecas sino también los brazos. Sin contar la cuerda alrededor de los tobillos.
La chica estaba de pie, abierta de piernas lo suficiente para que el hombre que tenía en la espalda la pudiera sodomizar a placer, y reclinada hacia delante para que el segundo hombre pudiera disfrutar de la boca de la universitaria.
Matías también se dio cuenta de que no eran unos críos, ni universitarios. Se notaba en lo poco que apreciaba de sus pieles, que era hombres maduros, aunque no alcanzaba a definir su edad.
Por un momento, una parte intentó hacer que se moviera y ayudase a su novia. Otra parte le decía que corriera fuera de la casa y llamase a algún vecino y a la policía para que le ayudasen.
No lo hizo.
Ninguna de las dos cosas.
Porque estaba demasiado absorto. No podía dejar de mirar cómo la forzaban. Era algo tan asqueroso… y, a la vez, tan excitante. Había algo en la escena que no le dejaba valorar siquiera la opción de moverse.
No quería perderse un detalle.
El precio de sus juegos con Cristina era ese. Se había convertido en un ser del morbo. Cada vez necesitaba más morbo. Y allí había una escena que superaba todo lo que habían hecho.
Se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en un mirón.
Pero, al menos, ella no le estaba poniendo los cuernos.
Eran unos pensamientos estúpidos, pero su cerebro a medio camino de cualquier parte se encontraba nadando en un mar de hormonas y superaban cualquier otro pensamiento en esos momentos.
Los dos hombres seguían delante suyo, al otro lado de la rendija de la puerta, llevando al límite el cuerpo y la voluntad de su novia.
Así, así, así… sigue así, puta… sí sí sigue puta zorra negra… -gemía entrecortadamente el hombre del sofá, como si le faltase la respiración pero, a la vez, sin querer desprender su miembro viril del interior de la boca de Cristina, usando ambas manos para evitar que la universitaria alzase la cabeza, de la que Matías veía resbalar lágrimas que le hicieron sentirse un miserable por no intervenir.
Uffff… ufff… así, zorra… así… qué buen culo… qué buen culo… que estrecho lo tienes pero yo te lo abriré para el niño… -decía el otro, el que estaba de pie forzando el ano de la chica negra y rompiéndola con sus embestidas y azotes- … aprenderás tu lugar, zorra… ya verás… aprenderás respeto… uffff… uffff… qué culito… ufff… qué culito de zorra… uffff… eres una mierda, pero tienes un polvazo, puta… uffff… naciste para esto… uffff… que cacho zorra eres… uffff…
No entendía todo lo que la decían, apenas eran unos quedos susurros a veces y otras poco más.
Ni falta que hacía.
Se lo imaginaba.
Y le excitaba.
La humillación y degradación a la que estaban sometiendo a su novia hizo que su propia polla volviera a alzarse dura, aún más dura que antes.
Escandalosamente erecta.
Y ni toda la vergüenza del mundo reducía su avidez por espiar la situación ni impedía que su tronco viril apuntase directamente hacia donde la escena se volvía cada vez más intensa.
Los jadeos de los hombres eran cada vez más intensos y sus frases insultantes hacia Cristina se iban espaciando.
El primero en correrse fue su abuelo.
No necesitaba luz para reconocerle.
Esa voz era inconfundible.
El chorro que soltó ahogaba a Cristina, que se retorcía, gemía y lloraba sin que él se apiadara ni dejase respirar a la chica. Al contrario, la obligó a meterse aún más su polla dentro de su boca y no la soltó hasta que empezó a brotar la lefa por la nariz de la chica.
Ella casi escupió la polla del abuelo de Matías cuando dejó de sujetar su cabeza con las manos.
Tosía y sufrió una arcada, babeando más restos de semen sobre el abdomen de aquel hombre que acababa de cumplir los 69 años.
No le pudo ver el rostro cuando la abofeteó, pero lo hizo con fuerza y la cara de Cristina salió despedida hacia un lado y, si no hubiera sido sostenida por el otro hombre, seguramente habría terminado en el suelo.
Límpiame, puta guarra –la amenazó el abuelo de Matías-. Eres una cerda desagradecida. Te regalo mi “vainilla” –dijo con retintín, mofándose del apodo cariñoso que usaba ella para referirse a la lefa del chico- y la vas desperdiciando. Usa tu lengua de puta y no dejes nada porque no sirves para nada más, zorra.
Sí… sí señor... sí… -articuló ella entre sollozos, lamiendo los restos del cuerpo del abuelo de su novio, mientras lanzaba gemidos ahogados al seguir el ritmo de la penetración anal rompiéndola el culo.
La perversidad de la escena era máxima, pero Matías no podía despegar los ojos ni reaccionar, salvo para tocarse el endurecido pene.
Aún había otra polla dura en la casa, y era la del padre del chaval.
Porque era su padre quien estaba practicando sexo anal con su novia. Ahora lo reconocía.
Y la venda que cubría los ojos de Matías como una bruma, se retiró, y observó como su padre destrozaba el culo a su novia con violentas embestidas.
Uffff… joder, puta… uffff… para ser tan zorra lo tienes estrecho… uffff… joder… uffff… qué cacho cerda eres… uffff… y ese es tu lugar… uffff… el de las zorras… uffff… uffff… y ya viene mi regalo también… uffff…
Por favor… mi señor… por favor… -gimoteó la universitaria- no… por favor… mi señor…
Matías no entendió que ella no lo quisiera. Su mente estaba absorbida por una extraña fuerza y toda esa escena le parecía más una película porno a cualquier otra cosa.
Un segundo después lo comprendió.
Cuando su padre sacó su gorda polla del interior del culo roto de la chica y se la clavó de golpe y sin esperar hasta el fondo del coño.
El chillido de la chica fue ahogándose en su garganta mientras el padre de Matías arqueaba la espalda y soltaba chorro tras chorro de lefa en el interior del coño de Cristina. Porque no llevaba preservativo. Matías se dio cuenta cuando pasó su venoso miembro viril de un agujero a otro de su novia.
Ummm… así… ummm… así… ummm… tu destino es éste… ummm… este es tu sitio… ummm… ¿entendiste, zorra?...
Sí, sí… mi señor… mis señores…
Muy bien, bonita –la recompensó el abuelo de Matías, dándola unas cariñosas palmaditas en la cara-. Desde hoy tratarás a todos los hombres de esta familia como debe ser, ¿verdad?.
Pero si quieres otra lección, te la daremos –concluyó el padre del chico.
No… no… por favor, mis señores… seré buena con Matías… y con ustedes… por favor… no más… por favor…
¿Habrá aprendido la lección? –se preguntó en voz alta el padre del chico, aún con la polla dentro de la novia de su hijo, soltando las últimas gotas de semen en lo más profundo de la universitaria.
No sé, no sé… quizás necesite un repaso de la lección… -terció con sorna el abuelo de Matías.
No, por favor… mis señores… por favor… seré buena… por favor… -suplicaba ella.
Ya veremos… ya veremos…
Te vigilamos –anunció, como una promesa el abuelo de Matías.
Haré lo que sea, mis señores… pero no más… por favor… -siguió gimoteando la chica.
Y no pudo más.
No podía verla sufrir más.
Matías regresó silenciosamente a la cama, dejando, sin querer ni darse cuenta, una mancha blancuzca en el suelo junto a la puerta donde todo, o casi todo, había pasado.
Cristina tardó aún una hora en volver junto a él.
Se tumbó y fingió que no había pasado nada.
Él tampoco dijo nada cuando al día siguiente aún se apreciaban las rozaduras de las cuerdas en parte del cuerpo de la chica… ni otras marcas que no se atrevió a preguntarla.
Lo único que supo es, que desde ese día, Cristina empezó a tratarle de otra forma y que insistió en que dejase de usar preservativos cuando hacían el amor, ya no en lugares extraños, sino de una forma más convencional.
Nunca hablaron de esa noche.
Ni siquiera cuando ella le dijo que, contra toda lógica, se había quedado embarazada.