Casos sin titular XXV: ¿violación o sueño?

Una mujer cuenta una asombrosa experiencia a bordo de un avión comercial. ¿Habrá sufrido una violación o será todo un sueño?.

El Doctor atiende a una atractiva morena, una mujer que llega ansiosa de contar su historia, de descubrir si lo que pasó fue, en realidad, un sueño o si, fruto del sometimiento a una droga, fue violada en el...

El vuelo de las 15:10

Era un vuelo de más de diez horas desde Dallas.

Había estado dos semanas de reuniones interminables desde la costa este a la oeste de Estados Unidos para fijar las condiciones de intercambios de los estudiantes universitarios entre algunas universidades americanas y la Alfonso X.

Como representante del Departamento de Relaciones Internacionales debería de haber gozado al menos de vuelos de primera para los vuelos internacionales, de los internos dentro de Estados Unidos pues bueno, se podía llegar a entender, pero los trasatlánticos que duraban tanto ya podían haberse estirado, pero no, estaba claro que sólo tenías esa opción si eras Jefe de Departamento o una figura de la Dirección... claro que esos nunca iban a ese tipo de negociaciones, sólo aparecían, como mucho, para la firma del acuerdo, y eso sólo si era con foto y con una de las Ivy.

Lo que era el trabajo de campo, el de verdad, en el que te tenías que manchar las manos, ese se lo dejaban a ella y un par de compañeros más.

La casualidad quiso que su compañero del asiento de en medio, era una fila con tres asientos y el suyo daba a pasillo, fuera otro español, un alicantino que llevaba más de veinte años en el mismo puesto en la empresa en que trabajaba y que enseguida tuvo a bien enseñarla las fotos de toda la familia que lo esperaba a su retorno y, quizás, por fin, un ascenso tras haber conseguido cerrar el primer contrato para permitirles entrar en el mercado norteamericano.

Estuvieron un rato charlando, él completamente fuera de lugar, y pronto quedó claro que era la primera vez que realizaba un viaje trasatlántico, hasta se había llevado unas pastillas tranquilizantes que le había proporcionado un amigo, como la contó, pero que, esta vez, estaba tan eufórico que se había olvidado de tomársela antes de despegar.

Inés estaba muerta de cansancio y empezó a cabecear antes incluso del momento en que se serviría la cena.

La despertó el tercer pasajero cuando se levantó para ir al lavabo y tuvieron que dejarle paso.

Se había quedado dormida sobre el hombro del alicantino.

  • Eee... disculpa, no me he dado cuenta -le dijo, a la vez que cedía paso.

  • No te preocupes -la tuteó él también, sonriendo-. En realidad, me ha encantado.

  • Ya, bueno... -no quería dar una falsa impresión, además, estaba avergonzada por haberse quedado dormida en mitad de una conversación-. Siento haberme quedado dormida. Creo que también iré al lavabo.

  • Sí, sí, claro -pareció, por un momento, algo contrariado.

Luego llegaría la cena y, de nuevo, no paró de hablar, empezando a caerle un poco pesado, pero aguantó por educación, aunque sus respuestas empezaron a ser algo bruscas y cortantes.

Pidió una botella de agua, más por tener algo entre las manos que por necesidad real, y se levantó para volver al lavabo, mientras ya casi todo el avión estaba pasando al modo sueño, salvo unos cuantos que resistían hablando entre sí o leyendo.

Cuando regresó, bebió una buena cantidad, siempre le quedaba la opción de fingir que volvía a tener ganas de orinar por el nuevo líquido consumido si seguía dándola el tostón, pero el hombre comentó que iba a echar una cabezadita y se reclinó al poco.

Inés también empezó a encontrarse atontada, con algo parecido a la somnolencia y que la impulsaba a desconectar.

Cerró los ojos.

Empezó a tener flashes.

Abrió los ojos y volvía a estar reclinaba, apoyando de nuevo la cabeza en el hombro del otro pasajero.

Andaba por el pasillo, rodeada de gente adormilada, sin saber cómo lograba avanzar, pero después se miraba los pies y veía que había otros zapatos junto a ella y, alzando la mirada veía que él la iba sujetando, como ayudándola a moverse.

No recordaba por qué querría levantarse.

No recordaba haberse levantado.

Todo estaba muy confuso, emborronado, no podía pensar con claridad, pero intentó hablar y sentía su boca pastosa, no llegó a pronunciar palabra.

Parpadeó y estaba en el lavabo del avión.

Su blusa blanca estaba desabrochada, cayendo a los lados, mientras el sujetador aparecía removido.

Sintió algo parecido a un cosquilleo, pero distinto.

Miró aún más abajo y se dio cuenta de que estaba sentada sobre el lavamanos y que lo oscuro que había entrevisto antes no era su falda de tubo, sino una cabellera de un intenso color negro que coronaba la cabeza que tenía entre las piernas.

Alguien la había bajado la falda y las bragas, que estaban tiradas en un rincón del suelo.

Y ese alguien la estaba comiendo el coño.

No veía quién era, sólo que era un hombre blanco, de una piel que parecía demasiado pálida, en contraste con lo oscuro de su cabello.

Sujetaba con sus manos sus piernas separadas, mientras su boca y su lengua se afanaban en la entrepierna de Inés, procurándola unas sensaciones que superaban incluso a esa antinatural somnolencia que la había llevado hasta allí.

Lograba mantener los ojos abiertos con la energía que brotaba de su coño, sintiendo cómo esa lengua y esos labios hacían un intenso trabajo en su concha, lamiendo su rajita y atrapando sus labios vaginales entre sus propios labios masculinos, devorando su sexo con una ansiedad tremenda, viciosa e intensa.

No lograba dar cuerpo al tiempo que pasaba, parecía eterno y, a la vez, muy corto, como si el segundero de su reloj, que veía como a ráfagas en su muñeca, que yacía inmóvil a un lado, como si la resultase imposible mover siquiera un centímetro su brazo, avanzase a un paso propio de una tortuga especialmente lenta.

Podía sentir, en medio de toda esa bruma mental que la hacía sentir tan torpe, tan... tan borracha... que la hacía estar bloqueada, como en un sueño y, a la vez, sin que lo fuera, porque en los sueños normalmente te puedes mover en cierto sentido y no suelen tener ese tipo de luminosidad, … podía sentir unas descargas, casi como si fueran eléctricas... no, no, eléctricas no eran... eran como... como... ¿por qué no podía pensar, por qué sus pensamientos no enlazaban, se la escapaban como si intentase retener el agua entre los dedos?.

Esa cabeza se removía entre sus piernas y gimió cuando, por un breve momento, logró sentir con total claridad y saber a ciencia cierta que era su clítoris el que estaba atrapado entre los labios del hombre mientras la lengua jugueteaba con él.

Volvió a desconectar.

La intensidad de la comida era gigantesca, o debía de serlo para haber vuelto a hacer que abriera los ojos, se sentía sudada y agitada, veía como su cuerpo se balanceaba y cómo sus pechos subían y bajaban con rapidez.

Sentía su cuerpo vibrar y olía algo, algo distinto... distinto y familiar a la vez... ¿se había corrido?.

Esa cabeza parecía que se movía afirmándolo, como acompañando a la masculina lengua en un proceso de afirmación, hacia arriba y abajo, arriba y abajo.

Pudo ver sus ojos, unos ojos de un tono similar al de la miel, llenos de vicio y lujuria, los ojos de su vecino alicantino.

Se alzó sobre ella, levantándose, con una sonrisa victoriosa y una humedad alrededor de la boca.

Dijo algo, pero no lo entendió, y lo vio desabrochándose los pantalones con esa misma sonrisa de lobo hambriento.

Cuando pantalones y bóxer descendieron al suelo, la mujer sólo pudo contemplar una cosa, lo único que logró enfocar.

Esa polla, esa barra de carne que saltó, erecta, hinchada, con esa punta rosada al extremo, con una especie de humedad brillante propia.

Sintió, más que por la vista, por el contacto con su rajita, cómo la colocaba, apoyada contra el agujerito que abría camino a la cueva que era su vagina.

Empujó.

Ese tronco fálico empezó a desaparecer en el interior de Inés, que sintió cómo ese pene hinchado y ardiente se clavaba en su intimidad, abriéndose paso por una región de su cuerpo humedecida por ese orgasmo que no recordaba haber tenido y que, a la vez, sí sabía, en medio de esa bruma mental, que había tenido.

No y sí. Sí y no.

Toda la verga del hombre desapareció, engullida por su coño.

El hombre la besó, introdujo su lengua hasta el fondo de su boca sin oposición, sin que ella pudiera hacer nada, ni oponerse ni corresponderle, como si estuviera desconectada su voluntad.

Empezó a empujar, notó cómo ese tronco la llenaba y se movía, invadiendo hasta el último reducto de su sexo, deslizándose adelante y atrás, con fuerza, sin violencia pero con energía.

La polla se clavaba, la arrancaba unos gemidos que no podía luchar por controlar, que, pese al beso al principio, y la mano que la puso para cerrarla la boca después, lograban escaparse, no sabía cómo, pero lo hacían, aunque, en el fondo, no parecían importarle, porque él seguía bombeando, con fuerza, con ansiedad, llenando una y otra vez su coño, follándola con vicio, adelante y atrás, adelante y atrás... adelante y atrás, una y otra y otra vez.

Su pene parecía atornillarla contra el espejo del lavabo aéreo, haciendo que su espalda sintiera el temblor del cristalino objeto, casi al borde de la ruptura.

Todo era tan real y, a la vez, tan irreal, tan onírico.

El hombre bombeaba una y otra y otra vez, inundando su empapado coño con esa barra de carne hinchada, con un calor interior que parecía expandirse por toda su entrepierna, junto con una humedad en sus muslos que era a la vez excitante y sucia.

Notaba cómo clavaba su verga, cómo esa hinchada herramienta de virilidad hacía que todo su cuerpo se removiera, convulso y, a la vez, como inerte, como su fuera una muñeca de trapo en manos de ese vicioso hombre, que la follaba fuerte, sin piedad, metiendo su polla una y otra vez, empujando al límite, clavándosela hasta el fondo, llenando su coño una y otra y otra vez, empujando fuerte, haciendo que sintiese que la perforaba con una violencia salvaje, animal, urgente.

Cada vez empujaba con más potencia, se impulsaba adelante y atrás, prácticamente haciendo que su culo rebotase en el lavamanos, impulsado por la violenta penetración, por la fuerza que desplazaba esa barra de carne al perforarla, una y otra y otra vez, clavándose con saña, con fuerza, con potencia, una y otra y otra vez.

Notó una oleada de humedad en su interior, algo que la mojaba como si fueran los chorros de un grifo que se abre y se cierra.

Sintió, sabiéndolo y, a la vez, sin saberlo, que desde la punta de ese pene estaba brotando en oleadas un esperma cálido y espeso, llenando su vagina en toda su longitud, empapándola con la semilla de ese hombre, invadiendo hasta el último resquicio de su coño.

Siguió empujando, una y otra y otra vez, más despacio, más espaciado, pero siguió culebreando con su verga, moviéndola con una sonrisa victoriosa en su rostro, empujando al ritmo de los últimos espasmos interiores de esa barra de carne inflamada, descargando en lo más profundo de la sexualidad de la mujer hasta la última gota.

Volvió a abrir los ojos, sin siquiera recordar haberlos cerrado, y se encontró mamando una polla.

Estaba de rodillas en el baño del avión, comiéndole la polla al hombre, devorando sin poderlo evitar, sin querer pero queriendo, ese tronco masculino, esa herramienta viril que la había follado.

Sentía asco y, a la vez, un calor por todo el cuerpo extraño y excitante.

Podía sentir cómo esa polla gruesa y caliente entraba hasta el fondo, hasta rozar su garganta, haciendo que tuviera una arcada, antes de retroceder un poco y volver a clavarse hasta lo más profundo de su cavidad bucal, una y otra vez.

Sus arcadas parecían excitarlo, hacer que metiera aún mucho más su inflamado pene, que llegaba hasta el fondo una y otra vez, deteniéndose por ratos cuando la llenaba por completo, induciendo esas arcadas que se liberaban antes de que la dejase respirar de nuevo entre una y otra acometida.

La follaba fuerte, no tanto como el coño, pero sí mucho más de lo que, en alguna ocasión, había dejado en la escasas veces en que a alguno de sus parejas se le había permitido meter su polla en su boca.

Aquí ella no permitía, sólo obedecía los impulsos y las necesidades del macho, del hombre que la tenía allí dominada en ese sueño de los diez mil metros, porque tenía que ser eso, un sueño, una especie de pesadilla extraña y húmeda.

Él siguió a lo suyo, metiendo su barra de carne una y otra y otra vez, clavándosela hasta el fondo de la garganta, llenando con su polla la boca de Inés, que recibía toda esa furia masculina, llenándola una y otra y otra vez.

Babeaba sin control, podía notarlo por la humedad que sentía deslizarse por todo su mentón y el cuello, o eso la parecía, no estaba segura... pero, a la vez, lo tenía claro.

Y ese tronco fálico seguía entrando y saliendo, metiéndose hasta el fondo y resurgiendo empapado de su boca para volver a empujar y llenarla de nuevo, una y otra y otra vez... y otra vez, haciéndola sentir una niña indefensa, con esa polla atravesándola, inundando su boca una y otra y otra vez, con unas arcadas que resonaban por momentos en sus oídos.

La felación era más y más fuerte, cada vez la sentía más rápida, agitada, convulsa, clavándose más y más adentro, más y más... más y más de esa verga hinchada y gruesa, inflamada de nuevo, ardiente, abrasadora, que la llenaba una y otra y otra vez y... y... y de nuevo esa explosión, esa forma de retorcerse por dentro y algo que la ahogaba, una espesa masa semisólida, caliente, derramándose desde la punta del pene, rebosando su boca, atragantándola, forzándola a beberse todo lo que podía para... para... ¿para complacer a esa virilidad invasora?... ¿o era otra cosa?.

Volvió a cerrar los ojos, a la vez que sentía que esa barra de carne abandonaba su boca y ella tragaba.

Se despertó, tumbada, con la cabeza apoyada en el pantalón de su vecino de asiento, sobre un pequeño charco de humedad en la entrepierna del hombre, al que notaba que tenía su miembro viril endurecido bajo la tela del pantalón, con una erección evidente.

Y ese olor, ese olor que llenaba sus fosas nasales, ese olor... ese olor que siempre iba a recordar.

Se levantó después de un par de segundos que parecieron una eternidad.

Miró al hombre.

Parecía dormido.

Todo el mundo parecía dormido a su alrededor.

Pudo ver una azafata al fondo, moviéndose junto a la cortina que los separaba del siguiente grupo de asientos.

Sentía la boca pastosa, con un sabor extraño y, a la vez, conocido, pero con un toque metálico que lo hacía diferente.

Pero... ese olor... ese olor...

Miró al bulto en la entrepierna de su vecino y no pudo evitar pensar... ¿y sí?.

Pero no.

Se miró a si misma y se vio entera, con la camisa y la falda bien puestas, todo en orden... ¿o no?. ¿Eso era una mancha?.

Había sido un sueño, tenía que serlo.

No podía creer lo contrario... ¿o sí?.

Sintió deseos de ir al baño, de comprobar si... justo en el momento en que las luces se encendían y las azafatas avisaban de la aproximación al destino, al aeropuerto de Barajas.

Pero, ¿y sí?...