Casos sin titular XXIV: vestuario de la vergüenza

Una becaria se enfrenta a una situación de indefensión en el lugar más insospechado.

El Doctor recibe en ésta ocasión a una joven pareja.

Ana, becaria en una empresa de construcción, joven y atractiva, con veintipocos años, calculó a ojo, acompañada por su pareja, un chico de mirada dura, seguramente tras conocer el secreto que ella misma iba a desvelarle en la consulta.

El vestuario de la vergüenza

Ana llevaba poco tiempo en la empresa.

La habían contratado como becaria después de que algunos se quejasen por el exceso de carga de trabajo cuando uno de los aparejadores cogió la baja por paternidad.

Y, como era la nueva, había empezado con las cosas más sencillas.

Ese día la dejaron tomando unas medidas para la reforma de unas instalaciones deportivas mientras el jefe se iba con el director del centro a tomar algo en un bar y cerrar el primer presupuesto, el que servía de cebo para conseguir el contrato, pues siempre surgía “algo” para poder sacar después una tajada del 30% más.

Hacía un calor horroroso, pese a que apenas estaba comenzando la primavera, así que allí estaba, haciendo anotaciones en un vestuario inutilizado, el de las mujeres, que iba a ser el primero en ser reformado, de espaldas a la puerta abierta que daba al pasillo desde el que se accedía al otro cambiador.

Llevaba una blusa ligera y unos vaqueros quizás demasiado ceñidos, de forma que marcaban con nitidez las curvas de su cuerpo, pero no tanto como para que, cuando se inclinaba, a veces, se la saliera parte de la blusa y se pudiera apreciar el inicio del tanga azul oscuro que llevaba ese día e iba a juego con el sujetador de encaje del mismo tono.

Se había recogido la cabellera rubia en una coleta y luchaba, a ratos, contra la gravedad que hacía que se deslizasen sus gafas nuevas por la nariz.

Iba a tener que volver a la óptica para que las ajustasen, lo cual era un coñazo, pero es que, cada vez que se agachaba, se resbalaban.

Tener que hacer el mapeado del sitio, apuntando todas las medidas, puntos de luz, salidas de agua y desagües era un absoluto coñazo, pero necesario y alguien lo tenía que hacer, y, como era la nueva, se lo endosaron a ella.

La verdad es que el sitio tenía algo casi de tenebroso por la mala iluminación natural.

Detestaba los lugares donde se dependía tanto de la luz artificial, pero, dado que las instalaciones donde se ubicaban los vestuarios, sala de máquinas, despachos y almacenes, estaban bajo las gradas que daban a la pista de atletismo, que tenía un campo de fútbol con césped en el interior del anillo, el acceso al espectro visible de la luz era bastante limitado, tanto porque a un extremo daba sombra como porque al otro las ventanas tenían que estar en la parte alta del muro sobre el que daba comienzo la primera de las gradas, que no se habían querido dejar a nivel del suelo para evitar que nadie se colase desde ellas a las pistas sin pasar por taquilla y hacer el pago que, por otra parte, era de una cantidad ridícula al estar parcialmente subvencionadas las instalaciones.

Al menos, como era el vestuario femenino, el número de pintadas en los espacios para los retretes era mínimo y nada obscenas, como pudo comprobar cuando aprovechó para usarlos un rato antes.

Encima, el haber pasado la noche anterior viendo una película de miedo con su actual pareja no contribuía precisamente a pasar el rato simplemente de forma aburrida y, de vez en cuando, tenía algún sobresalto.

La verdad es que no sabía por qué él se empeñaba en ver esas películas, cuando la daban tanto miedo que luego era incapaz de conseguir una erección en toda la noche.

Ana sospechaba que, realmente, si ella no lo acompañase, ni siquiera sería capaz de pasar de los créditos del comienzo de la película.

Seguía sin entender por qué se había apuntado a un club de cine si sólo le gustaban las películas de acción realmente, aunque, al menos, cuando tocaba la semana de la película romántica, con esa sí que luego había jaleo en la cama, como recordó con una sonrisa del jueves de la semana anterior.

Pero ahora, cada vez que sonaba un grifo goteando o una bisagra oxidada se quejaba, a ella le daba un brinco el corazón.

O, simplemente, cuando una sombra pasaba por alguna de las ventanas que había a lo alto de las paredes del fondo o el viento se colaba por alguna rendija de las mal selladas de uno de los  acristalamientos con un ruidito especialmente irritante.

Estaba distraída con estas cosas cuando una sombra bloqueó la luz del pasillo, quedándose más tiempo del habitual, pues la gente que pasaba al otro vestuario o iba y volvía de los despachos, cruzaba en un par de segundos ese espacio.

Cuando se dio cuenta, se giró y vio a un par de chavales del equipo de atletismo, con sus camisetas rojas, mirándola y, básicamente, babeando.

De hecho, uno, el más descarado, hasta se estaba llevando la mano al paquete, que se marcaba de una forma que, en otra situación y con otra persona, hasta podría considerar halagadora.

  • ¿Se puede saber qué puñetas hacéis? -les soltó de mala gana, irritada con esos quinceañeros.

  • Nada -dijo el descarado, retirando la mano como si nunca hubiera sentido la urgencia de tocarse ahí y adoptando una cara como de niño bueno que seguramente usaba para esquivar las broncas en casa.

  • Pues esa “nada” me estaba mirando el culo -dijo, levantándose enfadada-. Ya podéis ir desfilando o se lo diré a vuestro entrenador.

  • Anda y que te den -respondió, cambiando el gesto por uno más serio y haciéndola una peineta mientras se largaba con su compañero.

  • Seréis hijos de... -se cortó Ana mientras iba hasta el quicio de la puerta, viendo como los chavales seguían su camino para reunirse con el resto de los integrantes del club de atletismo, riéndose y gesticulando de forma obscena hacia ella- serán cabrones... -murmuró mientras regresaba a sus quehaceres.

El trabajo era un auténtico coñazo y aún tuvo que parar e irse a buscar una escalera para las mediciones de las partes superiores.

¿A quién se le habría ocurrido poner tantas cornisas y ménsulas de escayola en el techo de un vestuario?. Que sí, que le daba a todo un aire muy clásico y tal, pero, incluso siendo una ciudad con una historia tan importante de raíces en la época de la presencia romana en la península, tenía muy poco sentido esa sobrecarga de elementos decorativos dentro de unas instalaciones que, en sí misma, eran completamente modernistas en el resto de las zonas.

Encima se dio cuenta de que algunos de esos elementos de escayola estaban engrosados de forma excesivamente artificial en ciertos puntos y, cuando se subió, detectó que los habían usado para encubrir fallos en parte del cableado que daba soporte al sistema de iluminación de emergencia y un número más que considerable de grietas, algunas relativamente importantes y que implicaban que habría que reforzar ciertos puntos extras del techo.

Ya se estaba imaginando la gracia que le haría a su jefe, sobre todo al pensar en la pérdida del margen en sus beneficios, puesto que tampoco podía desorbitar mucho el sobrecoste o correría el riesgo de perder futuros proyectos con la entidad que administraba las instalaciones.

En eso estaba, quizás un poco distraída, cuando la escalera se inclinó ligeramente, lo suficiente para hacer que se resbalase lo justo para que el corazón la diera un brinco del susto y, de una forma automática, reaccionase agarrándose a lo más cercano que pilló.

Cuando que quiso dar cuenta, estaba cubierta de trozos y polvo de escayola.

Al bajar y, después de tranquilizarse al imaginarse qué habría podido pasar si hubiera perdido pie del todo y se hubiese caído, mirarse a uno de los espejos del vestuario, comprobó que había dejado de ser rubia para tener buena parte de su cabellera de un tono tan blanco que parecían canas.

Se sacudió y la ropa, más o menos, se quedó a un nivel aceptable, aunque tenía claro que se iba todo directo a la lavadora según llegase a casa, pero el cabello seguía mal, feo.

No tuvo que pensarlo mucho antes de acercarse en un momento al almacén de donde había sacado la escalera y coger unos paños que la tendrían que hacer el apaño.

Tenía poco tiempo.

Bueno, realmente no sabía cuánto tenía, porque su jefe igual se tiraba unas horas entre el cliente y su permanente conexión al teléfono, o bien era capaz de olvidarse de ella y largarse directamente a otra parte.

No sería la primera vez tampoco.

Volvió corriendo y se fue directa a la zona de las duchas.

Entonces lo vio. No podía simplemente lavarse el pelo. Seguro que se terminaría mojando la ropa por mucho cuidado que tuviera, sobre todo porque para accionarlas tenías que estar justo debajo y dar al pulsador.

Eso y que no pensaba esperar debajo del agua a ver si salía caliente o si tardaba un rato.

Como no la apetecía dejar la ropa en las taquillas y tener que hacer ese recorrido desnuda, acercó la escalera culpable de todo y la dejó en la esquina que hacía de límite de la zona de duchas.

Se desvistió y colgó la ropa, salvo los calcetines, que dejó en sus zapatos.

Se acercó hasta la primera de las duchas.

Dio al pulsador.

Nada.

Fue a la siguiente.

Allí empezó a salir una cantidad ridícula de agua, aunque mejor eso que nada, si no fuera porque a la tercera, como a veces suele pasar, fue la vencida, y encontró una alcachofa que despertó con fuerza, liberando una buena cantidad de agua, aunque, como se había imaginado, templada, tirando a fresquita.

Decidió esperar y, ya de paso, quitarse las gafas, que había olvidado que aún llevaba y se habían mojado con algunas gotas sueltas.

Esas sí que las dejó con la carpeta de los papeles y anotaciones.

No es que la empresa estuviera anticuada, pero, ya fuera en un acto de previsión o de tacañería, el jefe prefería que utilizasen el papel cuando estaban en el terreno y, luego, lo pasasen a las tablets o el ordenador al llegar a la oficina o desde el coche, cuando por distancia hubiera supuesto un retraso excesivo.

A su regreso, Ana comprobó que, ahora, funcionaban las tres alcachofas cuyos controles había presionado, aunque con volúmenes desiguales y ya la primera empezaba a perder fuerza al terminarse el tiempo que establecía el sistema interior para mantener el caudal.

Se acercó y, además del vapor que comenzaba ya a elevarse por la zona, comprobó con la piel de su mano que el agua ya tenía una más que razonable temperatura, quizás incluso más caliente de lo necesario, claro que era de esperar porque el sistema estaba pensado para que se usasen varias salidas a la vez y no una sola como ella pretendía.

Tuvo una idea tonta o, más que tonta, se podría decir que algo infantil, claro que nadie estaba mirando.

Fue apretando todos los pulsadores de cada una de las diez alcachofas de las duchas y, cuando ya de todos brotaba agua, se acercó de nuevo a la tercera, la que originalmente había decidido usar y, al interceptar con la mano la cortina de agua, determinó que la nueva temperatura del agua era más ideal, caliente pero sin pasarse.

No tenía ni jabón ni champú, pero tampoco era indispensable para lo que ella pretendía, un aclarado de su cabellera para eliminar la suciedad depositada en ella desde los elementos de escayola del techo del vestuario.

Se metió bajo el chorro y cerró los ojos, mirando hacia arriba, dejando que el agua la bañase y se deslizase por la superficie de su cuerpo, disfrutando, por un momento, de la paz y tranquilidad tan agradables que suponía una ducha de agua caliente en esa relativa intimidad.

Cuando se dio cuenta del descenso del volumen saliente, bajó la cabeza y abrió los ojos lo justo para poder dar al botón que daría paso a un nuevo ciclo de suministro del puro elemento.

Ahora sí, empezó a pasarse las manos por el cabello, adelantándolo para que la suciedad no terminase aposentándose en alguna parte de su espalda sino que se precipitase desde sus cabellos colgantes adelantados a su propio cuerpo.

La sensación del agua caliente sobre su cuerpo era una delicia.

Pulsó otra vez para continuar recibiendo el preciado líquido, olvidando toda norma de ahorro del agua, y disfrutando del momento.

Empezó a pensar en la última vez que había estado con su pareja bajo el chorro de la ducha, juntos, enlazando sus cuerpos en un baile que nada tenía que envidiar a un tango en sensualidad.

Recordó esos momentos, cómo sus manos se cruzaban, se movían curiosas y con urgencia por sus cuerpos, los besos que se repartían, las sensaciones que se despertaban en sus pieles, la excitación de la invasión de esos dedos cuando alcanzaron su entrepierna, la manera en que ese viril miembro crecía y se engrosaba en su mano.

Sin darse cuenta, se estaba acariciando, una mano en su concha, recorriendo su raja con intensidad y acariciando su clítoris, de naturaleza extremadamente sensible, y con la otra mano se deslizaba insinuante con las yemas de los dedos por el cuello y bajaba hasta uno de sus pechos, que amasaba hasta atrapar entre sus dedos el pezón que lo coronaba, pellizcándolo con una fuerza media, sin pasarse pero tampoco tan débilmente como para que pasara desapercibido.

Estaba tan ocupada masturbándose, totalmente concentrada en jugar con su mano y dedos en su entrepierna, estimulando su clítoris y metiendo un dedo a veces, otras dos, en el interior de su coño, que no se dio cuenta del espectáculo que suponía o del lugar donde estaba ni de que lo que tenía pensado originalmente era un lavado rápido del cabello, nada más.

Pero no fue así y, como todo espectáculo requiere, un público tenía, aunque ella no lo sabía.

Sólo cuando de nuevo el agua comenzó a menguar, tras otra pulsación con un codo, antes de arrodillarse en el suelo mojado y resbaladizo, con las piernas separadas, acariciándose a toda velocidad su sexo, metiendo ya no uno o dos, sino hasta tres dedos en lo más profundo de su coño, agitándose sin poderlo evitar por esas divinas sensaciones que agitaban todo su cuerpo en espera de desatar toda la fuerza convulsionante del orgasmo que sentía cada vez más y más cerca.

Estaba tan tremendamente excitada que ni se daba cuenta de lo que hacía o de lo que la rodeaba.

Bajo ese chorro de agua caliente se imaginaba en brazos de su amante, recordaba cómo terminó todo, con una penetración anal poderosa, de esas que rivalizaban con la vagina en las sensaciones eróticas pero que al día siguiente solía lamentar por el escozor residual.

No recordaba el haberse metido un dedo en su culo, pero lo hizo, mientras con su diestra se masturbaba a toda velocidad el coño por delante, su zurda abría camino en su culo en recuerdo de esa otra vez en la que la pasión se desbordó entre ella y su chico.

Ni siquiera ya pensaba en ahogar los gemidos, los emitía sin pudor, realmente sin darse cuenta, de lo terriblemente excitante que era la situación, disfrutando como una loca de ese momento de intensa autosatisfacción.

Estaba a punto de correrse cuando pasaron dos cosas.

El agua empezó a menguar.

Una tos apenas contenida rompió el silencio, que no es que fuera total, pero, en lo que a sus oídos concernía, era el único sonido ajeno que mereció la pena registrar e informar al resto de su cerebro inundado de la efervescencia ardiente que liberaba a la sangre su inflamada e hiperestimulada concha.

Con el corazón brincándola en el pecho, abrió los ojos y giró el rostro.

Los pudo ver allí, de pie, en la esquina de la zona de las duchas, mirándola en parte como bobos y en parte como unos salidos muy concentrados en lo que estaban viendo.

Incluso uno de ellos tenía un teléfono móvil en la mano y pudo imaginarse con total claridad que la habría sacado alguna foto o, incluso, un vídeo de su masturbación.

Eran cinco chavales, todos con sus camisas rojas del equipo de atletismo, y, entre ellos, destacaban en primera fila los dos mismos que la habían estado espiando antes.

Incluso el de antes, el que habló de los dos, el más alto, tenía una sonrisa de superioridad instalada en el rostro, mientras la miraba tocándose el bulto del pantalón.

Y allí estaba ella, completamente desnuda, de rodillas, con una mano en su coño y otra con no uno, sino dos dedos en su esfínter anal.

Su primera reacción, completamente instintiva, fue la de apartarse, la de intentar cubrirse, llegando con la espalda hasta la pared, mientras se encogía y protegía los pechos y la entrepierna con sus brazos y manos para cesar la exposición a ese grupo de chavales.

  • Seréis cerdos -se indignó cuando superó el shock inicial, pero sin dejar de cubrirse-. ¡Marchaos, cabrones!.

  • Qué boca más sucia, so cerda -se soliviantó ese mismo chaval al que conocía de haberla espiado antes, el más alto de los cinco y, seguramente, el mayor, quizás con dieciséis años, pues el resto debían de rondar los quince.

  • Está más abierta que la boca de una mina -advirtió otro, señalando la entrepierna que Ana intentaba cubrir con una de las manos.

  • Es que es una guarra. Una puta de pornub y fricams -abundó un tercero, también entre cabreado y excitado.

  • ¡Largo de aquí, mirones!. ¡Niñatos de mierda! -se encolerizó la becaria ante el descaro de los adolescentes, que no sólo no se habían largado al verse reprendidos, sino que parecían aún más exaltados.

  • Esta guarra necesita un buen lavado de esa sucia bocaza -dijo el líder del grupo avanzando un paso, al que no tardaron en imitar el resto de sus compañeros mientras los incitaba-. ¡Vamos a darla una lección que no olvide!.

  • ¿Qué hacéis?. ¡Largo!. ¡Fuera! -intentó detenerlos, aterrada al ver que se la echaban encima.

Olvidado todo pudor, la becaria se levantó e intentó escapar, pero el agua que tanto la había ayudado antes, ahora la hizo resbalar y apenas logró mantener la verticalidad utilizando los brazos para estabilizarse.

Los cinco adolescentes del equipo de atletismo la rodearon con facilidad aullando como posesos al verla sin trabas todo el cuerpo desnudo.

Ana se encontró de repente entre cinco chavales que eran de altos como ella, el líder incluso un poquito más, fibrados y con unas evidentes hinchazones en los pantalones cortos de su equipo de atletismo.

Estaba rodeada, perdida.

Intentó escaparse hacia un lado, pero la pararon y empujaron de nuevo hacia el centro del círculo que habían formado, babeando como animales en celo, perdida toda conciencia individual en favor del grupo.

El quinteto de chavales empezaron a extender sus manos y a tocarla, a palpar su cuerpo con ansiedad, mientras ella se revolvía e intentaba mantenerlos alejados, suplicándoles que se detuvieran, pero habían pasado a ser como una cuadrilla de bandoleros, ajenos a las normas de la sociedad y lanzados a su lado más primigenio, más animal.

Decían incoherencias e insultos, mientras algunos se despojaban de su uniforme de atletismo sin dejar hueco alguno por donde huir.

Ella estaba cada vez más histérica, totalmente nerviosa y bloqueada, superada por la inesperada situación.

Una mano la agarró un pecho, ella se giró para dar una torta, una mano la sujetó la muñeca, ella volvió la cara, alguien la agarró con fuerza del cabello para tirar hacia atrás, ella gimoteó, alguien la dio una torta en el culo, otra mano hurgó en su entrepierna con torpeza y ansiedad, … no era capaz de recordar todo, rodeada de tantas manos ansiosas y rostros que se cruzaban a su alrededor en un vertiginoso cono de humillaciones.

  • Menuda puta... -oía susurrar a uno.

  • La liebre está empapada -decía otro casi a gritos, haciendo una referencia al atletismo que los unía en una sola cuadrilla, mientras la metía una mano en la concha, empapada, pero por la masturbación que casi la había llevado al orgasmo... casi, porque justo cuando iba a explotar, ellos la interrumpieron.

  • Ponedla a cuatro -sugería otro.

  • Quiero joderla bien duro -decía un cuarto, con una voz excitada.

  • Vamos a abrirla en canal y llenarla de lefa. Mirad lo caliente que está la perra. Qué duros tiene los putos pezones -escuchó decir sin duda al líder del grupo, que atrapó con una mano una de sus tetas para retorcerla un pezón hasta hacerla chillar de dolor.

  • ¡No!. Por favor, dejadme, chicos, por favor... soltadme... no me hagáis nada, por favor... -suplicaba ella, mirando a uno u otro alternativamente, buscando piedad en algún rostro.

Uno la empujó por detrás y fue lanzada a brazos de otro, del jefe, que la miró a los ojos con un punto sádico y, sujetándola de los hombros, la hizo inclinarse, arrodillarse ante él.

Uno de los que estaba a su lado se bajó el pantalón deportivo y una polla saltó como un resorte, larga y gruesa, de un aspecto aterrador, con una vida propia que la señalaba como su objetivo.

Todo a su alrededor emergieron más troncos de carne endurecida, golpeándola en partes del cuerpo, una incluso se enredó en su mojada cabellera.

Era una pesadilla.

Intentó una última resistencia y levantarse, salir corriendo aprovechando que, imaginó, el grupo intentaría cubrirse antes los penes, y a ella ya la daba lo mismo estar desnuda, solo el poder escapar.

La empujaron.

Cayó al suelo.

Se resbaló y se la echaron encima.

La sujetaron los brazos contra el suelo mientras ella pataleaba y otros dos la agarraron también por los tobillos después de que acertase a uno en sus partes, lo que fue un fugaz instante de alegría por el dolor causado.

El mayor de ellos, el autoproclamado líder del grupo estaba ante ella, acariciándose sin ningún pudor el bulto del pantalón mientras la miraba de arriba abajo como se haría con un trozo de carne especialmente jugoso, babeando.

  • Ahora vas a ver lo que es bueno, cerda -lo escuchó decir mientras se bajaba los pantalones, mostrando una tremenda erección, y se agachaba entre sus piernas.

  • ¡No, no, no! -gritaba ella, retorciéndose con fuerza, pero incapaz de escapar de las tenazas que la postraban contra el suelo.

El chaval se puso lentamente sobre ella, apuntando con cuidado su pene a la entrada de su inflamado sexo, al que no le había dado tiempo a cerrarse de nuevo.

  • Joder con la puta... está tan abierta... la muy cerda es una guarra... qué fácil entra... -iba diciendo el chaval, tremendamente excitado, mientras su polla encajaba con facilidad en el acceso a la vagina de la becaria pese a sus movimientos por impedirlo en la postura semiinmovilizada en que se encontraba.

De un empujón se la clavó prácticamente entera.

Chilló desconsolada y él lo interpretó como de gusto.

Se tumbó sobre ella y lanzó otro nuevo puyazo a la vez que la comía una de las tetas con extrema ansiedad, demostrando que era su primera vez real, con una torpeza que podría haber sido adorable de haber sido otra la situación.

Los otros la iban soltando para poder tocarla también, agobiándola en un mar de sensaciones y manos adolescentes que exploraban su cuerpo de la patosa manera de los primerizos.

Se dio cuenta de que esos chavales, esos quinceañeros, posiblemente, debían ser vírgenes.

Era la primera mujer con la que estaban así, en un plano tan sexual.

Si no hubiera sido así, de esa manera, casi la habría resultado tierno, incluso excitante, el verse casi como una seductora, en vez de la presa de ese mar de hormonas.

Pero era eso, la víctima de la lujuria desmedida de horas y horas de masturbaciones, vídeos porno, falta de valores y hormonas desbocadas.

No paraban de magrearla, de besarla por todo el cuerpo, de tocarla y pellizcarla, de morderla incluso, no fuerte, pero sí lo suficiente para que aullase.

El líder seguía embistiéndola, fuerte y rápido, llenándola con su endurecida polla adolescente, gruesa y caliente, hinchada por la excitación animal y bombeando como un loco, sin importarle nada.

Uno de ellos se colocó sobre ella y la escupió a la cara.

Tuvo que cerrar los ojos.

Sintió que alguien la agarraba una mano y se la cerraba en torno a su pene, a una masa caliente y vibrante de sexualidad masculina.

Oyó voces que la ordenaban que se la pajease, a la vez que su otra mano era llevada hasta una segunda verga, de un diámetro también aceptable, o eso pudo apreciar entre los nervios y la angustia del momento.

No supo la razón de hacerlo, pero lo hizo, se las empezó a masturbar, a pajearlas.

Quizás pensó que sería una forma de quitárselos en encima, de hacer que se corrieran y abandonasen su animalidad para, una vez caer exhaustos al descargarse, entrasen en razón y volvieran a ser personas racionales y ellos mismos detuvieran el asalto.

En realidad no pensaba eso, bueno, sí lo pensaba, pero no era consciente de sus actos ni capaz de elaborar una táctica realmente, sólo reaccionaba como una autómata.

Y el chaval no paraba de bombear, de clavar una y otra vez su vibrante polla, ese trozo hinchado y caliente de carne viril, en lo más profundo de su sexo, recorriendo una y otra vez su vagina hasta impactar contra su útero, llenándola con esa masculinidad que no podía controlar y que, de una forma involuntaria, producto de la excitación acumulada por la acción de sus propios dedos, la estaba conduciendo de nuevo sin impedimentos hasta ese punto de no retorno.

Fue incapaz de evitar que un gemido escapase de sus labios entre las peticiones de clemencia al grupo.

Él aceleró el ritmo.

No sabría dónde o qué era el clítoris ni el punto G ni todo el abecedario completo del sexo, pero ese trozo de carne venosa la empezó a arrancar unas descargas que no pudo contener.

Se corrió.

Humillada y vencida, incapaz de detener la reacción automática de su cuerpo previamente tan excitado por su propia mano, tuvo un fuerte orgasmo ante la invasión de su coño por esa polla endurecida y cabrona, que la penetraba con fuerza y violencia, sin amor alguno, sólo con la urgente necesidad de saciar un tipo de sed muy distinta a la que un vaso de agua soluciona.

Los chillidos de esa manada de críos demostraron que, incluso ellos, que era su primera vez, habían detectado su orgasmo, las contracciones interiores, las convulsiones exteriores, la forma en que giraba los ojos, la humedad extra que empapaba su entrepierna y el intenso olor que desprendía su hiperestimulada concha.

  • ¡Se ha corrido la muy guarra! -chillaba el jefe, con la cabeza entre sus tetas, que chupaba y babeaba sin parar, a la vez que aumentaba el ritmo de la penetración, perforándola con una brusquedad que, de una forma ilógica, la estaba volviendo a poner muy caliente, algo que era una perversión de su propia sexualidad, una traición de su entrepierna a lo que estaba pasando realmente-. ¡Qué pedazo puta!.

El bombeo se hizo cada vez más fuerte, más intenso, más salvaje, haciendo que el rítmico ruido del choque de sus huevos contra su entrepierna se escuchase como unas extrañas campanadas.

Ana ni siquiera se daba cuenta de todo lo que la rodeaba o de que, sin hacerlo a sabiendas, estaba pajeando esas dos pollas que descansaban entre sus manos.

Sólo supo que uno de los chavales se puso sobre ella, tapando toda la luz, mostrando un saco flotante de piel arrugada y cubierta de una espesa masa de vello, y apuntando su dura masculinidad a la boca de la becaria.

Otro de ellos, de los que estaban a su alrededor, la agarró la cabeza para que no la siguiera moviendo, intentando esquivar lo inevitable.

La hizo abrir la boca y ella tuvo que aceptar esa polla, esa gruesa masa de carne hinchada, que invadió su cavidad bucal al revés, con los huevos cayendo sobre su nariz y ojos, mientras ese rabo la atravesaba rumbo a la garganta.

No había terminado de insertarla cuando un segundo orgasmo la asaltó y el intenso gemido que escapó por su garganta involuntariamente facilitó que la profundidad de la mamada fuera total, provocándola una intensa arcada que casi hace que vomite cuando notó el prepucio golpeando contra el fondo de su boca, donde técnicamente ya no se podía hablar de la boca, sino la parte que ya se habría hacia el esófago.

Notó otra corriente prácticamente al segundo de pasar su nuevo orgasmo.

No podía creer lo que estaba pasando en medio de esa pesadilla.

Porque tenía que ser una pesadilla, un mal sueño del que se despertaría de un momento a otro.

Su traicionero sexo había liberado ya dos potentes orgasmos.

Pero no fue eso lo peor, o casi, sino que, al segundo de darse cuenta de eso, de tomar conciencia de la vergüenza que su propia anatomía la estaba generando y del agobio de tener esa polla invasora en su boca, fue entonces cuando el chaval que la estaba follando, se corrió.

Notó con total claridad cómo esa bombeante masa de carne se hinchaba de esa forma convulsa tan típica y cómo, desde la punta del rosado glande, brotaban sin parar chorros de esperma, de caliente y viscosa lefa, la semilla de su violador depositándose en lo más profundo de su sexo, llenando su vagina con ese pastoso líquido blanquecino.

Hubiera querido gritar, o llorar, o las dos cosas.

Pero no podía, aunque quisiera, no podía.

La tranca que invadía su boca comenzó su asalto, moviéndose bestialmente, sin ningún cuidado, deslizándose con brutalidad desde sus labios hasta el fondo de su garganta, penetrándola de una forma salvaje que parecía más que estuviera en su coño y no en mitad de una mamada.

La ahogaba tanto que no paraba de babear, lo que empeoraba aún más la situación.

Estaba tan agobiada por la presión de ese nuevo asalto que no podía ni pararse a valorar el resultado de esa primera violación de su vagina, de cómo el chaval se vaciaba dentro de ella y la sacaba aun emitiendo el caliente fluido masculino, para que otro ocupase su lugar.

Porque fue lo que ocurrió, aunque ella estaba tan ocupada con el violento asalto de su boca y garganta, en las arcadas que tenía y la sensación de ahogo, que ni se paró a pensar en la guarrada que debía ser que esa segunda polla se clavase dentro de su coño recién lefado, atravesándola con un golpe seco, metiendo su gruesa verga hasta el fondo, arrasando sin piedad su vagina y empapándose de esa mezcla de jugos de sus dos orgasmos y la corrida del primer asaltante.

El chaval que estaba sobre ella en cuclillas, metiendo a saco su gorda polla dentro de su boca, subiendo y bajando con las rodillas para clavar a un ritmo anormal el miembro viril hasta el fondo de la garganta mientras su escroto golpeaba rítmicamente en su cara, parecía reírse como un loco, gozando sobremanera de las arcadas que sufría la becaria, con un cúmulo de saliva y líquidos preseminales brotando burbujeantes de entre sus labios y todo alrededor del pene invasor para derramarse sobre su cuello y rostro.

Ya no podía resistirse.

Agotada, medio ahogada, atrapada entre esos salvajes, no tenía escapatoria.

Con sus manos pajeaba a dos de sus asaltantes, mientras otro perforaba su irritado coño a una velocidad cada vez mayor, con brusquedad y con unas embestidas tremendas, fuertes y duras, que sentía de una profundidad que temía que la rompiera en dos.

No podía resistirse, no podía suplicar.

El que la estaba follando en esa forzada postura la boca era aún más cabrón que los dos que habían violado el santuario de su vagina porque la asfixiaba con su fuerte y engrosado pollón, posiblemente el más grueso de los cinco, o eso la parecía en ese maremágnum que vivía.

Apenas lograba respirar de forma entrecortada entre una invasión de su cavidad bucal y la siguiente.

No todas alcanzaban su garganta, pero casi todas terminaban con una bola de babas que la atascaba igualmente, hasta que con el siguiente empujón, saltaban hacia fuera, encharcando toda la zona alrededor de sus labios, o caían de golpe por su garganta, induciéndola una tos que, encima, facilitaba que el siguiente movimiento de su verga se precipitase más al fondo, hasta generar entonces una arcada que se acompañaba de una breve interrupción del aire que lograba meter en sus pulmones.

Casi lloró de alegría cuando, por fin, empezó a verter su esperma dentro de su boca, inundándola del espeso y caliente líquido, que se precipitó por su garganta sin que pudiera hacer nada por impedirlo.

Aceptó la nueva vejación como un mal menor al lograr, por fin, que ese invasor de su cavidad bucal la abandonase y la permitiera boquear en busca del preciado aire mientras seguía recibiendo un continuado mete saca de la barra de carne que perforaba en segundo lugar su región íntima, descargando toda su fuerza en cada empujón e irritando aún más, si era posible, su hinchada conchita, que recibía las continuadas embestidas sin parar.

  • Esta cerda huele a mierda -oyó quejarse a uno de los chavales.

  • Es una puta marrana -decía otro.

  • Muy guarra -afirmaba el líder.

Entonces, a través de la bruma con que su cerebro intentaba protegerla de lo más fuerte de la violación múltiple que estaba sufriendo, recordó que se había metido los dedos de una mano en su recinto anal mientras se masturbaba.

Eso era de lo que se quejaba el chaval, que debía ser uno de los que estaba masturbando con las manos, pajeando sus pollas mientras seguía recibiendo una violenta penetración de su coño por la gruesa barra de carne del segundo abusador de su entrepierna, del olor de sus dedos.

Unos gruñidos atrajeron su atención hacia el chaval que la penetraba, moviéndose con furia apenas contenida, agarrado a sus caderas y empujando una y otra vez como un loco, perforando su concha con saña, como un salvaje.

Sus dedos estaban en blanco, como si estuviera en otra parte, y usaba toda la fuerza de que era capaz en joderla a fondo, hasta lo más hondo de su anatomía, atravesándola con su incendiada barra de carne como si estuviera perforando un pozo en la tierra en busca de petróleo.

El líder del grupillo apareció sobre ella con su sonrisa de suficiencia y la mostró su pene, completamente relajado tras correrse dentro suyo, pequeño y arrugado.

No sabía qué pretendía, pero la asustó esa mirada.

Casi se olvidó del chaval que comenzaba a vaciarse en su coño, inundando su sexo de una segunda masa de líquido seminal, con unos gruñidos más propios de un oso que de una persona mientras vertía oleada tras oleada de abundante, caliente y espesa lefa en lo más profundo de su vagina, contra el límite que marcaba el comienzo de su útero.

La sensación de esa segunda lechada dentro de su coño fue impactante, pero lo fue mucho más cuando el desvergonzado jefe del grupo se cogió el flácido pene y apuntó con él a su rostro y la empezó a orinar encima mientras se reía, risa que siguieron los demás como un coro al cabo de unos segundos, completando otro nuevo pedazo de humillación vergonzosa en ese asalto.

Rota, con el coño lleno de dos abundantes lechadas, sintió que esa nueva perversión la rompía aún más, pero no había terminado todo.

Uno de los chavales no pudo más y empezó a lanzar chorros que se derramaron entre los dedos con que Ana lo estaba pajeando, vertiéndose sobre su cuerpo y, especialmente, encima de sus tetas.

Con las manos, los chavales extendieron el esperma por su cuerpo, desde su ombligo hasta la punta de sus pechos, aprovechando para apretarla las tetas y sobárselas, incluso mordiendo los pezones con excesiva fuerza.

Estaban en eso cuando el otro al que había masturbado se situó entre sus piernas y la clavó la polla, metiéndosela de un empujón hasta el fondo.

No podía verlo entre los cuerpos desnudos de sus compañeros, que se precipitaban sobre su cuerpo y, especialmente, sobre sus tetas, como rapaces sobre un desprevenido conejito.

Pero pudo darse cuenta de que la estaba devolviendo el favor.

Estaba tocándola con la mano el coño por fuera mientras la penetraba.

Encontró su clítoris con la facilidad de la práctica, y no tuvo ninguna duda de que no era la primera mujer a la que tocaba ahí.

Mientras la clavaba su pene con una velocidad rítmica y esa fuerza nerviosa adolescente, la manejaba el clítoris de forma que la estaba hiper excitando de nuevo, como cuando la pillaron apenas un rato antes, aunque, para ella, había sido un mundo.

El chaval jugueteaba con su clítoris con pericia, mucha más de la habitual a esa edad, o eso pensó por un momento Ana, y sintió cómo su propia respiración se aceleraba en respuesta a la estimulación y, pese a la agobiante situación de tener a los otros cuatro toqueteándola por todas partes, estrujándola los pechos y pellizcándole los sensibles pezones, pudo notar como su cuerpo empezaba a excitarse cada vez más y más, acompañando esa tercera penetración de su sexo con unas descargas eléctricas cada vez más intensas por la forma en que la estaba tocando el clítoris y el propio roce de esa gruesa y caliente polla dentro de su vagina.

La fricción que iba creciendo con el ritmo cada vez más alto, esas intensas caricias sobre su clítoris e, incluso, la forma en la que alguno la tocaba las tetas, la hicieron volver a gemir, esta vez por culpa de las sensaciones escalofriantes y excitantes que manaban en forma de descargas eléctricas desde su entrepierna.

Sintió vergüenza, pero esas oleadas de sensaciones eran imparables, incontrolables, cada vez mayores, más fuertes, más intensas.

Sintió un pulso dentro suyo y la inevitabilidad de lo que iba a pasar fue evidente.

Se mordió los labios para no dar una victoria extra a sus violadores cuando tuvo un tercer y poderoso orgasmo.

Pero notaron la forma en que su cuerpo convulsionó.

Era imposible que no se dieran cuenta incluso para los que fuera su primera vez.

Se rieron de ella, jactándose de su hombría, mientras el quinto miembro del grupo, el verdadero responsable, no paraba de follarla y de tocarla de una forma que la presión de su clítoris volvía a crecer imparable.

Un cuarto orgasmo la barrió sin poderlo evitar.

Esta vez chilló, no pudo evitarlo, ni siquiera cuando vio que uno de ellos volvía a grabarla con un móvil.

No logró evitar que su cuerpo la traicionase.

Y el chaval se vino por fin.

El quinto miembro del grupo, sin dejar de acariciar el clítoris de Ana ni por un instante, vertió su semilla dentro de su coño, llenando su vagina con una tercera dosis de caliente y grumoso esperma.

Ella hubiera podido caer derrotada entonces, con tres masas de semen alojadas dentro de su vagina, pero el quinto chaval no sacó su polla, sino que la dejó dentro, terminando de soltar hasta la última gota, apretándose contra ella y moviendo su mano con mayor lujuria si cabe sobre su clítoris.

Aún tuvo un último orgasmo la becaria antes de que el quinto miembro del grupo de chavales del club de atletismo decidiera abandonar su hinchado y empapado coño.

Se quedó allí, tirada, desnuda, en mitad de las duchas, mientras ellos las ponían en marcha y se aseaban, riéndose y jactándose de lo machos que eran.

Se vistieron y se marcharon todos.

Todos salvo el jefecillo del grupo, que la advirtió con un intento de voz varonil:

  • Ni se te ocurra decir nada, puta. Te tenemos grabada haciendo el marrano y corriéndote como una fulana. Diremos que fuiste tú la que nos lo hizo y el problema lo tendrás tú, ¿entiendes, marrana?.

Ella fue incapaz de responder, tratando de asimilar todo lo que había pasado y esas duras palabras.

  • Pregunté si lo entiendes, zorra -siguió, en tono amenazante, avanzando hacia ella con un puño cerrado.

  • Sí... sí... -aceptó su derrota, sin saber muy bien qué hacer en ese momento.

  • Ufff... espero haberte dejado preñada, putilla. Te estaría muy bien empleado por ser tan cerda -concluyó el chaval, marchándose mientras silbaba como si no hubiera pasado nada.


Nota: relato de ficción.