Casos sin titular XXIIIg: una larga semana 4

La semana que Alicia ha pasado en manos del maduro jefe de su novio y sus amigos se acerca a su fin... ¿qué tendrá pensado Eusebio ?.

Esa semana que tan larga se le hizo a Alicia concluyen, pero el Doctor teme que los acontecimientos tengan ondas expansivas mucho más allá en la vida de la joven, así que escucha atentamente la narracción de los sucesos sin saber muy bien hasta dónde los llevarán.

Esa semana... (parte 4)

Estuvo sin estar.

De cuerpo presente, pero con la mente en otro lado, Alicia no pudo llegar a disfrutar de la noche con su familia.

Cuando regresó a casa, a ese piso, a lo que fuera el nidito de amor que compartía con Francisco, se le vino todo encima.

Se derrumbó nada más entrar, casi más agotada a un nivel emocional que físicamente.

No pudo evitar maldecir el día que comenzó todo, pero, sobre todo, su incapacidad para contárselo a su chico, esa falta de conexión sincera con su novio que había precipitado unos acontecimientos que jamás deberían de haberse producido.

Lo del tren había sido inevitable, ella no podía saber que no era Francisco quien se metió con ella en la litera, pero lo de después... todo lo que vino a continuación era algo que pudo evitarse.

Y ahora se sentía una mierda, se daba asco a si misma.

Había convertido a su chico, a su novio, en un auténtico cornudo, pero no una, sino varias veces y, lo peor, era que sabía que iba a volver a pasar, que tendría que volver a pasar después de las últimas revelaciones en su vida, en el maldito despacho del cabrón que su pareja tenía por jefe.

No podía dejar de darle vueltas a lo sucedido esa mañana, a cómo se había caído una de esas vendas que llevaba sobre los ojos, que quería llevar sobre los ojos hasta que lo tuvo delante.

Higinio.

El cerdo del maduro que la trataba como una extensión de los dominios sobre los que ejercía su despótico poder había llevado a Higinio, a su casero, para algo más que humillarla o compartirla.

No sabía ni cómo no se había dado cuenta de su presencia en las sombras de esa sala de reuniones, porque no era precisamente un hombre que pasase desapercibido.

De hecho, siempre le había recordado su aspecto al del personaje que hacía de abuelo de Heidi en la serie homónima

Su casero era un hombre alto, cercano al metro ochenta, con un cabello canoso abundante y una espesa barba cerrada del mismo tono plateado.

Fumador de pipa, tenía un aspecto siempre serio y tenía un cuerpo cuidado para su edad, sin la clásica barriga que habría hecho que se pareciera más a una especie de Papá Noel.

Aún podía recordar la conversación que tuvieron.

  • El otro día me encontré a éste buen hombre al salir de tu pisito y descubrí que teníamos algo en común -la dijo Eusebio, pavoneándose y gesticulando como si fuera la presentación de un producto ante unos clientes-. A ti. Solo que yo te estaba follando y él pajeándose escuchándote, ¿verdad, Higinio? -el casero asintió con un gesto brusco, corto, apenas perceptible si no lo hubiera estado mirando-. Es que resulta que eres una muñequita gritona -la fue aclarando- y mi buen amigo sabía que ese cero a la izquierda de Paquito -despreció al novio de Alicia- estaba fuera toda la semana, así que... ¿con quién estabas?... pues... ¡conmigo! -hizo un aspaviento para remarcarlo-... bueno, y otro invitado al que trataste rematadamente bien, ¿verdad? -la guiñó un ojo como si existiera una complicidad entre los dos, a la vez que recordaba la visita de Miguel y la intensa sesión de sexo de esa jornada-... ahhhh que me pierdo. Lo que iba a decir es que el pobre Higinio estaba en el piso de al lado mientras hacen unas reformitas en su casa... ¡y ha disfrutado de lo lindo escuchándote chillar como una furcia encelada!.

  • Yo... yo... -no sabía muy bien qué decir, prácticamente desnuda ante esos dos hombres maduros, el jefe de su novio y el casero del piso que compartía con su chico.

  • No tartamudees, es sumamente molesto -la reprendió Eusebio-. Ahora os dejo para que os conozcáis de verdad.

Dicho eso, se retiró, encendiendo la luz del lugar y cerrando la puerta al pasar a su despacho.

Alicia se dio cuenta de que no podía volver a cubrirse, al menos no del todo, porque el capullo para quien trabajaba su chico se había llevado su minifalda.

Tampoco sabía muy bien qué decir, qué excusa poner o, sencillamente, alguna manera de lograr salir de allí con un mínimo de dignidad.

  • Me gustas -se sinceró el casero-. Eres atractiva, joven, tierna. Me gustas desde el primer día. Por eso os lo alquilé a ese precio -ella pensó que no era precisamente una ganga y si a ellos les cobraba esa cantidad, a saber qué precio hubiera puesto a otros que no le gustasen, pero se abstuvo de comentarlo-, para poder tenerte cerca. Lo que no sabía es que estabas disponible o yo mismo te habría pedido...

  • Yo no... de verdad, no soy así. Es que él... -se dio cuenta de que no sabía explicar la razón por la que había hecho todo lo que llevaba hecho hasta entonces, tanto lo que pudiera saber su casero como lo que no- él...

  • ¿Te ha obligado?. ¿Te ha amenazado?.

  • No, bueno, no, es que... -estaba completamente liada.

  • ¿Te ha... violado? -preguntó el casero, con un interés demasiado intenso para el gusto de la joven.

  • No -tuvo que admitir, aunque estuvo a punto de mencionar que, en realidad, por su culpa sí que la habían violado, claro que no había acudido a denunciarlo y eso lo podría interpretar de otra forma distinta al razonamiento que ella misma se había dado para justificar su actitud entonces y después.

  • Quiero comerte el coño -soltó, de golpe, el hombre, ese maduro de aspecto plácido que tanto recordaba al personaje del abuelo de Heidi-. Llevo días imaginándomelo mientras te oía gemir como una cerda.

  • No, por favor, yo no...

  • Si me dejas, no le diré nada a Francisco -ofreció el hombre, con un brillo febril en los ojos, que apenas lograban ya apartarse del enrojecido coño de la veinteañera.

  • Bueno -aceptó ella tras unos segundos de silencio, pensando a toda prisa y llegando a la conclusión de que tampoco podía ser tan malo, al menos no comparado con las otras cosas que había hecho esa semana.

El hombre se acercó despacio, con un temor reverencial, mientras ella, casi sin darse cuenta, se movía el cabello, apartándoselo de forma inconsciente de forma coqueta.

Cogió una silla y la acercó a donde estaba ella, que separó las piernas, dejándolas apoyadas a los bordes de los lados de esa misma silla en la que se sentó ese hombre.

Lo vio relamiéndose los labios con nerviosismo mientras su mirada no se apartaba de su objetivo, la usada entrepierna de Alicia, que ella misma, sin necesidad de mirarse, notaba hinchada e inflamada, y sabía que estaría rosada y con un brillo ligeramente húmedo a la vista, sobre todo con esa iluminación artificial.

Por un momento la hizo gracia la situación, el que ese maduro se quedase mirándola de esa manera, pero, después, se dio cuenta de que, de nuevo, era una forma de ponerle otro cuerno a su chico, y cambió de cara, sin saber muy bien qué hacer, pero, en el fondo, sabiendo, resignada, que no tenía alternativas, no podía escapar de la situación, o, al menos, no la veía en ese momento.

Por lo menos no quería penetrarla, lo cual era un cambio.

Dentro de lo que cabía, no era lo mismo... o eso quería pensar, porque, también, otra parte de su mente sí que pensaba que el permitir ese tipo de acceso a su sexo a otro hombre no dejaba de ser una traición a la relación que mantenía con Francisco, pese a que fuera menos grave que el que la clavase su órgano reproductor.

Sabía que solo estaba distrayéndose, que nada de lo que estaba pensando serviría de nada, que lo que iba a ocurrir era algo que la marcaría igualmente, pero no podía evitar estar dándole vueltas, como si buscase justificarse ante sí misma.

Vio esa cabeza descender hacia su entrepierna.

Notó el roce de esa poblada barba canosa y casi pudo escuchar cómo sorbía el aire que rodeaba su caliente conchita, como si pudiera saborear de una forma primaria y anticipatoria a través del olfato.

Casi ni se dio cuenta del primer contacto, de tan leve que fue el instante primero en que apoyó su lengua contra su inflamado coño, pero después el maduro empezó a tomar conciencia de la realidad que él también estaba viviendo, que no era un ensueño y que, de verdad, la tenía para sí, que esa conchita estaba allí para él, para disfrutarla como sólo había podido hacer en sus fantasías más calientes.

Según cogía confianza, los movimientos de la lengua se hacían más intensos, apoyaba más esa extensión musculosa de su boca, acompañándola al poco con sus gruesos dedos y, unos instantes más tarde, con sus labios, que empezaron a atrapar los pliegues que recubrían el sexo de la joven y estirárselos con un estilo torpe y, sin embargo, tremendamente excitante.

Con cada movimiento de esa lengua, las sensaciones se iban intensificando, alcanzaba el clítoris por momentos, cada vez un poquito  más, y la veinteañera se vio de nuevo sintiendo unos escalofríos que nada tenían que ver con la fiebre, no al menos con la habitual, sino con otra variedad, algo mucho más profundo.

Al principio estaba apoyada en los codos, mirando hacia su casero, pero luego, poco a poco, esa lengua, esas sensaciones que despertaba, esa electricidad que la recorría, esa ansiedad anticipatoria... la fueron llenando de una forma que la repugnaba y, a la vez, la excitaba.

Se dejó caer sobre la mesa y, sin poderlo evitar, sin querer hacerlo, empezó a tocarse los pechos, descubriendo que sus pezones estaban tiesos, calientes, casi tanto como su propia entrepierna.

Un suspiro escapó de entre sus labios... luego otro... y otro... y un primer gemido cuando su clítoris descargó una señal más intensa en reacción a esa lengua.

Cada vez estaba más y más caliente, sacaba la lengua y se relamía los labios, sus manos iban desde los bordes de la mesa, agarrándose, hasta sus pechos, estrujándolos y, por momentos, tironeando de sus pezones, mientras los gemidos iban poco a poco creciendo, llenando el silencio de la sala, donde apenas ya acertaba a escuchar ese sonido tan curioso que producía la lengua de su maduro casero lamiéndola el empapado coño y jugueteando con su delicado clítoris.

Notaba como dos de esos gruesos dedos invadían su coño, exploraban su vagina de una forma torpe y ansiosa, quedándose empapados en esa mezcla de sus propios jugos con el esperma del jefe de su novio y, esa visión mental, la excitó aún más, haciéndola sentir muy sucia y guarra.

Cada vez estaba más y más excitada, con su clítoris completamente activo, descargando señales cada vez más y más intensas, llenando su torrente sanguíneo de hormonas y su cuerpo de una serie de descargas eléctricas que la hacían temblar y retorcerse sin poder evitarlo, sin querer hacerlo.

Estaba más y más mojada por dentro, escuchaba como en un sueño esos dos dedos agitarse en su interior, con un ritmo por momentos más y más intenso, llenando el ambiente con un olor fuerte, poderoso, sexualmente embriagador.

Empezó a correrse, temblando de arriba abajo, desbordada por las emociones, por su traicionera sexualidad despertada por la lengua y dedos de su viejo casero.

  • Joooder... fóllame joder... por Dios... jooooder... fóllame cabrón... jooooder... fóllame... fóoollame ya... joooodeeeeeer... cabróooon... -chilló sin dar crédito a sus propias palabras.

Él no decía nada, seguía sin parar, comiéndola el coño, restregando su barbudo rostro por su excitadísima entrepierna, metiendo sus gruesos dedos una y otra vez hasta el fondo sin dejar de lamer con energías renovadas su conchita.

No pudo evitarlo, no quiso evitarlo, se volvió a correr, gimiendo como una loca y con todo su cuerpo agitado, convulsionando al ritmo de ese segundo orgasmo concedido por su maduro casero.

  • Aggg... ahhh... jooooodeeer... joooodeeerr... fóoooollame... por Diooooss... jooooodeerr... ahhhh... aaaaahhhh... joooodeeeer... Dioooossss... fóoollaaaaamee... joooodeeer... ahhhh... aggghhh... ahhhh... -medio chillaba, medio gimoteaba sin control, temblando todo su cuerpo sin control.

Higinio se hacía el sueco, el sordo, o como puñetas se dijera, pero parecía como loco sorbiendo, lamiendo, chupando su clítoris y toda la rajita de su coño, insertando esos dos gruesos dedos como si la quisiera joder con ellos a imitación de su virilidad, haciendo un sonido húmedo que la volvía loca, entrando y saliendo del interior de su caliente y excitada vagina.

No podía imaginar que alguien tan mayor y de apariencia tan apacible pudiera tener una lengua que, de tan torpe, estaba logrando que tuviera unas sensaciones tan poderosas, volviéndola absurdamente descontrolada, sin saber cómo parar salvo suplicando que usase su herramienta viril para descargarse y, así, que cesase ese ataque a su más íntima sexualidad.

Pero no paraba, quería arrancarla otro trozo, otra capa de su privada sexualidad como si estuviera pelando una cebolla, salvo que lo hacía, sobre todo, con esa gorda y torpe lengua que, de tan insistente, estaba descomponiéndola, destrozándola con las sucesivas descargas de su clítoris, sometido a una permanente excitación por el manejo de esa musculada lengua y el continuado roce de esos callosos dedos.

El tercer orgasmo fue demoledor, casi sintió que se desmayaba mientras gritaba y se retorcía entre la mesa, sujeta, casi anclada, por esas manos más que por su propia musculatura, completamente desbordada por las intensas convulsiones que partían de su coño pero que no paraban hasta alcanzar la punta de sus extremidades y que envolvían su cabeza en un baño hormonal enloquecedor.

  • Por... pooor favooor... aggggghhh... aghhhh... Diooossss... poor... favooor... agggghhh... paaara... paaaaaraaa... no pueedo máaas... jooooodeeeeerrr... aaaaaaahhhh... fóoollameeee yaaaaaaaaa... cabróooooonnn... ahhhhh...

En un sólo movimiento, su casero sacó sus empapados dedos del interior del horno en que se había convertido la vagina de Alicia y dejó de lamerla para levantase en toda su envergadura y bajarse los pantalones.

Ella estaba medio inconsciente por ese terrorífico tercer orgasmo, y apenas podía entrever nada, pero captó, por un instante, el tremendamente grueso miembro del maduro, que apuntó directamente a su entrepierna y, sin más preámbulos, clavó con fuerza, sin oposición, en su dilatada y hambrienta concha, que absorbió esa masa de carne hasta el fondo con la primera estocada.

Lanzó un gemido profundo, gutural, que nacía de lo más hondo, como si se lo arrancasen desde el centro de su abdomen, bajo su ombligo, y sintió esa polla clavarse, gorda y casi más caliente que su propia vagina, comenzando a bombear con fuerza, desplazándose por su lubricadísima vagina con facilidad pese a su grosor, moviéndose adelante y atrás, insertándose hasta lo más profundo, clavándose bestialmente, llenándola no sólo con la intensa erección sino con su propia excitación imparable.

El hombre bombeaba, agarrándola las piernas por los muslos, metido entre ellos y empujando con fuerza, estrujando sus piernas y tirando de ella para acercarla cada vez que el impulso con que la penetraba la hacía moverse hacia el interior de la mesa, como si quisiera escapar, cosa que él no concedía, acercándola para que la profundidad de la penetración fuera total, follándola con una potencia rabiosa, como si creyese que si lo hacía más despacio ella desaparecería, esa fantasía cumplida para alguien como él se esfumaría, así que la jodía todo lo fuerte y duro que podía, sin restricciones, a fondo, clavándosela con un ritmo endiablado, bufando por toda la energía que tenía que emplear, llenándola una y otra vez con esa barra de carne endurecida y ardiente.

No pudo resistir, sintiendo esa masa caliente moviéndose enloquecidamente en su interior, llenándola, bombeando, moviéndose rítmicamente adelante y atrás, penetrándola profundamente, y tuvo otro orgasmo, que la sacudió bestialmente, atrapando ese tronco viril en su interior, inmovilizándola por un instante con todo ese temblor muscular que la arrasaba de arriba abajo, de un extremo a otro no sólo de su vagina, sino por todo su cuerpo.

Pero sólo un segundo, luego la masculinidad se impuso, demostrando que su ansiedad por dominar, por invadir a su oponente femenina era mayor que la resistencia que pudiera ella ofrecer con esas convulsiones, de hecho, incluso disfrutándolo más al sentir esa resistencia a su avance por momentos, forzando a tope a la veinteañera y sometiéndola al empuje de su pene, apretando el bombeo para destrozarla, para allanar su sexualidad y convertirla en suya, hasta que notó cómo esa gruesa y caliente polla se adentraba más y más en su interior y, simultáneamente, se retorcía por dentro y engordaba de una manera aún mayor para impulsar el caliente líquido que brotaba desde sus huevos, vertiéndose en oleadas hasta lo más interior de su cuerpo, cubriendo su coño con una masa de esperma caliente que la rellenó por completo.

Vaciado, siguió bombeando un poco más, liberando los últimos restos de su semen, esparciéndolos por todos los recovecos de la empapada vagina de Alicia y aprovechando esos últimos instantes para agarrarla las tetas y estrujárselas entre sus maduros dedos, disfrutando ese momento de completa posesión de la joven, sometida por las ráfagas de sensaciones que la recorrían.

Finalmente, Higinio retiró su pene del interior de la veinteañera, que pudo sentir con total claridad como del interior de su vagina se escapaba un chorro resultante de la mezcla en su interior del esperma de los dos hombres y sus propios fluidos.

La estuvo mirando un rato, con un cara que era un poema y que mostraba que todavía estaba sorprendido por lo ocurrido, por lo fácil que le había resultado tener a esa bella y dulce joven, y lo mucho que había disfrutado cumpliendo una de esas fantasías que no imaginas que jamás puedan hacerse realidad.

Para ella fue otra marca en su particular descenso, pese a los orgasmos conseguidos y ese sexo gozado, por mucho que quisiera engañarse a si misma, y, sobre todo, otro cuerno para coronar a su novio.

Sábado

Faltaba ya poco para el regreso de Francisco, cada vez menos.

Eusebio avisó que no podría atenderla como debía el domingo, porque también regresaba su mujer, Estela, pero que la llamaría para disfrutar de un polvo de sábado.

Su vulgaridad hubiera podido ser alarmante en otro momento, pero no después de lo que había vivido esa semana, así que se preparó, temiendo qué hubiera pensado el jefe de su chico para ése día.

Tal como la pidió, se enfundó en ese otro vestido rojo que tenía, uno con un escote de cordones que dejaba a la vista todo el costado interior de sus senos.

Obviamente el sujetador estaba descartado, pero, al menos, la concedió llevar puesto un minúsculo tanga.

El vestido era de manga tres cuartos, llegándola poco más allá del codo, y terminaba a mitad del muslo, donde prácticamente conectaba con unas medias largas negras con blonda que se puso, culminando su indumentaria con unos zapatos de tacón que la hacían parecer 5 centímetros más alta.

Se puso el collar de plata con su nombre, el mismo que la había regalado por su cumpleaños su novio y ya estaba lista para lo que la tuviera preparada.

Bueno, lista no, pero no tenía alternativa, no veía escapatoria posible y, al menos, ese sería el último día.

Ni siquiera su chaval sería tan necio como para volver a picar e irse a otro viaje largo a cambio de una zanahoria en forma de promoción laboral, salvo que esta vez sí se la diera, pero algo en su forma de despreciarle cuando lo mencionaba la hacía pensar que no, que era una promesa sin validez, puro humo usado como excusa para quitárselo de en medio y poder usarla a placer.

Ya se lo haría ver ella si hacía falta, pero si de algo estaba segura es de que no se iba a repetir lo de esa semana, tanto por él como por si misma.

Llegaron a media tarde, por separado.

El primero fue Eusebio, que entró con sus propias llaves, como si aquella fuera su casa, una extensión de sus dominios y ella, su mantenida, una hembra marcada no con su hierro, sino con su sexo.

Al verla aparecer silbó en signo de aprobación mientras la miraba de arriba abajo antes de acercarse a ella, agarrarla por la nuca y besarla con fuerza, metiendo su lengua hasta el fondo de su boca, invadiéndola sin ningún pudor, a la vez que, con su otra mano, palpaba su apretadito trasero, casi como si fuera un ganadero controlando el estado de sus reses.

Después llegó Miguel, un hombre al que no hubiera echado nunca de menos si no lo volvía a ver jamás, recordando aún la forma bestial en la que la sodomizase durante su anterior visita.

El bestial maduro la repasó de arriba abajo con ojos hambrientos, deseando empezar la fiesta cuanto antes, cosa que hizo que Alicia temblase sin poder evitarlo.

El tercero y último en llegar fue Higinio, el casero de la joven pareja, con su poblada barba que tanto le hacía recordar al personaje de ficción.

Él trajo una botella de vino y se comportó con una cierta normalidad, aunque no la quitó ojo de encima, poniéndola nerviosa, recordando lo pasado en la clínica no hacía mucho.

Se sentaron a la mesa y ella les sirvió como si fuera una vulgar criada, observando cómo comían y charlaban relajadamente, como si ella no estuviera allí, sin dejarla probar bocado, pese al ruido que empezó a escucharse hacia el final de la cena, cuando los olores de los platos que ella misma había preparado y servido empezaron a hacer mella en su autocontrol,

  • ¿Ella no come? -se atrevió a preguntar Higinio.

  • No lo necesita, está muy buena así -soltó Miguel.

  • Cierto -convino el jefe de su novio-, está buenísima con esa figura que tiene... y, además, pronto tendrá que pasar más hambre si quiere lucir tipo para lo boda, ¿verdad? -se dirigió al casero.

  • No se lo ha propuesto todavía -aclaró el maduro-. Creo que está esperando a volver y el ascenso.

  • Ahhhh... sí... algo dije de pensarme un ascenso... pero no le veo muy capacitado... si ni siquiera es capaz de tener su casa cuidada y a su mujercita saciada... no tengo claro que deba ser más que una hormiguita, un cero a la izquierda. Lo mejor que ha aportado a la empresa es... -y la miró con lascivia- a ella.

  • Serás cabrón hijo de pu... -se enfadó Alicia, temblando de rabia, cansada de todas las humillaciones sufridas, de todos los cuernos que su chico había recibido para nada, de ser usada por esos maduros.

  • Jajaja, cálmate, mi niña, era broma, ¡jajaja! -se burló de ella Eusebio-. Venga, ¿cómo crees que no le voy a dar un ascenso con lo bien que te has portado?. Además, te mereces algo más que éste cuchitril.

  • ¡Ehhhh! -reaccionó ahora Higinio ante el comentario despectivo del piso que alquilaba a la parejita.

-Bahhhh, no te preocupes, que seguro que Alicia convencerá al ciervo -usó como mote de Francisco, para recordar los cuernos que tenía- para quedarse y gozar de su buen casero, ¿verdad, chiquilla? -y la guiñó un ojo con complicidad.

Poco después recogía la mesa y se terminaba las sobras de camino a la cocina, mientras ellos se fumaban unos puros habanos que el jefe de su pareja había traído para la ocasión y que la obligarían a ventilar mucho y bien cuando se marchasen.

Estaba fregando los cacharros, aprovechando ese instante de tranquilidad antes de lo que la tuvieran planeado, además de que detestaba el humo del tabaco y el de los puros especialmente, cuando comenzó el primer asalto.

Le olió antes de verlo.

El aroma del puro asaltó sus fosas nasales mucho antes de que el hombre entrase en la cocina, colocándose tras ella, que seguía lavando, intentando aparentar tranquilidad y deseando que no fuera a pasar lo que fuese que la tuvieran planeado allí.

Bueno, en realidad hubiera preferido que todo ya hubiera terminado, que no tuviera que admitirlos en ese sábado, que la cosa hubiese concluido con lo acontecido en el lugar de trabajo de su novio.

Pero los deseos son eso, deseos, y no hay magia capaz de hacerlos realidad cuando se oponen a la voluntad de gente como Eusebio.

Aunque no era el jefe de su chico quien se pegó a ella, a su trasero, apretándose de forma que notase el tremendo bulto de su entrepierna contra su culo apretadito y sujeto por el ajustado vestido.

En cuanto vio la mano adelantarse, ascendiendo mientras iba rozando su vestido, supo quién era sin necesidad de girarse.

Intentó fingir que estaba concentrada en la limpieza, deseando que se marchase, pero la voluntad masculina era superior y estaba absolutamente enfocada a un objetivo.

El brazo izquierdo la rodeó por la cintura y tiró de ella hacia atrás, pegándola contra la erección oculta bajo el pantalón, mientras la mano diestra llegaba hasta el final de su escote y comienzo de la lazada que unía ambos extremos.

Tiró de ella y la abrió, atravesando la red que protegía sus vulnerables pechos, siendo el izquierdo, el situado sobre su corazón, el primero en ser alcanzado por esa voraz mano, limitada por ese cordón que no había desmontado del todo, solamente lo justo para poder meter su mano entre medias.

Amasó con virulencia su seno, estrujándolo sin piedad, mientras la besaba en el cuello, forzándola a inclinarse ante su empuje.

El brazo izquierdo repitió el movimiento, acercándola de nuevo contra su masculinidad, y Alicia sintió que uno de sus zapatos se le salía, dejándola coja y obligando a que tuviera que apoyarse con las dos manos en la encimera mientras se mordía un labio, a medio camino de pedir que parase y, a la vez, sabiendo que el suplicar eso desencadenaría aún más salvajismo por su parte.

Miguel movió el brazo hasta que su mano izquierda se apoderó del bajo de su vestido y lo empezó a alzar, hasta llegar a rozar el hilo de su tanga, que arrancó de un fuerte tirón, que lo dejó colgando, además del daño que la hizo al clavársele en el otro extremo por un momento.

Su gemido dolorido fue malinterpretado por el hombre, que lo anotó como una prueba de su aceptación.

La hizo inclinarse hacia delante mientras la metía la mano por la rajita, desplazándose todo a lo largo, buscando un objetivo que encontró rápido, el punto de acceso a su vagina, el punto más vulnerable de su coño.

Empezó a masturbarla con fuerza, con energía, apresuradamente, posiblemente deseando más saber el resultado de su equipo de fútbol que el poder destrozarla con su verga.

Su ansiedad era palpable, en la forma en que metía sus dedos, agitándolos y presionando con furia mientras la otra mano jugaba con el pecho atrapado doblemente por el tejido del vestido y su zarpa.

Cuando quiso darse cuenta ya tenía el vestido prácticamente subido a la cintura, con el paquete de Miguel frotándose contra su espalda y el punto en que dejaba de nombrarse como tal.

Alicia se aferraba, mordiéndose el labio para que no lograse escapar ningún gemido de su boca, aunque la habilidad de esos dedos la estaba poniendo cada vez más caliente, eso combinado con la permanente situación de excitación y de sexo a lo largo de la semana, hacían que cada vez resultase más fácil que se pusiera cachonda.

Sacó con torpeza, entre los cordones del escote, esa mano con la que había estado amasando su teta y pellizcando con saña el pezón que la coronaba, para agarrar el cinturón y la bragueta que le impedían liberar su virilidad.

Ella se dio cuenta de que había empezado a traspirar, que, bajo ese vestido y esa nueva intención de aguantar, lo que se escondía era un animal deseando liberarse, deseando gozar de una sexualidad que, pese a lo mucho que amaba a su chico, era poca, no la hacía sentirse tan deseada como al principio de su relación, aunque ella sabía, sin ningún género de dudas que no era así, que su chico la quería sin restricciones, pero se había acomodado y, sin querer, la había dejado abandonada en esa parte tan importante de la vida.

Detestaba con toda su alma a ese hombre que ahora la estaba sobando, pero, sobre todo, a Eusebio, por haberla ofrecido a ese y a los otros, pero, en el fondo, sabía que lo había disfrutado, que se había sentido mujer, una hembra deseada, aunque, quizás, no de la forma que a ella la habría gustado, y esa mezcla de emociones, de sensaciones, de sentimientos, era la que formaba un barullo en su mente, que iba del asco más intenso al deseo de obtener esos momentos de placer, pese a saber que sólo la usaban para desfogarse, nada más, tratándola poco más que si fuera una prostituta y no una... una... estaba empezando a dejar de saber quién era, ese era otro de los peligros de esa situación.

Situación que tenía que terminar... tenía que terminar... lo sabía... lo sabía... pero... pero... cuando sintió esa polla, esa abrasadora masa de carne palpitante, esa barra de fuego atravesándola, llenándola, penetrándola fuerte y duro una vez los dedos abandonaron su vagina... esa sensación arrasó con toda contención, con todo intento de mantenerse fiel a si misma, a su chico, a... a...

  • Ahhhh... ahhhh... -empezó a gemir al ritmo de las embestidas, luchando como podía por mantenerse firme, por aguantar los empujones.

El amigo del jefe de su novio tenía ahora sus manos en las caderas de la joven veinteañera, impregnando un lateral del vestido con sus propios jugos vaginales, convirtiendo ese vestido tan sensual en otra prueba de los cuernos que coronaban la cabeza de Francisco desde que Eusebio se había metido en lo más profundo de la vida privada de esa pareja.

Clavaba su pene con fuerza, impulsándose hacia arriba mientras sujetaba con fuerza a la chica, que, involuntariamente, acomodaba sus caderas a la posición, facilitando el brutal acceso de esa masa de carne palpitante, que subía y bajaba, subía y bajaba... subía y bajaba por su vagina, inundándola con su fuego, destruyendo sus defensas y golpeteando contra su útero como un martillo de cabeza bulbosa.

Una y otra vez se la metía, la penetraba con ansiedad y furia, ascendiendo y bajando, subiendo y descendiendo, prácticamente sacándosela salvo la puntita para luego volver a clavarla hasta el fondo, hasta sacudir todo ese femenino cuerpo, que liberaba su energía en forma de gemidos cada vez más intensos.

Miguel la follaba fuerte, duro, sin piedad ni amor, forzando una y otra vez el camino de su interior con su endurecida polla, con esa arma caliente con la que la reducía a una masa chillante, unos gritos y gemidos que, por un instante, la chica supo que debía de controlar, que se escucharía en todo el patio, en todo el edificio, pero... pero era incapaz, estaba impotente ante las sensaciones que su sumisión a esos hombres, la penetración brutal que lograba a cambio, la imponían, obligándola a gemir sin parar, rítmicamente, con cada empujón que sentía impulsar esa masa de carne golosa que la llenaba hasta lo más profundo de su sexualidad, arrasando con cualquier contención, liberando un mar de hormonas y descargas.

  • Toma, a ver si dejas de fastidiar el fútbol -escuchó, como a través de una niebla, a Eusebio, de repente a su lado, ofreciéndola una zanahoria de lado, para que mordiera y no siguiera incordiándoles con sus gritos.

Se fue como vino, en un suspiro que se llevó un viento en mitad de la niebla que empañaba su mente y sus sentidos, y no la importó, no dejó de sentir las embestidas, las clavadas de ese pene en su interior, de cómo, ahora, una de las manos se había metido por delante y la estaba masturbando el clítoris y su rajita mientras la otra alternaba el sujetarla con propinarla unos fortísimos azotes, que resonaban como gongs sin que eso mermase la potencia y grosor de esa barra hinchada que la llenaba por momentos, antes de vaciar su vagina tan sólo para volver a inundarla a continuación, provocándola unos picores en su interior cada vez más y más intensos.

Se corrió.

Su cuerpo se contorsionó por el orgasmo.

Mordió con tanta fuerza la zanahoria que la partió, cayendo los trozos al suelo tras revotar en la encimera, y ella escupió el fragmento de su boca sólo para poder gemir de gusto justo un instante antes de que, con otro impulso, esa polla la volviera a llenar y empezase a brotar de su bulbosa punta enrojecida un mar de esperma, una lechada espesa y grumosa que iba contra la gravedad y contra la corriente de flujo de la joven, que se derramaba por sus paredes liberada por el fuerte orgasmo que la dejó desmadejada.

La sostuvo un instante el hombre, el macho que la había montado como si fueran unos simples animales en celo, mientras bombeaba un poco más, con movimientos mucho más cortos, solo por el placer de terminar de vaciarse, de limpiar sus cañerías soltando hasta la última gota de su semen en el interior del coño de la veinteañera.

Después, la dejó, se la sacó y se marchó a ver el fútbol, mientras ella caía, se derrumbaba en el suelo de la cocina, asqueada de si misma y, a la vez, sintiendo un inmenso placer interior, un placer absolutamente culpable, pero que sabía que no sería el último de ese día.

No.

Eusebio se aseguraría de que no fuera su último pecado.

Mientras Alicia se recomponía y se deshacía del tanga roto, los otros hombres seguían a lo suyo y exigían, entre gritos, una nueva remesa de cervezas.

No tuvo más remedio que atenderles, olvidándose de la idea de poder acercarse al lavabo y adecentarse mejor.

Allí estaban Eusebio y Miguel, disfrutando como si de inocentes niños se tratase del partido de fútbol, olvidándose de ella por completo por un momento, como si allí no pasase nada anormal.

Higinio no estaba a la vista.

Supuso que estaría en el cuarto de baño del pasillo, que tenía la luz encendida y aparecía cerrado, así que pasó, lo más silenciosamente que pudo, hacia su propio lavabo, anexo a su dormitorio.

De paso, aprovecharía para cambiarse... no, cambiarse no. Ponerse unas bragas nuevas, tras la destrucción del tanga por parte de Miguel.

Era allí donde estaba su casero, eligiendo tranquilamente entre su ropa de cama.

Al verla llegar la lanzó ese salto de cama que había comprado para una ocasión especial con su chico.

Era de encaje, prácticamente transparente, que la cubría la espalda hasta mitad de su trasero y, por delante, los hombros y volandera hasta por encima del codo, con un escote con dibujo floral tan pronunciado que apenas cubría nada de sus pechos, sujetándose apenas por una cinta justo por debajo de ellos y cayendo por delante algo más abajo de su ombligo.

También estaba el tanga a juego, de color negro también, tan ridículamente escaso que apenas cubría un par de centímetros de ancho, con un tejido transparente que no dejaba nada a la imaginación.

  • Póntelo, por favor -pidió su casero, con una educación que diferenciaba su actitud de la prepotencia con que se movían los otros dos maduros-. Me gustaría vértelo puesto para mí -anunció, sonrojándose ligeramente bajo esa poblada barba blanca.

Se hubiera podido negar, pero, por un momento, recordó lo sucedido con ése mismo hombre unas horas antes, la forma en que había logrado arrancarla esos tremendos orgasmos sin penetrarla, en cómo había sido ella quien había terminado suplicándole que la penetrase, que, de lo contrario, seguramente no habría hecho, pese a que, obviamente, lo deseaba desde el principio.

Decidió conceder ese gustazo a ese hombre tan normal, tan lejos de la barbarie animal con que era tratada por los otros maduros a quienes había metido en su vida el abusivo jefe de su chico.

  • ¿Podría...? -hizo un gesto de incomodidad, casi de vergüenza, pese a que ese maduro ya la había visto desnuda, cosa que, en la práctica, se repetiría cuando se pusiera ese conjunto de lencería, y, sobre todo, porque no solo ya la había follado, sino que hacía apenas unos instantes se había comportado como una hembra en celo apenas a unas decenas de metros de distancia.

  • Ahh... sí, por supuesto... por supuesto -concedió él, saliendo del dormitorio y cerrando la puerta al salir, concediéndola una intimidad que sus otros compinches jamás habrían permitido.

Estuvo tentada de terminar de golpe, de desnudarse, abrir la puerta y que la follase. Estaba claro que ese iba a ser el final que su casero pretendía.

Pero no lo hizo.

Le concedió su fantasía.

Era el único que la trataba con algo de decencia, así que accedió a esa fantasía que debía rondarle la mente, a saber desde cuándo.

  • Estás... estás... arrebatadora -dijo, con la boca abierta, prácticamente babeando, cuando Alicia abrió y lo dejó pasar, mostrando el resultado de su cambio de indumentaria.

  • Gracias -fue lo único que se atrevió a decir, deseando que ese sábado terminara así y, a la vez, ansiando que se alargase, de una forma obscena y pervertida, completamente alejada de la persona que había sido hasta hacía muy poco.

El maduro se acercó a ella despacio, midiendo cada paso, recorriéndola con la mirada como si la viera por primera vez, saboreando cada curva, cada contorno, cada pequeña imperfección de la piel... imperfecciones para ella, belleza para él en ese cuerpo femenino joven y todavía tierno.

Se lanzó sobre ella a besarla con furia, abrazándola y metiendo su lengua en una lucha sin cuartel, lengua contra lengua, a medio camino de una y otra cavidad bucal.

De un tirón en la espalda de la joven, tensionó el conjunto de forma que el nudo de delante se deshizo solo.

La empujó sobre la cama y se alzó sobre ella, aplicándose ahora a los desprotegidos pechos, que tomó entre sus manos y se metió en la boca, devorándolos con una ansiedad escandalosa, como si fuera una persona recién salida del desierto que mete la cabeza en un cubo de agua cristalina y la bebe como el más preciado tesoro del mundo.

No manejaba sus tetas con rudeza como los otros y, aun así, también la excitaba la forma en que lo hacía, las sensaciones que transmitían sus pechos mientras los tocaba, los absorbía con su boca o jugueteaba con sus pezones, incluso el roce de esa barba.

El hombre siguió comiéndola los pechos un rato, haciendo que empezase a calentarse de nuevo, y ella lo correspondió agarrándole su blanca cabellera, corta, pero, aun así, lo suficientemente amplia como para que pudiera perder de vista sus dedos entre medias a ratos.

La bajó esa minúscula braga, más cercana a un mini tanga que a otra cosa, y la dejó caer hasta los tobillos, para meter su cabeza con voracidad entre las piernas entreabiertas de la joven veinteañera.

Alicia pegó un grito de placer cuando sintió el primer lametazo recorrer su rajita hasta alcanzar su clítoris.

Él empezó a comerla el coño con energía, removiendo toda su sexualidad externa, provocando que cada centímetro de sus labios vaginales, de sus pliegues externos, se calentase de una forma distinta pero intensa.

Ese maduro continuó comiéndola el coño un buen rato, haciendo que sus gemidos se hicieran más y más intensos, cada vez más salvajes y profundos, mientras esa lengua se empleaba a fondo.

Su clítoris no fue capaz de resistir la presión mucho tiempo, sobre todo después de llevar ya un orgasmo en su haber apenas un rato antes.

Estalló en otro orgasmo, intenso y profundo, chillando con pasión mientras se retorcía en la cama, agarrándose a donde podía, sin saber muy bien si era ropa, si era el propio colchón o si era la cabeza de su casero.

Ese hombre maduro seguía chupando, lamiendo, devorando no sólo sus jugos, sino su propio clítoris y absorbiendo el agujero de su vagina, dilatado y caliente.

Ella sabía lo que deseaba, y esta vez no se contuvo, no podía aguantar ese ataque clitórico, esa intensidad de sensaciones que la dejaban a la vez excitada y extenuada, como si fuera a reventar y, a la vez, a desmayarse.

  • Fóooollame... agghhh... jodeeeer... fóoooollame hijo de puuuuta... aggghhhh... joooodeeerrrr... ahhhhh... ahhhhh... Dioooooossss... yaaaaa... fóoollaaaaaaameeee yaaaaa... yaaaa... aaahhhh.... -suplicó, retorciéndose de puro placer, con los ojos en blanco vueltos hacia el techo.

Su casero no se lo concedió aún, siguió babeándola el coño, lamiendo y chupeteando, jugando también con sus dedos por su rajita y su vagina, hasta que un descomunal tercer orgasmo la arrancó un chillido que parecía que brotaba del centro mismo de su ombligo al explotar por la presión con que se agitó todo su aparato reproductor por dentro de su abdomen.

Prácticamente sin sentido, destrozada por las convulsiones, fue cuando sintió la polla del maduro meterse en su interior.

Se la clavó despacio, angustiosamente despacio para su gusto, para él, disfrutando de cada milímetro de la vagina de la joven que podía, por segunda vez, penetrar.

Ella se dejó hacer, totalmente rendida, vencida por la intensidad del último orgasmo, y fue notando cómo esa gruesa verga la iba destrozando por dentro, clavándose tan profundamente que, por un momento, la recordó cómo sería la unión entre un tornillo y un taco.

La metió tan adentro que pensó que la había roto el útero, pero no, sólo era una apreciación absurda de su mente bloqueada por el mar de hormonas liberado tras el descomunal orgasmo anterior.

Entonces empezó a bombear, despacio al principio, a la vez que esa boca que tanto placer había concedido a su conchita, se centraba ahora de nuevo en sus tetas, esta vez con más voracidad, más agresiva, con un hambre más intenso.

Poco a poco, el ritmo fue incrementándose, haciendo que esa barra de hinchada carne palpitante se desplazase por su vagina más y más rápido, llenándola más y más profunda e intensamente.

Más y más la clavaba su pene.

Más y más sentía que se deslizaba con una fuerza renovada en su interior.

Más y más sus tetas eran amasadas y devoradas por esa insaciable boca madura y esas manazas callosas.

El bombeo subía y subía, más y más fuerte, más y más adentro, más y más caliente con cada segundo que pasaba, más y más gorda... más y más... era como si, con cada golpe, con cada inserción de la hinchada verga, esa masa de caliente virilidad se hiciera mayor, más gruesa, más detectable por cada una de sus terminaciones nerviosas y del mar de hormonas que bailaban por todo su cuerpo.

Higinio se movía cada vez con más rapidez, con más fuerza, clavándosela más intensamente, con más potencia, agitando su madura masculinidad para obtener ese momento de placer.

Alicia se retorcía, sintiendo cada centímetro de esa gruesa polla, de esa hinchada verga que la abrasaba por dentro con su calor y con la fricción de cada impulso que la invadía, mientras ese rostro barbudo la comía las tetas, estrujándolas entre sus callosas manos y devorándolas por fuera y... los pezones, también por dentro, por dentro de la boca donde se los metía para atraparlos entre sus dientes o juguetear con su lengua.

Lo sentía cada vez más y más, como un tren que coge velocidad cuesta abajo, solo que éste túnel no tenía salida y era un choque constante contra el fin de esa vía una y otra y otra vez.

Estaba a punto de correrse, podía notarlo, cuando él estalló.

Su masculina herramienta empezó a verter oleada tras oleada de su leche, de ese esperma caliente e invasor, que arrasaba con todo, que expulsaba al del anterior macho para marcar ese territorio como su propio dominio, para marcarla como suya.

El semen salió disparado, brotando del extremo de esa polla vibrante, que descargaba una y otra vez, una y otra vez... una y otra vez hasta que ya sólo era una vibración, hasta que se calmó tras terminar de soltar esa semilla en lo más profundo del tesoro al que daba acceso el inflamado coño de la joven, que dejó cerrar sus párpados y suspiró de placer, pese a haberse quedado a un instante de un nuevo orgasmo.

Se debió de quedar dormida, porque, cuando abrió los ojos, ya todo era silencio.

No había nadie, sólo ella, respirando pesadamente.

No veía luces en el pasillo, ni el sonido del partido, nada.

Suspiró e intentó incorporarse, completamente agotada, deshecha.

Se volvió a dejar caer, intentando recuperarse.

Estaba más cansada de lo que se había imaginado.

Por fin había terminado todo.

El sábado había concluido y ella era libre de nuevo.

Una sonrisa afloró a sus labios y se sintió feliz.

Por fin se había liberado del yugo del jefe de su chico, su vida volvía a pertenecerla.

Pensó por un momento en Higinio, su casero.

Se había portado relativamente bien con ella y... esa forma de comerla el coño... bueno, no podría volver a ser, estaba claro, pero pensó que hacerle un regalo tampoco estaría mal.

Se empezó a tocar el coño.

Lo notó ligeramente húmedo aún... y con una pequeña lámina reseca, seguramente algo del esperma de Miguel o del casero que se había escurrido fuera y que tendría que limpiarse.

Tenía que levantarse.

No podía dormirse con eso en su interior.

No podía quedarse embarazada tomando las pastillas, pero siempre era mejor asegurarse.

Además, era un poco asqueroso el tener esa lefa en su interior... sobre todo la de Miguel.

Se levantó con torpeza y encaminó sus somnolientos pasos al lavabo.

Al menos lo intentó, porque, apenas se levantó, cuando una mano ruda, fuerte, tiró de sus cabellos y la arrastró de nuevo hasta la cama, adonde la lanzó.

  • ¿No pensarías que me iba a ir sin despedirme, verdad, putilla? -escuchó la voz jactanciosa de Eusebio, que, inmediatamente, se echó sobre su espalda.

Debía de haberla estado observando todo ese tiempo desde las sombras.

No la dejó recuperarse, empezó a meterla una mano por debajo del cuerpo hasta alcanzar su coño, que empezó a tocar con avidez pese a la incómoda postura.

Alicia pudo notar su endurecido miembro viril contra su espalda, apoyada entre los cachetes de su culo, frotándose contra ellos y el final de su columna.

Apestaba a alcohol y humo de puro.

Su pesado cuerpo la inmovilizaba boca abajo, impidiendo cualquier intento de cambiar la postura.

Notaba esos gruesos dedos moverse bajo ella, tocar su entrepierna con torpeza alcohólica, mientras él se frotaba contra su espalda, buscando, tanteando, con su gruesa verga, en busca del rastro de su rajita.

Ella chilló, intentando que se detuviera, que se calmase, pero tiró de sus cabellos con fuerza para estirar de su cabeza y luego la lanzó contra el colchón varias veces, en una muda orden de silencio y sumisión.

Su polla por fin encontró su concha y se internó en ella, moviéndose por fuera, rociando de una humedad especialmente olorosa todo su coño hasta que encontró el hueco y se clavó.

Sin dejarla lubricar lo suficiente, esa gruesa virilidad se insertó en su vagina, comenzando un violento y brutal mete-saca, impulsándose con sus caderas, que alzaba y dejaba caer sin piedad, con furia, con una lujuria desatada y violenta, clavando su virilidad hasta lo más profundo, metiendo y sacando su endurecida polla y embistiéndola sin piedad, montándola como un animal borracho y loco, fuerte y duro.

Una y otra vez ese pene la abrasó por dentro, violó cada espacio de su vagina con su fuerza animal, con esa gruesa barra de carne que ardía con un fuego interior que trasladaba al exterior con la furia de sus acometidas, moviéndose a lo largo de su volcánica vagina, despertándola, haciendo que, a la fuerza, se acomodase a la gorda masa de masculinidad que la horadaba, quebrantando cada milímetro de su íntima sexualidad para imponerse a todo macho anterior.

El objetivo de esa barra de carne era uno y sólo uno, demostrar a esa chica quién era el macho de la manada de hombres que la habían poseído esa semana y, sobre todo, de la inferioridad de la hombría de su novio, al que no dejaba de humillar con la forma en que poseía a su chica, su hembra, invadiéndola una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez con clavadas fuertes y secas, duras y calientes, de esa polla que la marcaba como el hierro a las reses.

La follaba sin piedad, con una locura bestial, lanzando toda su fuerza con cada empujón, con cada golpe que la propinaba a través de esa barra de hinchada carne, quemándola por dentro.

Una y otra y otra vez empujaba, forzaba al máximo su coño por fuera y su vagina por dentro, inundándola con su gruesa verga, impulsándose más y más fuerte, cada vez más y más, más y más... más y más...

Sintió el estallido en su interior.

La clavó aún más al fondo, lo más adentro que fue capaz, liberando toda la presión de su hinchadísimo pene en forma de unas ondas expansivas que mandaban oleadas de esperma a cubrirla por completo, inundando su coño con esa masa semisólida, esa semilla que implantaba en lo más hondo de su sexualidad, la marca de su propiedad, de su superioridad masculina.

Y así terminó todo.

La sacó su polla y, estrujándosela con la mano, tiró las últimas gotas de su semen sobre la espalda de la temblorosa joven, a la que dejó postrada en la cama mientras él se lavaba en su cuarto de baño interior antes de marcharse tranquilamente, como si allí no hubiera pasado nada.

Al día siguiente regresó Francisco y ella lo recibió con alegría, fingiendo la máxima normalidad.

Esa misma noche la pidió en matrimonio y, cuando ella aceptó, también aceptó lo que pasaría en ese otro día clave.




Fin... ¿o no?.

Dedicado a la inspiración que impulsó esta historia.