Casos sin titular XXIIIe: una larga semana 2.

La vida que Alicia compartía con su novio da un giro radical cada vez mayor por culpa del maduro Eusebio.

La joven se sigue sincerando con el Doctor, describiendo la semana que pasó bajo el control del jefe de su novio, llevando esa perversa relación por un camino cada vez más peligroso.

Esa semana... (parte 2)

Se despertó desorientada, sin saber muy bien dónde estaba ni con quien.

Si no hubiera sido por el terrible dolor de su culo, hubiera podido incluso imaginarse que estaba con su novio, con Francisco, pero él jamás la habría usado así, no la habría llevado a esos límites para luego superarlos.

Al principio de su relación sí, hubo días en que lo hicieron de una forma salvaje, muy intensa, pero jamás a ese nivel.

Estaba machacada.

Seguía asombrada del aguante de esos dos maduros que la habían usado y maltratado durante horas, porque era lo que había ocurrido, su mente ya se estaba refrescando y recordándolo, no sólo su magullado cuerpo.

No es que la hubieran dado una paliza, no en ese sentido, aunque hubo unas cuantas tortas, y no suaves y cariñosas o algo juguetonas, no, no habían sido de esas, no se habían cortado ni un pelo.

Cuando la daban una torta, era de verdad, un tortazo fuerte, sin cortarse.

La hacían sentirse a ratos como una niña, como una cría manejada a su antojo por esos dos hombres.

Ahora sólo estaba uno y, por la forma pesada de su respiración supo que era Eusebio, el jefe de su novio.

En otra parte de la casa se escuchaba el televisor.

Seguramente Miguel, el maduro rubio musculado de piel tostada, estaría allí, tumbado en su sofá, desnudo.

Sintió asco sólo de imaginárselo.

No habría forma de que lo pudiera limpiar luego y dejar de olvidar quién había estado allí en pelotas, como si violase también ese sitio, no sólo su trasero.

Porque lo había hecho, lo había vuelto a hacer, la había sodomizado.

Esa era la razón del tremendo escozor que sentía en su ano, esa sensación que llegaba a ratos, como de un papel fino a punto de rasgarse, un dolor intenso que iba y venía, aunque no tanto como cuando la rompió su culo.

Recordaba cómo la habían follado los dos a la vez, cómo Eusebio se había adueñado de su coño y Miguel de su culo, a lo bestia, comportándose más como un animal que como un ser humano.

La habían destrozado.

Pero se había corrido.

Eso tampoco podía negarlo.

Al final, se había corrido, y había tenido no uno, sino tres orgasmos.

Y se había orinado encima, o, mejor dicho, entre ellos.

Había logrado contenerse casi todo el tiempo, pero con el segundo orgasmo fue ya incapaz y toda esa inmensa cantidad de agua que el jefe de su chico la hizo beberse se desbordó como de una presa que abriera las compuertas de golpe, empapándose los tres con ello.

Luego lo habían usado como justificación para castigarla, para hacer que se duchasen juntos y seguir follándola allí, entre los dos, y bajo la lluvia de agua de la alcachofa.

Por segunda vez, Miguel la llenó con su esperma el culo y Eusebio descargó una primera dosis de su lefa en lo más profundo de su vagina, empujando frenéticamente su polla contra el borde de su útero.

Fue cuando tuvo el tercer orgasmo, tremendo y que la dejó desmadejada entre los dos hombres, que siguieron abusando de ella a placer, comiéndola como si fuese un manjar.

La habían comido el coño como nunca, pero siempre paraban cuando estaba a punto de correrse.

Lo hicieron los dos.

Cuando se fueron a dormir, limpios y descansados, después de que ella cambiase las sábanas mojadas, ella estaba tan caliente, tan excitada, que tuvo que suplicarles que  siguieran, que la volvieran a follar, la obligaron a suplicárselo, a que se humillase pidiendo ser usada, riéndose de ella.

Sólo consiguió que la permitieran, textualmente así se expresaron, comerles las vergas hasta que se corrieron en su boca, pero sin dejarla tocarse, así que terminó quedándose dormida con una tremenda excitación que luchaba contra la quemazón de su culo reventado por la gruesa polla del amigo del jefe de su chico.

Pensó en los gritos, los gemidos, los chillidos que estuvo dando todo el rato, en cómo se rebajó al papel que la habían asignado, el de una muñequita destinada a calmar ese peculiar apetito sexual de esos dos maduros.

Se dio cuenta de que volvía a sentir excitación.

El dolor que creía que era responsable de su despertar estaba siendo sofocado por la intensidad de una necesidad que no estaba sofocada por las horas de sueño.

Volvía a estar caliente.

Mejor dicho, seguía estando caliente.

Intentó levantarse, pero al primer movimiento, una manaza de Eusebio la atenazó, aferrándose a ella y atrayéndola hacia sí incluso en sueños, pegando su trasero contra su flácido miembro.

Flácido, encogido y arrugado ahora, pero que menuda dureza alcanzaba cuando el cabrón quería, menuda forma de destrozarla, de follarla, de arrancarla gemidos y chillidos, menuda forma de reventarla y coger lo que no era suyo, de robarla un sexo propiedad de su chico para hacerla suya y clavarle otro cuerno en la frente.

No podía evitar pensar en él, en su chico, sin imaginárselo como un ciervo coronado, era un cornudo, y lo era por su culpa.

Bueno, sabía que no era sólo su culpa, que todo había surgido por la mano y el deseo del maduro que la tenía agarrada, pero no podía dejar de pensar que era ella quien realmente lo había traicionado, que no había hecho lo suficiente para resistirse al empuje y la ambición sexual del jefe de su chico.

Se estaba tocando.

Estaba pensando esas cosas y, de repente, se dio cuenta de que se había empezado a tocar, se estaba acariciando el coño, deslizando sus dedos por la rajita, estimulando su clítoris, como si el pensar en cómo la habían usado, cómo había impuesto esa corona de cuernos a su chico, la excitase.

Y no podía parar.

Era una mala persona.

Pero no podía parar.

Estaba tan excitada que no se controlaba.

Su entrepierna era más fuerte que su evolucionado cerebro.

  • Quieres más, ¿verdad, putilla? -la susurró al oído la pastosas voz de Eusebio.

  • Sí -acertó a decir contra su voluntad, o eso deseaba ella pensar, porque tenía la total seguridad de que, en realidad, era ella quien había provocado su despertar al mover sus caderas, frotándose contra el desnudo cuerpo del maduro y despertándole no sólo a él, sino también a su verga por el roce, y eso la excitó de una extraña forma.

Había notado como se hinchaba, cómo iba cogiendo forma, cómo se iba endureciendo mientras crecía, culebreando contra su trasero mientras ella se contoneaba y lo frotaba con sus movimientos mientras se tocaba a si misma en la entrepierna y, aun así, pese a saber que estaba despertando el tronco fálico del posesivo maduro, había insistido, sabiendo interiormente que al final eso lo despertaría.

Era como si una parte de ella, esa parte que estaba caliente, que necesitaba calmar esa calentura, en realidad sí desease plantar otro cuerno más a la corona que habían impuesto sobre la cabeza de Francisco.

Cuando él habló, despierto por la intensidad con la que estaba frotándose contra su masculino cuerpo, ella tuvo un instante de duda, aún hubiera podido parar, fingir que sólo quería levantarse e ir al lavabo, aunque posiblemente eso no habría supuesto diferencia, porque estaba segura que él la habría seguido y follado en el cuarto de baño, pero, en su lugar, había dicho que sí, había tolerado el insulto de ser llamada putilla y lo había ignorado a propósito con un solo fin, el ver saciada su propia necesidad, el ser cubierta de nuevo por esa furia de testosterona incendiante.

No quería ser de esas... pero lo estaba siendo, y no podía parar, no en ese momento, no, no podía, no tenía esa fuerza de voluntad.

Su coño ganaba a su mente... otra vez.

  • ¿Lista para otro trío? -ofreció él, cada vez más pegado a su espalda, con la polla creciendo cada vez más, caliente y más y más gruesa y larga a cada segundo que pasaba.

  • No... no... por favor... eso no... -suplicó ella, incapaz de volver a tener esa otra hinchada tranca reventándola analmente.

  • ¿Por qué?... díselo a papi... -se hizo el difícil, y ella supo qué deseaba oír.

  • Porque quiero ser solo tuya... sentirte bien dentro... sentir tu pollón...

  • Solo porque me lo suplicas -concedió él, cogiendo su polla y apuntándola entre los muslos de la chica hasta el agujero que ella le habría entre sus dedos, abandonando la masturbación para conceder permiso a una nueva invasión de su más profunda intimidad por ese tronco de carne inflamada-. Joder... que caliente estás, putilla... ufff...

Alicia sintió cómo esa bulbosa punta de lanza que era el glande de Eusebio la iba atravesando, sin preámbulos, sin juegos, sin chorradas, deslizándose a través de la humedad que ella misma sentía en su interior, acomodándose al intruso que la iba perforando, entre sus piernas, adentrándose en su coño como una máquina taladradora, empujando con fuerza, a pesar de que ella no oponía resistencia, salvo la propia de la posición de costado, pero él sólo buscaba su propio placer, y cuando más cerradita la sentía, más deseaba atravesarla y, aunque ella no se negaba esta vez, su propia posición facilitaba esa sensación y él disfrutaba jodiéndola, empujando con fuerza para llenarla, para invadir su coño y alcanzar su útero, metiendo todo su tronco fálico en su vagina como si de una perforadora se tratase, montándola como un animal en celo.

Empujaba y empujaba hasta que se la clavó.

Después siguió empujando, apretando, forzando su hueco dentro del caliente coño de la joven, que aceptaba la caliente invasión mordiéndose los labios para no emitir los gemidos que luchaban por brotar entre sus labios.

No quería alertar al otro maduro.

No deseaba que eso se convirtiera en otra... fiesta de tres...

Eusebio se agarró con fuerza a su costado, arañándola, y empezó a bombear, impulsando con fuerza su verga, medio sacando y moviendo de nuevo hacia delante su gruesa y caliente polla, deslizándola por su mojada vagina, ya caliente y húmeda... y no solamente por el rato que se había estado masturbando antes de despertarlo.

Él la follaba con ansiedad, con fuerza, sin tapujos, empujando una y otra vez su pene, abriéndola y dejándola expuesta al siguiente empujón, a la siguiente penetración de su masculino falo, que la horadaba sin parar, cada vez más frenético, más impulsivo, más insaciable, montándola como si fuera la primera vez, clavando con toda la potencia que la posición permitía, una y otra vez.

No aguantaba más.

El primer gemido salió de entre sus labios.

Eso lo excitó aún más.

Comenzó a bombear con más rapidez, con más fuerza, más adentro, hasta lograr arrancar más gemidos, cada vez más altos, intercalados con chilliditos intensos.

Disfrutaba con cada sonido que brotaba de su garganta, con cada expresión de goce y él respondía follándola más fuerte, más profundamente, hasta el fondo, una y otra vez.

Ella notaba cómo esa polla la atravesaba, cómo su gruesa masa de carne la invadía con ese calor que irradiaba, llenándola por completo una y otra vez antes de retirarse y volver a adelantarse hasta chocar de nuevo contra el fondo de su vagina, como si quisiera atravesarla y llegar al corazón de su aparato reproductor.

Una y otra vez bombeaba, una y otra vez ella gemía, cada vez más alto, más seguido.

Él estaba empujando como loco, agitándose, moviéndose adelante y atrás, lanzando toda la potencia disponible a un único objetivo, el llenarla el coño y joderla viva.

Una y otra vez la perforaba, la llenaba con esa masa gruesa y ardiente, desplazándose hasta invadir con fuerza una y otra vez el mismo canal ya recorrido, como si cada vez fuera la primera, con una fuerza arrolladora, cada vez más dura.

Hasta que estalló.

Pudo sentir con total claridad cómo esa, ya de por sí inflamada polla, se hinchaba como si fuera una ola que avanzase, hasta que, por su redondeado extremo, empezó a brotar su recompensa, chorros de esperma espeso, uno tras otro, varios chorros de lefa que la inundaron, que cubrieron su vagina y mojaron su coño en lo más profundo.

Aún siguió bombeando un rato, pero ya con menos fuerza, ya solo por cubrir expediente, por soltar los últimos restos de su semen en el interior del manchado sexo de la veinteañera, y luego la sacó y se la restregó por los labios vaginales y entre los muslos, dejando una humedad pegajosa, como si fuera una marca, un sello con el que decir a otros que ella era suya, de su propiedad, que él era el macho que la gobernaba, su amo.

Se arrastró para apartarse de ella y se levantó para ir al lavabo.

  • Tú turno -dijo a esa otra persona que había llegado, atraído por los profundos gemidos de Alicia, precisamente lo que ella había querido evitar, pero que ya no podía ser.

Ni se dio la vuelta, ni miró, no quería hacerlo, no quería sentirse una auténtica mierda por dejarse hacer lo que, de todas formas, era inevitable que sucediese, porque esos maduros no aceptaban un no por respuesta, ya fuese real o provocador.

Para ellos, su cuerpo no era un templo, era un objeto con el que saciar su propia y rabiosa sexualidad.

  • Hora de darte lo tuyo, guarrilla -la advirtió, cogiéndola por los tobillos y tirando hasta hacer que se diera la vuelta para ponerse boca arriba-. Pero esta vez por delante, que no soy un bestia.

Ella no dijo nada, pero desde luego estaba segura que la única respuesta era que sí, que era un bestia, un auténtico cabrón.

Se subió encima suyo, alumbrado por la luz que entraba desde el cuarto de baño donde Eusebio se aseaba y esa luz intermitente reflejada del televisor en marcha en el otro cuarto.

Se lanzó directamente a morderla las tetas, con una ansiedad extrema, estrujándoselas sin piedad mientras se las metía en la boca y mordisqueaba sus castigados pezones.

Mientras hacía esto, insertó con rudeza su grueso pene en su coño.

Ella hubiera deseado torpedear sus intentos, pues falló el primero, apretándose al principio contra el orificio de salida de la orina, pero al final orientó su endurecido falo hasta el agujero correcto y él hizo el resto, insertándolo con un empujón bestial, arrollándola de un estacazo hasta clavársela de golpe hasta el fondo.

Empezó a bombear con fuerza, llenándola con su engrosado miembro viril, llenando su coño doblemente empapado por sus fluidos y por el esperma del jefe de su chico, mientras no paraba de amasar sus pechos, babearlos y morderlos.

Una y otra vez se la insertaba, arrasaba el espacio interior de su coño con la potencia de su engrosada verga, haciendo que escuchase el rítmico golpeteo de sus huevos contra su concha con cada empujón.

Estuvo un buen rato así, empujando con fuerza mientras tomaba sus mamas como si fuesen el dulce más delicioso del mundo.

Luego cambió de posición, se alzó y se puso sobre las rodillas, sacando su polla del interior del inflamado coño de la chica, que estuvo tentada de suplicarle que no se marchase, casi pensando que había terminado, si no fuese porque no se engañaba, sabía que deseaba verter su leche en su coño, ese era su objetivo, su destino como hombre, como macho.

La recogió las piernas y se las subió a los hombros, dejando sus rodillas apoyadas sobre él, haciendo que la postura la hiciera percibir con más claridad la profundidad de las incursiones de su polla, que volvió a clavar bien adentro de su caliente concha.

  • Esa es buena -comentó Eusebio, mirando desde la esquina-. Seguro que a esta guarrilla le encantará probarla.

Sintiéndose a medias humillada, a medias excitada, Alicia fue incapaz de decir nada, salvo emitir un chillido cuando el bombeo se intensificó en esa postura.

Gritaba frenética, alternando los chillidos con gemidos inconscientes, mientras era empitonada, atravesada una y otra vez con fuerza por esa inflamada verga, haciendo que la cama temblase y golpease la pared con cada embestida, mientras la posición facilitaba que esa barra de carne penetrase más y más profundamente y más y más fácilmente, arrollando cualquier mínimo obstáculo o contracción involuntaria de la veinteañera, que, poseída por un frenesí compartido, tuvo un nuevo orgasmo que casi la hace desmayar, pero que no hizo que él parase, sino que contribuyó a que esa humedad extra facilitase aún más la sesión de sexo, con el añadido de un sonido de chapoteo aún más intenso, sin mencionar un extra de aroma que aumentó el ya denso olor a sexo del cuarto.

El maduro siguió forzándola, llenando una y otra vez su concha con su gruesa polla, follándola a lo bestia, con embestidas intensas y casi tan duras como su propio pene, que la atravesaba con una especie de ansiedad propia.

Más y más fuerte la daba, más chillaba ella, más duras eran las embestidas, más y más profundas... más y más... tuvo un nuevo y arrollador orgasmo que la hizo pegar un grito tremendo y casi volvió a mearse, pese a que no la habían vuelto a dejar beber nada, salvo sus pollas, y, casi al unísono, Miguel empezó a correrse, liberando oleadas de esperma por todo su conducto vaginal, doblando la apuesta de Eusebio para dejarla tan empapada por dentro que prácticamente sólo pudiera arrastrarse si no quería ir dejando un rastro de lefa por toda la cama y el suelo del piso antes de llegar al lavabo.

Tampoco es que la fueran a dejar, porque el musculado amigo del jefe de su novio se quedó esta vez tumbado en la cama, sobre y dentro de ella, sin extraer su miembro, que ella fue notando como, según se iba relajando, se empequeñecía y adoptaba una presencia menos imponente.

Eusebio se tumbó al lado y aprovechó las partes expuestas de su cuerpo para sobarla mientras ella empezaba a verse vencida de nuevo por el sueño.

  • ¿Qué, te ha gustado, putilla? -la preguntó, susurrando, al oído cuando ya estaba prácticamente dormida.

  • Sí -reconoció ella con un suspiro antes de quedarse frita, derrotada física y espiritualmente por esos dos machos invasores.

Miércoles

Se despertó sola.

Se habían marchado.

Pero la habían dejado dos regalos.

No es que fueran exactamente dos regalos, pero...

El primero fue un regalo envenenado.

Se había olvidado de poner el despertador y tenía que correr para no llegar tarde, nada de ventilar o de hacerse un desayuno.

Apenas una ducha rápida, eso no podía saltárselo, estaba asquerosa, apestando a sexo por cada uno de sus poros, pero no tuvo tiempo ni de frotarse a conciencia como hubiera deseado o de sacarse esa sensación pegajosa del interior de su coño.

Incluso después de salir de la ducha, se sentía sucia, muy sucia.

Iba a salir por la puerta de casa, recogiéndose el cabello como podía porque no tenía tiempo ni de peinarse, cuando vio una nota en un cuenco en la cocina.

El segundo regalo.

En el cuenco había algo grumoso, ya medio reseco, y, sin necesidad de leer la nota, supo que era.

Habían dejado una descarga de lefa cada uno en el cuenco para que se lo tomase con un vaso de leche a modo de desayuno, de repugnante desayuno, a modo de perversa y humillante muestra de su masculinidad tóxica y dominante, aunque, por la nota, ellos consideraban que era una forma de darla las gracias por esa sesión de sexo.

El estómago rugió en ese momento.

Sintió que se ponía colorada.

Pero sabía que no es que tuviera ganas de tomarse esas dos lechadas, era hambre convencional, pues ayer no llegó a cenar, se negó a aceptar la humillación que la prepararon con la ensalada y el tener que meterse bajo la mesa a comérsela como si fuese una perra o a saber qué se imaginaban ellos.

Agarró rápidamente un par de bricks de zumo y se marchó corriendo, dejando allí sin tocar el cuenco, con esas dos descargas de esperma pendientes de ser limpiadas, de una forma u otra.

Se cruzó con un par de vecinos, uno regresando de pasear al perro, y otro que salía del piso de enfrente, y no fue capaz de soportar sus miradas.

Pensó que lo sabían, que todos lo sabían, que hicieron tanto ruido que el edificio entero lo sabía.

Salió corriendo, sin volver la vista, sin ser educada, sin poder mirar a nadie a la cara, fingiendo que ni los veía.

Pasó una vergüenza extrema, pensando en lo que sucedería si alguno descubría que Francisco no era el responsable de esos gemidos y se lo contaban cuando volviese.

No sabía si podría soportar que se enterase, y que fuera así como pasase.

Estuvo tentada de llamarle, de confesárselo todo, pero, en el último momento, fue incapaz.

No quería romperle el corazón ni el futuro.

Además, en el fondo, ella sólo le amaba a él, lo otro era sólo sexo, sólo eso, nada más... pero... pero se sentía una mierda.

Llegó tarde, pero tuvo suerte, pero supo que no podía arriesgarse a que volviera a pasar, y pasó toda la jornada incómoda, no sólo por eso, sino por ese olor que manaba de su entrepierna y que ya no sabía si era real o paranoia.

Nadie más pareció darse cuenta, pero, en cuanto pudo, se acercó a una farmacia, no la habitual, sino una de paso, y se compró el lavado vaginal, unas toallitas anales y unos óvulos de clorhexidina.

En cuanto llegó a casa fue lo primero que hizo.

Se lavó por dentro y por fuera, frotándose con fuerza, introduciendo el lavado vaginal para completar la limpieza y haciendo lo que pudo en su recinto anal, sintiéndose al menos un poco menos sucia.

El óvulo tendría que esperar a después.

Lo que tenía claro es que no podía seguir así, no podía dejar que Eusebio apareciese cuando le apeteciera por su casa, que la tratase como a una cualquiera o que la ofreciera al primero que pasaba por allí... bueno, no era exactamente así, pero lo de ayer la hacía sentirse un poco así, casi como prostituida, y ella no quería ser así, sentirse así, traicionar de esa manera a su novio, tenía que parar, no podía continuar con eso.

Era más fácil decirlo que hacerlo, pero lo tenía que hacer, debía hacerlo, no podía seguir así, no quería, no debía repetir lo ocurrido.

Amaba a su chico, no podía hacerle eso, y tampoco a sí misma, porque si no, cada vez que se mirase al espejo vería a una persona despreciable, destruida, que ya no reconocía, y no podía ser, tenía y podía reconstruirse, pero era ahora, no mañana, cuando tendría que empezar, no podía haber marcha atrás a eso o acabaría atrapada en esa espiral de autodestrucción a la que la conducía el jefe de su novio.

Cuando llegó a la cocina, vio de nuevo el cuenco, un símbolo de su degradación y de cómo la habían usado y denigrado esos dos maduros, reduciéndola a una muñequita sexual para su asqueroso placer.

Estuvo tentada de romper el cuenco, pero era uno de los favoritos de su chico, supuso que por eso lo habían elegido, como una forma extra de imponer su masculinidad y marcarla como suya, despreciando la hombría de su novio, así que decidió lavarlo en lugar de deshacerse de él.

Estaba lavándolo cuando él metió la llave en la cerradura.

El corazón empezó a latir desbocado en su pecho y se quedó paralizada mientras él entraba, mirándola con una lujuria que la hizo sentir sucia de nuevo, como si no hubiera hecho nada para limpiarse en lo más mínimo.

  • Suerte que no vengo acompañado -la advirtió-, porque eso -señaló hacia ella con el mentón, y supo que se refería a que estuviera vestida- no es en lo que habíamos quedado.

  • Yo... yo... -tragó saliva- yo no he quedado en nada contigo -y, reunió valor para enfrentarse a él-. Por favor, vete. Esto no puede seguir.

  • ¿El qué?. ¿El que te corras como una furcia y chilles como una cerda cuando sientes por fin la polla de un hombre de verdad? -replicó, quitándose el cinturón y bajándose el pantalón para enseñarla los huevos y su pene, que se agarró con fuerza, agitando su hombría ante ella-. Como si me engañaras. Deseas esto. Tú y yo lo sabemos, putilla, puedes decir otra cosa pero te lo veo en esa carita.

  • No, por favor -se resistió, aunque la atracción de esa polla creciendo y haciéndose cada vez más gorda y dura, larga y que apuntaba a ella directamente, era difícil de evitar y tuvo que esforzarse por alzar los ojos y no mirarla fijamente, para insistir, con un hilo de voz-. Por favor... no más... por favor...

  • Ponte de rodillas y suplícaselo a ella -agitó su pene-. Demuéstrame que no la quieres, venga, atrévete o admítelo ya y déjate de niñerías.

  • Por favor...

  • ¡De rodillas, joder! -la gritó-. No vengo a perder el puto tiempo, niñata de mierda.

Fue incapaz de negarse.

Casi con lágrimas en los ojos se arrodilló y se acercó hasta el jefe de su novio, hasta esa endurecida verga, y supo que no podría negarse, que no tenía esa fuerza de voluntad, no ese día, no ante esa herramienta.

  • Lo sabía -se jactó-. Has nacido para esto.

Alicia se tragó la polla.

Eusebio la agarró con fuerza de la cabeza, para impedir que escapase a su destino, al ritmo que impondría, bestial, animal, como siempre que se enfrentaban su endurecido pene y la delicada boca de la chavala.

Se la metió hasta el fondo, atragantándola, deseando forzarla al máximo, humillarla por sus dudas, hacerla sentir que era suya en cuerpo y alma, no simplemente marcarla como una hembra de su rebaño, una muesca más en su cinturón, no, no sólo eso, ni el montarla como un macho monta a la hembra de otro inferior a él, para demostrar quién es el más fuerte y con más hombría del grupo, no.

Esta era una mamada de rendición, de completa y total rendición a su masculinidad, de aceptación de que su voluntad no existía, tan solo el deber de saciar la virilidad de ese maduro.

Sufría arcadas por momentos, cuando él insertaba su gruesa barra de carne hasta el fondo, impactando contra su garganta, cada vez más profundamente, más bestialmente que las otras veces, forzando su boca como jamás había imaginado, pero, claro, él no estaba allí para un instante de morbo como pudiera ser con su novio, sino para mostrarla quién era el verdadero macho, quién era el jefe, el macho alfa de la empresa que él trataba como si fuera su propia manada, ante quién debía de ofrecerse sin límites ni dudas.

Ella suplicaba con la vista, la levantaba por instantes, buscando conectar, que se apiadase de ella, pero eso sólo parecía servirle de excusa para forzarla más, para afianzar aún más el poder que le proporcionaba su superioridad masculina, él buscaba no sólo disfrutarla, sino humillarla y vencerla, hacer que se sometiese al imperio de su hombría, del que su endurecida e hinchada polla era el apéndice más evidente.

Una y otra vez perforaba su boca como si de su coño se tratase, haciéndola tragar su barra de hinchada carne hasta el fondo, llevándose algún pelo de su vello púbico, cosa que la resultaba asquerosa, pero que no podía evitar ni intentar quitarse de los labios a los que iban adhiriendo.

La mano fuerte del maduro sostenía su cabeza, impedía la fuga, que intentase escapar a su destino retirando la cabeza para que no la inundase del todo con su fuerte y caliente verga, que avanzaba una y otra vez por el interior de su cavidad bucal, penetrándola de tal forma que provocaba una acumulación de toses y arcadas, de babeo descontrolado que se derramaba por sus labios hacia su barbilla y la mitad del rostro, mezclándose con finos hilillos de humedad que brotaban de sus medio taponados agujeros nasales.

Su cuello y la parte superior de su ropa no corrían mejor suerte, pues esa mezcla de fluidos, tanto los masculinos como los de boca y nariz de la veinteañera abusada, iban cayendo y mojaban cuello y ropa por igual, aunque ni se daba cuenta, preocupada más por lograr respirar entre una embestida y la siguiente.

Hubiera pataleado de haber podido, pero, en vez de ello, lanzaba manotazos desesperados por momentos contra sus piernas, implorando un descanso, algo que él ignoraba, impulsando con violenta fuerza su pene una y otra vez hasta que, por fin, empezó a derramar su semilla por toda su boca y, por la forma en que apuntaba su redondeado y sonrosado glande, hacia su garganta.

Apretó sin parar, casi ahogándola, hasta que se vació por completo, estrujando su polla dentro de la boca de la desdichada víctima de su virilidad hasta que no dejó ni gota… o algo así, porque según extraía su duro miembro de la boca de Alicia, la chica tuvo algo parecido a una mezcla entre tos y arcada y la mitad del esperma del hombre se la escapó tanto por la propia boca como por su nariz, en un espectáculo vergonzoso para ella, absolutamente denigrante, pero que a él le arrancó una sonrisa despectiva de superioridad.

Sin dejarla recuperarse, la cogió de los hombros y la levantó para darla la vuelta, usando su cinturón para atarla los brazos a su espalda por las muñecas, inmovilizándola para tenerla a su merced.

  • Para… cof cof… -suplicaba entre toses- déjame descansar… cof cof… por favor… cof cof… déjame… cof cof… lavarme… cof cof… por… cof cof… favor… cof cof… yo…

  • Yo, yo, yo. Deja de quejarte, por favor. Pareces una maldita cría en vez de una mujer con tanta tontería, aunque con ese eunuco por novio no me extraña que no tengas costumbre de estar con un hombre de verdad, un macho y no un maldito niñato de cristal –la respondió, llevándola medio a rastras, medio empujándola, rumbo al dormitorio.

  • Por favor… cof cof… -volvió a intentar un descanso la joven.

La hizo detenerse ante la puerta de su dormitorio, la giró y la abofeteó rápidamente, con fuerza, un par de veces, lo suficiente para imponerla silencio y demostrarla, una vez más, quién era el que mandaba allí.

-Y ni una palabra más o me enfadaré de verdad –la amenazó, con un dedo en el aire agitándose ante su rostro-. Estoy cansado de tanto lloriqueo. No aguantáis nada, joder.

Alicia cerró el pico, como vulgarmente se dice, y se dejó arrastrar, con algo más de cuidado, pese a las propias palabras de Eusebio, que la hizo meterse en el cuarto de baño interior, el del dormitorio que la chica compartía con su novio y que, por no haber podido ventilarlo, mantenía un cierto tufo a sexo de la jornada anterior.

La sentó en el retrete y abrió el grifo del lavamanos.

Ella aprovechó para recuperar el aire, aunque todo su aparato aéreo y el propio gusto de su boca apestaban a lefa, sólo la daban sabor a lefa y olor a lefa.

Era repugnante, pero, al menos, no la llevaba a rastras y la estaba dejando descansar un instante, no podía quejarse.

Pero sólo fue un espejismo.

La tranquilidad duró poco.

La agarró por el brazo y la hizo levantarse para acercarla al lavamanos, lleno hasta arriba con agua.

Se vio reflejada en el espejo, con todo el rostro manchado de lefa, que formaba unas líneas y arcos por toda la cara y parte del cuello.

Lo vio sólo un segundo.

Después la hizo zambullirse en el agua helada, metiendo la cabeza bajo la superficie, y tan pegada estaba al mueble, que el agua que desbordó el lavamanos al meter su cabeza, la empapó la ropa que llevaba y aún dio para caer al suelo y mojarla los pies.

Sin dejar que sacase la cabeza, usó su otra mano para restregarle la cara y limpiársela de los restos de esperma, babas y mucosidad, cosa que demostraba que no sólo la daba asco a ella su aspecto, sino a él, pese a que antes le había servido para mostrar su superioridad ante y sobre ella.

Estaba a punto de explotar, sin aire en los pulmones, que empezaban a arderla, cuando la dejó sacar el rostro empapado, junto a sus cabellos también mojados.

Tosió y boqueó, mirándose al final en el espejo y viendo que, aparte de estar empapada de pies a cabeza, al menos estaba limpia de restos de esperma y demás fluidos.

La dio la vuelta, enfrentándola a él, con la espalda contra el lavabo, mojándose ahora de cintura para abajo con el agua que cubría el mueble y seguía descendiendo por los bordes.

Se acercó a ella y… metió la mano para quitar el tapón y vaciar el lavamanos.

Por un momento la asustó, hasta que vio lo que hizo, y respiró más tranquila.

  • ¿Recuerdas cómo te dije que debías esperarme? –comenzó, en tono neutro, desapasionado.

  • ¿Qué?... ahhh… ya… desnuda –respondió ella, tras un instante de duda.

  • ¿Y estás? –siguió preguntando él, como si hablase con una niña tonta.

  • Vestida –contestó, a regañadientes, como si fuera una cría pillada en falta por un profesor.

  • No te preocupes, esta vez lo solucionaré yo –dijo pausadamente, con una calma fría, y extendió la mano hasta uno de los cajones del mueble sobre el que descansaba el lavamanos.

Sacó una tijera metálica larga y se la mostró, tan cerca de su cara que pudo ver el reflejo de su rostro en la pulida superficie.

Tembló sin intentar siquiera evitarlo.

Aproximó el frío metal a la tela y abrió la tijera.

  • ¡No!... para, por favor –suplicó ella, notando que se la humedecían los ojos-. Seré buena. Yo misma me desnudaré, pero no lo hagas, por favor.

Eusebio sustituyó su respuesta por un par de potentes bofetones que la hicieron tener que apoyarse contra el mueble para no resbalarse y correr el riesgo de caer, y que dejaron en su cara una sensación de ardor punzante.

Esa fue su contestación.

Esa y empezar a cortar la ropa, toda, incluyendo una lencería que había sido regalo de San Valentín de Francisco.

Se la destrozó por completo con las manos y las tijeras, hasta reducirla a unos trapos desiguales que terminaron por todo el suelo del cuarto de baño e, incluso, dentro del retrete.

  • Has aprendido una buena lección, ¿verdad? –se jactó, devolviendo las tijeras a su sitio mientras ella lo miraba con algo parecido al odio por esa forma tan desagradable de ser, esa superioridad que exhibía y que usaba sin límites.

No era capaz de entender cómo seguía aguantándole, soportando sus abusos y bravuconadas, sus comentarios degradantes y despectivos, su forma de tratarla.

La arrastró hasta la cama y la lanzó encima, abriéndola de piernas para meterse entre medias.

Sabía qué vendría a continuación por el gesto del hombre, por esa mirada ávida y ansiosa.

Inclinó el rostro sobre su triángulo, lanzando un primer lengüetazo a su entrepierna, rozando apenas los primeros pliegues alrededor de su coño.

Apenas fue un contacto, pero creo unas ondas que la recorrieron, que abrieron la llave de paso a una serie de sensaciones excitantes, por mucho que ella hubiera querido negarlo.

La verdad es que era algo que se le daba bien, muy bien, demasiado bien.

Estaba segurísima que a su mujer, Estela, jamás se lo hacía, pero, sin embargo, se notaba que tenía bastante experiencia, algo que no se obtenía de otra forma que no fuera practicando.

Estiró entre sus labios uno de los pliegues de su concha, suavemente, mientras usaba unos dedos para separarlos y, de una forma extrañamente sensible y delicada, alcanzar su clítoris.

Pasó de nuevo la lengua, esta vez por su expuesto clítoris.

Su cuerpo reaccionó de una forma evidente, agitándose.

Atrapó entre los labios el punto de placer y siguió deslizando su lengua y sus labios por la secuestrada zona, a la vez que sus dedos iban rozando todo su coño a lo largo y ancho, deslizándose, acariciantes.

Cuando no eran su lengua y labios, eran sus dedos los que tomaban el relevo en su clítoris y la zona erógena alrededor del acceso a su vagina, incluso, en ocasiones, iba más allá, pese a que obviamente le resultaba una región menos atractiva, pero podía estimularla para acentuar las sensaciones.

Alicia empezó a gemir al poco, pese a lo mucho que detestaba el comportamiento y la prepotencia de Eusebio y sumado ese día al destrozo de su ropa, especialmente el regalo que la hiciera su novio y que no se la ocurría cómo justificar si él en algún momento pudiera tener la idea de mencionárselo, cosa que, por suerte, rara vez ocurría, pues no solía meterse en sus elecciones de vestuario.

Pese a lo incómodo de su posición, con los brazos echados hacia atrás y maniatada, la forma en que ese maduro la comía el coño lo superaba todo y a los gemidos se sumaron chillidos por momentos, cuando tocaba una fibra especialmente sensible el tiempo suficiente.

Y sabía encontrarlas, conocía mejor la combinación que la provocaba esos escalofríos de placer mucho mejor que su novio, pese a los años que llevaban juntos, y disfrutaba con ese poder, con usarlo a ratos, con tenerla en tensión esperando el momento oportuno para hacer que liberase una pequeña parte extra de esa tensión acumulada en forma de un intenso estímulo sexual.

Gemía más y más fuerte.

No logró aguantarse.

Al final él empezó a frotarla con más fuerza, más rápido, con más energía, sin dejar de lamer el punto justo, de tocar esas teclas de forma continua y persistente, hasta que, por fin, ella chilló muy alto, embargada por una sensación arrolladora, potente, electrizante.

Tuvo un primer orgasmo intenso, húmedo, que la puso hirviendo, empapada por dentro y por fuera.

Aceptó con ansiedad, casi suplicante, el pollón del maduro jefe de su novio, deseando sentirse llena, sentirse mujer, gozar de tener ese endurecido tronco bien clavado en su interior, olvidando todo lo anterior, todos los desprecios y los gestos desagradables.

Él clavó su pene con un empujón profundo, fuerte, intenso.

La miró desde arriba, con una sonrisa de suficiencia y un gesto de supremacía en el rostro.

Ella gimió, implorando su masculinidad.

Empezó a bombear, despacio al principio, haciéndola sufrir, haciéndola gimotear pero, esta vez, por esa lentitud, por esa forma de penetrarla como si fuera su novio, como si temiese que fuera a romperse, pero, era un espejismo, una forma rebuscada de tortura de Eusebio, el cual, de golpe, comenzó a lanzar toda su potencia en golpes secos, profundos, brutales, quebrantadores, llegando con fuerza el prepucio a golpear el útero como si quisiera destrozar la barrera que lo separaba de la vagina para poder verter directamente su cargamento allí.

Fuerte y duro se la metía, perforaba con esa gruesa y caliente barra de carne endurecida y pensaba para eso, para taladrar el sexo femenino.

Él aprovechaba para comerla mientras las tetas, agarrándolas fuertemente entre sus manos, estrujándolas cuando le convenía, pellizcándolas otras veces, dándoles azotes por momentos y, entre medias, mordiendo sin delicadeza esos pezones que las coronaban, cuando no se los metía por completo dentro de su boca y jugueteaba con la lengua.

Los embates eran más intensos y la cama entera crujía, chocaba, palpitaba con una especie de vida prestada, golpeteando la pared que los separaba de los vecinos, y ella era incapaz de siquiera sugerirle que se frenase, porque, en realidad, no lo deseaba, disfrutaba mucho más con esas embestidas intensas, cabronas.

Y no podía parar de gemir.

Estaba tan excitada después de ese orgasmo que ni pensaba, sólo era capaz de sentir el movimiento frenético y convulso de ese miembro viril dentro de su vagina, llenándola de forma brutal, arrasando una y otra vez todo a su paso, haciendo chocar una y otra vez los huevos contra su caliente concha, intensamente húmeda por dentro y por fuera.

Ese sonido rítmico, chapoteante, también tenía otro puntazo que la estimulaba de una forma especial.

Esa barra de carne perforándola era una sensación increíble, el cómo la atravesaba, la horadaba una y otra vez, con movimientos fuertes a la vez que espasmódicos, con esa especie de agitación interna que acompañaba al empuje recto con que la penetraba hasta el fondo.

Volvió a correrse, incapaz de resistirse a las oleadas de emociones y excitación que, burlándose de sus anteriores ideas, la doblegaban a la voluntad del maduro, de ese hombre que la tomaba como un macho primitivo.

Él aún siguió bombeando un par de minutos más antes de que se apalancase contra ella, apretándose contra el fondo, con su polla completamente insertad, clavada hasta lo más profundo de su sexo, y apretó y apretó… y no dejó de apretar hasta que toda su verga tembló por una corriente furiosa que la hizo combarse y retorcerse sobre si misma para explotar en oleadas de esperma caliente que brotaron del extremo para invadirlo todo, hasta el último milímetro de su vagina, buscando asaltar su útero y preñarla, pues esa es y no ninguna otra, la misión del semen.

Ella habría preferido que usase condón, pero, en palabras del jefe de su marido, eso era para los demás, no para los machos de verdad como él.

También es que sabía que mientras ella tomase las pastillas para regular su ciclo hormonal, era complicado, aunque no absolutamente imposible, que se quedase embarazada, cosa que, en realidad, en el fondo le hacía gracia, hubiera significado el culmen como corneador.

Se quedó dormido así, sobre y dentro de ella, que no se atrevió a moverse ni a intentar adoptar una postura más cómoda, temerosa de nuevo de su reacción si lo molestaba, pese a que sentía cómo se la clavaba el cinturón en las muñecas y podía notar que la falta de libertad en sus brazos junto a la postura empezaba a hacerla sentir ese desagradable cosquilleo que era como cuando se te queda dormida una mano o una extremidad.

Ella supo que se había despertado de nuevo porque notó cómo el pene que llevaba insertado volvía a engordar y crecer en su interior hasta volver a llenarla prácticamente por completo, con su vagina adaptándose de nuevo al caliente invasor.

Eran las 3 de la madrugada.

Le daba igual, él podía llegar a la hora que quisiera y dormir hasta cuando le pareciera y ella debía aceptarlo, no tenía alternativa, él la hubiera ignorado aunque hubiera suplicado que la dejase dormir.

Volvió a follarla con fuerza, agarrándose a sus hombros para impulsarse, para profundizar más el punto hasta el que llegaba con su pene, una vez agotadas las pilas de sus caderas, pero con el deseo fresco de poseerla.

El cuerpo del maduro se deslizaba arriba y abajo, frotándose contra ella y llenándola por dentro, desplazando toda su masculinidad arriba y abajo, ocupando su coño de nuevo, pese a que ella no estaba caliente y apenas estaba húmeda.

Fue una penetración irritante, que duró menos pero la causó dolor por la falta de lubricación previa, cosa que, como tantas otras veces, a él no le importó, tan sólo el obtener su disfrute.

Al final se corrió, desprendiendo nuevas cantidades de semen, calientes y espesas, que notó cómo se adherían a las paredes internas de su vagina cuando Eusebio retiró su verga del interior de su coño.

Tuvo el detalle de desatarla las manos y permitir que se frotase los brazos para reactivar la circulación, pero no la permitió levantarse al lavabo, no quería que se limpiase en lo más mínimo, deseaba que tuviera lo máximo posible en su interior su semilla, la marca de su propiedad, de su superioridad como macho sobre el novio de la joven.

Cuando esa mañana se marchó, él seguía durmiendo en su cama, desnudo.

Alicia sintió un renovado asco por si misma, pero no tenía alternativa, no ese día, no a esas horas, y se marchó al trabajo, dejando al jefe de su novio completamente solo en su vivienda, dentro de su cama, de la cama que compartía con su chico, junto a unas manchas resecas en el lugar donde ella había yacido junto a él, manchas de los restos del esperma que habían resbalado del interior de su coño, demasiado lleno para contenerlas.

Jueves

El día pasó lento, con mucho trabajo y, a la vez, con un ambiente tenso, extraño por cosas que se comentaban.

Cuando por fin terminó, estaba agotada y tenía la cabeza a punto de explotar.

Solo que ese no iba a ser el final de ese jueves.

Sonó un claxon desde un BMW.

Alicia lo ignoró, pensando que era alguien que utilizaba ese vulgar método para llamar la atención de otra persona, hasta que, tras otro pitido, no pudo evitar que la curiosa naturaleza humana la llevase a mirar y descubrir, sobresaltada, que era Eusebio.

  • Vaya cochazo se gasta tu chico -alucinaba una de sus compañeras, que supuso que sería Francisco cuando ella se giró para acercarse, intentando que nadie más se fijase y pudiera después decírselo a su chico.

  • Ehhh... no, es... de un amigo... -fue lo único que se la ocurrió decir.

  • Uyyyy... no me importaría ser su... amiga -dijo su compañera, haciendo amago de acercarse en plan cotilla y haciendo un guiño exagerado ante Alicia.

  • No es eso -se defendió la veinteañera, aunque, por dentro, se dio cuenta de que había algo de razón en que pudiera verlo como algo sexual, de hecho, es lo que era.

  • Vaaale, vale, ya nos contarás mañana, pillina -y se retiró, haciendo un gesto obsceno con la lengua por dentro de su boca mientras se iba riendo.

Tremendamente azorada, se plantó junto al coche y abrió la puerta del acompañante.

  • Vamos, sube -ordenó, más que pedir.

  • ¿Qué quieres? -preguntó, seca, con la intención de no participar en más juegos, de plantarse.

  • Te necesito -eso hizo que la diera un vuelco el corazón, imaginando que, de repente, ese engreído maduro, ese machista, hubiera encontrado una pizca de amor y fuera a confesárselo, cosa que, en parte, la hizo sentir algo extraño en su interior, algo que no supo identificar entonces-. Venga, sube, que vamos tarde.

  • ¿Tarde? -el momento mágico desapareció como en un suspiro ante ella.

  • Sí. Tengo una cena. Una reunión de trabajo y te necesito allí.

  • Ahhh... ya... -contestó, desilusionada, dándose cuenta de que, por un momento, se había imaginado como la protagonista de un triángulo amoroso en el que dos pretendientes enamorados compitieran por ella, pero ese no era el estilo del jefe de su novio, debería de haberlo supuesto.

  • Sube atrás y cámbiate -insistió él.

  • ¿Perdón? -se asombró de su desfachatez.

  • No hace falta que me pidas perdón ahora -le dio la vuelta a sus palabras-. Te he cogido un vestido para la ocasión. Te lo pones y te comportas como lo que eres, nada más.

  • ¿Y qué se supone que soy? -se enfadó la chica.

  • ¿Hoy? -la miró con sorna-. Mi dama de compañía.

  • No soy una puta -se ofendió.

  • No te hagas la santa -contraatacó-, que Paquito lleva más cuernos esta semana que una manada de ciervos -eso la hizo sonrojar hasta la raíz de sus cabellos y la hizo callar, incapaz de negarlo-. Además, si todo va bien tu chavalillo se llevará una buena comisión cuando le toque concretar los detalles -la tentó con el futuro de Francisco en la empresa-... eso y que tu amiguita nos mira sin perder detalle,

Casi fue eso lo que terminó impulsándola a meterse en el vehículo, el temor a levantar más sospechas aún entre sus compañeras de trabajo cuanto más tiempo permaneciese allí discutiendo y se pudieran fijar mejor en el coche o, incluso, en su conductor.

Atrás encontró el vestido, uno que no dejaba mucho a la imaginación.

Era un vestido rojo, de tirantes, con un escote redondeado que dejaba a la vista la parte superior de sus pechos, y que, de tan justo que la quedaba, la obligaría a ir sin sujetador.

Llevaba la espalda descubierta casi hasta la mitad, otra razón por la que no sólo no podría llevar sostén, sino que todo el mundo lo sabría inmediatamente al contemplarla por detrás.

El tanga que llevaba se iba a marcar, era un vestido demasiado ceñido, pero eso sí que no pensaba quitárselo, especialmente porque siendo corto, cuando se sentase se iba a ver todo si no permanecía con las piernas cruzadas, así que era algo obligado el mantener su escasísima prenda interior femenina.

También había elegido para ella unos zapatos de tacón que la harían parecer más alta y, a la vez, más sensual.

A regañadientes, tuvo que reconocer que había elegido muy bien dentro de su vestuario, era un vestido que usaba poco porque a su novio no le gustaba que fuera el centro de atención de todos los hombres de la sala cuando lo usaba, así que ya prácticamente nunca se lo ponía.

Eusebio no perdió ojo de su cambio de ropa, sin necesidad de desnudarla con la vista, porque ella lo hacía por él, y pudo darse cuenta de cómo babeaba cuando sus tetas quedaron al aire.

Recordarle comiéndoselas no ayudó precisamente, porque, involuntariamente, sus pezones reaccionaron y se erizaron, con lo que, cuando por fin se puso el vestido, se marcaban muchísimo, llamando poderosamente la atención.

  • Niña, estás de vicio. Para mojar pan -la alabó.

  • Gracias -tuvo que responder, en parte por educación, en parte por inercia, en parte porque disfrutaba viéndose deseada.

Metió la ropa que llevaba antes en el maletero y, cuando llegaron, un aparcacoches uniformado la ayudó a salir del vehículo como en las películas.

Fue algo que la hizo sentirse como una estrella por un momento, como si fuera una princesa o algo así.

El hombre con quien se tenía que reunir Eusebio era un empresario maduro, moreno, de ojos oscuros y profundos, trajeado, que parecía inmune a sus encantos, cosa que, por extraño que pudiera parecer, la hizo sentir molesta.

Llevaba barba de dos días y tenía unas ojeras que lo hacían desentonar con el resto de comensales, de apariencia más cuidada.

Cuando llegó Alicia, o, mejor dicho, en el trayecto hasta su mesa, varios de los trajeados hombres de otras mesas se volvieron o elevaron los ojos para darla un buen repaso, obviamente disfrutando visualmente de la presencia de una mujer joven y atractiva, más de uno deleitándose con su forma de moverse contoneándose o en cómo se marcaban sus pezones.

Eso la hizo sentirse... poderosa... y deseada, y, aunque no lo hubiera admitido públicamente nunca, eso la gustó y la excitó.

Pero a ese otro hombre no, ni siquiera se levantó, siguió concentrado repasando un pdf en una tablet y apenas la dedicó una rápida mirada.

Fue ella la que se tuvo que acercar e inclinarse a su lado para darle un beso, que no los tradicionales dos, en la mejilla.

Un camarero, bastante más solícito, y que no la quitaba ojo desde que entrase, fue quien la ayudó, separando una de las sillas contiguas al comensal ya instalado para que Alicia se sentase, dando la muestra de educación que faltó también en ese primer contacto.

En cambio, cuando Eusebio, apenas un minuto después, se acercó, el personaje sí que hizo el gesto de levantarse para saludarle con un apretón de manos en que cada uno valoró al rival.

Tenía una barriga cervecera clásica que hacía que el traje le quedase un poco raro estando de pie, quizás esa hubiera sido la excusa interna que tuvo antes para no levantarse con su llegada, o, quizás, es que no sentía interés por ella, fueron las opciones que barajó mentalmente la chica entonces, al ver el recibimiento otorgado al jefe de su novio.

  • Siento el retraso -se lamentó Eusebio, tomando la carta que les ofreció a cada uno el camarero-, pero parecía una cualquiera y tuve que esperar a que se cambiara -indicó con un gesto de la cabeza hacia ella.

  • Es guapa -admitió el hombre, mirándola brevemente a través de un espacio entre las pestañas, que parecía cansarle mover, como si la observase por primera vez.

  • Vaya... gracias -respondió ella, con un tono más ofendido del que pensaba utilizar, sobre todo porque no sabía muy bien porqué la molestaba que no se fijase ese maduro en ella.

  • Arturo, ella es Alicia -la presentó oficialmente ante el otro comensal.

  • Encantada -dijo ella ante el momentáneo silencio que cayó sobre la mesa, a la vez que había un gesto de reconocimiento con la cabeza, incómoda, sin saber muy bien qué hacer.

  • ¿Es tu nombre de escort o real? -inquirió, por primera vez con algo parecido a la curiosidad en ella, fijando la vista en sus marcados pezones, muy llamativos con un vestido tan ajustado, como pudo darse cuenta por las miradas que le dirigían a ratos desde otras mesas y el par de camareros más cercanos, que no dejaban pasar la oportunidad de mirarla con un cierto descaro.

  • De verdad, y no soy... eso -se defendió, en parte ofendida, en parte, no lo reconocería jamás, adulada de que alguien pudiera pensar que era una de esas mujeres de compañía de alto standing y bastante caras.

  • Vamos, vamos -intervino Eusebio-. Tan poco pasaría nada por reconocerlo, ¿no?. Además, aquí hay unas cuantas -y se inclinó ligeramente, apuntando a una mesa donde una chavala de una edad parecida a la de Alicia coqueteaba con un ejecutivo que rondaría la cincuentena.

  • Que no... -insistió en la defensa de su honor la joven, que desaprobaba el vender el cuerpo femenino, aunque, una parte en su interior cuestionaba que no lo hubiera hecho ya, pero sin dinero de por medio.

  • ¿El vuelo bien? -la interrumpió Eusebio, dando carpetazo al asunto.

  • Estarte metido doce horas con bozal dentro de una lata volante cansa, por mucha clase business que uses -se quejó, con una cierta amargura en la voz, que, de pronto, denotó bastante cansancio.

  • ¿De dónde...? -preguntó por inercia, con curiosidad.

  • China -respondió, cortante, como si le desagradase hablar con alguien a quien veía como un objeto de decoración, una persona con un nivel de clase muy interior al suyo, que no merecía una atención especial, cosa que la desagradó doblemente, y ya no solo porque fuera de los pocos que prácticamente no la había prestado atención desde que entró en la sala.

  • Es mejor que calles y mires si hay algo que te interesa comer -la reprendió el jefe de su chico, para, luego, volverse hacia Arturo-. Como te dije, me interesaría que contactases con esa gente para un contrato exclusivo de materiales de protección, tanto mascarillas como trajes y epis o como se diga -eso llamó la atención de Alicia, porque sabía que ese no era precisamente el campo al que se dedicaba la empresa de Eusebio, pero procuró mantener la boca cerrada.

  • Ya de dije que vienes tarde, hace meses que se está moviendo la cosa y los contratos oficiales están prácticamente cerrados -respondió, con desgana, el otro hombre, removiéndose en la silla.

  • Vamos, que tú y yo sabemos que se puede hacer. Va a ser un pelotazo y no puedo quedarme atrás.

  • Va a ser muy difícil... y costará mucho.

  • Creo que podemos llegar a un acuerdo -aseveró el superior de la empresa de Francisco, antes de bajar la voz, insinuante-. Además, te he traído un tentempié para mostrarte mi buena disposición.

La mirada que, esta vez, la dirigió Arturo fue mucho más intensa, valorando, como si la viera por primera vez, el cuerpo de la joven que tenía al lado.

Cuando se cruzaron sus ojos, pudo ver un deseo febril, que ocultó rápidamente, con un simple pestañeo, demostrando su autocontrol, antes de volverse hacia el otro maduro y continuar ignorándola, cosa que se prolongó casi toda la cena.

A nivel gastronómico, estuvo todo asombroso, con platos que valían más que todo lo que se gastaban ella y su chico en comer cada día.

Se imaginó que era una forma de comprarla, fue un pensamiento curioso, entre morboso y asqueroso, pero, realmente, como no tenía pruebas de ello y todo estaba asombrosamente delicioso, devoró todo lo que la pusieron delante.

Ellos prácticamente no la prestaron atención en todo el tiempo que permanecieron allí, concentrados en sus ofertas, contraofertas, y otras cosas aún más aburridas, haciendo que se diera cuenta del gran acierto que había sido cuando su chico y ella decidieron que no iban a hablar de trabajo en las comidas… o casi nunca, porque a veces era inevitable, pero, desde luego, nunca llegaba a ser un tema tan coñazo como en esos momentos.

Para distraerse, estuvo paseando la mirada por la sala, dándose cuenta de que había unos cuantos comensales y más de un camarero que no la quitaban ojo de encima por momentos, incluso algunos que tenían también compañía femenina.

Eso la hizo sentirse poderosa, deseada, muy femenina y sacudió la cabeza por inercia, mostrando su larga melena, cosa que siempre solía llamar la atención, entre otras partes de su anatomía.

La cosa se alargaba y se pusieron a fumar, cosa que ella detestaba completamente.

Era un vicio que la repugnaba.

De hecho, no sabía cómo es que lo permitían en ese local, pero no eran los únicos y supuso que a los dueños les daba lo mismo correr el riesgo de una multa con tal de tener contenta a esa selecta clientela que se dejaba una buena cantidad en una cena de esas en que un vino llegaba a las tres cifras con facilidad.

Eso sí, estaba buenísimo.

Como ella no estaba acostumbrada, se la subió con facilidad, y pronto terminó teniendo que levantarse para ir al baño.

Fue a coger el bolso, pero Eusebio posó una mano sobre él, a modo de negación, seguramente para que no se alargase demasiado su estancia en el excusado y, así, poder seguir exhibiéndola.

Mientras buscaba el lavabo, dio un traspiés y un solícito camarero la cogió por el codo, acompañándola hasta el baño, apretándose contra ella de forma demasiado exagerada y se dio cuenta de que estaba aprovechando para verla mucho más de cerca los pechos, que asomaban por la parte superior del vestido, dando una buena idea de su forma.

Ella sabía que era atractiva, pero hasta que Eusebio empezó a tratarla no se dio cuenta de cuántos hombres babeaban por acercarse a ella, y, sobre todo, la asombraba la cantidad de maduros que buscaban rozarse, como ese camarero cuarentón.

  • Ya puedo yo, gracias -lo despidió en la entrada al lavabo.

  • ¿Está segura, señorita? -se interesó con ese brillo hambriento que Alicia estaba empezando a detectar como algo peligroso en los hombres.

  • Sí, sí, gracias, puede irse. Estoy bien -le aseguró, desprendiéndose de él.

  • A su servicio.

Lo que pasó después, dio otro giro de tuerca a la vida que tan poco había apreciado hasta entonces.

Continuará...