Casos sin titular XXIIId: una larga semana.
La joven Alicia sigue contando sus vivencias bajo el control del maduro jefe de su novio.
La joven sigue desgranando la relación tan extraña que mantenía con el jefe de su novio bajo la atenta mirada del Doctor.
Esa semana... (parte 1)
Fue una semana dura, de sentimientos encontrados, complicada.
Francisco tenía que estar fuera por trabajo del 9 al 15, así que su jefe le organizó el viaje para que saliera el domingo 8 a primera hora.
Ni siquiera quiso que lo acompañase, eran las seis de la madrugada cuando pasó a recogerlo el taxi, y ella se volvió a la cama.
Ella había quedado con unas amigas para ir al centro a tomar algo, así que iba estar casi todo el día fuera.
Puso una lavadora y dejó tendida la ropa.
Con el calor que hacía, seguro que estaría seca para cuando volviera.
Fue un día agradable y, cuando estaban comiendo, su chico llamó para confirmarla que había llegado al hotel sin novedad.
Cotillearon un rato y aprovecharon para ponerse al día.
Alicia compartió con sus amigas las últimas novedades en el trabajo y ellas también aprovecharon para quejarse de sus jefes o presumir de esto o aquello.
Después salió el tema de sus parejas, de cómo se iban volviendo predecibles, de cómo habían dejado de intentar hacer cosas nuevas, que sus vidas se habían vuelto monótonas.
Ni se la ocurrió decir nada de lo sucedido ese fin de semana, ni en el tren ni en la playa, entre el jefe de su novio y ella, o, mucho menos, cuando la asaltó esa mañana en su propia casa.
Por alguna razón, no quería comentarlo con nadie, ni siquiera con sus amigas más íntimas.
Temía las consecuencias si lo decía.
Además, realmente aún no sabía qué hacer con eso.
Lo único que tenía claro hasta entonces es que no pensaba decírselo a su chico, no quería destruir lo que tenían, aunque, en realidad, no había sido culpa suya, sino de ese salido maduro.
Regresó a casa cuando empezaba a anochecer.
El espectáculo cuando llegó no se lo esperaba.
Eusebio, el jefe de su novio, estaba tranquilamente sentado en uno de los sofás, completamente desnudo, y con su polla agarrada con una mano.
Tenía los ojos cerrados mientras olía con fuerza la entrepierna del pantalón de su pijama, la única prenda que no había metido en la lavadora.
Algo que, visto lo visto, tendría que repetir.
Toda su ropa, sólo la suya, estaba tirada en el suelo, alrededor del sofá que había tomado a modo de trono el maduro.
De un vistazo supo que era lo que había pasado.
Lo supo cuando vio cómo soltaba la polla para pasearse por sus velludas partes una de sus bragas.
Estaba sentado sobre lo que quedaba de la ropa que no había terminado de mancillar.
Porque era lo que estaba haciendo.
Estaba sentado, desnudo, con sus partes directamente en contacto con la ropa que Alicia había dejado tendida.
La iba frotando contra sus partes, dejando a veces algún pelo de los que rodeaban su escroto, abundantes y de un tono oscuro, aunque algunos ya estaban blancos, y otras veces paseaba la ropa por su polla, como si se follase su ropa, dejándolas con hilos de esa humedad que recubría su prepucio en ocasiones, pero vio algunas en el suelo que tenían gotas gruesas y secas y, otras, sobre las que había manchas más grandes, algunas resecas, un par recientes y que aún mostraban ese tono blanquecino y textura espesa del esperma.
Abrió los ojos un momento, lo justo para mirarla y ponerse justo unas bragas sobre su pene y empezar a masturbarse más rápido, mojándolas enseguida antes de parar y lanzárselas a la cara.
Ya iba siendo hora de que aparecieras, putilla -declaró con toda tranquilidad, como si lo que estaba haciendo fuera lo más normal del mundo.
¿Pero, qué mierda...? -se enfadó Alicia, indignada.
Ahhhh... ¿esto? -se hizo el loco, abriendo los brazos para abarcar la escena de toda la ropa de la chica tirada por los suelos-. Me aburrí de esperarte.
¿Cómo te atreves? -estaba hecha una furia-. ¡Fuera de mi casa!. ¡Largo!.
¿Es lo que deseas? -inquirió, levantando una ceja con sorna.
¡Qué te vayas, joder!. ¡Fuera! -siguió gritando, histérica, sintiéndose vejada en lo más profundo, en lo más íntimo, al ver a ese hombre allí, entrando en su casa sin permiso, como si fuera suya, y masturbándose con su ropa, como si ella fuera también algo de su propiedad.
El jefe de su novio se levantó con deliberada lentitud, mostrando la tremenda erección de su miembro viril, cosa en la que Alicia no pudo evitar fijarse, por mucho que le repugnara ese personaje.
Debería haberlo visto venir, pero fue una ingenua, no tanto como su chico, pero casi.
Él aprovechó su distracción, y el que lo dejase acercarse aprovechando que parte de sus prendas estaban sobre una de las sillas que rodeaban la mesa del salón-comedor, para acertarle un par de bofetones en el rostro.
Fueron fuertes, duros, secos, no eran los típicos que se dan a modo de juego o de forma cariñosa, los aplicó como el castigo furioso de quien se ve con una posición y un derecho superiores al de otros.
- Dices una cosa... o, mejor dicho, lo gritas como una niñata malcriada, pero tu cuerpo… dice otra cosa... -afirmó, agarrándola de una muñeca con fuerza, retorciéndosela hasta hacer que terminase poniéndose de rodillas, cosa que casi hubieran conseguido los tortazos de no haberse apoyado en la mesa-. Te pregunté si deseabas que me fuera y no lo dijiste, no fuiste capaz. Porque, en el fondo, lo que de verdad quieres, lo que de verdad deseas, es tener a un auténtico hombre, un macho de verdad y no ese subnormal -expuso su pequeño discurso, sin dejar de atenazar la muñeca a la joven-. Pero también me has hecho esperar, y eso está mal. Y me has gritado, y eso está muy mal. Estás demasiado malcriada, demasiado entre… algodones... y vamos a empezar por limpiar esa puta boquita -se mofó de ella, acercando el rostro de la veinteañera a su duro miembro.
Alicia intentó replicar o negarse, pero la tenía fuertemente agarrada por la muñeca y comenzó a golpearla el rostro con su pene, extendiendo una humedad de un olor fuerte por la mitad de su cara y haciendo que la única alternativa fuera mantener la boca cerrada, aunque eso significaba que él asumía que todas sus palabras eran ciertas.
El tenerle ahí, tan pegado, desnudo, dominándola físicamente y con esa erección que rezumaba el fuerte aroma de esa madura virilidad, la hizo sentirse una cría débil e indefensa y, a la vez, un poco caliente.
Eusebio era lo opuesto a Francisco, no buscaba tratarla con dulzura, respeto y amor, sino imponerse físicamente, poseerla y montarla para saciar sus más bajos instintos animales.
En cierto modo, esa masculinidad dominante, esa virilidad primitiva, tenía algo de excitante.
Al final, el glande paseándose por sus labios fue más de lo que podía aguantar.
Abrió la boca, rindió su cavidad bucal ante esa barra de carne hinchada y palpitante, ese pequeño horno que buscaba invadirla y saciarse dentro de ella.
Posó sus dos manazas alrededor de su cabeza, dispuesto a imponer su voluntad y su ritmo.
Fue, quizás, un pequeño respiro el no tenerle retorciéndola la muñeca, pero luego lo vio como un espejismo ante lo que la vino encima después.
Con sus dos grandes manos alrededor de su cabeza, él dominaba todo, gobernaba el ritmo de la penetración, dictaba la profundidad de la mamada, determinaba hasta donde forzar su resistencia.
La tuvo completamente a su merced, pese a que ella intentó varias veces detenerle o suplicar una pausa agitando sus manos o intentando llamar su atención golpeándole los muslos o arañándole el culo, pero eso sólo conseguía enfurecerlo más y que incrementase la presión y la brutalidad del acto.
No fue la típica mamada que a veces hacía a su chico para calentarlo, para excitarlo en los preliminares… ni la de agradecimiento por cuando él se esforzaba en comerla el coño, algo en lo que ponía empeño aunque se notaba que lo hacía casi obligado, aunque no se atreviera a decirlo, pero eso se notaba, podía diferenciar cuando alguien la comía el coño por gusto a cuando lo hacía por una especie de malentendida obligación o, quizás, a modo de compensación por pensar que el hacerle una mamada era algo humillante para ella.
Eusebio no quería que ella lo disfrutase, en realidad se notaba que buscaba casi lo contrario, que la estaba jodiendo como parte de un castigo que él consideraba justificado en su pervertida mente.
La clavaba su gruesa polla una y otra vez, con movimientos duros y secos, profundos, llegando hasta el fondo de su cavidad bucal, ocupando su garganta por ratos, aplicando una fuerza y presión asfixiantes.
Llenaba su boca con toda esa barra de carne encendida por un calor interno que la abrasaba, o, quizás, fuera la irritación que la producía en la garganta por la bestial forma de follarla ese agujero.
Se deslizaba adelante y atrás, sin parar, con una energía que la parecía impropia de su edad, de hecho, muy superior a la de Francisco, claro que su chico no buscaba hacerla daño, en cuanto se aceleraba enseguida se frenaba como si tuviera miedo de romperla.
A Eusebio eso le daba igual, forzaba su garganta al máximo.
Penetraba con su gorda verga su cavidad bucal una y otra vez con fuerza, acercándola a la vez la cabeza atrapada entre sus manos para que la sensación de asfixia fuera mayor para ella y de poder para él, de controlar absolutamente la situación y a su presa.
Porque él era un macho, un cazador, y había encontrado una presa… y la estaba devorando, haciéndola suya.
Era un animal, un animal salvaje sediento de sexo, de un sexo brutal y primitivo, donde dominaba la masculinidad pura y dura, sin tapujos, sin contención.
No era una felación al uso, la estaba follando la boca en serio, agarrándola con firmeza para que no escapase, para que no pudiera contener sus embestidas, para que su polla alcanzase el fondo… y más allá.
Una y otra vez se la metía hasta el fondo, llenando su boca con esa gruesa verga invasora, haciéndola babear y mancharse con su propia saliva… la saliva y esa mezcla que resultaba al incorporarse los fluidos que brotaban del extremo bulboso de esa máquina carnosa que la perforaba sin piedad.
Se atragantaba sin cesar, sufriendo arcadas y toses contenidas, detenidas en la propia boca, antes de escapar de entre sus labios, por esa misma barra de carne que las provocaba con su impaciencia por llenar ese espacio total y absolutamente.
Parecía que todo le excitaba.
Sus manoteos, sus gemidos, sus arcadas, sus babas, sus toses, su lagrimeo… todo parecía ponerlo aún más cachondo.
Cada vez que parecía que la iba a dar un descanso, volvía con más fuerza, a veces más rápido, otras más lento pero más profundamente.
Pero su pene no se detenía, se movía adelante y atrás, atravesando su boca en su camino invasor, desplazándose hacia delante y hacia detrás, presionando al máximo para lograr el mayor goce posible.
Ella lloriqueaba sin poderlo evitar, medio ahogada, medio asfixiada, totalmente empapada la mitad superior de sus pechos por sus propias babas, superada por la situación y la multitud de sensaciones que desbordaban su mente.
Él imponía su mandato, para él sólo existía él, nada más, y su palabra era la única y esa palabra ahora mismo era tomarla, follarla la boca y joderla bien. Bien fuerte.
Y lo estaba haciendo, bombeando una y otra vez, llenando esa boquita con su endurecido miembro, atravesándola adelante y atrás sin parar, procurando hacerlo lo más fuerte y profundo posible, que notase cada centímetro de su polla bien dentro de su boca, hasta la garganta.
Perdió la noción del tiempo.
Sólo había una cosa en el mundo.
La verga de Eusebio, la invasión de su boca por esa barra de gruesa carne hinchada, follándola una y otra vez, llenando su boca, impactando contra su garganta.
Casi fue un alivio cuando empezó a soltar chorro tras chorro de espesa y grumosa lefa, oleadas de esperma que salían disparados desde la bulbosa cabeza que coronaba el pene del jefe de su marido.
Tragó sin necesitar que se lo dijera.
El semen que no vertió directamente en su garganta, que quedó en su boca, se lo bebió, lo hizo descender a su estómago.
Hasta que no se descargó por completo y hasta que ella no se tragó hasta la última gota, no la soltó.
Sólo entonces la liberó, lanzándola hacia atrás, de forma que, sin necesidad de moverse, su polla saltó fuera de la boca de Alicia, que se derrumbó en el suelo de su casa, rendida y humillada, completamente vencida por ese dominante maduro.
- Me voy a dormir un rato –la avisó-. Ya puedes tener todo esto limpio para cuando vengas a despertarme y… -añadió- no quiero volver a verte vestida mientras siga en esta casa de cretinos y putas, ¿entendido?.
Ella sacudió la cabeza en señal afirmativa, incapaz de responder, incapaz de pensar.
Él se marchó con premeditada lentitud, estaba segura, demostrando su poder, su control de la situación, su desprecio por la anterior creencia en la inviolabilidad de ese santuario en que había imaginado que se iba a convertir su casa.
No es que fuera la primera vez que ese hombre había estado allí, de hecho, era culpa de Francisco.
Él lo había invitado no una, sino hasta tres veces, seguramente como una forma de peloteo o, simplemente, por una cierta simplicidad mental al pensar que el abrirle las puertas de su casa le mostraría su gran compromiso con la empresa y eso le facilitaría las cosas en el trabajo y el futuro laboral.
Pero no sólo le invitó, le enseñó toda la casa, incluyendo las partes más íntimas y privadas.
Ni siquiera pareció importarle, o no se dio cuenta porque justo le llamaron, cuando, una de las veces, Eusebio entró a orinar en el cuarto de baño interior, el del dormitorio de la pareja.
Pasó de largo del baño del pasillo, el común, el general, y fue directo al privado, al que era de ellos, el de su pequeña fortaleza de intimidad dentro del hogar que era su vivienda, aunque no fuera realmente de ellos para ser exactos, sino de los propietarios que se la alquilaban.
Pero, aun así, fue algo descarado, ofensivo, una invasión de su intimidad, una violación de cualquier protocolo social, una muestra de la falta de respeto que sentía hacia ellos y, sobre todo, por su empleado.
Eso y que, ahora, visto en perspectiva, pudo ser un momento en que la robase alguna de sus bragas desaparecidas a lo largo de todo ese tiempo.
Después de lo sucedido con la que devolvió en ese sobre, Alicia empezó a pensar que en esa ocasión, y quizás en las otras, ese maduro pervertido aprovechó para hurtarla unas bragas y hacer lo que había mostrado ante ella hacía un rato, masturbarse.
Le daba vueltas y lo veía cada vez más posible, más probable que esas prendas que ella dio por perdidas porque se hubieran caído al tenderlas su chico, pues se iban alternando las labores del hogar, o por alguna otra razón que ni acertaba a imaginar, pero que ponía como excusa ante si misma cuando algo desaparecía sin aparente razón, que realmente hubieran podido caer del fetichista jefe de su novio.
Por una parte sintió asco al imaginárselo robándola esas bragas y luego usándolas para masturbarse.
Por el otro… una parte recóndita y que jamás lo admitiría, sentía una cierta picazón, quizás se pudiera llamar excitación, por ello, por sentirse deseada, por sentirse un objeto de atracción para los hombres.
Pensaba en eso y otras cosas mientras, por pura inercia, iba recogiendo la ropa desperdigada por el suelo, sólo la suya, pues la de su novio seguía tendida, y la iba conduciendo a la lavadora para volver a limpiarlas, esta vez de los restos de esperma y… otras cosas… que el cerdo jefe de su chico había dejado en ellas, impregnándolas como un animal que marcase su territorio.
También se dio cuenta de que había estado comiendo y eso la dio una idea de que llevaba bastante en la casa, esperándola, que todo, desde el principio, incluyendo el repentino viaje por trabajo de su chico, eran todo parte de un pérfido plan de ese maduro para poder usarla.
Tuvo un punto de orgullo por ser capaz de generar eso en otro hombre, aunque, a la vez, se despreció a sí misma por ello, porque no dejaba de ser una mujer con pareja, con un chico maravilloso que, si era verdad lo que la habían dicho, incluso tenía pensado pedirla matrimonio en breve.
No quería desperdiciar eso, no quería fallar a Francisco, no quería… y, sin embargo… allí estaba, actuando como una autómata cumpliendo las instrucciones de Eusebio, el macho invasor de su nido.
Se sintió despreciable, indigna de su chico.
Y aún más, cuando se desnudó y metió toda la ropa que llevaba en la lavadora, buena parte mojada por sus propias babas al verse forzada de forma tan brutal su mandíbula mientras la follaba la boca el jefe de su chaval.
Puso en marcha la lavadora.
Puso en marcha sus pasos hacia el dormitorio, el que fuera su nidito de amor, el de ella y Francisco, y supo que allí estaría él, no en el de invitados, eso ni de casualidad, sino en el principal, en el de la cama de matrimonio que sabía que iba a volver a mancillar como ya hiciera en esa otra mañana.
Cuando se marchó ese día, ella estaba agotada.
Cansada, usada, humillada... pero, también, saciada.
Si no hubiera sido porque tenía que tender la lavadora, ni se habría levantado de la cama.
Estaba rendida.
Nada más entrar en su dormitorio, el jefe de su marido la había exigido que aprendiese a despertarlo para otra vez.
Se lo encontró tendido sobre su cama, desnudo, cubierto por la sábana, que tiró a un lado en cuanto ella llegó para mostrar su cuerpo maduro a los ojos de la veinteañera.
No la dejó subirse directamente, primero la hizo exhibirse, mostrar su desnudez, darse la vuelta y mostrar cada palmo de su cuerpo para que pudiera valorar lo que compraba, porque la estaba comprando como si de una esclava se tratase, salvo que, en realidad, no iba a pagarla, no en la forma que cobran las prostitutas, no.
Su pago eran los cuernos que iba clavando, uno a uno, en la corona de cornudo de Francisco, ese era el único pago que ofrecía ese hombre.
Después de hacerla darse la vuelta lentamente, de mostrarle cada centímetro de su piel, hasta de inclinarse y separar sus glúteos para que mirase un buen rato el estrecho agujero de su culito, sólo entonces la permitió subir a la que fuera su nidito de amor, la cama que iban a volver a mancillar.
Sólo con verla volvía a estar cachondo, se veía por cómo su pene se agitaba, cómo iba engordando y creciendo, moviéndose de una forma hipnótica, buscando a su presa.
Casi era gracioso... si no fuera por lo que implicaba, por lo que iban a hacer.
Se sintió despreciable, aunque, por otra parte, tuvo un momento de orgullo por ser capaz de despertar esas reacciones en los hombres, y una pizca de excitación ante la visión del miembro viril cogiendo fuerzas para atravesarla.
La hizo subirse como si fuera una gatita ronroneante, según sus palabras, gateando contoneándose hasta llegar a su entrepierna y agarrar su polla, ya con un buen tamaño y dureza, y metérsela ella misma en la boca.
Esta vez la dejó hacer, la permitió usar su mano para masturbarle mientras se la iba comiendo, insertándola ella misma en su boca, comiéndosela y llevando esa barra de carne endurecida a lo más hondo de su cavidad bucal, eso cuando no sacaba la lengua y se la repasaba de arriba abajo, hasta sus peludas bolas.
Se la estuvo mamando un buen rato, hasta que él la ordenó que parase.
Para entonces ya tenía bien armada su polla, dura y tiesa, caliente y húmeda, gruesa e hinchada.
Tuvo un segundo de orgullo por ser capaz de inducir esa reacción en un varón y de tener ante ella esa virilidad endurecida por sus... cuidados... luego, pensó en qué estaba sucediendo y regresó el desprecio consigo misma.
Él debió de ver sus dudas, porque la agarró con fuerza del cabello, haciendo que lo mirase, y la dio un bofetón fuerte.
La lanzó a un lado con energía, poniéndose sobre ella en un movimiento rápido, más de lo que habría imaginado para su edad.
No la dejó pensar o acomodarse.
Clavó su polla de una estocada.
No tuvo ni que acariciarla, ni que buscar el punto ni nada, sólo se subió sobre ella y empujó, acertando con el primer empujón para metérsela de golpe hasta la mitad.
Alicia gimió sin poder evitarlo, sin querer evitarlo.
Él sonrió con una mezcla de lascivia y superioridad.
Luego, empezó a bombear.
Nada de preliminares, puro sexo animal, brutal, varonil.
El aroma del sexo llenó el dormitorio en cuestión de segundos, mientras ese maduro se la clavaba con furia, llenando su conchita con su engrosada barra de carne, penetrándola una y otra vez, deslizando con una especie de rabia pasional su polla, arrasando todos sus pliegues, recorriendo una y otra vez toda la longitud de su, por mucho que ella no quisiera reconocerlo, empapada vagina.
Lo podía sentir con claridad, cómo reptaba sobre ella, cómo la babeaba mientras sobaba su cuerpo, mientras apretaba sus curvas con ansiedad, mientras la mordía los pezones, mientras paseaba esa lengua por su cuello.
Sentía todo eso, cómo la dominaba, como la usaba sin pudor ni contención, cómo la hacía suya por dentro y por fuera.
Y no podía dejar de gemir con sus embestidas, con la forma bestial en que la clavaba su polla, a veces fuerte y rápido, otras más despacio pero llegando hasta el fondo y presionando el glande contra su útero de tal forma que pensaba que la iba a romper.
Una y otra vez se la clavaba, metía esa barra de carne caliente y endurecida, perforaba su coño sin amor, pero con una pasión cavernícola, la del macho que roba a otro y marca esa propiedad como suya desde entonces.
Una y otra vez era perforada por ese pene, que invadía lo más profundo de su intimidad, de su sexo, con su abrasadora energía, inundándola de unas sensaciones placenteras en medio de sus dudas morales, arrolladas por esa sexualidad animal, primaria.
Empujaba con fuerza, contundente, clavándosela sin parar, sin preguntarla si la estaba gustando o cómo lo hacía, le importaba una mierda ella, sólo era un agujero que usar, que montar para saciarse, para combatir ese hambre de coño que tenía.
La jodía sin parar, insertando como si de un dedo en un guante se tratase, metiendo su gruesa polla una y otra vez, haciéndola recibir descargas de un placer oscuro y perverso que la hacía no parar de gemir y lanzar chillidos mientras él la montaba, la impregnaba de su masculinidad.
Cada milímetro de su coño fue llenado, invadido, arrasado por ese duro tronco.
Sus tetas fueron lamidas, mordisqueadas, amasadas, estrujadas.
Todo su cuerpo fue tomado, devorado por ese lobo.
Y, al final, cuando empezó a verter su esperma dentro suyo, contra el fondo, pegado a la fina separación entre vagina y útero, ella lanzó un chillido mientras su propio cuerpo liberaba un profundo orgasmo, mezclando sus flujos, el masculino y el femenino.
Convulsionaron juntos, su polla y su cuerpo.
Por dentro y por fuera, Alicia se estremeció con un placer culpable, pero placer al fin y al cabo, unas oleadas eléctricas que se sucedían y alcanzaban hasta el extremo de los dedos de sus pies o las puntas de sus cabellos mientras podía notar con una claridad pasmosa cómo brotaba el semen del extremo de esa polla invasora, cómo manaba su esperma caliente y llenaba su sexo, inundándola, dejándola bien llena de esa masa densa y grumosa.
Cuando terminó de vaciarse, sacó su miembro y se largó.
Tal cual.
Había hecho lo que venía a hacer y se marchó.
La dejó allí tirada, sudada y usada, con un hilo blanquecino brotando de su interior, emergiendo de lo más profundo de un coño incapaz de contener toda esa dosis de lefa mezclada con su propia corrida, con el tremendo orgasmo que la había llegado inesperadamente a la vez que él descargaba.
La dejó con su placer culpable, con su remordimiento, con sus dudas mezcladas con ese otro sentimiento de goce, de un disfrute puro y animal.
A él no le interesaba calmar sus dudas, fingir con ella que eso había sido un error o que tenían algún tipo de conexión espiritual o algo... no, él era un macho y ella una hembra que montar, que marcar.
Lo demás, no le importaba.
Todo eso fue lo que pensó, lo que revivió, aún desnuda, mientras tendía la ropa, antes de meterse en la bañera y lavarse bien por fuera y por dentro, restregándose con furia, como si así fuera capaz de limpiar el pecado cometido.
Cuando su chico llamó, antes de irse a dormir, para preguntarla cómo la había ido la salida de chicas y recordarla lo mucho que echaba de menos su compañía y cuánto la quería, ella fue incapaz de aliviar su conciencia.
Fingió.
Y supo que seguiría fingiendo.
Lunes
- Hay hambre, ¿eh? -fueron las primeras palabras que escuchó que pronunciaba cuando la despertó esa mañana.
Su tripa rugía.
No había cenado, las dudas, miedos y angustias de la noche anterior se lo impidieron, la hicieron meterse en la cama sin probar bocado y se quedó dormida.
Ahora bramaba de necesidad.
Eusebio tenía otra hambre.
Se lo veía en el rostro.
Incluso a medio despertar, pudo ver ese brillo de ansiedad en la mirada del jefe de su novio.
La inercia hizo que mirase el reloj de la mesilla.
No eran ni las 6 de la mañana.
Él retiró las sábanas que la cubrían y torció el gesto al verla cubierta por un pijama.
Por esta vez te lo paso, pero no te quiero volver a ver vestida aquí en mi presencia -la advirtió-. Vamos, desnúdate, no tengo todo el día -la avisó mientras él mismo se desnudaba.
Yo... no... no, esto es un error, yo... -Alicia intentó hablarle, parar todo eso, no verse arrastrada por ese torbellino que traía el jefe de su novio.
No tengo tiempo para chorradas -despreció sus balbuceos-. Esto es muy simple. Soy un hombre, tengo unas necesidades y tú eres quién me las va a cubrir, así de sencillo. Déjate de gilipolleces, que bien que te corres cuando hay una polla de verdad dentro de ti y no lo que sea que tiene ese mierdecilla entre las piernas.
Francisco no es... -intentó defenderle.
Es un puto cornudo -afirmó sin dudarlo Eusebio-. Un niñato de la generación de cristal, incapaz de ser un verdadero hombre. Por eso te gusta tanto esto -dijo a la vez que se bajaba el pantalón junto a los calzoncillos para mostrarla la erección que escondían, saltando su polla como un resorte.
Por un momento Alicia se quedó sin palabras.
Era incapaz de entender cómo ese hombre maduro, el jefe de su chico, era capaz de estar siempre preparado, siempre con el pene firme cada vez que se lo veía.
No es que Francisco fuera impotente, para nada, pero hacía mucho que el follar a diario se había convertido en algo raro.
Y ahí estaba su jefe, ese hombre maduro, que debía rondar los sesenta y que, sin embargo, después de haberla hecho participar en dos mamadas y follarla, con dos descargas completas, sin contar un tiempo indefinido masturbándose con y en su ropa, aparecía de nuevo a esas horas y volvía a estar preparado para fornicar.
Era incapaz de entender esa diferencia, esa superior virilidad de ese maduro, esa masculinidad dominante que la hacía sentirse como si volviera a la adolescencia para conocer de nuevo lo que era la sexualidad.
- Ya sabía yo que esto te gustaría, putilla -afirmó, prepotente, antes de añadir con sorna-. Tienes hambre y aquí está papaíto para darte de comer. Vamos... -la incitó con las manos-, desnúdate.
Cuando su cerebro volvió a conectar lo tenía encima suyo, esta vez colocada a cuatro patas sobre la cama, con él montándola con furia, clavando su polla con frenesí, cabalgándola como un loco.
La cama crujía y se zarandaba con las andanadas que lanzaba, haciendo vibrar la estructura y golpear la pared.
Empujaba fuerte, haciéndola sentir una agitación interior superior a la exterior mientras su hinchado tronco se movía por su vagina, llenándola e invadiendo su sagrado recinto una y otra vez, impactando con violencia contra su útero mientras sus manos se alternaban entre tironear de su cabello y darla unos azotes fuertes, muy fuertes, en el culo.
Su concha estaba irritadísima, poco acostumbrada a recibir tanto sexo y tan bestial, tan frenético, en tan poco tiempo.
Los impactos de los huevos del animal, pues era más un animal que un hombre en esos momentos, eran constantes y se oían por encima incluso de sus propios gemidos, o eso la parecía a ella en ese estado de hiper excitación.
Sus tetas se movían con cada impulso, libres y, a la vez, deseosas de ser atendidas de alguna manera, pero, esta vez, el macho las ignoraba, concentrado como estaba en quebrar el sexo y voluntad de su víctima femenina.
Podía notar cómo esa polla gruesa, rugosa, de venas marcadas, entraba y salía, se desplazaba con una furia sin control, sin contención, primaria, cavernícola, arrasando todo a su paso, sin detenerse, adelante y atrás, una y otra vez, hasta el fondo y de regreso al exterior para poder volver a lanzarse con toda su potencia de nuevo para invadir el coño de la joven veinteañera.
Nunca lo habría imaginado, pero estaba muy excitada y, con una de sus manos, se tocaba el coño por fuera, su clítoris especialmente, y alcanzaba a rozar esa enfurecida polla según pasaba en su labor de perforación del coño femenino.
Tuvo un orgasmo intenso, incontrolable, frenético, tanto por la profunda penetración del hombre como por cómo se estaba ella misma masturbando por fuera, y, sobre todo, gracias a su incendiado clítoris.
Gritó como una loca, pero él no se detuvo.
Ignoró por completo las contracciones del orgasmo, el arqueo de la espalda de la chica, el aumento de calor en el interior de su coño y la corriente que la arrasó, junto a esa marea de fluidos íntimos que produjo.
De hecho, eso facilitó aún más la penetración, la perforación de su sexo con ese tronco de carne inflamada que no paraba de bombear, de atravesarla, de invadirla, de llenarla.
La excitación volvió a subir, más fuerte y más rápido que antes.
Alicia sintió que era imparable, que sólo el cese del movimiento de ese pene podría llegar a detenerlo.
No pasó.
Ella no lo pidió tampoco.
Él no se lo hubiera concedido de todas formas, estaba completamente segura.
Y tuvo un segundo orgasmo, más fuerte que el anterior, que la hizo derrumbarse, caer con la cara contra la almohada, mientras él seguía moviéndose, cabalgándola, forzando el ritmo, metiendo su polla una y otra vez, lo más adentro que podía, aún más gracias a lo fácil que era ahora moverse gracias a esa extrema lubricación por el exceso de humedad en el interior del coño de la joven.
El sonido era ahora distinto, como de chapoteos, como si alguien estuviera jugando bailando o pegando saltos en unos charcos.
Una y otra vez bombeaba, introducía su inflamada polla dentro de la conchita de la gimiente joven, metiéndosela sin parar, aunque cada vez de forma más espaciada, pero con más fuerza.
Más fuerte, más profunda, pero con menos ritmo.
Supo que se acercaba el momento.
Quiso suplicar, suplicarle que usase condón, aunque sabía cuál sería su respuesta, pero casi estuvo a punto de pronunciar las palabras.
El extremo bulboso del miembro viril de su invasor habló antes.
Se ancló dentro, muy profundamente, y empezó a verter chorros de esperma, de espeso y caliente semen.
La verga palpitaba a lo ancho y a lo largo, expulsando lefa por la boca de su extremo, vaciándose por completo dentro del inundado coño de la chica que, sin saber muy bien cómo, tuvo un tercer y violento orgasmo, que la rindió por completo ante ese hombre, ese macho que había hecho mucho más que montarla como un animal.
La había hecho suya, la había hecho olvidar toda duda, todo deseo de fidelidad hacia su chico, dejándola saciada de una forma que hacía bastante que no sentía.
Eusebio siguió apretando hasta que no paró de manar su espesa lefa y después, siguió clavándose, asegurándose de no dejar ni gota de su preciada semilla fuera del húmedo y caliente coño de la hembra.
Después sacó con tranquilidad su miembro del interior de la joven.
- Es hora de lavarse -anunció, dejándose caer a un lado.
Alicia se quedó allí tendida, recuperando el resuello, extrañamente contenta por un instante, hasta que él la hizo recordar lo detestable que podía ser.
Vamos, putilla -la apremió, dándola un tortazo en el culo-. Prepárame el baño, mujercita.
¿Cómo? -lo miró, asombrada por esa actitud tan machista.
Pon el gas, abre el grifo del agua caliente -la explicó, paso por paso, como quien habla con alguien corto de entendederas, como si tratase con una niña pequeña- y cuando esté todo listo, me avisas y me limpias bien. No puedo ir a una reunión oliendo al chocho de una zorra.
¿Pero cómo te atreves? -saltó, indignada, levantándose de la cama con una furia interior nueva.
¿Qué te parece, -preguntó él, como si nada, cogiendo la foto enmarcada de la pareja que había en la otra mesilla, la más cercana a su posición- habrá disfrutado viendo como le añadías un cuerno más a su corona de cornudo?.
Tal como había llegado esa furia, la abandonó, desinflándose de golpe al tener que reconocer, al menos interiormente, que era un fraude, que había traicionado a su chico por un instante de placer.
- ¡Vamos!. ¿Qué pasa con ese baño? -se quejó el jefe de su novio y ella, en una nube de sentimientos encontrados, se marchó a encender la caldera del agua caliente.
Si alguien la hubiera dicho alguna vez que iba a actuar como si fuera la esponjita de otra persona, fuera quien fuese, le habría llamado loco, pero allí estaba, metida en la bañera con el jefe de su chico, desnuda, lavándole con sus manos, frotándole entre los dedos de los pies, rebajándose a actuar como una criada del siglo pasado o antes.
- Las cañerías -indicó en un momento dado, mientras ella le frotaba la espalda.
No necesitaba explicarla a qué se refería.
Se dio la vuelta para ponerse frente a ella, mostrándola de nuevo esa masa encogida que tenía entre las piernas, recogida una vez finalizada su misión de preñarla, o esa sería su función y el resultado si ella no estuviera tomando unas pastillas para regular el ciclo que, en la práctica, reducían el riesgo al mínimo, aunque siempre había una posibilidad entre diez mil de que ese método fallase y...
Sacudió la cabeza, angustiada ante la idea de que ese hombre la pudiera dejar embarazada.
Tardó tanto tiempo con ese pensamiento que el jefe de su novio, acostumbrado a que sus deseos fueran órdenes y sus órdenes obedecidas de inmediato, que su natural impaciencia hizo que la agarrase por los hombros y la hiciese descender hasta quedar de rodillas bajo el chorro de agua que caía de la alcachofa, justo frente a su ahora minúscula polla.
- Ya sabes qué hacer. Y no se te da mal, pequeña -dijo el maduro, a modo de cumplido.
Alicia lo hizo.
Le sostuvo el miembro con una mano mientras se lo acercaba a los labios para sacar la lengua y tantearlo.
El primer lengüetazo provocó un escalofrío en esa minúscula extensión de carne, que aumentó la vibración interior ante el beso que dio, no supo muy bien por qué, si como gesto de pago por los orgasmos logrados antes o por pura inercia, como cuando besaba la polla de su novio después de hacer el amor, el caso es que esa vibración interior fue creciendo y despertó a esa masa de piel y carne, que comenzó a crecer.
Ella siguió su labor, besando y lamiendo la barra de carne que se estaba formando ante ella, engordando y calentándose con rapidez.
La punta enrojecida y bulbosa asomó entre los pliegues que se iban moviendo, extendiéndose junto al pene que tomaba la forma endurecida ante sus ojos.
Era un espectáculo que siempre la asombraba, fuera de quien fuese, el modo en que esa cosita que parecía tan pequeña empezaba a crecer y engordar.
Pronto tuvo ante sí el verdadero poder de la virilidad del jefe de su novio, una barra de carne fuerte, dura y caliente.
La veinteañera siguió lamiendo, añadiendo pequeños repasos a la punta, metiéndose el bulboso glande en la boca, saboreando, aunque sin querer, ese regusto que aún tenía de la mezcla de su flujo normal con el más intenso de los orgasmos y, como no, ese otro sabor más brutal del esperma del macho que la había montado como un primitivo hombre de las cavernas, con fuerza y pasión, pero sin rastro de amor, sólo por saciar una necesidad física y sexual, nada más... bueno, quizás sí, quizás una necesidad animal más, la de poseer lo que es de otros, poner su bandera en la posesión de otro, demostrar que es el más macho de la manada.
Eusebio no estaba para sus tonterías y sus dudas, la agarró por la nuca y presionó, acercando su cabeza contra su cuerpo, forzando que se tuviera que meter su gruesa verga dentro de la boca, hasta el fondo, hasta que su mentón se empotró contra sus colgantes huevos.
Ese hombre no quería perder el tiempo y empezó a lanzar fuerza con sus caderas, metiendo su tronco fálico en esa cavidad sin importarle que fuese la boca y no el coño, el órgano natural para esas cosas.
La agarró con fuerza, recogiendo entre sus dedos una buena cantidad de su melena húmeda por la lluvia de agua caliente que caía desde la alcachofa de la ducha, para que no escapase, para ser ahora él quien impusiera el ritmo de la felación, cansado de su forma excitante, pero pausada, de realizarla.
Él actuaba de otra forma, impaciente y enérgico, dominante y directo.
El bombeo fue subiendo de velocidad, con esa endurecida masa de carne atravesando la boquita de Alicia con una potencia arrasadora, clavándose sin piedad contra su garganta, haciendo que se mezclasen el sonido de la ducha con el de sus quedos gemidos, algunos de los cuales eran sustituidos a ratos por arcadas cuando esa gruesa verga se excedía y chocaba contra el fondo de su garganta.
A él no parecía importarle lo más mínimo la comodidad de la chica, tan solo su propio placer y el interés en aliviar la presión que soportaban sus propias cañerías.
En esa posición la humillación de la joven era total, nuevamente reducida a un simple agujero en el que ese maduro metía su endurecida verga y la follaba como un cabrón, empujando una y otra vez, metiéndosela sin parar, sin darla tiempo a llegar a disfrutar o a adaptarse a su bestial invasión.
Una y otra vez la clavaba su caliente miembro, haciendo que lo sintiese avanzando imperioso hasta invadir toda su boca, para después recular y dejarla boquear lo justo para que tuviera el aire suficiente para aguantar la siguiente e inmediata acometida.
El ritmo de perforación era abusivo, pero ella fue capaz de soportarlo, algo que la hizo sentir un punto de orgullo de una forma que la resultó extrañamente satisfactoria.
Él gemía disfrutando de la mamada, de poder insertar su caliente e hinchada polla dentro de esa joven boquita, invadiéndola con su miembro, dominándola, abusando de ella a placer, sin oposición, imponiendo su virilidad sobre cualquier otra anterior, demostrando consciente e inconscientemente que él era el macho alfa de esa casa, que ella nunca podría dejar de comparar y se daría cuenta de que lo que tenía en casa no era un hombre, era un aprendiz ridículo.
Todo eso era lo que él estaba haciendo con cada empujón, con cada penetración de esa deliciosa boca, llenándola con su gruesa verga una y otra vez.
El ritmo se hizo más rápido, más ansioso.
Descargó sin avisar, metiéndosela hasta el fondo, disfrutando regando su garganta con una nueva dosis de lefa, descargando su esperma en esa dulce boquita hasta que no quedó ni gota dentro de las cañerías de su aparato reproductor... al menos por ahora.
Alicia tragó, entre arcadas y toses, cuando él sacó su polla, sintiéndose una cerda, pero, a la vez, excitada por esa misma situación.
No entendía cómo podía sentirse así con ese hombre, con ese maduro abusador, con ese cabrón que era el jefe de su novio, tan desagradable y que ni siquiera la atraía físicamente... no al menos de la forma normal, pero allí la tenía, a su servicio, a su servicio sexual, como si fuera una vulgar puta.
Sin previo aviso la roció con un nuevo líquido.
Sintió un asco tremendo cuando la orinó, regando su rostro y cuerpo con el nuevo fluido, mostrando un nuevo y absoluto desprecio, recordándola que allí no había amor, que sólo era sexo, un sexo brutal y primitivo, una virilidad que necesitaba mostrar una y otra vez su primacía sobre ella y sobre su ausente pareja.
Cuando terminó de mear, la hizo que se la restregase, abriendo los pliegues de su pene para que el agua los limpiase por completo, antes de decidir que era suficiente y hacer que lo secase para poder vestirse y marcharse, saciado su apetito... por ahora.
A lo mejor vengo a comer otro bocadito -anunció, vestido con el impoluto traje, como si ella no tuviera otra cosa que hacer en todo el día que estar a su servicio-. No vuelvas a olvidarte. No quiero tener que esperar, espérame desnuda, putita.
Yo trabajo -fue incapaz de decir otra cosa, bloqueada mentalmente.
¿Y?. Si no eres capaz de complacer a un hombre y trabajar, entonces está claro qué tienes que hacer, ¿no? -y se marchó sin esperar una respuesta, dando por sentado que sus deseos eran ley.
Tardó un buen rato en reaccionar y, aun así, lo único que hizo fue entrar en modo automático, lavarse, desayunar y vestirse para ir al trabajo.
Estuvo medio zombi todo el día y evitaba las preguntas que la hacían, incapaz siquiera de volver a pensar en ello o de lo que iba a hacer, de la decisión que tomar.
Cuando regresó lo hizo con una especie de temor mezclado con una cierta excitación, pero él no estaba y, por un momento, respiró tranquila.
Quizás también sentía algo de decepción, no estaba segura, tan solo que estaba muy agitada por dentro.
Sin saber muy bien todavía la razón, se desnudó, aunque luego se cubrió con la bata.
Pasaron las horas y él no volvió.
Empezó a relajarse, a salir del modo autómata y pasó a darle vueltas una y otra vez a su situación, a cómo había llegado a un punto en que se había convertido en una pelele del jefe de su novio, dispuesta a complacerlo pese a lo mucho que lo detestaba.
Pero había algo en él, en esa forma despótica de tratarla, en esa forma dominante con que imponía su voluntad, en su forma de imponer su sexualidad, en esa extraña virilidad tan diferente a la de su chico, incluso la propia forma en que se mostraba a un nivel superior cuando estaba el propio Francisco delante, … en fin, que eran varias cosas lo que hacían que sintiera algún tipo de atracción animal, puramente física, hacia ese personaje.
Y ella no quería ser así, quería ser algo más que un recipiente para la semilla de los hombres.
Ella deseaba ser fiel, no comportarse como una cualquiera.
Amaba a su chico, estaba segura, estaba... bueno, la verdad es que ya no lo estaba tanto, no después de lo que estaba sucediendo desde ese fatídico día en el vagón del tren en el que, por primera vez, aunque ella no supiera quién era en esos momentos tanto por la oscuridad como por el alcohol, Eusebio la había poseído.
El día se la hizo eterno, pero llegó la hora de cenar y el jefe de su chico no regresó.
Cenó con un programa tonto en la televisión, cosa que no era precisamente una novedad, incapaz de centrarse en nada más que en darle vuelta una y otra vez a lo que la estaba pasando y lo que había sucedido en la madrugada.
Cuando ya parecía que empezaba a tranquilizarse, después de recoger la mesa y fregar los cacharros, se acordó de la ropa... y todo volvió a empezar.
Volvió a recordar cuando había regresado el día anterior y se encontró la inesperada y sucia visita del indecente jefe de su chico, desnudo y estirado en uno de los sofás como si eso fuera todo suyo.
Eso y cómo había usado todas sus prendas recién lavadas para masturbarse, dejándolas desde solo ligeramente manchadas por un fino hilo de humedad, hasta otras con goterones o grandes masas de las descargas de lefa cuando se corría.
Alicia incluso probó a oler sus propias bragas con un sentimiento de culpa, buscando algo que ya no estaba, un aroma desaparecido gracias al jabón, el agua y la máquina lavadora.
Al final terminó por acostarse casi a las 2 de la madrugada, con una ansiedad y un nerviosismo gigantescos.
Cada crujido que escuchaba le parecía que pudiera ser él.
Encendió la luz varias veces, imaginándoselo allí, observándola, tocándose con ese pedazo polla que era capaz de dar un placer tan inesperado para alguien de su edad.
Al final se quedó dormida.
Se despertó casi a las 7.
La casa seguía igual de vacía y eso casi la hizo sentirse decepcionada, aunque, por otro lado, eso la hizo también sentirse aliviada y agradecida, porque no sabía qué habría sucedido de volver ese hombre, si ella se habría entregado de nuevo a él o si habría sido capaz de resistirse, de ser fiel a su chico, y decirle que eso era imposible y que regresase con su propia mujer, que ella era de otro y que todo lo pasado era un terrible error que jamás volvería a producirse.
Es lo que debería hacer.
Es lo que estaba pensando mientras se levantaba y se preparaba para darse una ducha rápida antes de acudir al trabajo.
Luego se dio cuenta de que había dormido desnuda, algo que no hacía nunca, ni siquiera después de hacer al amor con su chico, y se dio cuenta de otra cosa, que estaba mojada, caliente.
Mientras se duchaba se tuvo que masturbar, fue incapaz de resistirse a aliviar su tensión, pero lo hizo sin pensar en él, sin pensar en nadie.
Martes
Era un día luminoso, con un sol radiante, esperanzador.
Fue al trabajo y todo iba como siempre, de nuevo como siempre.
Regresó cansada a casa, después de un día ocupada, casi sin tener tiempo para pensar en nada y habiendo tenido que comer algo rápido por allí cerca.
Llegó y encendió el horno, dejándolo precalentando.
Se cambió, se puso algo cómodo y se fue a preparar una ensalada mientras ponía la televisión como fondo para hacerla compañía.
Entonces sonó el tambor de la puerta, movido por la inserción de una llave, y el corazón la brincó en el pecho.
Por un momento pensó que pudiera ser Francisco, que hubiera vuelto por sorpresa, que hubiera intuido que algo pasaba y regresase.
Pero supo, casi en el mismo instante en que se imaginó eso, que era imposible.
Ni aunque él hubiera sido capad de detectar la tensión en su voz cuando hablaban, no se le habría ocurrido dejar el encargo que Eusebio le había ofrecido, no ahora que se imaginaba que había logrado ser visible para su jefe y que le diera más responsabilidades como punto de comienzo en su ascenso en la empresa, una promoción impulsada por la cabeza visible de la compañía.
Para su chico el trabajo, su ambición, aunque fuese con la finalidad de mejorar el nivel de vida de ambos como pareja, era superior a mantener cuidada la relación, al menos no tan cuidada como a ella le gustaría.
Así, que no, no iba a ser su Francisco quien atravesase esa puerta, sería el otro, ese maduro que había logrado de alguna forma un juego de llaves para acceder a su piso y que se paseaba por su casa como si fuera el rey indiscutible de ese pequeño dominio.
Se quedó paralizada un segundo, hasta que otra sensación, de nervios mezclados con urgencia, la hizo ponerse en marcha y hacer algo demasiado humillante para lo que era su manera de ser.
Se desnudó a toda prisa allí mismo, tirando la ropa sobre el sofá más cercano.
Lo que no esperaba era que no venía solo.
Venía con Miguel, el cincuentón con el que la había compartido tiempo atrás en una playa nudista de la costa cantábrica.
¿Ves?. Ya te dije que estaría deseándolo -le dijo Eusebio a su compañero de juergas-. Esta noche te quedas aquí con nosotros y no acepto un no por respuesta.
Usted sí que sabe, Don Eusebio. Menudas guarras me presenta -contestó el musculado rubio.
Bueno, ¿qué? -se dirigió a ella el jefe de su novio-. ¿No vienes a saludar a mi invitado?.
De nuevo bloqueada, superada por los acontecimientos, Alicia se adelantó y el bronceado maduro la agarró por la cintura para pegarla a su cuerpo y poder besarla en la boca con lengua.
Después se separó, la repasó con los ojos como si quisiera grabar en la memoria cada palmo de su rostro y, mientras se reía, la hizo darse la vuelta, girando sobre si misma antes de darla un fuerte azote en el trasero, juguetón.
Estoy deseando volver a reventar ese culito -la advirtió en tono jocoso.
Todo tuyo -se adelantó Eusebio a la réplica de la joven-, pero primero hay que comer algo.
Para cuando se dio la vuelta, el jefe de su novio ya se estaba sacando el pene, que crecía a ojos vista.
Su bronceado amigo, el rubio de la playa norteña, también empezaba a despojarse de la parte de abajo de su indumentaria, mostrando su bien preparado miembro viril.
Ella no sabía qué decir, qué hacer, cómo reaccionar.
Estaba preparada para el regreso de Eusebio, por mucho que lo intentase negar y, en el fondo, había una parte oscura de su ser que casi lo deseaba, el modo en que la hacía sentir, en cómo la trataba, en esa masculinidad primitiva, fuerte y posesiva.
Lo que no estaba preparada era para ser compartida, una muestra más del desprecio que sentía hacia ella como persona, porque no la veía como una mujer con sentimientos, sino como una hembra objeto, lista para ser usada como fuente de placer y, sobre todo, como reafirmación de su posición social en la troglodita y primaria forma de ver, más propia de animales que marcan su territorio y se imponen a sus semejantes que como la especie evolucionada que mandaba el planeta.
Sujeta entre los dos, zarandeada, no tuvo más remedio que rendirse a su mayor fortaleza y dejarse caer mientras ellos agitaban sus pollas, cada vez más endurecidas, a sus costados.
Como si de una película porno se tratase, la hicieron sujetarles los troncos hinchados entre sus manos e írselos pajeando mientras no los tenía en su boca.
Iba alternando una y otra verga, tragándoselas.
Primero una y luego la otra, pero las dos terminaban dentro de su boca, una algo más gruesa que la otra, quizás más larga la del jefe de su novio, pero las dos con una misma cualidad, la de la bestialidad.
Ella procuraba mantener un ritmo con sus manos, pajeando el falo que no tenía en su boca, buscando acelerar el resultado final, pero la que tenía a cada momento dentro de su boca, ya fuera la de uno u otro, ya se encargaban ellos de apretarla y meterla bien adentro, ahogándola con la profundidad de su penetración, haciendo que tuviera arcadas y babease descontroladamente, empapándose con esa mezcla de su saliva y los líquidos que iban manando de las cargadas pollas de esos dominantes machos.
Disfrutaban clavando sus troncos calientes hasta el fondo de su boca, metiéndosela tan profunda e intensamente que la hicieron llorar sin que se diese cuenta y hasta tuvo una combinación de toses y arcadas que hicieron que de su nariz se deslizase una mucosidad fundamentalmente líquida, pero también alguna con algo más de cuerpo, cosa que, de haber sido otra la situación, la habría hecho sentir una tremenda vergüenza.
Ellos no se detenían en consideraciones, sólo clavaban una y otra vez sus pollas, perforando su boca hasta alcanzar su garganta antes de salir y volver a empujar para rellenar de nuevo su cavidad bucal, y así una y otra vez... hasta que se intercambiaban y era el otro maduro quien acometía la misión de follar la boca de la veinteañera.
Miguel fue el primero en correrse, llenando su boca con un torrente pulsátil de esperma que brotó con fuerza de su tronco viril, vertiéndose en forma de chorros densos y de un sabor que la repugnó, que la recordó a un pescado podrido, aunque no sabía si era algo real o el recuerdo de cuando la sodomizó y su amenaza de repetirlo en breve.
Después llegó el turno del jefe de su novio, que no la dio respiro, no dejó casi ni que terminase de tragar la primera lechada cuando se la metió con contemplaciones, arrasando con su polla hasta el fondo de su garganta, bombeando como un loco, como si... se dio cuenta una parte de su cabeza, como si quisiera incluso entonces imponerse al otro macho, demostrar que la suya era la leche definitiva y superior con que regar la garganta de la joven.
Forzó su garganta al máximo, agarrándola con fuerza del cabello e introduciendo hasta el fondo y más allá su verga, de forma que sus peludos huevos casi estuvieron a punto de meterse, pero, por suerte, sólo alcanzaron a rozar sus labios en los movimientos de empuje profundo, cuando lanzaba toda su masculinidad en una clara búsqueda de marcar su posesión, de imponerse a un rival, de mostrar que la suya era la masculinidad más poderosa.
Cuando estalló, bramó como un toro, vertiendo su semilla con fuerza, a chorros espesos y calientes, de un sabor que ya empezaba a reconocer, más denso y fuerte que el de su novio, pero no tan asqueroso como el del otro maduro.
Alicia se lo bebió todo, lo tragó mirando hacia arriba, suplicante, buscando transmitirle que estaba dispuesta a lo que fuese, que se rendía a su superioridad, pero que no la obligase a ser sodomizada de nuevo por el otro.
Todo eso intentó transmitir.
No supo si la llegó a entender, porque, en cuanto terminó de vaciarse, la tiró de un empujón al suelo y la ordenó que se lavase, pues estaba asquerosa por lo que había salido de su nariz, y que les trajese algo de comer de verdad, no una ensalada.
- La hierba para los conejos -sentenció, y no supo si la frase llevaba un doble sentido-. Los hombres necesitamos algo de carne. No me extraña que necesites un macho de verdad si Paquito se alimenta con esta mierda... -concluyó, despectivo doblemente, tanto con su novio como con la ensalada, sobre la que escupió en signo de asco.
Alicia se puso el mandil, nada más tenía permitido, pero, al menos, imaginó que eso sí, porque no quería que la saltase nada mientras freía unos filetes para sus invitador con una guarnición de patatas.
Esto ya está mejor -alabó el jefe de su chico al depositar los platos sobre la mesa, desde donde tenían puesta una película de acción-. Bueno, ¿qué, no te vas a comer lo tuyo, con-ne-ji-ta? -dijo burlonamente, con lentitud, mostrando el plato de ensalada, que dejó en el suelo y movió bajo la mesa con un pie-. Venga, vamos, no seas desagradecida que te lo he aliñado -se jactó, con la risa contenida de fondo de Miguel.
No pienso hacer eso -se negó rotundamente, harta de ser cosificada y humillada por esos hombres.
Lo harás -afirmó, contundente, el maduro-, sólo que aún crees que no.
Ni lo sueñes -se negó ella, cruzándose de brazos.
Ya... y tampoco me has comido la polla y puesto unos cuernos del tamaño de un rascacielos al cretino de Paquito -la cuestionó, haciendo que se pusiera colorada al recordárselo.
Sin mediar más palabras, los dos hombres se pusieron a comer como si nada, ignorándola, disfrutando de la carne mientras ella miraba desde una esquina sin saber muy bien qué hacer.
Incapaz de estar allí, sin hacer nada, y con un hambre cada vez mayor ante esos olores tan intensos de la comida, decidió aprovechar e irse a la cocina con la excusa de traer unas piezas de frutas.
¿A dónde vas? -inquirió Eusebio.
Por fruta -contestó, con la respuesta preparada.
No hace falta, del postre nos encargamos nosotros -anunció él, con una mirada cómplice al otro maduro, que la miró babeando como un crío ante un juguete nuevo-. Pero, toma, bebe -y la tendió un vaso de agua.
No tengo sed, gracias.
No te he preguntado si tienes sed -explicó-. Bebe.
Sin saber muy bien a qué venía eso, Alicia cogió el vaso que la tendía y se lo empezó a beber a sorbos, lentamente.
- Todo. Bébetelo todo -la instruyó.
Cansada de esa imagen de superioridad y de cómo la buscaba ridiculizar y menospreciar constantemente, se bebió de un trago el resto del agua, dejando con un golpe seco el vaso en la mesa, como retándole.
Sin inmutarse, volvió a llenarla el vaso.
Todo es todo -dijo, como si estuviera riéndose de ella.
Ya basta. Dejadme en paz -se enfadó.
La respuesta del jefe de su novio fue contundente, la tiró el vaso de agua, mojándola directamente en el rostro, e indirectamente el resto del cuerpo al resbalar el líquido elemento por acción de la gravedad, y luego volvió a rellenarlo.
¿Qué, dónde quieres el siguiente, dentro o fuera? -la retó.
Malnacido -le insultó entre dientes, lo suficiente para que él la escuchase, estaba segura, pero no tanto como para montar un espectáculo, o eso pensaba ella, que, por si acaso, extendió la mano y cogió el vaso para bebérselo ante los ojos de esos dos abusones maduros.
No había terminado de asentarse el vaso en la mesa tras consumirlo, cuando se lo volvió a rellenar.
- Hay que hidratarse -dijo, con una sonrisa torcida en los labios.
Ellos terminaron de comer, pero no se levantaron mientras la seguían mirando bebiendo vaso tras vaso hasta terminarse la jarra de agua que había traído junto a una botella de vino para acompañar la comida que les había preparado.
Es hora del postre -avanzó Eusebio, relamiéndose mientras fijaba su mirada hambrienta, con otro tipo de apetito distinto al estomacal, en el desnudo cuerpo de la joven veinteañera, devorándola con la mirada.
Y menudo postre -se sumó Miguel, levantándose, nuevamente empalmado.
No soy un objeto -se quejó ella, aunque sin mucha convicción y sin ser capaz de apartar la mirada del miembro del maduro.
Claro que no -concedió el maduro jefe de su novio, antes de extender una mano y metérsela directamente entre las piernas para abarcar su coño-. Eres una muñequita calentorra.
Fue incapaz de contestar.
Tragó saliva, temiendo lo que iba a pasar a continuación, pero, sin embargo, incapaz de hacer nada por escapar a su destino.
Continuará...