Casos sin titular XXIIIc: el retorno.

Tras los sucesos del fin de semana en que fue dominada por el jefe de su novio, Alicia intenta volver a su vida normal, pero, quizás, Eusebio tenga otros planes.

Alicia, cada vez más afectada, prosigue sus confesiones al Doctor, que asiste a un nuevo capítulo de la historia de la joven.

El retorno.

La relación entre Alicia y Francisco estaba en un momento delicado, mucho más de lo que ninguno de los dos hubiera imaginado cuando se marcharon a ese fin de semana que tantos sucesos reunió, al menos para ella, sometida y ultrajada por el jefe de su novio, al que se encontraron por duplicado, tanto en el viaje en tren hasta Cantabria como después, en una jornada que jamás olvidaría en la costa cántabra, cerca de San Vicente de la Barquera.

El hecho es que, en vez de ayudarles a solucionar los problemas y tensiones que mantenían, esa escapada los agudizó y añadió más.

Alicia fue incapaz de contar a su novio lo sucedido, ni cómo su jefe la había asaltado en el tren, mientras ella pensaba que estaba con Francisco, ni como, al día siguiente, había culminado el proceso haciéndola participar de un encuentro sexual múltiple en una playa nudista a manos tanto del propio jefe de su novio como de un grupo de conocidos suyos y otros maduros desconocidos.

Ella había terminado siendo usada como jamás habría imaginado.

No es que fuera una santa o que no hubiera estado con más varón que Francisco, pero, si de algo estaba segura, es que mientras estaba con un chico, le era fiel.

Y mantuvo su compromiso hasta ese fin de semana, en que Eusebio la doblegó y la hizo protagonista central de la imposición de una corona de cuernos a su novio.

No sólo eso, sino que requisó sus bragas a modo de trofeo y, unos días después, las encontró en un sobre apoyado en la puerta de su casa, donde cualquiera, incluyendo a Francisco, habría podido descubrir su contenido y aumentar su vergüenza y deshonor.

Aún peor. Estaban sucias, y no de una suciedad normal, eran restos de varias descargas de semen del jefe de su novio, de lo que estaba completamente segura, incluso aunque no hubiera nota en el interior del sobre.

Había usado sus bragas hurtadas para masturbarse.

El descubrirlo la generó una serie de emociones contradictorias.

Por un lado de un asco infinito, de una repugnancia máxima ante ese uso fetichista de su lencería, con el agravante de enviárselas para que no la cupiera ningún género de dudas.

Por otro, temor, ante la posibilidad de que su novio u otra persona lo hubiera descubierto antes que ella y todo lo que eso habría provocado, un auténtico cataclismo en su relación y su vida.

Y, finalmente, pese a que se negaba a admitirlo, algo parecido al... ¿orgullo, excitación?... por saberse deseada.

No intentó ni lavarlas.

No quería saber nada de ellas.

No quería saber nada de Eusebio.

No quería recordar nada de ese descomunal error que había sido el viaje a Unquera.

Por una temporada sus deseos de mantener lo sucedido oculto parecieron resultar.

Francisco no tenía ni idea ni demostraba ninguna preocupación o un cambio en sus hábitos, de hecho, incluso al revés, estaba más contento a nivel laboral, pues veía en el aumento de carga de trabajo y responsabilidades una relación directa con el haber aceptado la invitación al uso de la casa de Unquera por parte de su jefe y conseguir convencer después a Alicia para pasar un día con Eusebio y su mujer.

Vamos, que pensaba que había conectado con su jefe y que eso iba a mejorar su situación laboral.

No entendía la nueva tirantez con Alicia o su aparente frigidez, el que pareciera demasiado seria o, incluso, enfadada, y que prácticamente no mantuvieran relaciones sexuales de la forma habitual hasta entonces.

Pero tampoco pareció darle mayor importancia.

Para él, si ella no decía nada, es que no había un problema importante y ya se solucionaría todo solo.

Pero no era así.

Y él, como otras veces, no lo veía.

Esta vez ella no quería mostrárselo, no quería descubrirse como... no sabía muy bien qué es lo que había sido esos días... ¿infiel?... ¿una mujer forzada por un maduro dominante que se aprovechó de ella?... ¿o era otra cosa mucho peor?.

No podía parar de darle vueltas sin encontrar una respuesta o una solución satisfactorias.

No lograba dormir bien, tenía pesadillas con lo sucedido, así que, a veces, también terminaba llegando tarde a su propio trabajo porque luego se quedaba dormida.

Por suerte por ahora se lo estaban pasando por alto, pero sabía que no podía seguir así, tenía que recuperar el control de su vida o acabaría devorada por ese huracán de caos.

Esa fue una de esas mañanas.

Estaba dormida, estirada sobre la cama de matrimonio que compartía con su novio, cruzada en diagonal boca abajo, aprovechando que Francisco, desde hacía varios días, se había empecinado en ir una hora antes a la oficina para preparar todo y asegurarse de ser el primero.

Ella sabía que había un interés extra en todo eso, no sólo la mejora de su posición laboral o el simple peloteo.

Sin quererlo, unos días antes, al hermano de su novio se le escapó.

Francisco iba a proponerla matrimonio.

Pero, antes, quería el ascenso, mejorar su situación económica.

Ella, en el fondo, estaba contenta con lo que implicaba. No entusiasmada, pero al menos eso, el conocer esa revelación, había tenido un efecto atenuador sobre todo lo vivido en ese maldito fin de semana.

Lo escuchó marcharse, procurando hacer el menor ruido posible para no despertarla, y se volvió a quedar dormida después de aprovechar para invadir todo el espacio en la cama.

Allí la encontró, con un revoltijo de sábanas que apenas la cubrían, con gran parte de sus piernas de piel morena expuestas, pues dormía con un pijama corto de dos piezas.

Un poco de luz se filtraba por la persiana bajada solo a medias, o, más bien, cuatro quintos, lo justo para no tener que andar encendiendo las luces cada vez que uno se movía a primeras horas de la mañana.

Sus largos cabellos se derramaban libremente sobre parte de la almohada y, especialmente, por su espalda hasta alcanzar el extremo inferior de los omoplatos.

No supo por qué se despertó, qué la llevó a hacerlo, qué supo inconscientemente, pero, desde el primer momento, se dio cuenta de que no estaba sola.

Intentó creer que eran imaginaciones suyas, aunque luego se dio cuenta de una respiración pesada muy cerca suyo, en esa misma habitación.

No se atrevía a moverse.

No recordaba que la puerta se hubiera vuelto a abrir, que su chico hubiese regresado y, de todas formas, no la cuadraba, no era capaz de relacionar ese sonido con él.

Abrió los ojos, tenía que hacerlo desde que también escuchó una especie de roce de tela, pero siguió tumbada en la misma posición.

Pudo ver la foto enmarcada en la mesilla, donde aparecían sonrientes los dos, Francisco y ella misma.

Volvió a escuchar un roce, a sentir una presencia en la habitación, y sintió crecer una sensación de amenaza en su interior que retorcía sus tripas, poniéndola nerviosa.

Se intentó calmar.

Se dijo a sí misma que eran imaginaciones suyas, que seguramente esos sonidos eran del piso de al lado, recordando cómo, en ocasiones, se podía escuchar con bastante claridad lo que sucedía en el piso al otro lado de la pared.

Pero los nervios no desaparecían y supo que tenía que levantarse.

Empezó a mover los brazos para girarse y alzarse, cuando todo se precipitó.

La forma que antes había sido sólo un fantasma en el extremo de su imaginación, adquirió presencia.

La cama se hundió bajo el peso extra de alguien subiéndose por detrás de la veinteañera.

La luz no le alcanzaba al rostro, pero pudo ver un cuerpo grande, masculino, tendiéndose sobre ella desde las sombras del otro extremo del dormitorio que compartía con Francisco.

Alguien la agarró con fuerza por las muñecas antes de que pudiese hacer fuerza para moverse, y estiró de ellas para llevárselas a la espalda y juntarlas, de forma que con una sola de esas manazas, fue capaz de sujetárselas.

Fue algo rápido, una demostración de fuerza y, a la vez, una forma de hacerla sentir indefensión.

  • ¿Qué?... -preguntó por inercia, descolocada, buscando creer que fuera su novio, que su chico se hubiese dado la vuelta para algún juego, aunque, desde el primero momento, supo que era imposible, que se estaba mintiendo, que Francisco era incapaz de esa rudeza y de esa espontaneidad, no tenía ese puntillo.

  • El lobo tiene hambre, caperucita -pronunció lentamente, inclinándose contra su espalda, casi directamente en su oído, con un soniquete que hizo que temblase de punta a punta, esa voz profunda, masculina, que hubiera dado cualquier cosa por no volver a oír.

  • No, no, por favor. Aquí no. Yo... -suplicó Alicia.

  • Estoy cansado de esperar. Tomo lo que quiero... y ahora quiero comerte -emitió su sentencia condenatoria, sin posibilidad de apelación, lo tuvo muy claro.

Con la mano que tenía libre, el macho, pues no actuaba ya como un hombre sino como un animal hambriento, muy, pero que muy hambriento, la bajó de un tirón las bragas junto al pequeño pantalón del pijama.

Su apretadito culo quedó a la vista, para delicia del tipo que, sin embargo, no pareció prestarle una atención especial, no estaba ahí para admirar sus formas ni deleitarse con su belleza, sólo venía a una cosa, saciar su apetito, imponer su voluntad a la hembra que, para él, allí estaba con la única finalidad de someterse y complacerle.

Se lo acarició lo justo, no de una forma sensual y erótica, sino de la forma con la que se estimaría la calidad exterior de una pieza de fruta antes de cogerla del árbol.

Se sintió poco más que una cosa, un objeto sin voluntad, avergonzada y humillada, presa de una pesadilla en su propio dormitorio.

Fue incapaz de hablar, de intentar detenerle con palabras, de hacer que recapacitase, que lo dejase, que se olvidase de ella, que, en definitiva, se marchase, que reconociera que todo eso era un inmenso error e hicieran como que jamás pasó.

Pero, muy en el fondo, sabía que no era posible, que él estaba demasiado acostumbrado a que sus deseos eran mandatos, y sus mandatos eran ley.

Notó cómo apretaba su cuerpo contra el de ella, como la aplastaba bajo su cuerpo maduro, como su hinchado miembro se iba deslizando por entre sus piernas en la búsqueda innata de su objetivo, del lugar que había nacido para perforar.

Pudo oler con total claridad el perfume que utilizaba, ese fuerte y empalagoso Old Spice, según se echaba sobre ella, gobernándola con total impunidad, con la certeza de que su naturaleza era estar allí para servirle, que su único propósito vital era y debería ser el de saciar su desmesurado apetito.

Pudo escuchar como aspiraba con fuerza, con la nariz entre sus cabellos, a la altura de su cuello.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral, primero hacia arriba, luego todo hacia abajo para retornar otra vez a su inicio, en la base de su cráneo.

Toda su piel se erizó.

Casi podía imaginárselo sonriendo, relamiéndose, expectante ante alguna señal que lo hiciera atacar, devorarla.

El grueso tronco fálico siguió su camino, ascendiendo entre sus piernas, dejando un reguero de humedad brotando de la golosa punta, unas veces pegado a una de las piernas, otras rozando la otra.

Alicia se sintió ultrajada, posiblemente más que ninguna otra vez de su vida, por ese hombre, el jefe de su novio, pues era él, Eusebio, quien allí estaba, no solo en su propia casa, lo cual ya era una violación de su intimidad, especialmente porque ni siquiera era acompañando a Francisco, sino, también, en uno de los recintos más sagrados y privados de su hogar, el dormitorio que compartía con su chico.

Ese hombre se sentía con el derecho a hacer lo que quisiera, tanto dentro como fuera de su empresa, con todos los que tenían algún tipo de relación con él y sus familias.

Eran su pequeño feudo.

Él era su autoproclamado señor feudal.

Y Alicia era su presa.

Se había encaprichado de ella y, como ocurría cuando veía algo que quería, lo tomaba y punto, era su derecho natural, así lo veía y así actuaba.

Cómo pudo entrar en su vivienda, era un misterio, pero lo que estaba claro es que no iba a parar, que iba a tomar lo que deseaba, que la iba a devorar sencillamente porque quería... y querer era poder.

Pudo verle reflejándose en el cristal que cubría la foto enmarcada de la mesilla y se sintió como si, lo que fuera a ocurrir, fuese a pasar ante la mirada de su novio.

Quiso pedirle que la dejase dar la vuelta o tapar la foto, pero sabía que se negaría, que eso le excitaría aún más, que le daría más munición para verse más poderoso aún, para colocarse como el león que arrebata su hembra a otro león, uno inferior, uno menos macho.

Y, por otro lado, algo en ello, en poder ver la imagen de esa cara que tan bien conocía, el poder concentrarse en ella mientras pasase lo que tuviera que pasar, era una especie de punto fijo, de ancla a un mundo que soñaba que aún pudiera rescatar, aunque, en el fondo, sabía que era imposible, que estaba a punto de ser tragada por un vórtice de cuernos y lujuria impuestos por ese dominante maduro.

Como si la leyera los pensamientos, al pegar su rostro al de ella, miró más allá, a esa foto y se rio mientras entonaba:

  • Me encanta que el cornudo nos mire, caperucita, que nos mire muy atento mientras te como -y lanzó un mordisco al aire junto a la chica, que pudo sentir con total claridad como el extremo bulboso de la polla de ese hombre alcanzaba su coño, deslizándose entre los pliegues de su sexo.

Con una de las manos la agarró con fuerza del cabello, tirando hacia atrás de su cabeza, de forma que le permitía pasear la nariz primero y después la lengua y los labios por su cuello.

La otra se introdujo por debajo de la parte superior de su pijama,

Fue entonces cuando descubrió que la habían soltado las manos, que ya podía usarlas con libertad, aunque poco podía hacer bajo ese pesado cuerpo.

Movió esa otra mano por el costado, deslizando sus dedos como si fueran exploradores, tanteando hasta alcanzar el lugar donde internarse más.

La agarró uno de sus pechos con energía, de forma torpe al principio, pero con una fuerza tremenda, más de la que solía aplicar su novio, mucho más delicado, pero ese hombre no venía para hacerla el amor, estaba para usarla, para comerla, para devorarla y saciar un apetito animal.

Sintió cómo la apretaba con fuerza la teta, como se la estrujaba y alcanzaba a pellizcar su pezón, atrapándolo entre sus dedos y retorciéndolo a la vez que lo estiraba, provocando una reacción automática en su sensibilizada glándula mamaria.

Casi ni llegó a darse cuenta del momento en que el glande de Eusebio se clavó en su vagina, el momento en que, tras ir abriendo camino entre sus labios vaginales, tras asaltar sus últimas protecciones, llegó a su objetivo, a ese agujero que daba acceso a su mayor tesoro.

La bulbosa cabeza de la endurecida herramienta masculina localizó el acceso prohibido al resto de los hombres, el que estaba destinado a su pareja, y lo perforó, lo traspasó de nuevo sin oposición, sin resistencia, metiéndose sin piedad, invadiendo la intimidad de la veinteañera sin preguntar, simplemente porque quería y podía, era su derecho masculino, su obligación como macho superior.

El hombre no lo dudó, su masculinidad no tenía dudas, él mandaba y ella obedecía.

Quería poner otro cuerno más a su subordinado, ese hombrecillo que para él no merecía ni tal calificativo, y lo hizo, tomo lo que era de él y lo hizo suyo.

Ella notó una sacudida y, a la globosa cabeza, le siguió buena parte del grueso tronco de carne que el maduro lanzó con potencia contra su sexo, penetrándolo, forzándolo sin dudas, por su propio derecho autoproclamado.

Los labios de ese hombre buscaron los suyos, mientras tironeaba aún más fuerte de su cabellera, haciendo que la doliese, y se cerraron sobre ellos, en un beso profundo, en el que su lengua también invadió la cavidad bucal de la chica, que fue incapaz de detenerle, de pedir que allí no, que frente a su novio, la foto de su novio, no.

No se pudo negar.

La resistencia era imposible.

No era capaz.

No se sentía capaz.

Y una parte de ella no quería ser capaz, quería rendirse a esa masculinidad, ser tomada, sentirse mujer de una forma distinta.

Otro empujón y la polla se terminó de clavar hasta lo más profundo del coño de Alicia, que sufrió una sacudida.

La ardía el pecho por la furiosa acometida a que la sometía la manaza del maduro, que actuaba brutalmente, sin ninguna delicadeza, tomando lo que quería como un animal.

La barra de carne estaba dentro de ella, la llenaba como hacía mucho que nadie lo hacía.

Podía sentirla, cada centímetro, cada rugosidad, cada vena marcada en la superficie, cada movimiento de hinchado, de invasión de su vagina, de la propia acomodación de su sexo a ese tronco hinchado y tremendamente caliente.

Retuvo su pene un buen rato, o eso le pareció a ella.

Después empezó a bombear.

No buscó que ella se acomodase, que se adaptase, que compartiera el momento de alguna manera, no.

Lo que hizo, lo que quería desde el primer momento, fue joderla, follarla fuerte y duro, sin sentimientos, sólo sexo animal, nada más.

La quería y la tomaba.

Punto.

No había más.

Una extraña mezcla entre excitación y humillación, entre placer animal y vergüenza, se apoderó de ella, luchando entre sí las dos facetas en que su vida se había roto.

A él le daba igual.

Sólo la follaba, y lo hacía con movimientos fuertes y duros, con movimientos secos e intensos, adelante y atrás con toda la potencia que podía lanzar, sin parar, sin tener en cuenta nada más que su propio placer, nada más.

La soltó de golpe la cabellera y se puso sobre ella totalmente, aplicando fuerza con sus dos manos contra sus hombros, agarrándolos fuertemente, usándolos para impulsarse con más potencia, para violentar más profundamente ese santuario de la relación de su empleado y la mujer a la que se estaba tirando, como si fuera un trozo de carne que hubiera arrebatado a otro animal y devorase frente a él.

Él resoplaba.

Ella gemía, con la cabeza apoyada en el colchón, babeando sin darse cuenta, y mirando, sin ver, a ratos la foto en la que aparecía con Francisco en esa otra época feliz, antes de que ese maduro la descubriera, se encaprichase y decidiera poseerla.

Una y otra vez se impulsaba, clavando su gruesa verga dentro del coño de Alicia, inundándolo con su endurecida polla, inundándola con su masculinidad, invadiendo su sexo con una rudeza bestial.

La follaba como un loco, cada vez más profundamente, o, al menos, a ella le parecía así.

La rompía, sentía moverse su tronco una y otra vez dentro suyo, recorriendo su vagina, arrasándolo todo, perforándola hasta impactar contra su útero, llenándola como un animal en celo, bombeando incesantemente.

Una y otra vez la clavaba, la destrozaba, la follaba y metía sin parar su polla.

Los bufidos de Eusebio eran cada vez más intensos, concentrado como estaba en imponer un ritmo brutal, en perforarla al máximo, y, sin que pudiera, o quisiera, evitarlo, Alicia empezó a alternar los gemidos con chillidos cada vez más fuertes.

Eso le calentaba aún más, lo sabía, notaba cómo su pene reaccionaba ante sus gritos empalmándose de una forma más fuerte, como si se endureciese aún más, como mostrándola lo que era que un verdadero macho la estuviera montando y, ella, sin poderlo evitar, también se calentaba aún más al notar eso, al sentir ese miembro llenándola de esa manera tan bestial, tan lejos de la manera con la que la hacía el amor su chico.

Era una comparación odiosa, lo sabía, pero no podía dejar de hacerla, al ritmo que era empitonada una y otra vez de esa forma tan primitiva y ruda, tan poderosa, tan... tan animal.

La tensión no dejaba de crecer, imparable.

Ella ya era incapaz de pensar, solo sentía, sólo notaba cómo esa masa de carne inflamada y tremendamente endurecida la llenaba y arrancaba unas sensaciones que la desbordaban con cada profunda clavada.

Él se impulsaba cada vez más fuerte, con movimientos más secos, más penetrantes, más intensos, cada vez más cerca del momento cumbre.

Alicia se dio cuenta de que estaba llorando, pero era incapaz de saber la razón, confusa y excitada a partes iguales, incapaz de reaccionar, sólo de gozar como hacía tiempo que no mientras ese hombre, ese macho, ese maduro, el asqueroso jefe de su novio, la jodía bien, pero que bien fuerte, duro y sin sentimientos, como un bárbaro animal imponiendo su dominio sobre lo que en otro tiempo fuera de otro ser, marcándola como suya, como su nueva propiedad conquistada y devorada.

Estalló frenético, sin detener la velocidad, soltando varios chorros de su esperma, regándola por toda la vagina, desde el comienzo hasta el final, desde el extremo donde comenzaba hasta donde conectaba con su útero.

La llenó por completo.

Inundó todo su sexo, marcándola, con su espesa, grumosa y caliente lefa, chorro a chorro, por todo su interior, por cada recoveco de su coño.

Siguió empujando hasta vaciarse por completo, dejando hasta la última gota de su semen esparcida todo lo larga que era la vagina de Alicia.

Se derrumbó sobre la novia de su empleado, aplastándola con su peso, todavía con su miembro viril dentro de su conchita.

  • Buffff... -resopló- no has estado mal, putilla.

  • Por favor, no me llames así -suplicó ella, hundida, humillada ahora que empezaba a recobrar el sentido y los remordimientos hacían acto de presencia.

  • ¿Qué pasa, putilla?. ¿No has disfrutado poniéndole más cuernos al niñato de la fotito? -ninguneó al novio de Alicia, que, al escuchar sus palabras, no pudo mas que fijarse en esa foto, donde aparecían los dos, y sintió asco de sí misma, de lo que se había dejado hacer, de con quién lo había hecho, de dónde lo había hecho y de su debilidad en general.

  • Yo no... yo...

  • Tú no, tú no -se burló-. Menuda mojigata. Ya te enseñaré yo lo que eres, guarra. Muy guapa, un bombón, pero... un coño más -soltó, despectivo, levantándose y sacando su polla con un sonido como de succión de la mojada concha de la veinteañera, que notó inmediatamente una humedad brotar de su entrepierna.

Mientras el jefe de su novio se metía en su baño, el interior, el de su dormitorio, no el general del pasillo, sino el privado, el que debería ser exclusivo de Alicia y Francisco, ella se dio la vuelta en la cama y se sentó, cubierta solo de cintura para arriba, observando como si fuera a otra persona cómo se iba escurriendo un hilillo de esperma blanco que brotaba de su interior, cayendo y ensuciando las sábanas.

Se sintió una auténtica mierda.

Había vuelto a dejarse montar por ese maduro, por ese desagradable ser que era Eusebio, el abusivo jefe de su novio.

Un sonido repicante atronó la casa.

Eusebio se asomó por la puerta del cuarto de baño, mostrando a Alicia que se estaba limpiando los restos de la sesión de sexo en las bragas que ella había dejado en el cesto de la ropa del cuarto de baño.

La dedicó una sonrisa impúdica.

  • ¿Esperabas a alguien más, putilla?.

  • No -negó, con rotundidad- y no soy...

  • Tú eres lo que eres -sentenció el maduro, poco dispuesto a ponerse a discutir algo que él ya había decidido y que, como tantas otras cosas, se transformaba automáticamente en un hecho fijo.

Se ajustó el pantalón cuando el timbre volvió a sonar.

Luego, la miró, despectivo.

  • Sígueme -ordenó y, cuando vio que ella iba a ponerse la parte de abajo del pijama, con las bragas, la advirtió-. Deja eso. No lo necesitas.

Fueron a la puerta y el maduro observó por la mirilla.

  • Vaya, vaya... creo que esto será divertido -se mofó, antes de abrir.

Fuera estaban dos testigos de Jehová.

Americanos, por las apariencias y los carteles de sus nombres.

Uno era joven, un pelirrojo que no llegaría a los veinte años, y el otro andaría por los cuarenta y cinco, también pelirrojo, pero con algunas canas intercaladas.

Por alguna razón, en mitad de toda la situación, Alicia se imaginó que eran padre e hijo.

Se pusieron muy erguidos, sorprendidos por la escena, por esa mujer que era exhibida sin la parte de abajo del pijama, mostrando impúdicamente sus atributos genitales femeninos, de los que seguía fluyendo un fino hilo blanquecino de parte del semen del jefe de su novio que no conseguía retener dentro.

El más joven agarró con fuerza su libro y prácticamente salió corriendo.

El mayor entregó un folleto a Eusebio y también se giró, dispuesto a marcharse también.

El maduro dijo algo en un inglés chapucero, a diferencia de la fluidez con la que se expresaba Francisco, pero la chica se dio cuenta de que el hombre lo entendió perfectamente en el segundo que se paró y los miró fijamente antes de volverse.

  • ¿Qué...? -preguntó, pues, aunque ella también hablaba algo de inglés, no fue capaz de entender lo que había dicho.

  • Poca cosa... que eres una pecadora -aclaró con malicia el jefe de su novio.

Si pensaba que la cosa terminaría así, se equivocaba.

  • Quítate eso -la ordenó, señalando la prenda que cubría sus senos.

  • No -se negó ella, harta de su actitud chulesca y prepotente.

  • No es opcional -la avisó, antes de soltarla un fuerte guantazo, que la acertó de lleno en la cara, haciendo que se tambaleara, sorprendida, poco acostumbrada a esas muestras de violencia-. Te tienen mal acostumbrada. Al hombre, al de verdad, al macho, se lo obedece... y punto.

Sorprendida por ese discurso machista y el bofetón, se quedó quieta un instante, en shock.

Más la chocó cuando cumplió su mandato.

Su mente decía que no, pero su cuerpo subconsciente se sometió.

Se quitó la última prenda que la cubría, dejando a la vista sus dos pechos y, sin necesidad de mirárselos, supo que sus pezones estaban duritos, excitados por todo eso.

  • Lo dicho... toda una putilla -se jactó Eusebio, estirando los brazos para agarrar con sus manazas las tetas de la veinteañera y sobárselas, amasándolas y pellizcando por momentos sus pezones.

Incapaz de moverse, asombrada por su propia reacción, Alicia se dejó hacer, hasta que alguien llamó a la puerta.

Esta vez con los nudillos, no al timbre.

  • Vaya... nuestro amigo ha vuelto -dijo, con una sonrisilla de superioridad en la cara, el jefe de su novio, antes de agarrarla y atraerla hasta el centro del hall y ordenarla-. De rodillas y con los brazos en cruz.

Obedeció.

No sabía qué pasaba, pero obedeció, cumplió lo mandado.

Eusebio abrió la puerta por completo, dejando pasar al hombre, al mayor de los dos testigos de Jehová, como si él fuera el dueño de la casa y no un visitante.

  • She's the sinner. And her mouth... -dijo, o algo parecido.

En cuanto el americano traspasó el umbral, el jefe de su novio cerró la puerta.

El cuarentón se acercó a Alicia y la agarró del cabello, con una mirada fría, calculadora.

Atrapó entre sus dedos buena parte de la cabellera de la joven, tirando hacia atrás, para que lo mirase a la cara hacia arriba.

Ella seguía en la posición ordenada, de rodillas y con los brazos en cruz.

El americano la contempló con una mezcla de deseo y asco.

La soltó un escupitajo que la acertó en mitad del rostro antes de darla un fuerte bofetón.

Poco acostumbrada a esas maneras, Alicia fue incapaz de reaccionar.

Antes de darse cuenta, el desconocido, alguien que podría ser un cualquiera por la calle, un don nadie, alguien en quien jamás se fijaría de no ser por la famosa plaquita con su nombre... porque ni siquiera por su cabello, que, aun siendo pelirrojo, ya no tenía ni la fuerza del color ni brillo.

Pasaría por un tipo de lo más normal y corriente.

Pero no ahora, no allí, no en ese momento.

Le habían ofrecido a una pecadora, le habían dado una oportunidad única en la vida y, a diferencia de su acompañante, no la despreció.

Se bajó la cremallera y se sacó como pudo la polla, porque ya estaba medio erecta y le costó, pero, al final, lo logró, la hizo asomar por fin y se la plantó delante de la boca a la joven.

  • Suck, slut, suck -ordenó en inglés.

No necesitaba un diccionario de idiomas para entender al maduro americano.

Abrió la boca ante la mirada divertida del jefe de su novio y se preparó para tragarse el falo del extranjero.

El maduro americano no desaprovechó la situación.

La agarró con fuerza y empujó, metiendo todo lo que pudo su polla, atravesándola hasta alcanzar la garganta, haciendo que tuviera una primera arcada.

En cuanto empezó a bombear, la saliva pasó a convertirse en babas y, éstas, a derramarse por todo ese inflamado tronco viril, desprendiéndose cuando salía para ir a mojar el cuerpo de la mujer al caer.

La agarraba con fuerza, imponiendo un ritmo frenético, el de quien sabe que sólo dispone de unos pocos y preciados minutos.

La ahogaba, pero, para su sorpresa, aguantó, casi haciendo que sintiese un puntillo de orgullo por sus capacidades.

Las arcadas que la daban a veces parecían excitarlo más, porque, cada vez que las escuchaba, a continuación apretaba más y se la clavaba aún más dentro de la cavidad bucal.

Una y otra vez la perforó con su enhiesta verga, llenándola la boca, forzando un ritmo bestial.

Podía sentir su boca llena de esa barra de carne inflamada y ardiente, que se movía adelante y atrás una y otra vez, en un movimiento intenso, que no dejaba lugar a dudas del objetivo.

La siguió follando la boca sin parar, en una mamada extrema, medio ahogándose, penetrándola una y otra vez, haciendo que las arcadas fueran cada vez mayores y que su cuerpo terminase cubierto de babas que se derramaban desde las comisuras de sus labios y el grueso tronco del maduro falo.

No dejó de insultarla en inglés ni un minuto, aprovechando que, el que parecía su hijo, no estaba, desahogándose con esa mujer que se había encontrado tan inesperadamente para su disfrute.

Bombeaba fuerte, una y otra vez, llenando su boca con su gruesa verga, follándola como un animal.

Al final, la agarró mucho más fuerte que en los anteriores envites y se aferró a ella, empezando a soltar chorro tras chorro de espesa lefa, directamente en su garganta, a la vez que ella tenía un nuevo ataque de tos mezclado con arcadas.

La polla americana vomitó una buena cantidad de esperma, que Alicia tuvo que tragarse antes de que se diera por satisfecho.

Cuando terminó, se guardó el pene y se marchó con una sonrisa tonta en la cara, con una anécdota que no podría contar a nadie, pero que lo había dejado saciado por una temporada,

  • Te dije que eras una puta -declaró Eusebio, que la zarandeó los cabellos a modo de despedida, como si fuese una perrita especialmente obediente-. Ya nos vemos otro día, que voy a llevarme al cornudo a comer salchichas alemanas... jajaja... a lo mejor algo se pega... jajaja... pero lo dudo... jajaja...

Y se marchó, usando un juego de llaves propio que a saber de dónde se había sacado, pero que a Alicia dieron ganas de correr a cambiar la cerradura, solo que, como estaban de alquiler, no podría sin permiso de los dueños.

Eso sin contar con qué excusa poner ante su novio, porque no iba a decirle que era para que no volviera a visitarla su jefe.

No quería ser de esas.

No quería ser la responsable de que... no, no quería.

Además, ella amaba a Francisco, ella...