Casos sin titular XXIIIb: día de playa.

Alicia es llevada al límite de nuevo, y mucho más allá que en el tren, por el maduro jefe de su novio, que se aprovecha de ella como jamás habría sido capaz de imaginar.

Alicia, esa bella joven de 23 años que me contó en su anterior visita la experiencia que tuvo una noche de viaje por ferrocarril con el jefe de su novio, vuelve para contar qué más sucedió en ese viaje a la costa cantábrica.

Después del tren nocturno: un día de playa.

La cosa pareció mejorar cuando el tren llegó a destino.

Su novio y ella fueron al piso de Unquera por su cuenta, pese a la insistencia de Eusebio y su mujer, que fue a buscarlo a la estación en su Mustang de un llamativo color rojo burdeos.

Por fin solos, en un piso grande y con piscina compartida abajo.

Hubiera preferido playa o un pueblo con más cosas, pero tampoco se estaba mal.

El piso era moderno, con muebles vanguardistas, no especialmente bonitos, pero cumplían su función.

Se notaba que alguien lo había querido decorar con un sentido de la estética modernista pero sin saber encajar del todo.

No tardaron en ponerse a follar.

No es que tuviera muchas ganas, pero él sí.

Su pequeña reunión en el tren con su jefe le había proporcionado nuevas expectativas laborales, o eso pensaba Francisco, y su aparente nueva conexión con su novia le proporcionaba una sensación positiva que le hizo tener la libido por las nubes, pese a que Alicia insistiese en no aceptar que les acercasen.

Ella puso como excusa que era desviarles demasiado de su ruta hasta Colombres y él ni se dio cuenta de la incomodidad ante la cercanía de su jefe.

Como siempre, no fue capaz de atribuirlo a la verdadera razón.

Pero ella sí que sabía por qué.

Esa noche en el tren iba a ser un recuerdo imborrable para ella, y no precisamente en el buen sentido de la palabra.

Entre que estaba dormida, la confusión de la noche, los restos del alcohol y la mezcla de sonidos del movimiento del tren y del resto de pasajeros del habitáculo, había sido incapaz de darse cuenta de que quien se había metido con ella en su litera.

Había aceptado la premisa de que era su chico y se había dejado meter mano, había sentido despertar unas sensaciones en lo más profundo de su ser cuando la tocaba y, sobre todo, cuando alcanzó su entrepierna y su delicado clítoris.

El orgasmo había sido intenso, poderoso, electrizante, pese a las limitaciones del momento, el que ella no pudiera dar rienda suelta a todo su potencial, a los gemidos y chillidos que solían escaparse de su garganta en los momentos de máxima pasión.

Después ella le había devuelto el favor haciéndole una mamada profunda, intensa, que había logrado extraer la leche de ese viril miembro para, después, al volver del baño del vagón, descubrir en el pasillo que con quien realmente había tenido esa excitante experiencia no era con su novio, sino con el muy maduro jefe de éste.

La sensación de haber sido violada, ultrajada por ese hombre que debía rondar los sesenta años, fue apabullante y había tenido que volver al lavabo, donde estuvo a punto de vomitar varias veces.

Encima, cuando se habían encontrado allí fuera, en el pasillo, los tres, su novio llegando desde el vagón restaurante y más allá y Eusebio desde el departamento de la, como él la llamaba, sección de ganado, de regreso a su propio departamento de primera clase tras saciar su lujuria en el cuerpo de Alicia, así como la propia chica al salir del lavabo común del vagón dormitorio, el jefe de su marido había dejado caer unos comentarios muy cargados de segundas intenciones.

Sentía verdadera repugnancia por ese hombre, por cómo había abusado de ella mediante engaños, de lo que la había hecho sentir mientras pensaba que estaba con Francisco y no con él, y también vergüenza de sí misma, tanto por ser incapaz de diferenciar entre su chico y ese hombre que iba más allá de ser maduro para ser casi un viejo verde, como por el placer que había obtenido en tan poco tiempo gracias a su indiscutible experiencia que había logrado que ganase un orgasmo en tan compleja situación.

Esa misma vergüenza fue la que la hizo no rechazar a su novio, pese a que se sentía asqueada y revuelta aún, pero no podía decir lo que había pasado, no quería, no sabía si sería capaz de soportar la reacción de Francisco, si lo entendería, si se enfadaría, si se vería como el cornudo de la oficina o si haría alguna locura o, peor, si no le importaría pensando en su propio futuro dentro de la empresa más que en ella.

No se veía capaz de enfrentarse a ninguna de esas situaciones, no ahora, no en ese momento, y se refugió en el sexo por deber, en dejarse hacer y que él disfrutase de su cuerpo, aunque ni de cerca estuvo de conseguir excitarla tanto como para que tuviera un orgasmo, y eso que ella habría dado lo que fuera por tenerlo, por demostrar que lo de la otra noche no era nada y que era su Francisco el que la conocía de verdad y el que poseía su cuerpo con absoluto control, aunque no literalmente, porque ella se consideraba una mujer independiente, no sujeta a las cadenas de una masculinidad dominante, aunque, en ocasiones, una parte de ella lo ansiaba, el verse ante un hombre de verdad y no ese proyecto intermedio que era su chico, cosa que tampoco pensaba confesarle nunca.

Así que lo hicieron, con preservativo, pero lo hicieron, y él se corrió unos minutos después, dejándola a medias, como pasaba casi siempre.

Si hubieran tenido preliminares… quizás… aunque recordaba la última vez, cuando él intentó tomar la iniciativa en casa y, mientras ella estaba sentada en el sofá, él se había puesto entre sus piernas y la había empezado a acariciar y lamer los muslos bajo la falda, a deslizar su tanga a un lado para acariciar su coño… y la estaba calentando tanto, tan bien… hasta que la rompió el tanga cuando se lo quiso bajar y no tuvo otra ocurrencia que pedirla perdón.

Eso rompió la pasión del momento.

No se lo dijo entonces, pero hubiera preferido que la tomase sin más, en ese momento, más como un animal, que hubiera seguido con fuerza, con pasión.

Pedirla perdón por romperla el tanga… menuda estupidez.

Si hubiera sido después, habría sido un bonito gesto, pero entonces, en mitad de todo, eso la enfrió de golpe.

Ella quería un macho, un hombre de verdad, alguien que se hubiera abandonado a su instinto sexual en esos momentos y no un crío que temía ofenderla o qué sé yo que había pensado entonces, qué había pasado por su cabecita, pero lo que estaba claro es que ya no había podido recuperar la iniciativa, el momento de pasión desenfrenada pasó y todo terminó en una sesión de sexo sin brillo, como dirían algunas personas.

Como para rellenar el expediente, nada más.

Y encima, estaban momentos como el de entonces, allí, en el pisito de Unquera, en plenas vacaciones que se suponía románticas y, no sólo lo estropea todo mezclando a su detestado jefe, pese a que ella se lo había especificado, no del todo, pero creía que lo suficiente para que comprendiese que estaba incómoda ante él, sino que además, seguía con la costumbre de que cuando Alicia estaba en esos días, él siempre tenía que usar preservativo.

Ella sabía por qué lo hacía, su desconfianza en las pastillas, pero, aun así, ella habría deseado que no usase, el sentir ese flujo de esperma dentro de ella era algo que disfrutaba tremendamente.

Odiaba los condones.

Pero tampoco podía decirlo, no quería parecer viciosa.

Así que allí estaban, una sesión de sexo rápido, que sólo disfrutó él, que la dejó a medio gas, en esa población a mitad de camino de mil sitios, en la frontera entre Cantabria y Asturias, a un paso de lugares preciosos y, algo más alejada, de unas cuantas playas del mar cantábrico que bañaba casi todo el norte de España.

Más tarde bajaron un rato a la piscina, pero había mucha gente y era demasiado agobiante, así que se dieron apenas un chapuzón antes de regresar a la vivienda, bastante decepcionados.

Fue entonces cuando Francisco soltó la bomba.

  • Esto… nos han invitado a comer en San Vicente.

  • ¿Cómo? –preguntó ella, aunque la característica forma en que se le pusieron rojas las orejas la dio una idea muy concreta antes incluso de que él respondiera.

  • Que… bueno… si tú quieres, por supuesto –empezó, aunque estaba claro que buscaba una respuesta positiva, no es que fuera algo retórico y ya tuviese decidido el resultado, cosa que, por una vez, la habría gustado que hiciera, que tomase la iniciativa, que fuese uno de esos hombres a los que ella criticaba por imponerse siempre pero que, de vez en cuando, la gustaría que su chico se pareciese un poquito, sólo un poquito, sin pasarse tampoco-, nos podríamos acercar a San Vicente de la Barquera y comer algo allí y… no sé… dar una vuelta por allí y demás. Creo que es bastante bonito –añadió, aunque ella ya lo sabía de otra ocasión con otro chico, cosa que, obviamente, no pensaba mencionar- y… no sé… esto…

  • ¿Quién? –cómo detestaba cuando se iba por las ramas.

  • Esto… pues… Eusebio y Estela nos han invitado.

  • Ya… -dejó caer su incomodidad.

  • Venga –suplicó él-. No seas así. Sólo será un rato, de verdad. Te lo prometo. Además, ya viste que no se come a nadie –añadió, ingenuamente, y, ahora, fue a ella a la que tocó ponerse colorada-. ¿Qué, qué me dices? –inquirió cuando ella giró el rostro para que no pudiera observar su rubor.

  • Vale. Está bien –aceptó ella, a regañadientes, sabedora de que su negativa habría dado lugar a una situación incómoda.

  • Genial. Muchas gracias, mi amor –se alegró él, acercándose y dándola un beso en la cabeza antes de coger su teléfono y llamar a su jefe mientras se acercaba a la terraza.

Una hora más tarde salían rumbo a la otra localidad, no apretados, pero justitos en la parte de atrás del Mustang.

Estela era una mujer madura bastante agradable, bien cuidada, claro que estaba más cercana a los cincuenta que a los sesenta como Eusebio, pero Alicia no dejaba de fijarse en que, cada dos por tres, el jefe de su novio la lanzaba miradas por el espejo retrovisor.

Se sentía incómoda, como si la estuviera desnudando con la vista.

Incluso vio cómo se pasaba la lengua por los labios una de las veces que sus miradas se cruzaron.

Sintió un asco tremendo.

Se estremeció y lo vio sonreír con lascivia, posiblemente recordando el episodio en el tren o, incluso, imaginándose que ese escalofrío era de gusto por parte de ella, que no lo era, pero a saber qué pensaba ese viejo verde.

No la habría extrañado que se sintiera muy macho y pensase casi como que ella debía de estar agradecida o que lo había disfrutado o… ¿por qué estaba pensando eso?.

Él se había aprovechado de ella, nada más.

Lo que había pasado era un error, un maldito error.

Ella creía que era su novio, no sabía que era Eusebio, nadie la podría decir nada, ella no tenía culpa de nada, fue algo que era imposible de saber y lo que pasó fue una reacción anatómica y por engaño, no por otra cosa, para nada.

Era un cerdo.

Un cabrón.

Un viejo verde.

Pero era el jefe de su novio, estaban en su piso y los había invitado a comer.

Tenía que comportarse.

Aguantarse, resistir el impulso de vomitar… o de darle un tortazo por lo que la hizo esa noche.

No, no podía hacer eso, arruinaría todo.

Se tendría que mantener neutra, nada más.

Era sólo una comida. Nada más.

El lugar era fabuloso, con su castillo medieval, su iglesia gótica y el espectacular puente que cruzaba el estuario.

Olvidó por completo, o casi, lo de antes y se relajó paseando por el pueblo con su novio cogidos de la mano, junto a la otra pareja.

Comieron un pescado delicioso y todo iba fenomenal.

Después, iniciaron otro paseo con la excusa de ver el parque natural de Oyambre, pasando sobre el puente de la Maza, aunque apenas apreciaron el comienzo de la pleamar.

Ya habían dejado atrás la visión del estuario y del puente y se acercaban a la playa de Merón cuando a Eusebio se le ocurrió que podrían llegar hasta otra playa, la de la Rabia, en el otro extremo del recorrido por el bello parque natural, pero su mujer anunció que no llevaba calzado adecuado y quiso regresar al coche e ir circulando.

  • Vaya, con el buen día que hace para dar un paseo -se lamentó en voz alta Eusebio.

  • Bueno, si tanto quieres pasear, no te lo voy a impedir, pero yo he tenido suficiente por hoy -respondió Estela, acariciándose el gemelo de su pierna derecha.

  • Te acompaño y que los tortolitos sigan a pie, si quieren -anunció con una cierta reticencia el maduro.

  • No hace falta. Sé cuidarme solita.

  • Si quiere, la puedo acompañar yo -se ofreció, inesperadamente, Francisco, y Alicia sospechó que era pasa dar buena imagen y obtener puntos frente a su jefe, que le sonrió y guiñó un ojo por encima del hombro, de forma que no lo viese su mujer.

  • Te lo agradezco, pero no hace falta -respondió la madura al ofrecimiento del empleado de su esposo.

  • No es ninguna molestia. Insisto -se adelantó él, soltando la mano de su chica.

  • Bueno, como queráis -aceptó la mujer, abriendo la puerta a que ella también regresase con ellos.

  • En fin, yo me tendré que conformar con hacer de guía de tu prometida, Paco -lanzó de una forma indirecta la indagación que el novio de la chica no fue capad de captar.

  • Ahhh... no, no es mi prometida -decía, mientras Alicia se ponía roja como un tomate.

  • ¡Por favor!. Si estáis hechos el uno para el otro -intervino Estela, picada esa curiosidad innata por los chismes-. Contadme...

  • Yo... -intentaba recomponerse la veinteañera, buscando las palabras para explicar su relación y su falta de prisa por comprometerse de una forma más oficial, más como un contrato innecesario, o eso lo veía ella a veces, puesto que sabía que su novio, en realidad, sí quería casarse pero que no se lanzaba porque en alguna ocasión lo habían hablado y conocía sus reticencias.

  • Mira, ya tenéis algo de que hablar para que no se haga tan largo el regreso -interrumpió Eusebio, sabedor de que había acertado con un tema que daría pie a una conversación entre su mujer y su empleado-. Yo prefiero disfrutar de esta... belleza -dijo, señalando a su alrededor, pero, a la vez, agarrando con fuerza del codo a Alicia para arrastrarla junto a él.

Incómoda por encontrarse de nuevo sola con el jefe de su novio, pero, a la vez, sabedora de lo importante que era para él que no hubiera problemas, procuró actuar de una forma lo más neutra posible, como si lo de la anterior noche en el tren jamás hubiera sucedido.

Él, en cambio, buscaba la más mínima excusa para acercarse a ella demasiado, incluso cogiéndola de la cintura en los pasos más estrechos o cuando se encontraban con alguien, cosa que, por suerte, pasaba más de lo que a él le gustaría, aunque no por eso dejaba su cháchara.

No era capaz de saber de dónde sacaba tanto que decir.

A ella se le habría secado la garganta hacía mucho, pero él no paraba de hablar y hablar.

Por fin empezaron a descender hacia una playa muy larga y ancha, de arena dorada.

A esas horas ya había pocos grupos de gente, muchos ya recogiendo para irse a cenar, pero aún se podían ver varias personas tumbadas o paseando por la playa y tomando algún chapuzón.

Al principio no se dio cuenta, aunque una especie de sexto sentido la intentaba prevenir de algo raro, extraño.

Un promontorio les ocultó la vista y, al girar para terminar el descenso, se encontraron con un vigilante de la playa que se marchaba y que los paró con un gesto de la mano.

  • ¿A dónde van?.

  • A presumir -se jactó Eusebio, agarrando fuerte por la cintura a Alicia, llevando su mano hasta su culo sin darla tiempo a reaccionar y apretándoselo.

  • Ahhh... ya... -respondió el joven socorrista, lanzando una mirada muy distinta ahora a la piel morena de la chica, antes de volver a prestar atención al maduro- pero así no.

  • ¿Cómo? -preguntó a su vez el jefe de su novio, aunque el tono burlón la hizo sospechar que ya sabía la respuesta.

  • No queremos problemas. No se aceptan mirones. Es una playa nudista, así que para entrar... ya sabe...

  • Vaya, no lo sabía... cómo ha cambiado la playa de la Rabia desde... -decía el maduro, sin soltar su presa, cada vez más incómoda por el innecesario abrazo, aunque, al menos, ya había abandonado su culo para mantenerse sólo en la cintura.

  • ¿Qué?. No, esta playa es la de Oyambre. La Rabia está a un par de kilómetros para allí -y señaló a sus espaldas y a la izquierda.

  • ¿Y no será más rápido por la playa? -mostró una de sus cartas Eusebio.

  • Ahhh, ya... jajaja -se rio el chaval, guiñando un ojo al canoso maduro, comprendiendo sus intenciones al vuelo, a diferencia de Francisco-. Sí, claro. Mucho más... rápido jajaja. Pero entonces, ya saben. No pueden entrar... así -y les señaló al pecho.

  • No hay problema. ¿Verdad, cariño? -preguntó en voz alta el jefe de su marido, antes de acercarse y susurrarla -. Ahora sí que voy a poder presumir de ti, florecita.

Alicia tuvo un escalofrío y se separó del hombre, incapaz de reaccionar hasta el punto de largarse de allí y de la trampa a que la había llevado sin darse cuenta.

  • Bueno, yo os dejo, tortolitos. No seáis malos -se marchó el socorrista, lanzando un último repaso con los ojos a la veinteañera.

  • ¿Y bien? -inquirió el canoso maduro, con un brillo hambriento en la mirada.

  • ¿Y bien qué?. Yo no pienso ir desnuda por ahí -se opuso Alicia.

  • ¿De qué tienes miedo?. Sabes que lo deseas. Ahora no te hagas la estrecha -la decía, avanzando un paso hacia ella y agarrándola por un codo.

  • ¿Yo?. Más quisieras -se deshizo de su mano.

  • Ya... como en el tren -se sonrió él.

  • Yo... yo no... -notó cómo la sangre abandonaba su rostro por un momento, para, después, regresar y hacerla ponerse colorada con el enfado que siguió al momento de vergüenza por haberla recordado ese momento de debilidad y confusión nocturna con la embriaguez causada por el alcohol consumido-. Eso fue un error y nunca más va a volver a pasar.

  • Tu coño no decía lo mismo -su sonrisa era cada vez más amplia, y adoptó una pose de superioridad que lo hacía detestable a los ojos de ella-. Tienes miedo de decirle al cretino de Paquito que es un pichafloja y que lo que te gusta es la polla de un hombre de verdad, no la de un niñato de mierda -y se llevó la mano al paquete para agarrárselo y demostrar su hombría.

  • Será cerdo -espetó.

  • Puedes llamarme cerdo, cabrón o lo que quieras, putilla, pero bien que te corriste y... ufff... vaya mamada de campeonato. Me dejaste seco. Se ve que tenías ganas de... -antes de que terminase, Alicia lo abofeteó.

Él la agarró con fuerza de la muñeca y devolvió la bofetada con fuerza, haciéndola perder el equilibrio.

  • Ya puedes ir comportándote, zorra de mierda -la insultó, enfadado, retorciéndola la muñeca y obligándola a hincar la rodilla en el suelo-. Puedes engañarte todo lo que quieras, pero tú cuerpo no mintió cuando te mojaste como una puta cerda. Si crees que alguien se va a creer que eres incapaz de darte cuenta de qué dedos se meten en tu puto coño -la mostró los de su otra mano- o qué polla te tragas, lo llevas claro, niñata de mierda. Sabías perfectamente que no era el capullo ese, sino un hombre de verdad.

  • Yo... yo... estaba borracha... yo... -se defendió.

  • Y una mierda. Te corriste como una furcia barata y ahora te vas a desnudar y vas a ser una buena niña o se lo cuento todo al cornudo de tu noviete de pega -y, como si se le acabase de ocurrir, añadió- y al resto de la empresa, para que se rían bien a gusto de ese “ciervo coronado” jajaja

  • Bueno... pero suéltame -suplicó ella, dolorida en más de un sentido.

La soltó, pero poniéndose entre ella y la salida al exterior, dejando libre sólo el tramo que descendía hasta la playa.

Ambos se desnudaron en un incómodo silencio, durante el cual él no dejaba de repasarla con los ojos mientras iba exponiendo su piel ante ese no ya maduro, sino viejo verde, en la mente de la veinteañera que, sin embargo, no pudo evitar fijarse en la fuerza con la que su miembro viril asomó, apuntándola como un dedo acusador.

  • ¿Qué?. ¿Ya viste lo que te gusta, verdad, niñata? -se jactó Eusebio cuando la pilló mirándole el enhiesto pene.

No pudo evitar sonrojarse, apartando la mirada con rapidez.

  • Dame tu ropa. Vamos a juntarla -ordenó con la fuerza de la costumbre.

  • Prefiero llevarla yo -advirtió ella, poniéndola contra su entrepierna, ya que no podía proteger todo su cuerpo a la vez.

Él no dijo nada por un momento, deteniendo sus ojos en los pechos de Alicia, devorándolos con la mirada y sacando su lengua como si estuviera frente a un suculento bocado, incomodándola mucho.

  • No. Voy a presumir de ti -la advirtió con malicia, extendiendo la mano y arrebatándole la ropa pese a que ella hizo un amago de resistencia, mas no el suficiente como para que el maduro requisase su vestuario y bajase la vista ahora a su depilada entrepierna, lamiéndose de nuevo los labios con lentitud, babeando de lujuria apenas contenida mientras susurraba-. Mucho mejor así.

Alicia hizo amago de cubrirse, pero Eusebio chasqueó la lengua y ella comprendió, sin necesidad de mediar palabra, sus deseos y que sus deseos eran órdenes, no existía otra opción en la mente de ese hombre, cosa que sabía casi sin necesidad de haber escuchado todas las historias y quejas del trabajo que solía contarle su novio.

  • Las damas primero –se burló con la frase caballerosa convertida en otro acto de humillación.

Eso y que se dio cuenta de que también lo hacía para poder mirarla el culo, ese culito prieto y precioso como decía su novio, que la aseguraba que era capaz de hipnotizar las miradas de otros hombres, aunque ella muchas veces se reía de él diciendo que era imposible, que se lo inventaba, aunque, a la vez, sintiendo interiormente una mezcla de orgullo y de… excitación… por saberse deseada, algo que no sentía en ese instante, no, para nada.

Lo primero que vieron fue un puesto que vendía un poco de todo, incluyendo el alquiler de tablas de surf.

Un maduro bronceado, rubio, de ojos claros, musculado, salió a recibirlos con una sonrisa extraña en cuanto los vio aparecer, dándole un buen repaso al cuerpo de Alicia.

Él iba cubierto con poco más que un taparrabos, un minúsculo bañador tipo tanga que prácticamente no ocultaba nada.

De hecho, podía ver cómo asomaba uno de sus huevos recubiertos de vello por un lado y cómo algo crecía y culebreaba por dentro del tejido.

  • Don Eusebio –saludó con deferencia a su masculino acompañante-, hacía mucho que no nos… honraba –volvió a lanzar una mirada descarada al cuerpo de la joven-… con su visita.

  • Gracias, Miguel. ¿Cómo está tu padre? –se puso a hablar como si fueran grandes amigos y ella no estuviera allí, aunque le notaba pegado a su espalda y, el tal Miguel, se acercó aún más a ella por delante, sin dejar de mirarla, demasiado, para su gusto, como si fuera un simple trozo de carne expuesto en una carnicería, listo para su venta.

  • ¿Ese golfo?. Anda machacándosela donde siempre.

  • ¿Qué toca hoy?.

  • Un grupo de francesitas de fin de curso que vienen a surfear. Buenos coños –la conversación era cada vez más vulgar y machista.

  • Va… seguro que son unas crías de instituto, ¿verdad? –las despreció Eusebio, mientras el otro confirmaba con un gesto del rostro-. Yo sí que tengo un cuerpazo de calidad –y supo que se refería a ella, que no sabía qué hacer o decir en esa situación- y no veas cómo moja la cerda.

  • Ya veo, ya –y, sin mediar palabra, el maduro del puesto, la metió una mano por el coño, tanteando su rajita.

  • Por favor, yo… -intentó buscar palabras para escapar de la situación.

  • Tendrías que ver cómo se corría la muy cerda cuando le hice unos dedos viniendo en el tren cuando mandé al gilipuertas de su novio a reenviarme unos mails que ya tenía de la semana pasada –contó, riéndose de Francisco con ese desconocido, al menos para ella- y qué bien la chupa.

  • Yo no… -se quejaba mientras Miguel seguía metiendo su mano por la raja de su entrepierna, acariciándola y haciendo que, sin poder evitarlo, su cuerpo se fuera calentando y su concha inflamándose.

  • Nadie te ha pedido opinión –la interrumpió Eusebio-. Anda, dile a tu hijo que nos deje la ropa donde siempre y me llama a Dámaso.

  • Hecho, pero no creo que les guste a los demás –Miguel hizo un gesto hacia las dunas detrás de ellos antes de pegar un grito-. ¡Nacho, sal cagando leches!.

Salió un hombre que rondaría la treintena, desnudo, tremendamente musculado y cubierto por una capa de aceite o similar, que hacía que su piel brillase.

  • ¿Sigues siendo maricón, Nachete? –preguntó, con profundo desprecio, el jefe del novio de Alicia.

Pese a su tamaño, el hombretón pareció encogerse ante el insulto, mientras su padre le ladraba las instrucciones, recogía la ropa de ambos y se marchaba por la playa hacia el fondo.

  • No hay manera de enderezarlo –se lamentó Miguel- y mira que le hemos pagado putas, pero el muy cretino parece un eunuco.

  • Lo siento –consoló Eusebio al otro hombre, poniendo una mano sobre su hombro y aprovechando para pegarse al culo de Alicia, que sintió la gruesa verga del jefe de su novio contra la piel de su espalda, una masa caliente y palpitante, con una vida propia que siempre la asombraba aunque conociese el aspecto fisiológico de las erecciones.

El otro hombre también se pegó a ella, por delante, y la besó sin preaviso, metiendo su lengua hasta la campanilla, como suele decirse, mientras la hacía sentir como esa culebra que llevaba en el minúsculo calzón crecía y se endurecía, y, todo ello, sin dejar de meterla la mano por su rajita, alcanzando ya a meter una falange de su dedo más activo, más invasor, dentro del agujero que ofrecía acceso a su vagina.

Alicia estaba cada vez más angustiada, atrapada entre esos dos hombres que no dejaban de sobarla, esos dos maduros, uno cincuentón y el otro con al menos sesenta años, casi segura.

Se sentía indefensa, un juguete en sus manos, sin voluntad.

Al menos, pensó para sí misma, no había ya casi gente en la playa y nadie parecía prestar atención a la escena.

O eso, o no les importaba, lo veían normal.

Entre los dos la llevaron hasta una de las dunas cercanas, sin que ella fuera capaz de reaccionar, a medio camino entre el shock por la propia situación, tan absurda y que tan imposible parecía, más sacada de una fantasía surrealista que de algo que pudiese pasar de verdad, y esa parte de su mente que seguía, no sabía muy bien porqué, sujeta al mandato extorsionador del dominante jefe maduro de su novio.

Y allí estaba ella, desnuda, con su cuerpo expuesto ante esos dos maduros, el jefe de su novio por un lado y el amigo lascivo por otro.

La hacían sentirse como una niña indefensa, sujeta por unas cadenas invisibles, tentada de escapar por un lado e inmovilizada fuertemente por otro, por el mandato imperioso de la masculinidad dominante de Eusebio y otra cosa, algo que la daba vergüenza, esa pequeña idea de que, en realidad, sí sabía que no era Francisco el de esa noche y que sí, que había disfrutado de lo que pasó, que no fue una violación sino que fue algo que, en el fondo, consintió y… sí, que pudo llegar a disfrutar.

Estaba confusa, rendida ante esos dos hombres, ante la situación de violencia sexual inminente que flotaba en el ambiente, atrapada de una forma ilógica y totalmente absurda.

Hubiera podido ponerse a correr.

Estaba segura que no la podrían alcanzar.

Y no lo hacía por el pudor, eso podía superarlo, ni por el qué diría a su novio cuando se lo encontrase en la otra playa esperándola con la esposa de Eusebio, ni por miedo a que un intento de fuga precipitase una violencia física por parte de esos hombres contra ella.

No, no era por eso, no era esa la razón por la que no huía.

Pero no la sabía, se escapaba justo en el borde de su pensamiento, ocultándose a simple vista, como se diría.

Quizás fuera esa sensación de impotencia que la dominaba, quizás esa picazón, esa duda que la atormentaba desde esa noche, quizás fuera… no, no lo sabía, no podía pensar… pero ella no era así, no, no lo era, y no sabía por qué la pasaba todo eso o la razón de que fuese incapaz de reaccionar, de revolverse contra esos hombres.

Entonces aparecieron los demás.

Al frente iba un anciano, un hombre que debía de superar los setenta años, muy delgado, con un cabello blanco como la nieve y una espesa barba como si de uno de esos personajes de los anuncios de Santa Claus se tratase.

Iba desnudo, como los demás, con una pequeña polla fláccida entre las piernas, bailando con el pausado movimiento al que sometía a sus piernas.

Tenía unas cicatrices espantosas en una pierna, de hace tiempo, completamente cicatrizadas, pero que se metían y sobresalían de una forma que causaba a la vez espanto y una indefinible atracción.

Le seguían otros tres hombres, todos maduros, uno español, alto, moreno, con una gran barriga y un gran bigote, que debía rondar la cincuentena.

Otro era un latino que también andaría por los cincuenta, de brazos musculados y piernas fuertes, seguramente de horas de gimnasio dedicadas en exclusiva a sus extremidades, quizás peruano o ecuatoriano, no hubiera sabido diferenciarlo a ciencia cierta pero, por suerte, no era un concurso, y se lo veía ansioso y excitado, de hecho, era el único que llegaba con su pene medio erecto.

El tercero era un chino bajito y encorvado, que debía de medir una cabeza menos que la propia Alicia y que tenía un rostro arrugado y una sonrisa maliciosa y desdentada, como comprobó cuando abrió la boca. Tenía una mini polla entre las piernas, aunque compensaba la longitud con un grosor inicial algo mayor de lo habitual, o, por lo menos, de lo que había visto hasta entonces. Debía de tener bastante más de sesenta tacos.

  • Cuando mi nieto me dijo que estaba usted aquí, supe que traía algo jugoso, Don Eusebio -dijo el viejo verde, que, lejos de moderarse, se acercó con ansiedad a la desnuda Alicia para acariciarle directamente un pecho, atrapándolo entre sus callosas manos y pellizcando con fuerza el pezón, provocando que la chica se retorciese.

  • Por supuesto, Dámaso, ¿cómo iba a venir yo por aquí con las manos vacías? -respondió el jefe de su novio, como si ella no estuviera presente ni fuese el centro de la conversación-. Es la prometida de uno de mis empleados y... está deseando hacerlo el más cornudo de todos... shhhh... calla, tontita, que sabes que es verdad -atajó cualquier idea de pronunciarse al respecto, poniendo un dedo sobre sus labios, antes de volverse de nuevo a su nueva audiencia-, y no vean cómo se retorcía y disfrutaba cuando le metí estos deditos -enseñó su mano- dentro de ese húmedo coño... y la mamada que me hizo... uffff... de campeonato -ella podía darse cuenta de que ya los tenía babeando, mientras Eusebio seguía hablando, como si fuera un vendedor ambulante ofreciendo un caramelo especialmente sabroso a unos niños babeantes-... si no fuera porque ni siquiera ese cornudo es tan imbécil, habría dicho que es una profesional.

  • ¿Te la has tirado? -inquirió el barrigón con los ojos como platos mientras miraba el cuerpo desnudo de la chica, repasándola de arriba abajo una y otra vez.

  • Por favor... yo no me las tiro, ellas -hizo un gesto con la cabeza hacia Alicia- están deseando un hombre de verdad y no esos niñatos de cristal. Ella prácticamente se me echo encima, insinuándose desde el primer día como una golfa. Estaba pidiendo a gritos ponerle una buena cornamenta al mamarracho con el que vive -siguió despreciando e insultando a Francisco ante ella, incapaz de reaccionar mientras era rodeada por los maduros, que estiraban sus manos y la tocaban por todas partes, haciendo imposible cualquier defensa de ninguna parte de su cuerpo.

  • Milal bien... no zilicona... -se escuchó mascullar al bajito chino, que no usaba sus manos, que tenía bien afianzadas en las caderas de Alicia en ese instante, sino su desdentada cavidad bucal, para sondear la verdadera naturaleza de los femeninos senos.

  • Ya te digo que son naturales -tradujo Miguel-. Eso se nota a la legua... aunque a mí ahora me apetece empezar por el postre... -y se quitó el ridículo y minúsculo tanga para metérselo en la boca a una desorientada, y desbordada por los acontecimientos, Alicia, antes de pegarse a su culo y abrírselo con las manos lo suficiente para poner a la vista el extremo posterior de su rajita, contra el que se pegó, como una lapa, su endurecido miembro viril.

  • Ponedla a cuatro -demandó el latino, meneándose la polla, que iba creciendo entre sus manos-, así la podemos disfrutar entre todos.

  • Yo quiero follarme sus tetas -gimió el padre del dueño de la tienda.

  • Hay para todos, pero hoy no tengo mucho tiempo, así que mejor a cuatro y a darle un poco de caña -decidió Eusebio el destino de la veinteañera.

Desnuda, rodeada de esos maduros babosos, sin posibilidad de escape ya, Alicia fue magreada sin piedad aún un buen rato.

El viejo sustituyó al chino en sus sensibilizadas tetas, después de que el desdentado oriental, que apestaba a algo que parecía como el olor que producirían unas plantillas de unos pies especialmente apestosos y que hubieran sido cocinadas en una olla, la hubiese babeado, metiéndose en su boca, apenas forrada de dientes, sus dos pechos, o, al menos, lo que fue capaz de meterse dentro para chupar y lamer.

Cuando el viejo empezó a atrapar sus pezones entre sus dedos y dientes, Alicia se encontró con que lograba excitárselos de una forma repugnante, claro que, a la vez, el chino se había escurrido y puesto de cuclillas para quedar a la altura de su coño y ahora la estaba lamiendo su entrepierna, mostrando más habilidad para localizar su clítoris que la que debía de tener para sorber la sopa.

Con el viejo chino comiéndola el clítoris y el setentón mortificándola las tetas, apenas tuvo tiempo para pensar mientras Eusebio la agarraba con fuerza de la cabellera y la besaba con fuerza antes de pasear su lengua por su cuello y ascender hasta su lóbulo, cosa que aumentó su excitación, pese a lo desagradable de todo ese asunto.

El musculado cincuentón de la tienda aplicaba uno de sus dedos a abrirla el ano, y ella no lograba oponerse, tan desbordada de sensaciones y de tener que estar atenta a tantas manos y bocas.

Hubiera querido gritar, resistirse, mostrar su asco por esa invasión de un agujero que ella odiaba que fuera visto por nadie como para un uso sexual, pero estaba rodeada de unos absolutos animales viciosos fuera de control.

Miguel la metió el dedo gordo de su mano dentro de su culo, perforando por donde no debería de meterse jamás nada.

El latino y el otro español, el de la barriga, no cesaban tampoco en toquetearla por donde podían, como pulpos, buscando cualquier parte disponible de su anatomía para amasarla o atormentarla.

Ella intentaba removerse frenéticamente, pero a cada intento por su parte, ellos actuaban de forma que lo único que cambiaba era a quién tenía encima en ese momento en una parte u otra de su cuerpo.

Incluso alguno se puso a chuparla los dedos de las manos.

Todo les valía para intentar saciar su sed de sexo.

Y, a la vez, nada parecía ser suficiente para saciarlos.

Casi sin darse cuenta terminó a cuatro patas sobre la arena de la duna, con Miguel  su espalda, escupiendo sobre su ano, algo que hicieron otros también, como queriendo ayudarle con la lubricación de ese estrechísimo agujero en ese culito tan prieto.

Pero no todos.

No su padre, desde luego, que se puso ante ella triunfante, con su mano cerrada sobre una, inesperadamente, gruesa y aceptablemente larga polla para su edad.

Agarrándola por el cabello la forzó a alzar la cabeza y aplicó la bulbosa punta de su polla contra sus labios.

  • Bebe -exigió, con una voz cascada por la falta de aire que la ansiedad le estaba produciendo.

Esta vez sí que Alicia decidió oponerse.

Cerró con fuerza los labios, negándose a ser la puta de ese grupo de viejos verdes.

Su resistencia duró poco.

Lo que tardó en sentir desgarrarse su recinto anal ante el poderoso tronco de Miguel, que, entre la labor de su dedo antes y la del ensalivamiento entonces, fue capaz de atravesar su oposición y clavó, triunfal, la cabeza de su pene en el interior del culo de la veinteañera, a la que se escapó un grito de sorpresa y humillación.

Dámaso era viejo, pero no tonto.

Aprovechó su ocasión y se la metió.

Ella no se atrevió a morderle.

Pronto tuvo a padre e hijo con sus pollas insertadas.

Sin que pudiera ya evitarlo, el sucio pene del más viejo de los presentes, se fue introduciendo en su cavidad bucal, iniciando un pausado, pero profundo, mete saca, a la vez que, la más fuerte y endurecida, polla del hijo cincuentón se convertía en una taladradora dentro de su recinto anal, sodomizándola de una forma bestial e intensa.

Agarrado con fuerza a sus caderas, Miguel empujaba sin piedad, clavando su tronco de carne hinchada y caliente en lo más profundo de ese agujero tan estrecho del cuerpo de Alicia, que se retorcía de dolor y angustia.

El padre no era tan fuerte, pero mantenía una velocidad sorprendente para su edad, obviamente disfrutando como un loco de la oportunidad de follarse la boca de una joven como esa.

Mientras padre e hijo la follaban boca y ano, los otros hombres no desaprovechaban la oportunidad para masturbarse a su lado o para, a ratos, meter las manos bajo su cuerpo para capturar por unos instantes sus hipersensibilizados senos o, incluso, en un par de ocasiones, su coño.

El primero en correrse fue Dámaso.

El viejo de setenta y cinco años se la metía con toda la fuerza de que era capaz, clavándole la polla hasta alcanzar su campanilla.

No logró ahogarla o provocarla arcadas, como en algunas ocasiones la pasaba al hacer mamadas a pollas más grandes o largas, pero, aun así, el desagradable sabor a orín que acompañaba la penetración oral era tan desagradable que supo que lo recordaría toda la vida.

Cuando soltó su chorro de esperma, sintió un sabor metálico bajar por su garganta, y unos grumos calientes depositarse al fondo de su lengua.

Hubiera deseado escupirlo todo, pero al viejo le siguió otro, el chino, que comenzó con un bofetón, claramente preparándola para someterse con docilidad ante la nueva invasión de su boca.

Esto sucedía sin que Miguel se detuviera.

Por el contrario, arañándola por la fuerza con que cerraba sus manos en torno a sus caderas, o esa era la impresión mental que tenía, imponía un ritmo de penetración cada vez más alto y profundo.

Empujaba una y otra vez, metiéndola su polla lo más dentro que podía, disfrutando claramente de ser el primero, o, al menos, estaba segura que lo pensaría por lo tremendamente estrecho que tenía el culo, en desvirgarla su recinto anal, sodomizándola de una forma bestial, clavando su tronco de carne con golpes secos y duros, cada vez más intensos y rápidos, introduciendo sin piedad su pene hasta que sus huevos chocaban contra el cuerpo de Alicia, generando un curioso sonido.

El chino no tendría una polla muy larga, pero era ancha.

Tuvo que abrir la boca como nunca para poder tragarse su gruesa y venosa barra de carne, haciendo que sintiera dolor por tener que mantener tanto rato la mandíbula a disposición de sus violentadores.

El viejo oriental la agarró de la cabeza e imprimió un ritmo frenético a la felación, impulsando y acercando a la vez, empujando su polla hacia delante y, a la vez, tirando de sus cabellos para forzarla a auto insertarse más profundamente esa cavernosa masa de carne palpitante.

El sabor la recordó a una mezcla entre pescado y tinta de calamar, más repugnante aún que el anterior, sobre todo cuando explotó en su boca a los pocos minutos, derramando un esperma espeso y pastoso.

Estaba tosiendo, asqueada por esa segunda descarga en su boca, de la que caía una mezcla de babas y restos de semen, cuando el forzudo dueño de la tienda de la playa comenzó a correrse.

Sus chorros fueron abundantes, calientes, espesos.

Siguió empujando un rato más, hasta asegurarse de vaciarse por completo en el interior de la ampolla rectal de su víctima, emitiendo unos gemidos más propios de un animal que de un ser humano, disfrutando de una forma perversa de la vergüenza impuesta a la hembra que acababa de sodomizar a lo bestia, perforándola de tal forma que la ardía el culo, del que sentía brotar restos de la lefa descargada por esa endurecida barra de carne hinchada que aún vio palpitar a su lado mientras se masturbaba junto a su cara hasta lanzar unos últimos chorros sobre sus cabellos, riéndose ante el espectáculo generado.

Latino y español obeso fueron los siguientes, echándose a piedra, papel, tijera quién ocuparía cada lugar, sin contar en absoluto con ella, sin importarles para nada sus deseos o la ansiedad culpable que comenzaba a sentir pues, increíblemente, una parte de ella había sentido algo parecido al placer al verse así reducida a poco más que unos simples agujeros donde esos hombres se aliviasen de la tensión acumulada en sus virilidades.

Alicia seguía mientras a cuatro patas, incapaz de moverse, de liberarse de la posición de sumisión sexual a la que la tenían condenada, con las piernas temblando, casi sin que pudieran aguantarla por la intensidad de la molestia que sentía por la dolorosa sodomización a que había sido sometida.

  • Menudos capullos –comentó Eusebio ante la tardanza de los dos maduros restantes, pues los demás, una vez saciada su sed primaria de sexo, habían regresado a su tienda y a su espionaje de las jovencitas adolescentes.

Sin aguantarse más, pues él mismo tenía la polla completamente erecta, se tumbó en la arena junto a la chica, para después mirarla fijamente y ordenar, que no pedir.

  • Hora de follar como Dios manda.

Podía negarse, podía, por fin, levantarse y salir de allí, no volver la vista atrás e irse a buscar a su novio, pero no lo hizo.

No porque la fueran a perseguir o porque la avergonzase su desnudez.

Realmente no sabía por qué no se marchó, la razón por la que siguió allí e hizo lo que hizo.

No sabía cómo podía tener esa sensación tan extraña dentro de ella, esa semilla tan profunda, esa picazón que no se podía resolver rascándose. No sabía qué era. No sabía qué la pasaba.

Y lo hizo.

Gateó hasta el jefe de su novio y se subió encima suyo, dejando que él guiase con su mano esa endurecida barra de carne madura dentro de su coño, abriéndoselo sin impedimentos, lubricado interiormente sin que ella supiera cómo había pasado.

Insertó su polla sin oposición, introduciéndola profundamente en su interior, clavándosela con fuerza, haciéndola sentir cada centímetro de endurecida masa palpitante, cada tramo de grueso y venoso pene insertándose, encajando en su vagina como si fuera el dedo de un guante.

Se deslizó sin ninguna barrera, la ocupó el coño por completo, llenándoselo totalmente, poseyéndola de una forma casi perfecta.

Cuando los otros dos maduros quisieron darse cuenta, Eusebio ya estaba bombeando dentro de Alicia, que luchaba por no emitir unos quedos gemidos que pugnaban por abandonar su garganta y abrirse paso por su boca.

Lo peor es que ella misma también se movía, se deslizaba adelante y atrás, a los lados por momentos, adaptándose al ritmo que el maduro jefe de su novio imponía, marcando un ritmo cada vez más frenético y ansioso.

Atrapó entre sus manos las tetas de la chica, amasándoselas y mordiéndolas cuando, por momentos, entraban en el radio de acción de su boca.

En algún momento la retorció los pezones, pero no estaba segura, la situación se volvió demasiado confusa cuando los otros dos varones se sumaron a la dominación sexual de su cuerpo.

Ni se fijó cuál por dónde, tan perdida estaba.

Por segunda vez en esa duna, una polla rompió su culo, arrancándola unas sensaciones dolorosas que se mezclaban con la de un placer prohibido y vergonzoso que la llenaba de una manera incomprensible, pues ella lo detestaba con todo su corazón.

El hombre que la sodomizaba era brutal, no tanto como el primero, pero no la concedió tregua alguna, bombeando de una forma vengativa por no estar dentro de su cómodo coño.

Lo de su boca también fue intenso.

Esta vez era una polla de un tamaño correcto, ni corta ni demasiado gruesa, un tamaño adecuado.

Invadía su cavidad bucal de forma atropellada, con ritmos que cambiaban mucho, unas veces rápidos, otras cortos y profundos.

Las arcadas se sucedían y parecían provocar repentinos y furiosos aumentos de la velocidad de penetración oral, haciendo que esa polla la perforase aún más y más, haciendo volar babas y restos de las dos lechadas anteriores por toda su cara y hacia la arena frente a ella.

Su sodomizador no se quedaba atrás, ensañándose con su culo, a la vez que la nueva sensación de la doble penetración, del sentir frotándose las dos pollas en su interior, la del coño y la del ano, la estaba haciendo sentir una excitación creciente, como nunca antes.

Estaba a punto de llegarla el orgasmo cuando una corriente recorrió brutalmente el tronco masculino que tenía alojado en su boca, brotando oleada tras oleada de una caliente y espesa lefa, hasta que esa verga se vació por completo en su boca y, sin abandonarla, la forzó a lamérsela y limpiarla de los restos tras tragarse como pudo, teniendo aún dentro de la boca esa barra de palpitante carne, todo el esperma que soltó por toda su cavidad bucal y garganta.

Eso sólo lo retrasó, pero, al final, tuvo el orgasmo.

La doble penetración a la que la estaban sometiendo esos dos maduros, el jefe de su novio y el otro, tanto cuando iban a la par los empujones que hacían moverse simultáneamente adentro y afuera esas barras de carne, como cuando sus ritmos se disponían alternos, que mientras uno perforaba, el otro retrocedía para coger de nuevo impulso.

Su propio orgasmo los hizo ser aún más cabrones, aumentando el ritmo y la fuerza con la que clavaban sus pollas, atravesándola con una insistencia bestial, perforándola una y otra vez hasta que el ocupante de su culo inició una descomunal descarga, desbordándola, haciendo que ese esperma terminase derramándose por todo su culo y la raja de su concha.

Eusebio aún duró un poco más, bombeando con energía, sabedor de su triunfo, no sólo frente al resto de maduros, sino, sobre todo y por encima, imponiendo su victoria a la chica y demostrando que, una vez más, o, al menos de eso presumía, había vuelto a poner unos cuernos bien puestos a otro empleado al que iba a despreciar aún más desde entonces.

Alicia se alzó hacia el aire, en vertical, sin necesidad de que nadie se lo dijera, moviéndose ella misma arriba y abajo sobre la endurecida polla del cabrón que la había convertido en una mujer infiel, un hombre al que odiaba, que no la gustaba y que, sin embargo, había ganado sobre ella, se había impuesto, la había derrotado, la había convertido en aquello que él deseaba.

Tuvo otro orgasmo, casi a la vez que él descargaba, con las manos sobre tus tetas, atrapándolas y amasándolas con fuerza, y sintió cómo los chorros de esperma ascendían como de una fuente, golpeando el acceso a su útero en su camino contra gravedad.

Se descargó por completo dentro de ella.

Se vació, no dejó ni gota fuera.

Todo su semen quedó dentro de Alicia, una mujer usada y humillada como jamás habría imaginado y, encima, por el odioso y asqueroso jefe de su novio.

Cuando, media hora después, se encontraron con Francisco, ella volvía a ir vestida y se había aseado como pudo entre las olas del mar.

Las dos parejas cenaron como si no hubiera pasado nada.

De hecho, Eusebio apenas la dirigió la palabra, lo que hizo que su novio pensase que habían tenido alguna desavenencia e insistió en que fuese delante esa vez al regreso hasta Unquera.

A ella ya la daba lo mismo.

Estaba segura que ni siquiera se dieron cuenta cuando, cada vez que tenía que cambiar de marcha, Eusebio aprovechaba para tocarla las piernas y lanzarla miradas lascivas.

Esa noche tuvo uno de esos dolores de cabeza.

Una excusa tan buena como otra.

No follaron, pero tampoco pudo dormir apenas, recordando lo sucedido, lo que había pasado, lo que había sentido, lo que podría suceder.

Y pensando en las bragas que él se había quedado, unas bragas que le devolvería unos días después, en un sobre que se encontró en la puerta de su casa.

Mancilladas como ella había sido mancillada.

Llenas de restos de lefa, no necesitaba rasparlas u olerlas para saberlo.

Las había usado para masturbarse pensando en ella, estaba segura.

¿Sería el final?. ¿Se había cansado de perseguirla?. ¿Habría encontrado a otra mujer a la que acosar, otro empleado al que hacer cornudo?. ¿Volvería a verlo o, por fin, era de nuevo libre?.


Relato dedicado a quien me lo inspiró.