Casos sin titular XXIII-h: la Dote.

Alicia se enfrenta a un nuevo reto en su vida. La sombra de lo sucedido con Eusebio se cierne sobre ella cuando la toca ofrecer la dote a la familia de su novio.

El Doctor recibe de nuevo a Alicia, que está deseando relatar otra de las experiencias que tuvo que sufrir desde su primer encuentro con el jefe de su pareja.

La dote.

¿Que cuándo empezó todo?.

Pues parecía que fuera toda una vida, mirando atrás, pero, en realidad, fue apenas unos meses, durante un viaje en tren rumbo a lo que iban a ser unas vacaciones en la costa cantábrica.

Allí fue la primera vez que Eusebio se implantó, que el maduro jefe del novio de Alicia la poseyó, el instante en que a Francisco empezó a imponérsele una corona de cuernos.

Hubiera podido decirlo, descubrir ese primer error, y, posiblemente, todo habría podido solucionarse, pero ella decidió ocultarlo, avergonzada, lo que favoreció que él, ese cerdo machista que era el jefe de su novio, redoblase su persecución hacia la joven y, al final, la volviera a cazar, marcándola de una forma que jamás habría creído posible entre las dunas de una playa cerca de San Vicente de la Barquera.

Después habían venido más veces.

Eusebio se veía a sí mismo como el macho alfa del rebaño que tenía por empleados y, como tal, persiguió, cazó, montó y marcó a la veinteañera, imponiendo cuerno tras cuerno en la desprotegida cabeza de su ingenuo empleado, al que veía como un macho débil.

Y así, Alicia, poco a poco, en distintos momentos, fue enredándose más y más en la telaraña de ese maduro que ahora imponía su voluntad como si fuera ley.

Ahora, con la aceptación de la petición de matrimonio, otra nueva etapa parecía comenzar.

Pero...

Pero antes llegó el momento de La Dote, otro nuevo paso, otro nuevo escalón en un viaje sin frenos hasta el fondo, aunque tampoco tocó fondo entonces.

Ella no lo sabía entonces.

Lo que sí vivió fue una reunión familiar como no podía imaginarse, ni cómo los tentáculos de Eusebio la volverían a alcanzar.

La familia de Francisco tenía un chalet con piscina donde, en ocasiones como aquella, celebraban barbacoas.

Estaban la madre, española y con un cuerpo bien cuidado para su edad, con su segundo esposo, el padrastro de Francisco, mexicano de tez oscura y cabello cortado a tazón para que no se le vieran demasiado las canas que iban sustituyendo, cada vez más, a los cabellos oscuros que tuviera largos en la juventud, cuando tuvo una banda de rock de la que tenía fotos llenando media casa, que ya se acercaba a los cincuenta y siete.

También acudieron a la barbacoa, como no podía ser menos, el hermano de su chico junto a su novia, y los tíos, por parte materna, del novio de Alicia, junto a su desagradable hijo, un niñato adolescente demasiado malcriado, posiblemente por ser hijo único y haber llegado cuando ya eran mayores.

La comida fue abundante con, quizás, demasiado vino y cerveza.

El primo de su novio no aguantó ni media hora antes de sacar su nuevo iPhone y ponerse a jugar con él, pese a los intentos, tampoco excesivamente intensos, de sus padres porque se comportase en la mesa, así que lo disculparon de una forma absurda y pasó el resto del tiempo en su propio mundo mientras los demás comían e intercambiaban comentarios en la mesa, colocada en el exterior para la ocasión, entre la piscina y la barbacoa.

Estaban con el postre cuando Francisco dio la noticia, que, realmente, conocían ya todos, o casi todos, de forma extraoficial.

  • Ejem –carraspeó-, bueno, ejem… sólo quería decir… ejem… bueno, que Alicia y yo… ejem…

  • ¿Vais a tener quintillizos? –bromeó, interrumpiéndole, su hermano.

  • No. Esto… nosotros… ejem… bueno, que nos vamos a casar –concluyó Francisco.

  • Ya era hora –se escuchó decir al primo, que, inexplicablemente, había conseguido escuchar justo eso entre medias de una jugada y otra.

  • ¡Felicidades! –estallaron varias voces, acallando la bordería del hijo de los tíos del novio de Alicia.

  • ¡Esto hay que celebrarlo con tequila! –sentenció el padrastro de Francisco, después de un rato de felicitaciones, abrazos y peticiones de que Alicia explicase más detalladamente cómo fue la petición de mano, ante la extrema brevedad con que lo había transmitido su chico.

Media hora más tarde, todos habían bebido una buena cantidad de la bebida alcohólica mexicana, incluso Raúl, el insoportable primo de su chico, que pidió usar la piscina, cosa de la que apenas lograron hacerle desistir y que aguantase las dos horas de rigor después de la comilona, así que se retiró, enfurruñado, a echarse la siesta en uno de los cuartos de invitados.

El grupo de adultos siguió hablando más tiempo, al principio centrados en el tema de la boda y, luego, ya de otros temas, que iban desde la política al trabajo y alguna que otra anécdota.

El hermano de Francisco y su chica desaparecieron pronto, deseando intimar, aunque alegaron el jet lag, pues ella acababa de llegar de un largo viaje transoceánico.

  • ¿Te has traído bañador, querida? –preguntó, solícita, la madre de Francisco, mientras la ayudaba a recoger los restos de la barbacoa.

  • No, no pensaba bañarme. Íbamos a ir a ver a unos amigos de… -y miró hacia donde su chico ya empezaba a dar muestras de embriaguez, dejándose caer en una tumbona junto a la piscina, mientras el padrastro seguía llenando vasos con una segunda botella de tequila.

  • Me parece que no vais a ir a ningún lado hoy. Es mejor que os quedéis a pasar la noche –afirmó su madre, antes de, animada, añadir-. Venga, tengo unos bañadores nuevos, te regalo el que más te guste.

  • Yo no puedo… -empezó a responder Alicia, pero, sabedora de que se lo iba a meter de todas formas, acepto-. Muchas gracias.

  • No hay de qué, cariño, ya eres de la familia –sonrió la mujer.

  • No, de eso nada –dijo una voz masculina, sorprendiéndolas, y palmeando el trasero de la madre de Francisco-, que falta coger la dote –dijo el padrastro de su novio, que se había plantado junto a ellas sonriente, sin que se dieran cuenta.

  • ¿Qué? –se sorprendió Alicia.

  • No le hagas caso, cariño –respondió, a su vez, la madre de su chico, después de besar a su hombre--. Está de guasa –aclaró, antes de tomarla de la mano-. Venga, vamos, que te presto un bañador.

En el dormitorio del matrimonio, Yolanda, la madre del prometido de la veinteañera, sacó unos cuantos bikinis, demasiado minúsculos para el gusto de Alicia, pero tampoco se atrevió a decir nada a su futura suegra.

Se estaban cambiando cuando, en el espejo de pie, vio reflejada una cara concentrada, muy concentrada, con una mirada lujuriosa, que no sabía si era propia de su edad o no, ya costaba recordar cómo era cuando ella misma tenía sus dieciséis años.

Era el primo de su novio, espiándolas por el pequeño hueco de la puerta sin cerrar y… tocándose sus partes, con una mirada de absoluta concentración, como queriendo grabarse en la mente cada palmo de sus femeninos cuerpos.

  • ¡Raúl! –le llamó la atención la madre de Francisco, al levantar la mirada para ver cómo la quedaba su propio bikini-. ¡No seas guarro!. ¡Eso no se hace! –y cerró de un portazo la puerta, con aparente enfado, mientras el chaval se escabullía, seguramente presa de una intensa vergüenza por verse descubierto-. No es mal chaval –dijo, volviéndose, defendiendo al niñato malcriado-. Además, es normal que sienta curiosidad a su edad.

  • Ya –no supo qué más contestar, en parte molesta, en parte sintiendo una pequeña picazón, a medias entre algo parecido a la excitación y, quizás, el orgullo de saberse atractiva y espiable.

Se dio cuenta de que, desde lo sucedido la primera vez con el jefe de su novio, estaba especialmente sensible a esas miradas masculinas de deseo, y su cuerpo reaccionaba de una forma más… se podría decir que... exagerada, al menos mucho más que antes, cuando la mayoría de esas situaciones la resultaban incómodas o, incluso, insultantes.

Ahora, en cambio, el saberse vista como una presa, como un objeto de deseo por parte de los hombres, de cualquier hombre, la hacía sentirse especialmente… sexual.

No sabía explicarlo de otro modo.

Seguía queriendo al cien por cien a su chico, pero ahora… no sabía muy bien cómo había pasado, estaba segura de que todo era culpa de ese hombre maduro, pero todo parecía tener un nuevo punto que la hacía sentirse mucho más… sensible.

Cuando se miró al espejo, no pudo evitar darse cuenta de que el bikini que llevaba era, de verdad, realmente demasiado pequeño, sobre todo en sus pechos, que apenas abarcaba la tela de forma triangular, dejando quizás una excesiva cantidad de carne a la vista.

No era sólo la diferencia de tamaño entre sus senos y los de Yolanda, pues ella misma también enseñaba.

Y se dio cuenta de que no la importaba, de que, incluso, eso la excitaba, como si el exhibirse fuera algo que debiera hacer, el provocar la reacción del sexo contrario.

Podía ver marcarse sus pezones, endurecidos y llamativos tras la tela.

  • A Carlango -era una costumbre que podría resultar curiosa, pero casi siempre llamaba al padrastro de Francisco por su apodo- le encanta que sean ajustaditos -dijo, sonriendo, mirándose al espejo, como comprobando que el bikini encajase a la perfección en los parámetros de erotismo de su pareja- y... bueno, ya sabes... después lo agradece mucho -concluyó, guiñando un ojo a su futura nuera.

Alicia no pudo por menos que envidiar a la madre de su chico, con esa forma de ver la relación, tan activa, tan distinta a esa pasividad y rutina a la que la tenía malamente acostumbrada su novio y que, eso pensaba en ocasiones, era la causa principal de que hubiera sucumbido de esa manera al sátiro que Francisco tenía por jefe.

Según regresaban con los demás, pudo ver cómo se cerraba, muy suavemente, la puerta de uno de los cuartos y, al volverse un poco después, cómo había vuelto a abrirse lo justo para permitir que un par de ojos espiasen a las dos mujeres desde atrás y, al verse sorprendido, nuevamente se cerrase esa pequeña apertura.

De nuevo Raúl haciendo de mirón.

Una pequeña corriente la recorrió, la fue imposible no sentirla.

Una sensación muy leve, pero extrañamente agradable.

El saberse deseada era algo que, muy en el fondo, disfrutaba, la hacía sentirse bien.

No debería.

Era algo ante lo que sólo debería responder cuando fuera Francisco quien así la mirase, pero… pero… había algo de íntimo, de excitante, de…

Tenía que dejar de pensar en esas cosas.

Todo eso era culpa de Eusebio, ella no era así, nunca lo había sido.

Ella era… iba a decirse que era fiel, pero no, eso ya no era verdad, le había sido infiel y no una, sino varias veces, todo por culpa del cerdo del jefe de su chico, y se detestaba por ello, aunque… aunque había una parte en su interior que, no era capaz de saber por qué, la hacía rendirse, someterse, dejarse hacer ante esos impulsos, ante esa masculinidad desatada, ante esa sensación tan… tan de dejarse llevar, de sentirse mujer, de sentirse deseada en un plano muy animal.

Y no podía entenderlo.

Ella era una persona muy sensata, precisamente de los dos ella era la madura, su chico era el que, a veces, tenía un comportamiento algo infantil, y, pese a ello, había sido ella quien había sucumbido ante esas oleadas de hombría, de sucia y vulgar masculinidad, de verse reducida a poco más que un trozo de carne que era devorado por ese insaciable maduro… por él y por los otros hombres que la presentó… bueno, no es que se los presentase, no en el sentido clásico de la palabra, pero… pero…

  • Vaya dos bombones –interrumpió sus pensamientos, esas ideas que, sin apenas darse cuenta, la habían invadido en la jornada en que estaban contando a la familia de su chico, de su futuro esposo, que iban a contraer matrimonio, y que, se dio cuenta, habían logrado que naciera un anómalo calor en su interior y una indeseada humedad entre sus piernas, que ahora intentaba controlar, apagar, reducir como fuera, colorada como una colegiala pillada en falta-. Menudas dos mamitas –siguió, tras un largo silbido, el padrastro de Francisco, mientras las daba un buen repaso con la mirada, antes de morrearse con Yolanda, metiéndola, sin ningún reparo, la mano bajo la tela de la parte inferior de su bikini y apretando su culo con energía.

Alicia sufrió un momento de envidia ante esa muestra de efusividad, justo antes de que su corazón pegase un brinco al levantar la mirada y encontrarse con esos ojos, los ojos del cazador, los de ese hombre mirándola de una forma intensa, muy intensa, como si estuviese a punto de saltar sobre ella.

  • ¿Nos damos un chapuzón? –se notaba que Yolanda estaba tremendamente excitada y, además, tan absolutamente embelesada con su hombre que ni se había dado cuenta de nada.

  • Claro, cariño. Pero, primero, un poco de tequila para celebrarlo –e hizo un gesto hacia la veinteañera que estaba junto a ellos y a la que casi había olvidado ya la otra mujer.

  • ¡Ay, sí!. ¡Perdona, cariño! –se disculpó Yolanda con ella, con su cabeza de nuevo en ese presente-. Claro, vamos a brindar por…

  • Y un bailecito, ya que estamos, ¿no, mi cielo? –añadió el hombre, agarrando por la cintura a su mujer y atrayéndola hacia si en un gesto que podría ser protector o, también, de posesión, pero que la madre de su novio aceptó con una risita tonta, que hubiera podido ser calificada como impropia para su edad y que venía remarcar lo colgada que estaba de ese hombre.

Como quien no quiere la cosa, antes de darse cuenta otra nueva botella de tequila corría la suerte de sus dos predecesoras, junto a una de vodka, y prácticamente todos los invitados estaban demasiado borrachos para mantener el ritmo de la música que puso su anfitrión, pese a que fueron rancheras y canciones que se acomodaban a bailes lentos y pegados.

Tan sólo el promotor de la idea como Alicia terminaron relativamente serenos, contentillos, pero no con el nivel de borrachera de los demás.

Francisco llevaba ya tiempo fuera de combate, desparramado en una tumbona junto a la piscina, claramente dormido.

Los padres de Raúl aguantaban a duras penas con los ojos abiertos, también derrumbados cerca del agua, y Yolanda terminó pidiendo la hora a su pareja, que le dejó refrescarse la planta de los pies.

Al final, la veinteañera terminó siendo la única en pie junto a su futuro suegro, dejándose llevar, un poco atontada por el alcohol, pero no tanto como para perder la verticalidad ni para darse cuenta de que algo pasaba.

  • Qué bueno que vengas a la familia, mamita –la decía, mientras bailaban y se pegaba a ella cuanto podía, de forma que podía oler ese sudor rancio que manaba de su cuerpo, fuerte, intenso, masculino.

  • Gra… gracias –no sabía qué otra cosa decir, con la cabeza un poco ida, atontada, dejándose llevar.

  • ¿Qué tal se porta el niño? –preguntó con un soniquete que, de haber estado más lúcida, habría captado y no la habría gustado, pero que, en esos momentos, no era capaz de concentrarse lo suficiente para captar esos matices.

  • ¿Qué?... bien… bien…

  • Muy bien… es bueno que te lo haga rico… -iba diciendo, mientras deslizaba una de sus manos hasta su trasero, que apretó de una forma indecente, por sorpresa, el rato justo antes de volver a subir hasta media espalda, haciéndola casi dudar incluso de que se hubiera producido siquiera ese toqueteo- que… te llene… te haga… feliz… -iba diciendo, cada vez con el rostro más pegado al suyo, más susurrante y, a la vez, incitante- las hembras de mi familia tienen que estar muy felices, ¿entiendes, mamita? –y volvió a deslizar su mano, esta vez bajo la tela, amasando un poco más su culo.

  • Sí… -respondió ella sin pensar, a la vez que, casi por inercia, posaba una mano sobre el brazo que había deslizado por su espalda- por… favor… no…

  • Dime, mamita –la susurraba al oído-. ¿Te pasa algo? –esta vez no retiró su mano con rapidez, sino que siguió sobándola el culo a placer, aprovechando que estaba entre ella y Yolanda, de forma que no podía ver qué sucedía en la espalda de la veinteañera-. ¿Te gustaría que coja la dote ahora?.

  • ¡No! –respondió ella, más alto de lo normal, casi gritando, cuando la pellizcó el trasero.

  • Estás muy nerviosa mamita –anunció el hombre, separándose un poco de ella, con un gesto dolido. De repente, no tenía su mano por debajo del bikini, sino a mitad de espalda y, por un instante, Alicia casi pudo imaginarse que podría haber sido cosa del alcohol y que su reacción había sido exagerada-… muy… caliente –esta vez sí que sí que la estaba mirando las tetas, fijamente, mientras la hablaba, pero no se atrevió a montar una escena-. Será mejor que te des un chapuzón, mamacita.

En un abrir y cerrar de ojos, casi literalmente, Alicia se encontró en el agua, cuando, en mitad del giro, el padrastro de su chico, la soltó y, sin a dónde aferrarse, ella se deslizó por el borde de la piscina y se zambulló en el agua fresquita.

Eso la despejó prácticamente al instante, y emergió, empapada, llevándose las manos al húmedo cabello y haciendo el gesto de llevárselo todo atrás.

El hombre la miró con una sonrisa torcida y se apartó rápidamente, antes de que a ella se la ocurriese nada que decir.

El resto del mundo pareció no darse ni cuenta, demasiado empapados en alcohol para diferenciar que se hubiera metido ella a que le hubieran… facilitado el ingreso en la piscina.

Yolanda pareció como despertar de su letargo y se dejó caer por completo dentro del agua, donde había estado remojando sus pies, para acercarse hasta la joven.

  • Está buena, ¿verdad? –decía, acercándose, con la voz un poco pastosa.

  • Sí –no supo que otra cosa contestar. Además, era verdad, el agua tenía la temperatura justa, ideal para un baño.

  • Estoy muy contenta –afirmó, pegándose a ella-. Tenía miedo de que le dijeras que no, ¿sabes?.

  • ¿Ah, sí? –intrigada, olvidó el comportamiento del que iba a ser su futuro suegro.

  • Sí –confirmó la madre de su chico-, le ha costado… atreverse –la costaba encontrar las palabras-… pensaba que podías decir que no, que estuvieras demasiado… cómoda… sin dar el paso de comprometeros…

  • Yooo… -no sabía muy bien qué decir. En el fondo era verdad, realmente no había tenido en mente pasar por el altar, no lo veía necesario, o no, al menos, hasta que surgió todo el tema con Eusebio. Ahora era como que quería marcar distancias, dar un golpe en la mesa y mostrar a todo el mundo que ella era sólo de Francisco, que todo lo demás había sido un error, que no volvería a tomar ese camino, que ya sólo habría un hombre para ella.

  • … y el otro día Don Eusebio nos dijo que…

  • ¿E… Eusebio? –tuvo que interrumpir a Yolanda.

  • Ay… sí, cariño, me olvidaba. Esa semana que mi Francisquito –lanzó una mirada hacia donde su hijo roncaba sin cuidado, completamente fuera de juego por el alcohol consumido- estuvo fuera, lo invitamos a casa.

  • ¿A Eusebio el jefe de…? –quiso asegurarse, aunque el escalofrío que recorría su médula espinal ya anticipaba la respuesta.

  • Pues sí. ¿No te contó que trabajaron juntos Carlango y él?. Y luego contrata a Francisco y…

Alicia desconectó de la cháchara de la madre de su novio, dándole vueltas a esa especie de círculo en su vida del que Eusebio parecía ser el epicentro, el origen y el destino de ese terremoto que había sacudido y puesto patas arriba toda su vida en los últimos tiempos.

Parecía que no existiera posibilidad de fuga y eso era aterrador.

Porque ella no deseaba seguir estando bajo su influjo y, a la vez, algo había despertado ese hombre, ese dominante maduro, en su interior, como una semilla que llevaba sin darse cuenta, esperando a germinar ante la persona adecuada.

Y ella no quería, no, para nada.

Detestaba a ese hombre con todas sus ganas, la forma como la trataba, cómo la hacía sentir.

No quería caer más en ese ciclo, en esa senda de vicio carnal, puramente animal, fuera de toda lógica y del más mínimo sentido común.

Ella quería volver, deseaba volver al punto anterior, retornar a su zona de confort y encerrarse en ella junto a su chico, punto, nada más.

Todo lo demás era algo que olvidar.

No, no más. Nunca más.

Ella no era, no quería ser, ese insecto atrapado en la tela de araña tejida por ese asqueroso machista, por ese pervertido maduro.

No, no quería, y no volvería a ceder.

Iba a ser fuerte.

Pasase lo que pasase, ya no podría hacerla someterse a esa masculinidad tan sucia, tan animal, tan… tan primaria.

Se decía todo eso mientras la otra mujer parloteaba con la locuacidad propia de la borrachera, sin darse cuenta siquiera de que sus palabras caían en el olvido directamente, pero, también, reviviendo en forma de flashes cosas que, por igual, detestaba y la atraían de una forma obscena y vulgar.

Cuando el padrastro de Francisco se metió también en la piscina, cubierto apenas por un bañador minúsculo, tras ir a cambiarse en el rato que las dos mujeres habían compartido esas palabras, junto con los confusos pensamientos de la veinteañera, Alicia se dio cuenta, antes incluso de que él se acercase con esos oscuros ojos enfocados a sus pechos, que sus pezones estaban tremendamente erizados, excitados por esos mismos recuerdos que detestaba y que intentaba arrinconar en un hueco de su mente y, en lo posible, olvidar.

Se metió entre las dos, como si no hubiera más sitio en toda la piscina, que tenía sus buenos cinco metros de largo, y Alicia observó por primera vez el tatuaje en su pelvis, al menos la parte que se entreveía por encima del bañador.

La pareja se morreó sin ningún pudor, con el hombre bien pegado a la madre de Francisco, metiendo mano por todas partes a la vez que sus bocas parecían estar pegadas, como fusionadas.

Sabía que debería de haberse apartado, que era algo privado y, a la vez, tenía un punto de exhibicionismo, porque no era un simple beso, era un auténtico ataque, un frenético asalto no sólo de la boca del hombre, sino de sus propias manos, que se paseaban sin pudor alguno no sólo por la piel expuesta, sino también por la escondida, la que ese escaso bikini cubría.

Veía esas manos curtidas, masculinas, deslizarse por el cuerpo maduro de la madre de su novio y, por un lado sentía una cierta incomodidad, como una vergüenza innata por estar contemplando ese intercambio tan íntimo, tan privado, tan exclusivo de la pareja, pero, a la vez, también sentía una especie de picor en su interior, de una cierta… se podría decir como necesidad de mirar, no por envidia, Francisco podía ser igual de tórrido en ocasiones, eso sí, sólo en privado, nunca en presencia de nadie más, sino por una especie de morbo, una larva que se agitaba desde su entrepierna hasta su estómago y que, luego, saltaba hasta su cerebro, hasta el centro de su mente, para provocarla unas sensaciones curiosas, casi viciosas.

Por un momento, deseo sentir lo mismo que la madre de su novio… por un momento, hasta que giró la vista, muy a su pesar, y con gran esfuerzo, hacia su chico, que seguía totalmente fuera de juego.

Claro que no era el único, peso sí el que le hubiera interesado a ella.

En ese breve giro de la cabeza, de la posición que enfocaba su vista, su rabillo del ojo detectó algo, apenas un detalle que podría no tener importancia, y lo registró, aunque sin que su mente consciente lo valorase en ese momento, y no sólo debido al alcohol que ella misma había ingerido, notablemente menor al de la mayoría del resto de invitados y la propia anfitriona, sino porque en un milisegundo su cerebro consideró que era una información inútil, sin valor, y por ello la despreció, aunque, a la vez, dejó almacenado el detalle.

Para cuando quiso darse cuenta, el asalto al que el padrastro mejicano había sometido a su pareja femenina, la madre del novio de Alicia, había concluido y, prácticamente, la despedía con una fuerte palmada en su trasero, cosa que al producirse bajo el agua, apenas supuso más que una agitación en la superficie de la piscina.

  • Vamos, mamita, hágame la cama que tengo ganas de coger una buena siesta -la dijo, con un guiño exagerado, que la veinteañera se imaginó más destinado a ella que a Yolanda.

La mujer se marchó a toda prisa, con el rostro iluminado y varias partes de su anatomía de un tono sonrosado, y no por la acción solar.

  • Coger una buena siesta es lo mejor de la tarde -comentó el maduro, como si nada, pegándose más de lo que la chica habría deseado-. ¿De qué estaban hablando, mamacita?.

  • ¿Ah?... no, de nada… -incómoda por la cercanía cada vez mayor del hombre, que irradiaba un calor corporal casi sofocante, la veinteañera intentó separarse algo, pero sin que pudiera resultar ofensivo por hacerlo demasiado bruscamente o de una forma que llamase la atención en exceso.

  • Vaaamos, dígame, que vamos a ser familia –él insistió en su aproximación y extendió su brazo para agarrarla por la cintura, pegándose a ella piel contra piel.

  • Yo… nada… de que invitaron a Eusebio y… -desasosegada con la situación, dijo lo primero que le vino a la cabeza.

  • Ahhh… el puto cabrón… jajaja –se rio, aferrándose aun más a ella, bajando, como sin querer, el brazo que tenía en su cintura hasta que su mano alcanzó sus glúteos, apenas cubiertos por la fina tela del bikini.

  • Por fa… -se removió, incómoda y, sin embargo, con una extraña ansiedad ante el contacto y el tener tan cerca esa masculinidad, de la que captaba no sólo su calor, sino también el olor de su sudor, fuerte, intenso.

  • Me lo contó… todo –la interrumpió el maduro, bajando el tono de voz, forzándola a contener la imperiosa necesidad de liberarse del abrazo.

  • ¿To… do… qué todo? –le salieron las palabras con un débil susurro, casi tartamudeando.

No respondió, simplemente la miró a los ojos, directamente, sin pestañear, capturando toda su atención, como si pretendiera hipnotizarla, como una de esas serpientes antes de atacar a su presa.

No respondió con palabras, pero sus manos sí que lo hicieron.

Con su zurda, comenzó a apretar su culo, a moverse a su antojo por el trasero de la joven sin que ella fuera capaz de reaccionar, paralizada.

Su diestra fue mucho más agresiva, posándose en su ombligo brevemente, antes de deslizarse con rapidez y determinación hasta su rajita, asaltando su triángulo del placer sin ninguna dilación ni tanteo, sabedor de que no iba a presentar ninguna resistencia, o sin importarle siquiera, pese a la gente que estaba a una voz de distancia.

Esa mano pasó bajo la tela y alcanzó su coño, moviéndose con precipitación, deslizándose todo lo largo que alcanzaba, tocando su botoncito, separando sus pliegues, recorriendo cada palmo del terreno que debería de haber estado vedado para todo aquel que no fuera Francisco, el hijastro de ese mismo hombre.

Inmovilizada, con algo más de la mitad del cuerpo bajo el agua, se veía incapaz de moverse, de reaccionar, tan solamente se dejaba hacer, pasiva, ante la extraña situación, casi como si estuviera hipnotizada, como si no fuera ella, sino un maniquí con el que enseñar, no primeros auxilios, sino cómo masturbar a una mujer.

Porque era eso lo que estaba viviendo.

Ese hombre, ese maduro, el padrastro de su novio, no la estaba simplemente toqueteando el culo de forma impúdica, sino que estaba metiendo su otra mano por su concha, dominándola por completo, atravesando sus defensas e induciéndola una sensación que iba, poco a poco, creciendo sin parar.

No se movía, pero no estaba inmóvil, no realmente, no en su interior.

Por dentro, el contacto de esa manaza, el notarla deslizándose por su rajita, tomando el control de su botón de encendido, jugueteando con la entrada de su vagina, estaban consiguiendo prender el volcán que había entre sus piernas, que la hacía agitarse por dentro, como si un terremoto suave, pero constante, la agitase en lo más profundo.

Su clítoris estaba absolutamente bajo el control de esos voluntariosos dedos, que lo estimulaban sin descanso, a la vez que se iban deslizando por todo el coño de la joven y se internaban cada vez más dentro, más profundamente, de ese agujero que concedía acceso a su sexo.

  • Me encantaría cogerte en la pileta, mamacita... -susurraba en su oído, sin dejar de mover sus manos, atrapándola en dos frentes- ufff... cómo me gustaría cobrarme la dote ahora mismito...

  • Por favor... yo no... no puedo... por favor... Francisco... yo... -gimoteaba Alicia que, sin embargo, no hacía nada por escapar del hombre y sentía temblar sus piernas y una sensación muy cálida entre sus muslos.

  • Ahora no te hagas la estrechita, mamacita. No va contigo -la picaba el maduro, que seguía masturbándola, introduciendo cada vez más sus gruesos dedos dentro de la vagina de la joven, que notaba claramente cómo el tejido de la parte de abajo de su bikini estaba llegando al límite, a su punto de ruptura, y que, en cualquier momento, podía verse sin nada que cubriera su excitada sexualidad-. Eusebio me contó todo lo que hiciste -concluyó en un susurro escalofriante ante lo que eso podía significar.

Aceleró el ritmo.

Sacó la mano de su indefenso trasero y concentró todos sus esfuerzos por delante, en el inflamado coño de la joven, que se debatía entre su necesidad de mantenerse firme y alejada de ese mundo de perversión que rodeaba al jefe de su novio, y esa otra necesidad, esa necesidad más animal, más urgente, más inmediata, que casi parecía exigir una rendición incondicional ante la sexualidad masculina.

De repente esa mano alcanzó el punto.

No supo bien si fue su clítoris, si fue su propia mente calenturienta a medias excitada a medias bajo esa especie de control hipnótico de la mirada masculina, si fue el sentir ese engrosado miembro viril contra la parte exterior de su muslo, agitándose, removiéndose febril en busca del objetivo natural en el que encajarse y eyectar la carga de unos huevos que, presumía, debían de estar muy, pero que muy, cargados, o si fue la forma en que se internaron esos dedos desde su dominada rajita hasta su vagina cuando la masturbaba bajo el agua, pero lo que sucedió fue lo inevitable.

Una corriente la recorrió como un rayo, naciendo de su sexo para golpear con fuerza su cerebro antes de regresar y hacer, a mitad de camino, que sus pezones se erizasen tanto contra la tela que parecieran querer reventarla, para, al retornar a su sexo, liberar una masa de energía que se transformó en un río húmedo y caliente que hizo que volvieran a temblar todos sus cimientos y pensamientos anteriores, sumidos en el caos provocado por el orgasmo que alcanzó allí, en esa piscina rodeada por parte de la familia de Francisco y su propio novio, bajo la presión y el ritmo impuestos por ese maduro, por el padrastro de su chico.

Lo vio sonreír, una sonrisa victoriosa, torcida, de completa superioridad.

Y pudo ver cómo se separaba de ella para ir hacia Yolanda antes de que la madre de Francisco se acercara más y pudiera adivinar lo sucedido.

Pero, antes de salir, él tuvo tiempo aun de sacar la mano del agua, girarse, guiñarla un ojo, y, lentamente, meterse el par de dedos que había clavado en su coño y saborearlos, sin que nadie más pareciera darse cuenta, ni siquiera la madre de su futuro esposo, que estaba apenas a unos pasos.

Se marcharon para esa versión de siesta que empezó como otra cosa, como Alicia pudo escuchar incluso en la distancia, con unos gritos brotando de la garganta de la madre de su chico que hasta hicieron que la borrachera abandonase, al menos en parte, a los presentes.

Se fue junto a Francisco, pero ni la calentura que tenía ni el minúsculo bikini que portaba fueron suficientes para despertar el interés romántico en su novio, lo que intensificó una incómoda sensación, algo que rondaba por las esquinas de su mente: la envidia.

Regresaron tarde, muy tarde, cuando ya estaban la madre y el padrastro de Francisco durmiendo, pero tenían llaves y no les apetecía conducir hasta casa para, en cualquier caso, regresar al día siguiente, así que coincidieron en alojarse allí, sabedores de que no habría ninguna pega.

Alicia no tenía pijama, así que usó una camisola de su chico.

O, mejor dicho, se la puso cuando terminaron de retozar, porque, esta vez, sí que su novio tuvo ganas, aunque no es que durase mucho el tema.

De hecho, cuando él se corrió, ella apenas estaba empezando a calentarse y, para cuando quiso darse cuenta, él ya había terminado y, pese a que intentó mantenerse despierto y continuar un rato con caricias, algo que la pudiera compensar, al final cayó en brazos de Morfeo, para gran disgusto de la veinteañera.

Se pasó un buen rato dándole vueltas, incapaz de dormirse, y no por los ronquidos de su chico, cosa a la que ya estaba relativamente acostumbrada, ni por el calor, que tampoco era excesivo, sino porque una parte en su interior se había despertado y, ahora, era incapaz de tranquilizarse, tenía una sed increíble, y no había sido saciada.

No pudo evitar pensar en otros momentos, con otros hombres que no eran su chico precisamente.

Sabía que no debería recordar eso, pero no lograba impedirlo y, cuando bloqueaba una de esas imágenes, otra la sucedía, y luego otra... y otra... hasta la de unas horas antes, masturbada por el padrastro de su chico.

Cuando quiso darse cuenta, estaba tocándose y no podía parar.

No quería parar.

Sabía que, al final, se iba a delatar, así que, con gran dificultad y mucha resistencia por parte de una cierta personalidad morbosa y, casi, exhibicionista, se levantó de la cama y fue al lavabo más cercano, cerrando con mucho cuidado y una lentitud tal que hasta a ella misma la puso nerviosa.

El camino hasta el cuarto de baño se le hizo eterno, a oscuras, pues no se atrevió a llevar su móvil, que estaba cargando y habría podido despertar a Francisco, tanteando las paredes y aprovechando los resquicios de luz que se filtraban aquí y allí de las farolas de la calle.

Una vez allí, se sintió a salvo, a salvo de miradas indiscretas, pese a las horas que eran y que todo el mundo estaba durmiendo a esas horas, y en un entorno silencioso y tranquilo en el que poder terminar lo que había empezado Francisco pero fue incapaz de culminar, al menos en lo que a ella se refería.

Porque, cada vez más, veía que su chico dedicaba cada vez menos tiempo a cumplir en el plano sexual, que ya casi parecía como si fuera un simple trámite que rellenar, como si ya hubiera perdido la chispa, como si ella misma no le fuera suficiente para despertar su hambre... o eso o que ya no tenía el vigor que ella necesitaba.

Sí, lo necesitaba.

Se sentía sucia, pero era verdad, era algo que ya no era simplemente una vía para procrear y reproducirse, sino que era algo que le otorgaba un placer y una sensación de plenitud que deseaba sentir, como si fuera una adicción.

Además, lo veía como que podía decirse que debería ser casi una obligación para su chico, otra forma de demostrarla su amor y su compromiso, la profundidad de su relación.

Se daba cuenta de que había sido la mano de Eusebio la que había despertado en ella esos pensamientos, pero, tuvo que reconocerlo, era verdad, era algo que, sin haberlo pensado antes, en realidad siempre estuvo allí, siempre fue una parte de la relación que disfrutaba y de la que no quería prescindir.

Y el que Francisco no fuera capaz de ayudarla a calmar esa... picazón... esa necesidad... la hacía sentirse incompleta.

Por eso tuvo que acudir al cuarto de baño.

Por eso pagó la dote como no se habría imaginado ni un año antes.

Intentaba concentrarse en su chico, pensar en él mientras se tocaba, con la braga colgando del pomo de la puerta, y una de sus manos concentrada en calmar el calentón que brotaba de su entrepierna, mientras la otra amasaba de forma febril, pero sin la fuerza bruta que había sufrido a manos de... no, no quería pensar en eso.

El caso es que estaba allí, sentada sobre la taza del váter, con las piernas separadas, frotándose la concha con una mano mientras la otra mantenía alzada la camisola y se amasaba los pechos, deteniéndose por momentos en sus pezones.

El estar haciendo eso allí, en ese momento, era algo entre perturbador y excitante, algo que ni se habría imaginado unos meses antes, pero que ahora precisaba imperiosamente para apagar ese volcán que se había despertado entre sus piernas.

Se mordía los labios, procurando ahogar cualquier sonido que quisiera escapar de su boca, aunque, poco a poco, fue liberando la presión de su mandíbula, al descubrir que su propia mano, sus propios dedos, eran incapaces de lograr ese plus que había sentido... otras veces.

Su clítoris respondía, su concha palpitaba, su vagina se humedecía y encendía con un calor interno íntimo y profundo, su piel transpiraba... pero, pese a todo eso, pese a que se veía cada vez más cerca del orgasmo, lo veía insuficiente, como si le faltase algo... como si faltase...

Logró meter hasta tres dedos en su coño, llenando el lavabo del intenso olor de su coño y el sonido del chapoteo al entrar y salir de su interior de esos voluntariosos dedos, moviéndose una y otra vez, adentro y afuera, entrando todo lo que se atrevía y luego saliendo para prepararse para entrar de nuevo, cada vez más y más rápido, mientras con la otra mano se pellizcaba los pezones y los estiraba todo lo que se atrevía.

Algo en ese perfume tan privado que brotaba de su interior lograba encenderla, pese a ese algo que faltaba, esa salsa que daba el toque especial a las patatas bravas... por decirlo de alguna manera.

Siguió masturbándose, esta vez ya dejando que su mente fluyera ya sin contención ni disimulo hasta esos momentos tan fuertes, tan intensos, tan rudos, tan... tan... masculinos... y fue cuando ya no pudo ocultarse ni a sí misma lo que faltaba allí.

Frotaba más y más... una y otra vez, acelerando con sus dedos, salpicando la taza del váter y el suelo y... y... se corrió, con un ligero gemido, pero se corrió, convulsionando sobre el retrete, aliviando esa presión que sentía en su interior, calmando a su volcán por un rato.

Estaba recogiendo, poniéndose las bragas, cuando alguien golpeó la puerta.

  • ¿Hay alguien? -dijo una voz profunda, masculina.

  • Yo -contestó, con torpeza, antes de pensar que claro que era ella, que menuda respuesta más tonta, más infantil.

  • ¿Vas a tardar?. Tengo que... -imprimió una nota de urgencia en la voz el padrastro de su chico.

  • Ya... ya voy... -dijo ella, asaltada por la necesidad imperiosa de salir de allí, de dejarle paso a ese lavabo y retornar junto a su chico, pero, a la vez, deseando no dejar pistas de lo sucedido.

El olor era ya imposible de camuflar, pero, tras unos segundos, Alicia se sintió bastante segura de que estaba todo controlado.

Abrió y se lo encontró en calzoncillos, unos bóxer que apenas podían contener una especie de manga que se agitaba bajo la tela.

Parpadeó y, sonrojada, se hizo a un lado, dándose cuenta de que había mirado más de lo necesario el paquete del padrastro.

Él pasó junto a ella, desprendiendo su propio olor, una mezcla de sudor y almizcle que, no sabía por qué, la excitó, pese a que era un aroma asqueroso.

  • Alicia -la llamó desde el interior del cuarto de baño, cuando ella ya estaba a mitad de camino del dormitorio que compartía con su chico.

Volvió sobre sus pasos y se lo encontró completamente desnudo.

Pudo ver el tatuaje, ya sin restricciones, de una larga lengua, y, sobre todo, su endurecida polla venosa, gruesa y que se movía a sacudidas, combatiendo la gravedad para mantenerse alzada como un dedo acusador que apuntaba hacia ella.

  • Es hora de coger la dote -afirmó el hombre, agarrándola por la muñeca con una fuerza tremenda, como la garra de un animal cerrándose sobre su presa.

  • No, por favor. No quiero, no... -suplicó la joven sin demasiada convicción, dejándose llevar, no al interior del lavabo, sino a un sofá del comedor, iluminado desde el exterior por una farola y por el interior, con la luz que se reflejaba en la pared y que partía de la puerta abierta del cuarto de baño.

  • Eusebio te ha probado -afirmó el hombre-. Dice que estás para mojar pan y... y dice que Paquito casi no te tiene usada, que necesitas un hombre que te llene.

  • No, yo no... -intentó defenderse de esas afirmaciones simplistas y vulgares.

  • Si quieres entrar en mi familia -siguió, como si ella no hubiera dicho nada y despreciando al resto de la familia, reduciendo todo a su propia y exclusiva valoración-, tienes que pagar la dote. Y yo quiero coger la dote.

  • Por favor -suplicó ella una vez más, dejándose caer en el sofá monoplaza, sin ninguna fuerza, sabedora de que tendría que resignarse a lo que venía y que, una parte en su  interior, una parte asquerosa, pervertida, primitiva, hasta lo deseaba.

  • Ábrete de piernas -ordenó- y colócalas sobre los reposabrazos. Y -la miró a los ojos, aunque los suyos propios apenas eran unos puntitos en los que se reflejaba la luz- cierra el puto pico, mamasi... putita.

Hizo lo indicado y pudo ver, como a cámara lenta, las manos del hombre extenderse hasta capturar los extremos de su braga, que estiraron y estiraron hasta que cedieron y estallaron, rompiéndose y cayendo como una hoja que pierde el impulso del viento.

Su coño quedó expuesto, mucho más de lo normal por la postura, por cómo sus piernas elevadas dejaban todo a la vista.

Vio esa gruesa verga subiendo y bajando, como asintiendo ante lo que veía, como si le agradase lo que contemplaba.

  • Antes me dejaste a medias, mamacita… -se deleitó con el sexo a la vista de Alicia, lamiéndose los labios con lentitud, babeando ante el dulce que tenía enfrente, y como si lo sucedido antes en la piscina hubiera sido provocado por la joven, como si casi hubiera sido él quien se viera forzado a actuar por culpa de la veinteañera- Pero ahora no se me escapa, zorrilla.

Sin una palabra más, el maduro padrastro de Francisco, se lanzó a devorar la concha de la que iba a ser su futura nuera, que, por un instante, alucinó al ver doblarse al hombre, de forma que el tatuaje con la lengua sobre la palabra “Carlango” desapareció para dar paso a la propia lengua rosada que parecía extenderse como una alfombra desenrollándose desde la tenebrosa oscuridad de la cavidad bucal del macho que se abalanzaba sobre ella.

Cuando quiso darse cuenta, el primer lengüetazo agitaba sus entrañas como si de un latigazo se tratase.

Como un animal ávido escarbando en busca del dulce sabor del agua escondida bajo tierra, la húmeda lengua del macho fue repasando el coño de Alicia, deslizándose por su rajita de un extremo al otro, aplicándose entre sus pliegues, jugueteando con su clítoris, casi como si pudiera rodearlo y abrazarlo con esa caliente extensión de su boca, logrando que toda la entrepierna de la joven fuera calentándose de nuevo a una velocidad vertiginosa, y no solamente por haberse masturbado apenas unos minutos antes, aunque nunca lo admitiría, no conscientemente, al menos.

Poderosos trallazos brotaban de su coño, liberados en sacudidas por esa lengua insaciable, como si de las descargas de truenos de una tormenta de verano se tratase, anticipando la violenta tormenta que se avecinaba.

Eran como descargas de un placer tremendo, de algo que su chico era incapaz de proporcionarla desde hacía demasiado.

Se tenía que agarrar desesperada a los brazos del sofá o a sus propias piernas, arañándose desesperada, intentando controlar las ganas de agarrar la cabellera de su maduro asaltante y hacer que metiera aún más su rostro entre sus piernas.

Esta vez sí que tenía que morderse los labios en serio, no tenía alternativa, era o eso o, esta vez sí, despertar tanto a su novio como a la madre de éste.

El carlango ese la estaba dejando seca para, un segundo después, volver a sentirse tremendamente húmeda y caliente, cada vez más caliente.

Con cada lametón, su sexo se incendiaba un poco más, se hinchaba y comenzaba a desprender ese olor que emergía de lo más hondo de su ser, el olor de su sexualidad femenina más íntima y primitiva.

Sujetaba con sus fuertes y masculinas manos sus muslos por dentro, temblorosos con cada descarga, con cada corriente de liberación de la tensión sexual que se iba sucediendo como pequeñas explosiones originadas en la ardiente entrepierna de la joven presa del macho de la casa, porque estaba claro que era así como se veía, como el hombre, el cazador de cualquier coño que se le pusiera a tiro en su territorio, o, al menos, así empezó a imaginárselo la que fuera fiel novia del hijastro de ese mismo varón.

Su potente lengua, juguetona, imparable, cubría una y otra vez el recorrido todo a lo largo de la concha de Alicia, que tenía el coño ya tan caliente e hinchado que parecía exactamente eso, una especie de concha marina convertida en carne, una carne tierna y sabrosa que ese animal había venido a explorar… y a devorar.

Notaba cómo, a veces, hasta la punta de la nariz del hombre recogía parte de esa humedad que la estimulación de la propia lengua del maduro lograba arrancar y promocionar, todo a la vez con cada momento perfecto de cubrir la distancia entre los extremos de la entrepierna de la joven.

Esa lengua se paseaba una y otra vez, jugando entre sus pliegues, metiéndose en el agujero que iba dilatándose para abrir el túnel del amor que tenía entre las piernas, y capturando y estimulando cada vez más y más su clítoris.

Nunca, o no lo recordaba, una lengua tan larga la había poseído, porque eso era lo que ocurría, lo que estaba haciendo, tomarla y dominar su sexualidad con la musculada extensión de su cavidad bucal.

No pudo aguantar.

Las pulsiones crecieron más y más, sin parar, sin que pudiera contenerlas, y, al final, llegó lo inevitable.

La presa se rompió.

Un torrente se liberó de su interior junto al tremendo orgasmo que la hizo temblar de arriba abajo, desde la punta de sus cabellos hasta el extremo de las uñas de los pies.

Y él se lo tragó todo, riéndose con suficiencia, mientras alzaba una mirada lobuna hacia el rostro de su presa, completamente rendida a esa varonil masculinidad que la condenaba a sembrar otro cuerno más en la corona de su chico, lo sabía, de la misma forma que tenía la certeza de que no se negaría a la voluntad de ese maduro.

No sabía si se había desmayado por el orgasmo, por el cansancio, por la culpabilidad o por otra razón, pero, para cuando sus párpados se abrieron de nuevo, la escena que transcurría ante sus ojos era otra.

Seguía en el sofá, pero su postura había cambiado radicalmente.

Se sujetaba con las manos al extremo de la cabecera, aferrándose con las uñas como podía, mientras sus piernas aguantaban unas poderosas embestidas, con los talones de los pies sin tocar suelo la mayor parte del rato.

Estaba completamente desnuda, ya sin la camisola de Francisco cubriéndola.

De hecho, la tenía alrededor de su cabeza, metida en su boca, como si fuera el bocado de un caballo, mordiéndola a ratos y otros, simplemente, babeándola, pero, siempre, sirviendo para amortiguar los gemidos y chilliditos que brotaban desde lo más hondo de su garganta con cada clavada que sentía en sus partes íntimas.

No necesitaba girar el rostro para saber qué pasaba a su espalda o, mejor dicho, dentro suyo.

El padrastro de su novio la estaba empitonando, clavando con saña una y otra vez su polla desnuda, porque eso estaba claro, podía sentir con total seguridad, y cristalina claridad, que esa verga la estaba atravesando a pelo, sin condón de ningún tipo.

Esa monstruosa polla se introducía con un ritmo continuado, deslizándose por su inflamado coño, perforando hasta el último milímetro de su vagina como un taladro, clavándose profundamente, apretando esa bulbosa cabeza contra su útero como si fuera un martillo golpeando un clavo.

Escuchaba el chapoteo que la humedad que manaba de su interior generaba con cada salida de esa barra de carne antes de volver a introducirse y golpear sus huevos contra el exterior de su sexo.

Se imaginó esa polla brillante, lubricada con sus propios jugos, facilitando aún más la penetración, moviéndose una y otra vez, adelante y atrás, adelante y atrás.

La sentía.

Sentía cómo la abría, cómo la partía por la mitad, como la atravesaba y llegaba hasta el fondo, hasta meterse por completo dentro de su vagina, dilatándola por completo durante un segundo antes de retroceder y dejar un vacío que, en su interior, deseaba que volviera a llenar, justito antes de clavarla de nuevo e insertar esa polla como si de un dedo dentro de un guante se tratara.

Se detestaba por ello, por sentir ese deseo de verse cubierta, de ser una mujer gobernada por ese mar de hormonas que era su sexualidad, pero, en realidad, sabía que lo disfrutaba y odió a Francisco por ello, por ser incapaz de montarla de esa forma, por haber dejado perder la chispa, por ser casi como un eunuco, por no cumplir con su deber en la cama.

La inflamada barra de carne la devoraba, la atravesaba con furia, llenándola una y otra vez, rompiendo su concentración, esos pensamientos unas veces de vergüenza y humillación por esas sensaciones que brotaban de su interior y la llenaban de una placer excitante, que hacían que su piel estuviera hiper sensibilizada a cada gesto de su varonil invasor, que disfrutase como loca cuando, la mano que no sujetaba la camisola como si de la brida de una yegua en celo se tratase, esa manaza se deslizaba por su cuerpo, unas veces soltando un fortísimo azote en su trasero, que resonaba de tal manera que alucinaba que no fuera suficiente para despertar a toda la casa, otras acariciando su espalda, otras metiéndose entre sus muslos para acariciar su entrepierna por fuera, dominando su clítoris a placer, y otras amasando la teta más cercana a su posición y atrapando entre los dedos el pezón, que castigaba con energía, pellizcándolo y estirándolo al máximo.

Pero también esa gruesa verga la violaba, la perforaba contra su voluntad, destruía a la novia aparentemente perfecta para convertirla en un agujero en el que descargarse, que usar ilegítimamente, derrumbando cualquier resistencia y reduciéndola a una esclavitud sexual perturbadora.

Alicia se resistía como podía, luchaba por contener otro orgasmo, por no ceder y no mostrar a ese hombre, a ese maduro que la jodía, que su cuerpo gozaba con ese trato, con esa invasión sostenida de su barra de carne, gruesa y caliente, que la penetraba una y otra y otra vez, metiéndose hasta la cocina, literalmente, hasta el completo y absoluto fondo, presionando como si pretendiese dejar su semilla directamente en sus ovarios, atravesando incluso su útero, que sufría los impactos una y otra y otra vez.

No quería ver nada, no se quería verse así, sometida de nuevo a la virilidad de un maduro que, encima, era el padrastro de su novio y se convertiría en su suegro, pero tampoco podía cerrar los ojos, porque, cada vez que lo hacía, esos sentimientos que la inundaban, que partían de su sexo para alcanzar hasta la parte más alejada de su anatomía, hacían que sintiese con muchísima más claridad el deslizarse de esa polla, el cómo la atravesaba con su varonil fuerza, cómo la llenaba por dentro con esa incendiada barra de carne, cómo golpeaba contra su útero al clavarse por completo, cómo su vagina se abría al paso de esa verga y la aceptaba con ansiedad, deseando calmar la propia agitación interna que inducía su propia presencia y la traicionera pasión que se despertaba en su clítoris, y no sólo cuando lo estimulaba con esa manaza el cabrón de su futuro suegro.

Era un juguete en sus manos, un simple agujero que rellenar, en el que saciar sus más bajos instintos, en el que… y volvió a correrse, todos sus intentos fracasaron y la veinteañera tuvo un nuevo orgasmo que explotó con furia sin que el maduro se detuviera, sino que, al contrario, lo estimuló para insistir más y clavar aún más profundamente su incendiada verga, llenando con esa inflamada barra de carne una y otra y otra vez el coño de la rendida joven.

Soltó la camisola y se agarró con ambas manos a las caderas de Alicia, forzando el ritmo, introduciendo más y más rápido su polla, clavando más y más fuerte esa endurecida verga, esa gruesa y palpitante virilidad, una y otra y otra vez hasta el fondo, hasta chocar contra la, cada vez más, irritada pared de su útero.

Ella luchaba contra la debilidad que la embargaba tras el orgasmo, contra el que sus piernas deseasen rendirse y hacerla caer de rodillas, rendida y humillada.

Así que ella se aferraba como nunca al sofá, aguantando las embestidas, casi suplicando que terminase cuanto antes y, a la vez, deseando que no parase, que siguiera mucho más.

Su futuro suegro iba a lo suyo, no le importaba ni una cosa ni la otra, ni que sintiese placer y pudiera disfrutar, ni que pudiera sentirse violada, mancillada.

Clavaba una y otra vez su engrosada polla, esa barra de carne dura e hinchada, caliente desde dentro como si contuviera un tonel de ardiente furia en su interior.

Y furioso parecía embestirla, insertando una y otra y otra vez esa verga endurecida, venosa, fuerte y… húmeda, eso también.

La abría una y otra vez con cada empujón, con cada momento en que clavaba su pene hasta lo más profundo de la sexualidad de Alicia, invadiendo esa intimidad sin parar, sin considerar que era no sólo la hembra de otro, sino la de su propio hijastro, sólo bombeaba una y otra y otra vez, con fuerza, con lujuria, con un deseo animal de cubrirla con su semilla a toda costa, de demostrar que allí era el más macho, que era superior a ese otro que era incapaz de protegerla y de mantenerla bien atendida.

Estalló.

Chorro tras chorro la inundó.

Depositó su esperma por toda su vagina, esparciéndolo todo a lo largo según se corría, emitiendo oleada tras oleada del varonil semen, impregnando con su lefa cada rincón del coño de Alicia, y, en ese momento, cuando no dejó ni una gota dentro de sus colgantes huevos, cuando empujó una última vez hasta meter esa gruesa barra de masculinidad por completo dentro de la vagina de la joven que iba a convertirse en su nuera, fue cuando se recostó sobre ella y la susurró su cruel frase de despedida.

  • Menuda puta estás hecha… uffff… por zorras como tú me encanta coger la dote… ufff… y me va a encantar tenerte en… uffff… mi familia… uffff… qué rico ha sido, putilla… ufff…

Y, sin más, sacó su polla como si estuviera descorchando una botella de vino, sonando casi igual, y se marchó, dejándola allí, llena, con su coño completamente inundado de su esperma.

Alicia se derrumbó, cayendo de rodillas, dejando caer la camisola sobre el sofá, con su boca abierta, pero sin emitir ningún sonido, reseca pese a la humedad que empapaba la prenda, y quiso llorar, humillada y saciada a partes iguales.

Ni siquiera pensaba en qué decir al volver con su chico, no sabía por qué, pero tenía la absoluta seguridad de que ni se habría dado cuenta de su ausencia y que, aunque se acostase así mismo, directamente sin nada, ni sería capaz de descubrir que tenía el coño lleno de la semilla de otro hombre, ni siquiera por el olor tan fuerte que ella misma era ya capaz de percibir en el aire a su alrededor, brotando directamente del agujero pulsante, irritado y, a la vez, satisfecho, que tenía entre las piernas y que había servido para clavar un cuerno más a su novio.

Descansó un instante, luchando contra la maraña de sentimientos que se peleaban en su cabeza, e iba a ponerse en pie, a duras penas, pues aún la temblaban las piernas, cuando una mano se posó sobre su hombro.

Estuvo a punto de chillar de sorpresa, mientras su corazón latía desbocado, sabiéndose descubierta, sabiendo que al fin había ocurrido, que Francisco había visto todo, que ya no podría negarlo, que tendría que admitir eso y todo lo anterior, que…

  • Lo he visto todo –anunció una voz que no era la de su chico, sino la de alguien mucho más joven.

Alicia miró hacia un lado, arriba, y descubrió al primo de su novio, de pie, con una sonrisa maliciosa en su triunfo y un tremendo bulto entre sus adolescentes piernas.

  • Te vi en la piscina… -dejó caer, aunque ya no tenía sentido ser sutil- y… ahora… -siguió, ansioso- y también quiero… o se lo diré a Fran… -y, entonces, Alicia se dio cuenta de lo que tenía que hacer y de que esa inseguridad era por una indudable virginidad.

Supo lo que tenía que hacer… y volvió a odiarse por ello.

Continuará...

Dedicado a quien lo inspira.