Caso sin título XXXI: última puerta a la izquierda

Una nevada espectacular. Un motel de carretera. Tres mujeres de una misma familia sometidas a los caprichos de un diabólico asaltante.

Esa mañana prometía muchas sorpresas, sobre todo cuando, al llegar, tres mujeres de una misma familia lo esperaban.

Una madre y sus dos hijas mellizas, las tres con una historia que contar.

Una historia común de una nueva perversión.

El Doctor las hizo pasar, siempre dispuesto a explorar ese mundo de oscuras perversiones y ayudar, en lo posible, a esas nuevas tres víctimas para las que no existían titulares.

La última puerta a la izquierda.

Después de pasarse casi tres horas atrapados en la nieve, al fin divisaron un salvavidas.

No era el mejor lugar del mundo, apenas un motelucho de carretera que debían de usar camioneros apurados y poco más, pero algo era mejor que nada.

  • Cariño, al otro lado del cambio de rasante hay un sitio que puede servir para pasar la noche –la dijo su marido, tras una nueva intentona con otros conductores de ir empujando coches para apartar los que no podían seguir e ir moviéndose poco a poco para salir del tapón que había ocasionado el cruce de unos cuantos algo más adelante-. Te llevas a las chicas y me esperáis allí, que mejor que aquí será.

Y eso habían hecho.

Mientras él se quedaba para intentar avanzar un poco más o sacar el coche a un lado con ayuda del resto de gente, pues las quitanieves no pasaban y no se las esperaba en horas, Susana se fue con Carla y Paula por la nieve hasta el sitio que su esposo había divisado.

Las costó un par de resbalones, algún trompazo y llegar con la mitad de la ropa empapada, pero, al final, pudieron alcanzar el sitio, con sus anticuados letreros de neón brillante y una apariencia de llevar treinta años sin una mínima reforma modernista.

Tras el mostrador de la entrada apareció, un buen rato después de que llegasen, e insistiendo bastante, un tipo obeso, bostezando y rascándose la cabeza donde cuatro pelos luchaban por no caerse.

Se podía ver asomar la protuberante barriga en su lucha por evitar esconderse bajo sus amplias ropas, ahí sí con una buena mata de vello oscuro.

  • ¿Qué desea? -preguntó, con desgana.

  • Necesitamos una habitación para pasar la noche -respondió, deseosa de darse una ducha caliente.

  • ¿Nece...?. ¡Ahhh!, ya... -dijo, mirando por primera vez a las mellizas, con un tono en la voz y un gesto en la mirada que fue todo un poema, aunque, por suerte, las hijas de Susana estaban demasiado absortas en sus teléfonos móviles como para darse cuenta del comentario con segundas que dejó en el aire el empleado del motel.

  • Son nuestras hijas -intentó aclarar la mujer, repentinamente incómoda por la interpretación que había hecho el hombre.

  • ¿Sus hijas? -cuestionó, aparentemente confuso, mirando de repente al otro personaje del cuarto, un hombre que, con el rostro cubierto por un periódico, dormitaba en un sofá en el rincón.

  • No, no, no de él -respondió, exasperada por la lentitud mental del grueso empleado-. Mi esposo, su padre -aclaró, o eso esperaba por fin, Susana-, está intentando sacar el coche de la nieve y vendrá después.

  • Ahhh -miró por la ventana y pareció darse cuenta por primera vez del paisaje exterior, antes de volver a preguntarla-, ¿Y qué quería?.

  • Una habitación -repitió ella, enfadada, pero intentando controlarse ante sus hijas-. Para pasar la noche.

  • ¿No deberían ser dos? -cuestionó, de nuevo, el personaje tras el mostrador.

  • Compartiremos cama -sobre todo porque no iban muy sobrados de dinero.

  • ¡Mamá! -se quejaron al unísono las mellizas, que para eso sí que estaban atentas.

  • Ni mamá ni gaitas, compartís cama y punto -zanjó, antes de volver su atención al hombre que ya sacaba el libro del registro.

  • Anote sus datos -comentó, con desgana, antes de girarse y coger una llave con el número 29-. Es la última puerta a la izquierda.

  • ¿No hay nada más cerca?. No veo a nadie más -mencionó, señalando la hilera de llaves colgadas.

  • Hasta mañana es la única con dos camas limpia -se disculpó el hombre-. No esperábamos nadie a estas horas... no para... pasar la noche -intentó disimular ante las adolescentes el uso más habitual al que se destinaban las habitaciones del motel, aunque, de nuevo, ya no prestaban atención a nada que no fueran las pantallas de sus aparatos electrónicos.

  • Está bien -aceptó la mujer-. Cuando llegue mi esposo dígale... bueno, no -cambió de opinión-, ya le mandaré un mensaje para que sepa el número.

  • Ahhh... muy bien -aceptó con rapidez, obviamente pensando en regresar atrás para seguir dormitando.

El cuarto consistía en un par de camas con cabeceros de forja, aunque no estaba segura de que fuera precisamente para conseguir un efecto vintage, y se dio cuenta de las numerosas marcas de desgaste en algunas de las barras, producto de un uso excesivo y de un mantenimiento poco cuidado del lugar.

Al fondo estaba el cuarto de baño, con una, eso sí, amplia bañera, lo que la llevó directamente a la idea de tomarse un buen baño caliente para relajarse.

Había un par de toallas grandes, que servirían para hacer el apaño, pero no sería suficiente si sus hijas querían asearse, o, eso seguro, su marido cuando lograse por fin alcanzarlas.

Se volvió y se las encontró a cada una sentada en una de las camas, buscando ya algo que ver en el televisor que, noticia extraordinaria, tenía codificados la mitad de los canales, incluyendo las plataformas, que era lo que más usaban hoy en día por la pesadez de los fragmentos interminables de anuncios que imponían los canales en abierto cada poco tiempo.

  • Mamá, ¿podemos tener el netflix? -pidió Carla.

  • Sólo son 5 euros -se sumó Paula.

  • ¿Y no lo podéis ver en el móvil? -intentó oponerse.

  • ¡Joooo! -se lamentaron las dos, agitando sus teléfonos para demostrar lo pequeñas que eran sus pantallas.

  • Lo siento, pero no puede ser -se negó, aunque el precio tampoco era excesivo por tenerlas un rato aplacadas y, de paso, que pudieran abandonar el mini mundo de la pantalla de sus teléfonos y dejarlos cargando, por si acaso, que, cuando menos se lo esperase una, podían necesitarse para usarlos como teléfonos, para variar.

  • Yo tengo 10 euros -se acordó, maravillada, Carla, con una sonrisa gigantesca en la cara.

  • Y hay una máquina -añadió Paula, como si nada, poniendo ojitos-. Podemos pillar unas patatas y refrescos.

  • Está bien -cedió su madre, sacando otro billete de 10 euros-. Traéis eso y algún sándwich o bocata o lo que tengan... para los cuatro -remarcó, antes de que se lo gastasen todo en guarrerías- y, ya que vais, traed alguna toalla más para vuestro padre y si alguna quiere lavarse después.

  • Yo aquí no me baño ni loca -aseguró Paula, a lo que su melliza se sumó, agitando la cabeza con rapidez.

  • Vosotras mismas -estaba agotada y sólo pensaba en el baño, aunque la dio tiempo a pensar una cosa más-. Sólo tenemos una llave, no la perdáis o no podremos entrar ni salir a saber en cuánto rato, que no parece precisamente un sitio muy... preparado.

  • Vale, mamá -respondieron al unísono.

Estaba ya con el grifo abierto, llenando la bañera, cuando aparecieron por la puerta del cuarto de baño para anunciarla sus planes modificados.

  • Mamá, yo iré a por las cosas -informó Carla.

  • Y yo -siguió Paula-, me quedo aquí con la llave. Así no tienes que preocuparte.

  • Pero ve con cuidado -advirtió a su hija de dieciséis años-. No te vayas a resbalar con algún hielo. Y no te lo gastes todo en tonterías.

  • Que sí, mamá -asintió ella.

  • Y si tienes cualquier duda o lo que sea, llamas.

  • Lo tengo cargando -informó la joven.

  • ¿Y el tuyo? -inquirió Susana a la otra melliza.

  • Casi no tiene batería -admitió, mirando al suelo.

  • Vaya dos. No sé para qué tenéis un móvil si nunca se va a poder usar -se lamentó su madre-. Pues vas y vuelves sin entretenerte, ¿entendido? -no estaba dispuesta a entregar su propio móvil y correr el riesgo de que lo perdiera o que las llamase su padre y no fueran capaces de decirle nada lógico.

  • Sí, mamá -aceptó la joven y las dos salieron de su vista.

La bañera iba por la mitad cuando escuchó la puerta abrirse y cerrarse, tras una pequeña corriente heladora.

Se desvistió y se metió en la bañera, admitiendo que, al menos, la caldera funcionaba a la perfección y que la temperatura del agua era ideal.

Cerró los ojos y suspiró por un instante, relajándose.

Luego, de golpe, los volvió a abrir, y llamó a su hija.

  • ¿Qué quieres, mamá? -apareció la cabeza de Paula por el hueco de la puerta.

  • Coge mi teléfono por si llama vuestro padre, ¿vale?. Que quiero relajarme un momento. Si llama, dices dónde estamos -y, concretó-. El número de la habitación... que es el...

  • El veintinueve -contestó la chica, demostrando que, al menos eso, lo tenía claro.

  • Bien -confirmó su madre-. Se lo dices y me avisas cuando sea, ¿vale?.

  • Sí, mamá -respondió con un tono cansino.

  • Y cuando vuelva tu hermana me avisáis, ¿de acuerdo?.

  • Que sí, mamá -contestó con desgana, antes de largarse con el móvil de su madre y cerrar la puerta, cosa que no había pedido, pero que tampoco la importó, deseando relajarse por fin un rato.

Se debió de quedar dormida, porque lo siguiente que recordaba era como un golpe seco, que había sido el disparador para activar su consciencia.

Se quedó un instante quieta, cubierta por el agua, prestando atención a los sonidos, pero apenas captó unos crujidos de muelles de alguna de las camas, con el ruido de fondo del televisor, así que supuso que se lo habría imaginado.

No sabía cuánto tiempo habría cerrado los ojos, tenía que ser muy poco o ya estaría su hija avisando de su regreso, pero, de todas formas, por alguna razón, ya no se veía capaz de relajarse, así que se levantó de la bañera, dispuesta a secarse y vestirse.

Acababa de alzarse cuando la puerta se abrió de golpe, sorprendiéndola doblemente.

Primero, porque como esperaba a una de sus hijas, no hizo ni amago de cubrirse, aunque no es que ella normalmente se fuera exhibiendo por casa, pero tampoco había nada que ocultar.

Segundo, porque no era ninguna de sus hijas, ni mucho menos su esposo y padre de las mellizas, era otro hombre, un completo desconocido, que rondaría la cincuentena y que vestía de una forma desaliñada.

Pero, lo que de verdad la impactó fue la mirada de ese hombre, esa especie de mezcla entre locura y vicio, que multiplicaba la ferocidad con que agitaba la navaja que portaba en la mano.

Se quedó paralizada, incapaz de moverse, ni tan siquiera para cubrir su desnudez, repentinamente muy asustada, con el corazón brincándola en el pecho y unas extrañas ganas de orinar.

Por un momento se olvidó de todo, incapaz de pensar en nada que no fuera en el brillante metal que se agitaba ante ella, recogiendo la luz de las bombillas.

El hombre la repasó con los ojos, con una mirada dura y, a la vez, maliciosa, con un punto animal, como el que hubiera podido apreciar en los depredadores de los documentales mientras acechaban a sus presas.

No sabía qué decir o qué hacer, completamente colapsada ante la repentina situación.

Él fue el primero en hablar, con una voz ronca y profunda.

  • ¡Afuera! -ordenó, apuntándola en la distancia con el arma blanca, y, con un rápido movimiento, controlando el cuarto de al lado-. ¡Vosotras quietas si no queréis que me enfade! -fue en ese momento, con esas palabras, cuando Susana revivió, recordando que, por el plural que había usado el ladrón, debía de tener a sus dos hijas allí al lado, y debía ser fuerte por ellas, las tenía que proteger-. ¡Eh, tú! -la advirtió, haciendo que la madre volviera a prestar atención al asaltante en lugar de a sus pensamientos-. No he dicho que te puedas cubrir -algo que ella había hecho por inercia, al coger una de las toallas para envolverse el cuerpo-... te prefiero... sin que escondas nada... ya me entiendes, mamaita -y, por primera vez, mostró el amago de una sonrisa torcida en el rostro, a la vez que la guiñaba un ojo de manera obscena, provocándola un intenso estremecimiento, pero obedeció, y se desprendió de la toalla, saliendo fuera de la bañera, mojada y completamente desnuda.

No pudo evitar bajar la vista, vencida por la situación, momento en que se fijó en los zapatos del caco, iguales a los del hombre que fingía dormir en la recepción del motel, seguramente esperando a una víctima para robarla, y hoy las había tocado a ellas.

O, al menos, esperaba que todo fuera un simple atraco.

No podía, o, mejor dicho, no quería, imaginarse que pudiera ser algo más, pese a la alarma que cundía en un punto remoto de su imaginación.

  • Adelante -la mandó avanzar a la otra sala, haciéndola pasar junto a él, de forma que captó su olor a sudor rancio y alcohol barato. Lo único que parecía como nuevo era su salvajemente brillante navaja, que usó para pincharla levemente, sin rasgar su piel, como forma de remarcar su autoridad.

Las mellizas estaban maniatadas y amordazadas, cada una en una cama.

Paula tenía un moratón en la frente, pero, por lo demás, parecían encontrarse bien.

No era capaz de entender cómo lo había hecho sin que ella se diera cuenta de nada.

Se sintió una estúpida, una mala madre, aunque, realmente, sabía que no era ella la culpable, sino él.

  • Quiero todo el dinero -avanzó en sus exigencias el hombre, que ya tenía en su poder los móviles de las tres mujeres, como advirtió Susana al verlos en el suelo junto a la puerta de entrada.

Nerviosa, buscó su cartera y sacó los pocos billetes que llevaba encima y se los pasó al sucio delincuente, que miró la escasa recaudación, apenas poco más de cien euros, con un gesto de contrariedad evidente, antes de desplazar su vista hacia las hijas primero y, luego, al desnudo cuerpo de la madre, que apenas alcanzaba a cubrirse con las manos sus puntos más vulnerables.

Vio algo en los ojos de ese ladrón que la puso sobre aviso, en alerta, y decidió alejar el peligro al máximo de sus hijas, a toda costa.

  • Puedo sacar dinero -mencionó, carraspeando, extrayendo la tarjeta del banco.

  • Jajaja, ¿dónde? -se rió de ella, dejando de mirar a las mellizas, que temblaban en las camas ante una situación que jamás hubieran podido ni imaginar-. Aquí no hay cajero y no tienes coche.

  • Pode... -intentó negociar.

  • ¡Cierra el pico! -la amenazó, plantándose de un brinco junto a ella, que sintió el frío metal contra su cadera-. Ya veré YO -remarcó- cómo sacar algo bueno de aquí -dijo, apretándose contra ella, haciendo que sintiera el calor de su proximidad y la peste de sus efluvios-. Ahora ¡siéntate!.

La madre hizo lo que la ordenaban y el asaltante usó otra de las cuerdas que había traído en una bolsa de basura para atarla por las muñecas a la parte de atrás de la silla y, luego, hasta sus tobillos, forzándola a tener las piernas separadas, mostrando, sin posibilidad de ocultarlo por más tiempo, su entrepierna, además de sus pechos.

La colocó un trapo sucio en la boca y se puso a dar vueltas por el cuarto, hablando con un compañero invisible en susurros agresivos que la hicieron sentir un pánico renovado.

Después de unos minutos que se les hicieron eternos, el hombre pasó al cuarto de baño y miccionó con la puerta abierta, asomando a ratos el rostro, pues parecía dudar a cada instante de cómo seguían las tres mujeres cuando no las tenía a la vista.

Sin lavarse las manos, regresó, limpiándose sobre las ya de por si sucias prendas que lo cubrían.

  • ¿Os apetece jugar a un juego? -dijo con un tono llamativamente meloso, que hizo que las tres se pusieran en tensión-. ¿Sí, verdad? -preguntó, sin esperar realmente una respuesta, burlándose de sus cautivas-. Pero vosotras -señaló a las mellizas-, jugáis con ventaja, ¿no os parece?. Os voy a desatar y espero que os portéis muy bien o tendré que castigar a mamaíta, ¿de acuerdo?.

Las dos mellizas asintieron, posiblemente sin darse cuenta muy bien de lo que podría pasar a partir de ese momento.

Desató las manos de ambas y las dejó desprendiéndose de los nudos con que también las había fijado las piernas entre sí, sin olvidarse de los dos pedazos de trapo que las forzó a meterse en sus bocas y que ahora salían ensalivados.

Los rostros de las dos jóvenes eran un poema, con el miedo plasmándose de una forma tan trasparente que eso, a su vez, incrementó el propio temor que la madre ya tenía de por sí ante la situación tan apurada que vivían.

Había enviado un mensaje a su esposo para informarle de su paradero, pero no sabía si lo habría podido leer, pues las comunicaciones no eran las mejores y tampoco había llamado para decir si, por fin, estaba el coche liberado y él en camino.

Ahora mismo estaban solas, no podían depender de otro giro del destino que hiciera aparecer al padre de las chicas por la puerta, eso sin contar con que pudiera entrar, pues la cerradura estaba echada y seguramente la llave estaría en posesión del cabrón que las retenía.

  • Desnudaros -dijo, casi con desgana, moviendo el arma en círculos, como si fuera la batuta de un director de orquesta con algún tipo de demencia.

Las dos adolescentes empezaron a lloriquear y se abrazaron, mirando alternativamente a su madre, al maduro delincuente y a la ventana junto a la puerta.

  • Haced alguna tontería y lo paga vuestra madre -las advirtió con un tono de cruel amenaza en la voz, que hizo que pegasen un respingo a la vez y cesasen sus lloros-. Así mejor. ¿Cómo os llamáis? -regresó a un tono de conversación normal, como queriendo tranquilizarlas.

  • Carla -respondió la melliza a la que había capturado en primer lugar.

  • ¿Y tú? -inquirió a su hermana, que negó con la cabeza, con los ojos muy abiertos, obviamente superada por toda la situación. El maduro no estaba para ser paciente y reclamó una acción a la más dócil de las mellizas-. Dale un bofetón.

  • No, yo... -se negó Carla, lo que desencadenó algo que ninguna esperaba.

El ladrón se lanzó sobre Susana, sobre la madre de las jovencitas, y la comenzó a abofetear con fuerza en el rostro, una y otra vez, mientras las mellizas suplicaban que parase.

  • ¿Y bien? -detuvo su mano a un palmo del rostro de la madre-. ¿La abofeteas ya o sigo?.

Carla lo hizo.

Le dio una torta en la cara a su hermana.

  • No. Eso no. Un bofetón de verdad. Que suene. O... -el delincuente levantó de nuevo su mano sobre Susana, pero esta vez Carla reaccionó con rapidez y le propinó un fuerte bofetón a su hermana melliza, que resistió el impulso de ponerse a llorar de nuevo y sólo se cubrió con una mano en el lugar del golpe. Eso complació al maduro-. Mejor. Mucho mejor. Ahora, ¿me dices tu nombre, niñata?.

  • Paula -dijo la mencionada.

  • ¿Veis como es mucho más sencillo obedecer mis normas que ser rebeldes?. ¿Qué, lo veis o no? -cambió de tono en su segunda pregunta, logrando que ambas asintieran con rapidez en esa ocasión-. Y os lo advierto por última vez. Portaros mal y lo pagará vuestra mamaíta, ¿entendido? -ahora sí, ambas movieron afirmativamente sus cabezas a la primera.

El hombre regresó a su sitio, dejando a Susana en la silla, con un intenso dolor en los carrillos golpeados y un cierto sabor metálico en la boca, posiblemente por haberse mordido mientras era abofeteada, eso sin contar con la incomodidad del trapo que la impedía hablar y que provocaba que no dejase de salivar, pese a lo cual tenía la garganta más seca que nunca.

  • Como Paula se ha portado mal, creo que voy a cambiar de juego por otro más... interesante... que nos permita conocernos mejor. ¿Os gusta la idea, verdad? -ambas asintieron-. Lo imaginé. Pero lo primero es lo primero. Quitaros las zapatillas y metedlas en la bolsa -dijo, señalando la que contuviera las cuerdas que había usado para someterlas a las tres.

Las mellizas lo hicieron, descalzándose y dejando sus zapatillas, regalo por su cumpleaños, dentro de la bolsa que, por cómo contrajeron las narices, no olía precisamente a fresas.

  • Los calcetines también -lo hicieron-. Y, como prenda extra de Paula por portarse mal, su pantalón.

  • Por fa... -intentó dialogar la chica, pero cuando vio que el hombre hacía un gesto hacia su madre, se rindió-. Vale.

El vaquero de la adolescente terminó en la misma bolsa, con un gesto a medio camino entre el asco y el odio por parte de la chica, que se quedó con sus bragas de corazoncitos a la vista del ladrón.

  • ¿Quién quiere empezar?. Venga, no seáis tímidas -se burló de ellas-. La primera en levantar la mano tendrá pre... -esta vez ambas reaccionaron y alzaron sus brazos- jajaja. ¿Tenéis muchas ganas... de jugar, verdad?. Bien, así me gusta. Y como Carla ha sido más rápida, empieza ella... claro que no estaba pendiente de sujetarse la camisa para que no la vean sus braguitas jajaja. ¿Lista? -a lo que la melliza asintió mientras su hermana se ponía colorada.

El delincuente estaba obviamente disfrutando de esa fase de vejaciones mentales a sus tres víctimas femeninas y ya sonreía abiertamente, aunque con malicia.

  • Recuerda, -la advirtió- si me mientes, tu madre lo pagará. ¿Con cuántos chicos has estado?.

  • Ninguno -respondió, tras dudar un segundo, mirando alternativamente a su madre y su hermana.

  • Vamos, que eso no me lo creo -avisó él, sacando de nuevo la navaja para apuntar a la madre-. Recuerda lo que pasará si mientes... -dejó en el aire la amenaza.

  • ¡No, no!. ¡Es verdad! -chilló la joven-. Dije que sí para parecer mayor, pero sólo se la chupé -admitió.

  • Así que eres virgen -sentenció el hombre, relamiéndose con cada palabra como si le acabasen de presentar el postre más dulce del mundo al mayor goloso.

  • Sí, sí -lloriqueó, suplicante-. No haga daño a mamá.

  • Está bien. Pero acabas de gastar en eso tu premio y debes de pagar por tu mentirijilla, ¿no te parece?. Que sea tu pantalón. Así vais iguales -se rio de su propio chiste mientras Carla se desprendía de su vaquero.

  • Te toca -anunció, dirigiéndose esta vez a Paula-.Dime tu talla de sujetador.

  • Ehh... 85B... -respondió, sobresaltada por una pregunta tan extraña.

  • Ummm... y las dos debéis de usar el mismo, ¿verdad?.

  • Sí -admitió.

  • No está mal... aunque vuestra madre está mejor armada... por lo menos una 90... ¿ó 95? -la tanteó, hasta que, sin saber muy bien que otra cosa hacer, Susana asintió-. ¡95, genial!. ¿A que es un juego divertido? -preguntó, volviendo su atención a las mellizas, que luchaban por cubrirse como podían las bragas.

  • Una para Carla ahora. ¿Le has comido el coño a tu hermanita cuando la masturbas?.

Se hizo un tenso silencio en el cuarto, escuchándose sólo el tic tac de algún reloj escondido.

  • No... no, eso es... una guarrada... -contestó ella.

  • Pero la masturbas -insistió el ladrón.

  • Sí... a veces... es que...

  • No te preocupes, no es nada malo. No os voy a castigar... de hecho... ¿por qué no lo haces ahora?. Que lo veamos todos.

  • No. Yo no...

  • ¿Has dicho NO? -inquirió, amenazante, el maduro.

  • No, no... quiero decir, sí... es que... yo... es que... aquí... y mamá... y... -se aturulló la chica, intentando escapar de la trampa en la que se había metido.

  • Haremos una cosa. Te perdono a cambio de dos prendas, ¿te parece?.

  • Va... vale -respondió sin pensar.

  • Pues venga, hazlo.

Sin otra alternativa a la vista, Carla se despojó de la camisa, quedándose en bragas y sujetador, pues ya antes se habían quitado los abrigos y el jersey al llegar.

  • Te falta otra prenda -le advirtió el hombre.

La adolescente dudó, pero, al final, optó por desprenderse del sujetador, dejando sus senos al aire, con sus redondeadas aureolas envolviendo a unos pezones rosados.

Se cubrió como pudo con las manos, bajando la vista por la humillante situación.

  • Si te los cubres no sirve -señalo el delincuente, pese a las protestas que emergían de la amordazada boca de la madre de las mellizas-. Y tú cierra el pico o me las follo -amenazó, logrando que Susana cesase en su intento de detener ese juego de pervertidos-. Además, nos estamos divirtiendo mucho, ¿verdad, chicas? -las dos asintieron con el miedo en sus miradas ante el salvaje escrutinio del macho que tenían delante.

Carla dejó caer sus brazos al costado, dejando a la vista prácticamente todo su cuerpo, aplacando al delincuente.

  • Paula, -se dirigió a la otra hermana- ¿tú también eres virgen pero hetero o eres una tortillera lesbiana como tu hermanita? -la otra melliza, Carla, estuvo a punto de responder, pero se contuvo, mordiéndose el labio, y dejando a su hermana hablar.

  • La chupo y he hecho anal -admitió ante sus sorprendidas hermana y madre, en shock ante esa revelación de la más modosa de las dos chavalas.

  • Vaya vaya con la niñata -se entusiasmó el hombre, mirándola de un forma más intensa y animal-. Si va a resultar que al final eres la mejor de todas -eso provocó otro gemido de la madre, que esta vez ignoró-. ¿Y quién es él?.

  • Raúl -anunció con un hilo de voz.

  • Perdón, ¿quién? -disfrutaba haciéndolo repetir.

  • Raúl -dijo de nuevo, más alto, mirando con odio a su secuestrador.

  • Y ese Raúl es... -insistió el ladrón.

  • El profe de gimnasia -admitió la joven, con el rostro colorado como un tomate.

  • Vaya vaya con la niñita... al final vas a ser la más puta del lugar -se jactó el maduro.

  • No soy una puta -se atrevió a corregirle la adolescente.

  • Lo eres porque lo digo yo y punto -sentenció él-. Y por rebelde, te quiero como tu hermana y ya.

  • ¡Pero si he dicho lo que me pidió! -se quejó.

  • Mi juego, mis reglas -sentenció el hombre, sin posibilidad de réplica.

No tuvo alternativa.

Un minuto después, ambas mellizas estaban en bragas, Paula con sus corazoncitos y Carla con una braga lisa amarilla.

  • Vamos a hacer una cosa. Como vais empatadas, dejaremos que vuestra madre decida quien se va y quién se queda a hacerme compañía con vuestra madre, ¿os parece bien? -y, como ambas chicas dudaron, insistió, subiendo el volumen, aprovechando que no había nadie cerca para poder escucharles-. ¡¿Os parece bien, putas estrechas?!.

Sorprendidas por el grito, las dos chavalas asintieron, sin importarlas el insulto incluido, cambiando ahora el centro de atención a donde estaba su madre maniatada a la silla, con su depilado coño expuesto a las miradas indiscretas de todo el mundo.

  • Bueno, mamaíta. Ha llegado tu turno -dijo, acercándose y extrayendo el sucio trapo de la boca de Susana, que, lo primero que hizo, fue toser e intentar mojarse la boca, seca como su garganta por mucho que hubiera salivado, pues casi toda esa humedad había sido atrapada por el tejido que la habían introducido a la fuerza en su cavidad bucal-. ¿Te va gustando el juego para conocer mejor a tus hijitas?.

  • Serás cabrón -espetó-. Son sólo unas niñas. Déja...

  • Aquí -la interrumpió tras propinarla un nuevo bofetón-, se hace lo que yo digo. Mi palabra es ley, ¿entendido? -miró hacia las chicas por un instante y luego devolvió la mirada a la madre, con un gesto lascivo-. ¿O prefieres que juegue con ellas a otras cositas de mayores? -se acercó para susurrarla al oído, antes de distanciarse y hablar de nuevo a un volumen normal-. Y de niñas no tienen nada. Una es una puta chupapollas medio tortillera y la otra es una cerda a la que la gusta que la revienten el culo -y, volviéndose de nuevo a las adolescentes, atajó sus protestas con otra amenaza-. Y, si alguna quiere negar lo que es, habrá... consecuencias... ¿entendido? -obtuvo una nueva respuesta afirmativa de las dos mellizas, que seguían de pie, apenas cubiertas por sus bragas, esperando acontecimientos, sin saber muy bien cómo reaccionar o qué hacer ahora-. Ahora, dime cuál se va y cuál se queda.

  • Carla... -empezó la madre, consiguiendo una tímida sonrisa de la mencionada y un gesto de contrariedad en la otra, hasta que terminó de hablar- y Paula. Deja que se vayan las dos y haré todo lo que quieras. Todo -remarcó.

El hombre se lo pensó por un momento, valorando sus opciones, seguramente pensando que no deseaba desprenderse de esos dos tiernos bocaditos.

Luego miró a la madre, en su plenitud física y sexual, con un cuerpo bien cuidado y trabajado, y unos pechos bien puestos y que harían babear a cualquiera.

  • Está bien -aceptó, provocando unos pequeños gritos de alegría en las jovencitas y un profundo suspiro en su madre, que sabía lo que tendría que hacer a cambio de la liberación de sus hijas, aunque era un precio que estaba dispuesta a asumir-. Las dos os podéis ir -anunció, antes de romper la magia del instante-, al lavabo.

  • Pero -se quejó Susana-, dijiste que se podrían ir.

  • Y es verdad, pero al lavabo -presumió de haberlas engañado.

Las mellizas se quejaron y suplicaron, pero, al final, las hizo meterse en el lavabo, donde las ató fuera de la vista de su madre, que quedó en la sala de las camas, inmovilizada como estaba, intentando escuchar qué sucedía, sin apenas darse cuenta de su propia apurada situación o, siquiera, apenas dedicando un segundo a esa sensación de enfriamiento por no haber podido secarse.

Lo que no pudo ver fue otro nivel de degradación para las chicas, para esas jovencitas que, hasta ahora, habían vivido rodeadas de una cierta seguridad, de lujos no, pero sí de la protección que les brindaba un entorno familiar estructurado, y que nunca hubieran podido imaginar ese nivel de depravación, más cercano a un animal salvaje que a una persona normal.

El hombre las maniató por separado y ellas, sin saber muy bien cómo reaccionar, inexpertas, se dejaron hacer, no opusieron resistencia a que las sometiera nuevamente, usando esas cuerdas oscuras para atar sus muñecas a la espalda.

Desde las muñecas, las cuerdas se enredaban hasta sus codos, casi cortándoles la circulación, impidiéndoles el más leve intento de poder suavizar la presión sobre sus muñecas y, con ello, la posibilidad de desprenderse de su atadura.

Desde los codos, pasaba la cuerda alrededor de su cuerpo, justo por debajo de sus pechos y, en el siguiente giro, presionando justo a la altura de sus ombligos, como si de un cinturón super ajustado se tratase, pero que se hundía contra la piel de una forma salvaje, como el abrazo de un oso que no cesase en su presión.

De allí bajaba hasta sus tobillos, que amarró entre sí antes de terminar con un lazo que llevaba a unir esa atadura con la de las muñecas de las adolescentes, que quedaron así tendidas en el frío suelo del cuarto de baño, con las piernas forzadas hacia atrás por la unión que la cuerda establecía entre sus tobillos y las inmovilizadas muñecas.

No contento con eso y, sin mediar palabra, arrancó, de un fortísimo tirón, las bragas de las mellizas, que gimotearon impotentes ante esa maniobra, pero el brillo de la luz sobre el metal de la amenazante navaja las silenció de nuevo sin que el ladrón tuviera que decir ni una sola palabra que pudiera precipitar alguna reacción de la madre ante lo que pretendía realmente, aunque no es que las tiernas chiquillas llegasen a darse cuenta tampoco del peligro, ni se lo imaginaban en realidad.

Metió la braga de cada una en la boca de la otra con una sonrisa malvada, a modo de mordaza, después de oler con fuerza el aroma que desprendían esas íntimas prendas, en un gesto de vicio extremo.

Contempló su obra acuclillado, deleitándose con las piezas que había cazado, relamiéndose interiormente con el sabor de sus presas, como si de un felino africano se tratase tras derribar una joven gacela.

No pudo evitar agarrar los pechos de ambas chicas, primero los de una, la que quedaba contra la pared, y luego los de la otra, la que estaba más cerca de la puerta y apenas podía girar el rostro ante los gemidos de su hermana y, en consecuencia, no llegaba a advertir lo que la iba a pasar hasta que lo tuvo sobre ella.

El amasar esas tetas era algo excitante, tan tiernas, tan suaves y calientes al tacto, con esa forma tan deliciosa y esos pezones tan sensibles, tan vírgenes, que, posiblemente, era el primer macho que se los agarraba de esa forma, con vicio, por puro vicio, sin amor, sólo por humillarlas y reducirlas a una masa sexualizada, como si fueran apenas unos trozos de carne que devorar.

Y qué ricas estaban.

Agarró sus pechos con fuerza, impaciente por disfrutarlos, por ese primer contacto, porque tenía claro que luego regresaría a por más, no tenían forma de evitarlo, ellas mismas se habían dejado engañar y someter con tremenda facilidad, con una ingenuidad que era casi ridícula.

Cuando la primera fue a comprar en la máquina dispensadora, fue sencillo fingir que la ayudaba cuando la máquina se tragó el primer billete y no dio nada a cambio, la muy tonta ni se había dado cuenta de que era el mismo tipo que estaba fingiendo dormir en la recepción cuando llegaron y debió de pensarse que trabajaba allí, pobre niñita ingenua.

Sacó algo de comida y bebida e incluso le dijo dónde estaban, que su padre posiblemente tardaría en llegar o el tema de la televisión, que fue por donde la engañó para que le permitiera entrar sin oposición en el cuarto, donde reducirla a ella y su hermana, a la que sorprendió empujando la puerta, golpeándola cuando fue a abrir, para luego someterlas a las dos ya con su inseparable navaja y las cuerdas que llevaba en la bolsa, no las herramientas que la ingenua adolescente pensaba que portaba, junto a otras cosas que nunca se sabía cuándo podría necesitar.

Pero lo de ahora era la guinda del pastel.

El haber podido reducirlas a las tres no le había dado dinero, pero le iba a permitir saciar otra necesidad que tenía y que hacía mucho que no cubría.

Estrujó al máximo los senos de ambas mellizas, primero los de una, luego los de la otra, y pellizcó con excesiva rudeza sus pezones, hasta que se los endureció y pudo saborearlos a placer dentro de su boca, mientras veía el tremendo asco en sus ojos, la repugnancia que sentían al verse sometidas e indefensas, con sus tetas mancilladas a placer por el cincuentón, que disfrutaba con cada segundo que poseía esas dulces y sabrosas glándulas mamarias, tan tiernas, tan deliciosas.

Se las dejó maltratadas y sobadas a conciencia, babeadas después al metérselas dentro de la boca y chupetearlas, gozando de los melones adolescentes de una forma que jamás olvidarían, y eso era algo que se la ponía aún más dura, si eso era posible al tener a esas tres hembras a su disposición, quisieran o no, aunque ellas aún no lo supieran o, al menos las chavalas no parecían darse cuenta todavía del destino que las esperaba.

Estuvo tentado de decírselo, de que lo tuvieran muy presente mientras iba con su madre... pero no, se reservó la sorpresa para después.

Cuando el maduro asaltante regresó del cuarto de baño, mostraba una expresión en el rostro de absoluta lujuria, de una perversión que daba miedo.

Susana tragó con dificultad, tenía la garganta más seca de lo que jamás había tenido.

Sabía lo que tendría que hacer para salvar a sus hijas.

Se daba asco a si misma, pero peor se sentiría si permitía que algo las pudiera pasar, sobre todo lo que veía en esa mirada bestial, la de un hombre hambriento, muy hambriento, quizás con un tipo de apetito insaciable, aunque esperaba que no.

La mayor parte de los hombres se aplacaban con un plato.

Se acercó a ella con deliberada lentitud, mirándola como si la estuviera valorando del modo en que un comprador estimaría una res antes de decidir si la compra o no.

Era una sensación humillante.

Cuando le tuvo junto a ella, alargó la mano para sujetar sus cabellos entre las manos y, después, dejarlos escurrir entre sus dedos como si fueran un tamiz.

Extendió su diestra para acariciarla el mentón, pero ella, de forma automática, marcada por su subconsciente, retiró su cara, aunque, por su inmovilizada situación, pronto él lo solucionó sujetándola con fuerza con su otra mano y paseando la primera por el rostro, como si la escanease con las yemas de los dedos.

Se inclinó sobre ella y la besó.

Fue un beso largo, profundo, invasivo, con la primera lengua masculina en más de veinte años que se introducía en su cavidad bucal sin ser la de su esposo, dejándola un regusto metálico cuando, por fin, cortó el contacto, con una sonrisilla de superioridad.

  • Ya veo de dónde les viene la delantera a tus crías -mencionó, como de pasada, mientras agarraba con ambas manos los pechos de la madre de las mellizas y los sobaba con energía, estrujándolos por momentos, hasta alcanzar sus pezones y estirárselos al máximo entre los dedos antes de usar los dientes para morderlos, al punto de estar a punto de hacerla gritar de dolor por la fuerza con que los iba mordiendo alternativamente, primero el seno de un lado y luego el otro.

  • Por favor, con cuidado -suplicó ella-. Colaboraré en todo, pero...

  • No -zanjó él-. Haré lo que me dé la gana. Las presas no deciden, el cazador sí. Y cierra el puto pico o me las follo -amenazó con represalias sobre sus hijas, lo que la hizo callar.

Tenía que aguantar, no había alternativa... aún.

Continuó recorriendo su cuerpo, besando su abdomen y manoseándola a conciencia de arriba abajo, tanto, de nuevo, sus tetas, sobre las que ejercía una fuerza más próxima a unas garras que a una mano convencional, como a sus muslos, incluyendo alguna que otra aproximación a la depilada entrepierna de la madre de las mellizas, que soportaba todo como podía, sabedora de que no tenía alternativa y de que, quizás, eso pudiera servir para evitarles algo peor a sus hijas e, incluso, con suerte, poder huir.

La cabeza de su asaltante llegó a su destino, entre las piernas de Susana, que notó cómo olisqueaba, fuerte, como si de perro rastreador se tratase, como intentando capturar el olor que manaba de su entrepierna y grabárselo en la memoria para, luego, poder seguirla y perseguirla fuera donde fuera, para cazarla una y otra vez, en un eterno juego de cacería.

Sintió algo extraño cuando lo hizo, acompañado de un temblor que la sacudió de arriba abajo, un miedo visceral, anticipatorio a lo que venía.

Empezó a lamerla.

Con las manos, separaba al máximo sus pliegues, obteniendo un acceso privilegiado a su indefensa concha, que empezó a recorrer de arriba abajo con su lengua, con esa asquerosa y musculada prolongación de la cavidad bucal del asaltante, que, sin embargo, pese a que ella no quería, empezó a lograr, después de un rato, que sintiera otras cosas, especialmente cuando, bien entre sus dedos, bien entre sus dientes, atrapaba y estimulaba su clítoris, que, también, era objetivo de esa gruesa lengua o de chupones entre los labios del maduro agresor a su familia.

No era capaz de controlarse.

No sabía cuánto tiempo llevaría comiéndola el coño, devorándolo, masturbándola, jugueteando con su clítoris, cuando las oleadas de calor y otras sensaciones mucho más fuertes empezaron a crecer y crecer sin parar.

Se mordió los labios.

No quería.

No, no quería.

No... no quería... no podía... no... no... pero su clítoris era implacable, como ese hombre, que no se detenía, que la devoraba el coño como si fuera... como si... como si...

Empezó a correrse.

No pudo evitarlo, no pudo pararlo.

Se corrió, con el cuerpo teniendo espasmos, convulsionando, gimiendo sin lograr retener la fuerza que la arrebataba el control desde su entrepierna, rendida a ese criminal, a ese sucio delincuente que amenazaba a su familia, a sus hijas adolescentes.

Pero fue incapaz de pararlo,

Casi brincó en el sitio, descargando toda su energía en un potente orgasmo, que él saboreó, divertido, excitado.

  • Bufff... qué bien mojas, puta... ufff... -lo escuchaba, sin atreverse a bajar la vista, con el rostro incendiado con la mezcla de sensaciones y la vergüenza por el orgasmo y el que presentía que venía detrás, sobre todo cuando su asaltante empezó a meter sus dedos con furia, rápidamente, dentro de su vagina, moviéndolos dentro y fuera sin parar, a la vez que seguía acariciando su clítoris o lamiéndolo- Desde el principio supe que eras una auténtica zorra mal follada... uffff... qué cerda... uffff...

No alcanzó a escuchar el resto de sus palabras, arrasados sus sentidos por un nuevo tsunami de placer, un segundo orgasmo que rindió todas sus defensas, que liberó una tensión que ni sabía que tenía, derrotándola, hacíéndola sentirse demasiado excitada, como hacía mucho que no lo estaba... y eso la proporcionaba una auténtica tormenta de emociones chocando a toda velocidad, girando desde la vergüenza más absoluta al morbo de esa fantasía pervertida que alguna vez había tenido para regresar a un sentimiento de profunda humillación que era envuelto por oleadas de placer culpable, un tremendo placer que acompañaba a ese segundo orgasmo y al incesante movimiento de esos dedos y esa boca sobre su entrepierna.

Él siguió presionando, moviendo sus manos a tope, sin bajar el ritmo, dispuesto a que la rendición fuera total, a que la humillación de su presa fuera total y absoluta, a que su victoria fuera completa.

  • Vamos... vamos, puta... di que te folle... dilo... sé que lo necesitas... vamos... dilo... dilo bien alto... que te escuchen las zorras de tus hijas... vamos... dilo... dilo, cerdita... dilo, puta... dilo...

Murmuraba, lanzando esa especie de exigencias, de ideas perturbadoras, que Susana absorbía sin darse cuenta, totalmente descontrolada, temblando sin parar, con el vello de la piel erizado, con cada palmo de su cuerpo hiper sensibilizado, recorrido por una especie de corrientes eléctricas más o menos intermitentes, pero, cada vez, más intensas y profundas, conmocionadoras, derribadoras de barreras, del autocontrol de la mujer, de la esposa, de la madre... hasta que un tercer orgasmo la destruyó, casi la hizo perder el sentido, provocando que el gemido que emitió fuera profundo, largo, gutural, alto, sin cortarse esta vez, liberado al máximo del tono posible, mostrando al mundo la explosión que se había producido en el volcán que rugía entre sus piernas, derretido y emitiendo un flujo caliente que manaba y empapaba la silla y sus muslos, incluso su propio culo.

No podía creer lo que estaba sucediendo, lo que estaba viviendo, el pasar del miedo y la impotencia, del saberse perdida y ofrecerse a cambio de sus hijas, para, ahora, convertirse en un torrente de calor y humedad que manaba sin parar de su cuerpo, excitada como pocas veces lo había estado, reducida a una imagen sexualizada de su propio yo, degradada al máximo por el maduro que las retenía y que, a la vez, la había concedido tres potentes orgasmos simplemente masturbándola como un auténtico poseso.

  • Fo... fóllame... -se escuchó decir a sí misma, sin dar crédito a sus propias palabras.

  • Más alto, cerda, ¡más alto! -ordenó el cazador.

  • ¡Fóllame, joder, fóllame ya! -escupió las palabras, sin poderlo evitar, en un instante de auténtica locura, presa de unas sensaciones que gobernaban una mente borracha, empapada en las hormonas que su coño y, sobre todo, su clítoris, habían lanzado a la sangre, anulando su juicio.

Con rapidez, su asaltante la desató por la vía directa, cortando con su navaja las cuerdas que la retenían, tirando de ella hasta hacerla caer al suelo, obligándola a ponerse a cuatro patas, de forma que podía girar la cabeza y ver la expresión de sus hijas, una visión que jamás olvidaría, una culpabilidad que la perseguiría toda la vida, aunque, en ese momento, no sabía lo que vendría después y que superaría a todo.

Escuchó cómo el maduro ladrón se desprendía del pantalón, dejándolo deslizarse hasta el suelo y acomodando su gruesa verga contra la indefensa rajita de Susana, que, poco a poco, empezaba a recuperar la cordura y comenzaba a chillar por dentro ante lo que veía venir.

Esa globosa cabeza, ese caliente prepucio, se apoyó en su coño, rozándolo, deslizándose ligeramente a lo largo, como si recogiera la humedad residual que empapaba toda la rajita y buena parte del culo y los muslos de la mujer.

Cuando quiso darse cuenta, todo ese fluido se convirtió, no ya en un potente afrodisíaco para su asaltante, que también, por la forma en que lo escuchaba respirar y olisquear, sino en un fabuloso lubricante que hizo que, al primer empujón, en cuanto la cabeza de esa gruesa barra de carne venosa y caliente, toda esa polla entrase al primer empujón, clavándose tan profunda y rápidamente dentro de la vagina de la madre de las mellizas, que chilló al notar el potente impacto del pene invasor contra su útero, casi como queriéndolo desgarrar y atravesarlo también.

Podía ver a sus hijas.

Bajo la vista, avergonzada de una forma total y absoluta, y cerró la boca con fuerza, dispuesta a aguantar y a no volver a dejar escapar ni un sonido más de su garganta.

El cazador no estaba dispuesto a dejar escapar la guinda del pastel de esa presa y empezó a bombear con fuerza, sin piedad, sin descanso, sin una pizca de compasión, clavándola una y otra vez hasta el fondo, reventando lo más profundo de la intimidad sexual de la madre de las chiquillas tan sabrosas que tenía en el lavabo.

Empujaba una y otra vez, fuerte, rudo, vicioso al máximo, imponiendo un ritmo salvaje a la penetración ejecutada por su polla, por esa gruesa arma que tenía entre las piernas, caliente e hinchada desde que había puesto sus ojos en esas tres dulces hembras, golpeando una y otra vez la cabeza de su pene contra el fondo de la lubricadísima vagina de la mayor de sus víctimas, follándola sin descanso, impulsándose rítmicamente, metiendo y sacando una y otra y otra vez su miembro del lubricadísimo coño de su primera víctima.

La agarraba con fuerza de las caderas, arañándola, convirtiéndola en un agujero en el que descargar, una mujer reducida a un simple objeto de placer, un sitio donde encajar su gruesa verga y meterla y sacarla con fuerza una y otra vez, clavándola lo más profundamente que podía, sin restricciones, sin parar, dispuesto a hacer que pareciera una puta adicta al sexo, a su sexo, ante sus hijas, disfrutando excitado de esa doble sensación, la de poseerla sexualmente, de una forma tan primitiva y animal, y el dominarla mental y psicológicamente.

A ella y sus hijas.

Gozaba violentando ese coño, pero también todo el morbo que rodeaba a lo que estaba haciendo, al menos para él, que era el único que le importaba, y no paraba, clavaba y clavaba, metía y metía, penetraba y penetraba, más y más, y más y más adentro, más y más profundamente... una y otra y otra vez... y cómo notaba su venosa barra de carne atravesar esa vagina, llegar hasta el fondo, golpear contra ese útero, sentir cómo se deslizaba, ese calor... ese guante de carne que rodeaba su miembro y que él hacía que se abriera a su paso, como si fuera una barrena atravesando un tunel de mantequilla, una mantequilla dulce que se derretía y se amoldaba a su invasión, una y otra y otra vez... era un goce tremendo... clavar y clavar, una y otra y otra vez, perforando, hasta dentro, más y más adentro... y más y más...

Con cada empujón, parecía que la abría más y más, se la introducía como un salvaje, la obligaba a dilatar para no ser destruida por esa barra de carne dura, muy dura, tan dura y caliente que la llenaba, una y otra y otra vez de nuevo, sin detenerse, empujando con saña, reventándola, haciendo que esos gemidos que no deseaba mostrar al mundo, se escapasen entre sus labios, que a duras penas lograba mantener cerrados para contener la traición de su cuerpo, completamente vendido al delincuente que la penetraba sin parar, perforándola a lo bestia, insertando su polla una y otra y otra vez, haciendo que sintiera cada palmo de esa masa de carne gruesa y endurecida, abriéndola y llenándola con cada empujón más y más.

No pudo contenerse.

Tuvo un cuarto orgasmo.

Tembló de pies a cabeza y su rostro cayó contra la moqueta del suelo, mientras su cuerpo se retorcía por la implosión y ese hombre no se detenía, no la dejaba descansar ni un segundo, penetrándola sin parar, empujando más y más adentro, con mucha más facilidad ahora que una mayor humedad inundaba su, ya de por sí, empapada vagina, y podía sentirla mucho más, con más claridad si cabe, moviéndose esa barra de carne, gruesa, dura, caliente, llenándola una y otra y otra vez... y no paraba, empujaba y empujaba, y clavaba más y más... y más... hasta que estalló.

Empezó a lanzar chorros, uno tras otro, agarrado con fuerza a sus caderas, estrujándoselas con saña, apretando su cuerpo contra ella mucho más, aplicando presión, vaciándose todo lo que podía y más, haciendo que sintiese cada oleada de esperma brotar fuerte, denso, caliente, del extremo de esa polla, invadiendo su aparato reproductor, convirtiéndolo en el receptáculo de esa sucia semilla, de esa caliente y abundante semilla, que, de una forma extraña, ella encontraba casi hasta excitante, el sentir esa lefa abundante, poderosa, con un olor tan intenso que, incluso antes de que terminase de vaciarse y extrayese su miembro, empezó a olerse por todas partes.

Sólo cuando termino de soltar su leche, sacó su pene, victorioso, dejando caer las últimas gotas sobre la espalda de su primera víctima.

Luego, cuando la vio ahí, tirada, completamente rendida, con unos grumos blanquecinos escapándose lentamente del interior de su coño, la agarró de nuevo, tiró con fuerza de sus cabellos, y la hizo sentarse de nuevo a la silla, usando los trozos de cuerda para aprisionarla de nuevo, de una forma menos elaborada, pero igual de efectiva.

La miró y vio cómo seguía brotando un hilillo blanco de su entrepierna, el premio a su victoria.

Sonrió.

La golpeó en el rostro y vio cómo perdía el conocimiento, aprovechando para amordazarla con un trozo de tela que buscó mientras pensaba en el siguiente paso, en su siguiente víctima.

Saboreó lo que vendría ahora.

  • ¿No pensaríais que me había olvidado de vosotras, verdad, princesitas? -apareció el hombre que las tenía retenidas, después de un buen rato de que se llevase a su madre de su vista-. Vuestra madre ha sido muy convincente -siguió, señalándose su propia entrepierna, que llevaba al descubierto, pues no llevaba pantalones, y se veía una polla flácida sobre una gran cantidad de vello que cubría tanto su bolsa escrotal como buena parte alrededor, la mayoría negros, pero también se apreciaban unos cuantos cabellos blanquecinos y un cierto brillo residual del líquido contra el que se había estado frotando-, así que voy a dejar salir a una de vosotras, ¿qué os parece?.

Las mellizas, repentinamente confiadas, contentas incluso, agradecieron lo que su madre había tenido que hacer, asintiendo, lo poco que podían en su ladeada postura, ante el hombre que las había asaltado, pese a que, apenas unos instantes antes, su mera reaparición las llenó de miedo e incertidumbre.

  • Pero... ¿a cuál? -se preguntó en voz alta, como si fuera una cuestión difícil y trascendental-. Creo que sólo hay una manera de decidirlo en justicia -anunció, cerrando la puerta, como si fuera un secreto entre ellos y su madre no pudiera saber nada, desconociendo que, en realidad, Susana estaba sin sentido, fuera de combate por el golpe recibido-. Una buena mamada -las anunció con una gran sonrisa, volviendo a despeñar sus ilusiones de escapar cuanto antes de allí sin más diabluras-. Pero no sería justo que usase primero a una y luego a la otra, porque sería una ventaja injusta, así que me la chuparéis a la vez, como buenas hermanas -anunció.

Las agarró y puso de rodillas, aprovechando la forma en la que las había maniatado.

Ninguna podría disponer de las manos, como advirtieron enseguida, pues sólo las liberó sus bocas, ofreciéndolas un poco de agua a cada una, que tomaron con avidez.

Él hizo lo propio, tomándose una pastilla romboidal y, como si hubiera algún tipo de chiste en ello, las miró y dijo:

  • Está un poco caducada, pero seguro que vosotras dos haréis que valga la pena

Colocado entre medias de las dos, se agarró el relajado miembro con una mano y empezó a moverlo, mientras las miraba alternativamente, disfrutando con sus juveniles cuerpos a su servicio.

  • Vamos, os quiero ver sonriendo, que no es un funeral... jajaja... es un alzamiento... jajaja... y la que gane, se va de aquí, ¿no es un intercambio justo?... jajaja...

Primero Paula y después Carla, sonrieron sin gana, observándose a ratos entre sí, otros al cincuentón que las dominaba desde arriba, y otras veces a esa masa de carne que, poco a poco, iba inflamándose, adquiriendo cuerpo, creciendo, alargándose, engrosando, endureciéndose, hinchándose, palpitando en mitad de la agitación a la que la sometía la mano del delincuente que las tenía a sus pies, literalmente.

Para Paula no era nada del otro mundo, después de haber conocido a su profesor, pero para Carla la longitud y grosor que veía adoptando a esa verga eran algo que la impresionaba, no podía evitarlo, y era incapaz de imaginarse cómo podía entrar en algunas partes.

Divertido por el asombro que asomaba a las jóvenes facciones de Carla, fue la primera a la que se la ofreció.

Al principio, la adolescente se quedó con una cara consternada, no sabiendo muy bien qué hacer, pero el delincuente la agarró con su zurda el mentón y se lo hizo abrir, metiendo después esa masa palpitante de virilidad en su boquita.

Ya con las dos manos liberadas, el hombre agarró a su primera víctima de la cabeza y se la sujetó con fuerza mientras impulsaba su polla hasta el fondo de la garganta de la inexperta adolescente, que pronto tuvo sus primeras arcadas con el potente empuje de la virilidad del maduro, que penetraba la cavidad bucal con la facilidad de su experiencia, forzando el camino hasta su garganta, inundando todo lo que aguantaba la dulce adolescente y más, llenándola con esa verga a la que no estaba acostumbrada, provocándola que salivase como una posesa, de forma que las babas empezaron pronto a resbalar desde sus labios con cada embestida de esa tranca dentro de su boca, con movimientos fuertes y profundos, más y más profundos cada vez, hasta hacerla sentirse medio asfixiada y con más y más arcadas cada vez que la llenaba no sólo la boca sino también la garganta.

Estuvo un rato así, sin darla cuartel, hasta que toda su cabeza se volvió de un tono rosado por el agobio, la asfixia y la vergüenza, sólo entonces la liberó y pasó a su hermana melliza, a Paula, que lo recibió con la docilidad propia de quien espera ser la que escapase gracias a su mayor habilidad con pollas de ese tamaño.

Pronto se dio cuenta de que no era igual que con su profesor, porque éste hombre no intentaba ser cariñoso ni respetuoso, era un cabrón que sólo buscaba el propio placer y se la clavaba con golpes secos y profundos, hasta el fondo.

Aguantó mejor la invasión que su hermana, pero, aún así, se le saltaban las lágrimas de los ojos cada vez que llenaba su boca con esa masa de carne inflamada y, atravesándola, profundizaba hasta bloquear su garganta por un instante y hacerla sentir unos instantes de intenso agobio.

Cuando parecía que la cosa iba a terminar, extrajo su polla caliente y endurecida de la boca de Paula, que pudo ver como un largo hilo con sus babas unía su boca a la viril herramienta del maduro hasta que giró hacia su hermana y esa unión se fracturó, desprendiéndose y cayendo parte en el suelo y, otra parte, sobre su propio cuerpo desnudo.

Por segunda vez, la boca de Carla fue invadida por esa masa palpitante, hinchada, venosa, que irradiaba un calor interno asombroso mientras penetraba hasta el fondo de su garganta, llenando por completo su cavidad bucal y forzándola a mantener abierta la mandíbula al máximo mientras esa barra de carne se movía adelante y atrás, adelante y atrás, adentro y afuera, desplazándose con furia por toda su boca hasta el fondo, con el sonido de las arcadas de fondo, porque no lograba acostumbrarse, no como veía a su hermana, que apenas tuvo un par mientras ella debían de ser como una docena.

Las clavadas del hombre eran cada vez más profundas, cada vez más bestiales, decidido a llegar al final, a depositar una nueva dosis de su semilla, esta vez en la garganta de alguna de esas estúpidamente ingenuas adolescentes.

Disfrutaba con la visión de sus cuerpos juveniles, tersos, de piel brillante, de cabelleras largas, fáciles de recoger para agarrarlas y garantizar que no se resistieran al empuje de su embravecida polla y las enchufaba una y otra y otra vez su pene, mandándolo con fuerza todo lo dentro que podía, hasta que sus huevos chocaban con esas dulces barbillas y las veía cerrar los ojos sin darse cuenta, en una reacción automática de defensa al aproximarse su mata de vello púbico hasta sus rostros.

Una, no sabía cual, no tenía interés en aprenderse sus nombres, incluso tenía pegado al mentón un par de los cabellos que cubrían su bolsa escrotal, sujeto por las babas.

Era una visión a la vez repugnante y tremendamente excitante, morbosa.

Las pastillas que se tomaba eran gloriosas y valían cada euro gastado, no porque no fuera capaz de hacerlo por sí mismo, pero no tenía tiempo que perder recuperándose entre una y otra, no sin saber cuánto tardaría el padre de las criaturas en aparecer por allí, así que se tomó una y la estaba aprovechando bien, dándolas muy fuerte, ahogándolas una y otra vez con esa barra de carne tan hinchada que la sentía a punto de reventar.

Necesitaba vaciarse, lo necesitaba, y lo iba a lograr.

Empujaba y empujaba, una y otra y otra vez, clavando más y más, hasta el fondo, llevando su tronco fálico una y otra vez hasta llenar esas boquitas, una y otra y otra vez recorriendo sus cavidades orales con la monstruosa erección que tenía, que le escocía de tan dura que la llevaba.

Y... y... y... al final salió.

Se agarró con fuerza a la cabellera de una de ellas, no sabía cuál, y clavó su verga contra el fondo, directamente en una garganta que se removía por una arcada, y sintió la explosión, el intenso y brutal chorro derramándose, saliendo una, dos, tres veces... entrando parte en su boca, parte ascendiendo a la zona posterior de la nariz, pero, casi todo, viajando directamente por el esófago de la adolescente, pese a la nueva arcada que intentaba retrasar el avance de su esperma.

No la soltó hasta vaciarse por completo, lanzando un grito victorioso, un rugido animal a la vez que extraía su polla, que seguía muy dura por el efecto de la pastilla, y dejó caer al suelo a la chica, con el rostro amoratado, boqueando y escupiendo gotas de su saliva mezclada con su semen, del que también veía caer un hilillo por la nariz.

Una visión gloriosa.

Nunca se había sentido más sucia en su vida, allí tirada en el suelo de ese cuarto de baño de un motel barato de carretera, desnuda e indefensa, tosiendo en busca de aire y, a la vez, sintiendo unas ganas tremendas de vomitar junto a ese olor... ese olor repugnante, que llenaba sus fosas nasales por completo con lo que le había entrado desde atrás, pero, al menos, eso significaba que la liberaría, que podría escapar, ir al encargado y que viniera la policía.

Por fin se terminaría su tragedia.

La arrastró fuera del cuarto de baño y cerró la puerta a sus espaldas nada más salir, lanzándola sobre la cama más cercana.

Se giró y vio a su madre maniatada de nuevo, amordazada e inconsciente.

Vivió un nuevo momento de pánico al darse cuenta de que el delincuente había vuelto a mentir.

Lo supo sin lugar a dudas.

Comenzó a llorar, pero él se puso sobre ella con esa navaja que parecía ser como las garras de los gatos, apareciendo cuando se necesitaba y desapareciendo de la vista el resto del tiempo.

Deshizo la cama de al lado y cogió la funda de la almohada, que ató en torno a su cabeza de forma que sirviera de mordaza, cruzada todo a lo largo de su boca.

Podía ver su erección, su permanente erección, como otro arma que mantenía erguida, apuntándola todo el rato, como un ojo que todo lo veía.

Deshizo sus ataduras, pero tan solo para sujetarla los brazos a los barrotes metálicos del cabecero.

De nuevo había sido engañada, como en la recepción o el resto de veces.

Carla se sentía muy tonta.

La agarró con fuerza de los tobillos y, aunque, esta vez sí, pataleó con todas sus energías, defendiéndose, al final la mayor fuerza física de su oponente venció y la separó sus piernas, metiéndose entre ellas, con esa enhiesta verga apuntándola como un cañón, con esa cabeza rosada y húmeda, como si la estuviera mirando con una media sonrisa permanente.

  • Ufff... -escuchó que decía, con el rostro a un palmo de su entrepierna- me encantan así. Coños limpitos, sin pelitos. Sabrosos -pasó la lengua todo a lo largo de su rajita, produciéndola una sensación como de repelús y, a la vez, una descarga como eléctrica que la recorrió hasta la punta del cabello-... muy dulce... me encanta... -dejó de hablar y empezó a comerla el coño, abriendo con sus manos sus pliegues y empujando sus muslos cuando ella intentaba cerrarlos, mientras paseaba su lengua entre medias de su concha, de arriba abajo y de abajo arriba, humedeciéndola con su saliva.

Por momentos separaba su cara, lo justo para juntar un extra en su boca y escupirla en su rajita, dejando que sintiera, por un instante, el escupitajo resbalar por todo el centro antes de sacar de nuevo la lengua y descender como un buitre sobre su concha.

La devoraba con una ansiedad profunda, animal, como si quisiera sorberla todo lo que tenía.

Cuando dejó de intentar cerrar los muslos, comenzó a usar los dedos de una de sus manos dentro de su coño, ya no por fuera, ni por los alrededores, sino dentro, metiéndose, estimulando por momentos el clítoris y, otros, internándose cada vez más y más profundamente dentro de su indefensa vagina.

Miraba desesperada a todas partes, intentando encontrar un punto de referencia ante ese asalto, ante las potentes sensaciones que comenzaban a brotar de su sexualidad, traicionándola.

Su madre volvía a estar despierta.

Se miraron.

Sus vistas se cruzaron, y Carla descubrió el sentimiento de traición y el horror mezclados en la profundidad de los ojos de su madre, que había intentado salvarlas y, al final, de nada había servido.

Ella sentía miedo, miedo y vergüenza, atrapada por ese hombre que la iba a violar, ya no tenía ninguna duda, y esas otras sensaciones que su entrepierna se empeñaba en hacerla sentir, una especie de placer culpable que crecía más y más con cada lametón del maduro y con cada movimiento de sus expertos dedos.

Tenía miedo de seguir mirando a su madre, que leyera en su rostro eso, que se sintiera... pero no, su madre no la miraba así, sólo parecía decir “aguanta, sé fuerte”... o eso quiso pensar.

Cada vez se encontraba más y más mojada, más y más caliente, con el coño más y más hinchado, y con sus pezones más y más duros.

El abusador lo notaba también, incrementando los repasos que daba con su lengua a su rajita, ya sin el extra de ensalivación ahora que la propia adolescente estaba mojada por sus propios flujos, pero mordisqueándola a ratos, como si quisiera castigarla por esa misma humedad que él había provocado, haciendo que alternasen sensaciones de placer con gestos de dolor cuando estiraba entre sus dientes el clítoris o sus labios vaginales, eso sin despreciar el trabajo de los dos dedos que se movían diligentes dentro y fuera de su coño, cada vez más y más deprisa.

No pudo resistir por más tiempo.

El brutal orgasmo la llenó, arrasó por completo con toda resistencia, la dejó temblando sobre la cama, mojándose por dentro y por fuera como nunca antes.

Incluso se la escaparon unas gotas de orina mientras se retorcía de un gusto que era a la vez excitante y, a la vez, horroroso por quien se lo había inducido.

  • Aquí tenemos a otra cerda, mamaíta -anunció en voz alta, apoyándose en un hombro y mirando desde el interior de los muslos de Carla a la madre de las mellizas-. Deberías de estar orgullosa. Es tan puta como su madre.

Y, sin más preámbulos, movió el cuerpo hacia delante, hacia arriba, sujetándose la endurecida polla con una mano, apuntando hasta encajar la cabecita en el centro vital del coño de la adolescente, que hubiera intentado patalear de nuevo de no estar rendida por la potencia del orgasmo, y sólo pudo lloriquear y mover la cabeza de una lado a otro, como si quisiera espantar a una mosca impertinente o una mala pesadilla.

Solo que no pudo espantar nada.

El maduro empujó, empujó fuerte, aunque con la gran lubricación que la propia chiquilla había emitido al correrse no hubiera sido necesario.

Se la clavó entera, hasta el fondo, hasta que sólo la mata de vello púbico quedó fuera, de tal forma que hubiera podido parecer que era la suma de los dos.

El chillido que lanzó Carla traspasó su mordaza, amortiguado, pero lo traspasó, rota por dentro, destruida su virginidad, su más preciado tesoro, de un único y poderoso movimiento, con esa verga gruesa, palpitante, hinchada y que la transmitía un calor que la quemaba doblemente por dentro.

El violador de la joven comenzó a bombear, deslizándose adelante y atrás, hacia arriba y hacia abajo, moviendo su endurecido miembro viril todo a lo largo de la sagrada intimidad de la adolescente, quebrada para siempre, como se notaba por el tono rosado que decoraba toda esa barra de carne por fuera, pero que no la detenía, entrando y saliendo una y otra y otra vez, clavándose con saña, con fuerza, sin piedad, una y otra y otra vez, insertando su pene como un poseso, como un auténtico maníaco, haciendo que la joven sintiera cada palmo de esa gruesa y dura polla llenándola una y otra y otra vez, moviéndose como un clavo ardiente que la perforaba, que la llenaba con fuerza hasta golpear su útero como si quisiese reventárselo, antes de retroceder y volver a empujar de nuevo con más fuerza aún, y de nuevo, clavando otra vez esa dura barra de carne... y otra vez... y otra... y otra...

Casi ni se daba cuenta de cómo la devoraba mientras las tetas, tan superada estaba por cómo sentía moverse esa dura polla dentro de su coño, abriéndolo como si nada, destruyendo lo que quedaba de su anterior yo como si no hubiera importado jamás ni por un momento, destruida en manos de ese hombre, que la reducía a un agujero en el que descargar sus necesidades animales, brutales...

Pero también la chupeteaba las tetas, se las mordisqueaba, estiraba sus pezones, amasaba sus senos sin piedad, retorciendo y pellizcando, abusando de sus senos como si fuera un niño malcriado con un juguete nuevo.

Por momentos avanzaba hasta posar sus labios sobre los de ella, besándola, invadiendo su cavidad bucal con su lengua, por mucho que ella intentase girar el rostro o cerrar la boca.

Él siempre terminaba entrando, mostrándola que sólo su voluntad importaba, que sólo su deseo mandaba.

Carla estaba absolutamente desbordada, asaltada por todos los frentes, con su coño lleno con la gruesa y endurecida verga del maduro, sus tetas amasadas y torturadas, a ratos ensalivadas o besadas para, seguidamente ser pellizcadas con violencia o agarradas y retorcidas, cuando no estaba besándola o lamiendo su rostro hasta hacer que tuviera que cerrar los ojos, lo cual era casi peor, porque era como visualizar esa tremenda barra de carne llenándola una y otra y otra vez la vagina, destrozándola por dentro, moviéndose adelante y atrás, una y otra y otra vez, perforándola como si quisiera partirla en dos y terminar saliendo a través de su ombligo, separando sus intestinos.

El embrutecido maduro seguía empujando, clavando una y otra vez, rompiéndola por dentro con saña, forzando una y otra y otra vez su vagina, haciendo que se abriera al paso de la perforación a la que era sometida por esa gruesa y palpitante polla, la endurecida virilidad del hombre que se adentraba una y otra y otra vez, metiéndose y arrasándolo todo, irritando todo su coño, por fuera y por dentro, implacable, dejando caer todo su peso una y otra y otra vez, disfrutando con cada penetrante gimoteo que lograba arrancarla.

Las sensaciones volvían, cada vez más y más cerca, y Carla tembló por dentro con tan solo la idea de volver a correrse mientras era violada, pero era incapaz de controlarse, de pararlo, ninguna súplica hubiera podido lograrlo, aunque no hubiera tenido la boca amordazada.

Él bombeaba fuerte, duro, insertando su embrutecida verga, paseando esa barra de carne gruesa y dura todo a lo largo de la vagina de la indefensa jovencita, impactando una y otra y otra vez contra el fondo, contra ese útero que iba inflamando también con cada puyazo, impulsándose una y otra vez, clavándose más y más, llenando esa vagina con su caliente polla una y otra y otra vez... hasta que reventó.

Su lefa brotó a golpes, con chorros fuertes y espesos, llenando con su esperma, con su semilla, hasta el último resquicio del dilatado coño de la melliza, que no pudo evitarlo y, cuando él apretó de nuevo, exprimiendo hasta la última gota para que no se desperdiciase nada, ella volvió a correrse, haciendo que se riese victorioso al hacer que la chiquilla tuviera justo otro orgasmo tras depositar en su coño una buena dosis de su blanquecino y espeso semen.

Dejó su polla dentro de Carla un rato más, disfrutando con el pánico en sus ojos, haciendo que apreciase cómo se hinchaba, como si palpitase, su pene, sacando las últimas gotas que contenía y dejándolas bien al fondo del coño de su joven presa.

  • Sí señor... una auténtica zorra... -sentenció, extrayendo su miembro viril, mojado con una mezcla de fluidos, y que limpió contra los muslos de su víctima, para, a continuación, dirigirse a la madre de la joven-. ¿Qué, comprobamos si la otra es aún más zorra que vosotras dos, mamaíta?.

El maduro delincuente fue a por la otra hija al cuarto de baño, donde desapareció un rato, dejando la puerta abierta y permitiendo que escuchasen cómo orinaba silbando con tranquilidad.

Al rato salió, arrastrando a Paula de la cabellera, y con una incomprensible erección aún potente, que hacía bailar esa barra de carne como si fuera la batuta de un director de orquesta.

Tiró a la desnuda hija de Susana entre medias de sus dos anteriores víctimas, de forma que Paula pudo ver cómo estaban su madre y su desvirgada hermana, una maniatada en la silla y la otra en la cama, con una mancha entre blanquecina y rosada en la zona donde había manado parte del contenido de su vagina.

La segunda de las mellizas venía libre, sin ataduras, pero a merced del violento maduro, que la hizo agachar la cabeza con una mano, haciéndola humillarse, mirando hacia su madre, con su hermana a la derecha y el violador de ambas a su espalda.

  • Bueno, ya sólo quedas tú por demostrar lo zorra que eres -se jactó el hombre- y, luego, os dejaré libres -se comprometió.

  • ¿De verdad? -se atrevió a preguntar, con los sonidos de fondo de su madre y su hermana, intentando advertirla de la falta de palabra de ese hombre.

  • Claro. ¿Para qué más me ibais a servir? -respondió él, a su vez, con un deje de sorna en la voz.

Paula no contestó y él se colocó detrás de ella, separando sus muslos y acariciándoselos por dentro.

  • La verdad que tienes un buen culazo -admiró, dándola una palmada-. No me extraña que te lo quieran reventar... pero yo no soy un capullo acomplejado. El lugar de la polla es el coño, ¿verdad? -y, como ella seguía sin decir nada, volvió a darla un azote, esta vez mucho más fuerte y ruidoso-. ¡¿Verdad?!.

  • Sí... sí... -articuló ella, sin levantar la cabeza, sin querer mirar a su madre.

  • Pídemelo -ordenó, dibujando una línea con su prepucio todo a lo largo de la rajita de la joven-. Quiero que estas dos pelanduscas sepan lo guarra que eres. Dilo.

  • Fóllame -dijo, alzando por fin el rostro, rabiosa, sabiendo muy bien lo que quería escuchar-. Fóllame, cabrón de mierda.

  • Uyyyy con la niñita -fingió asombro-. Al final la última es la más puta. Menuda familia de zorras estáis hechas, cariño -dijo, sin hablar con nadie en particular.

Empezó a clavar su endurecida polla, empujando despacio esta vez, disfrutando con cada centímetro que insertaba de su gruesa verga, hasta que llegó al punto que se resistía, ese punto que tanto iba a disfrutar reventando, pero se contuvo.

- Avanza -ordenó, y la chiquilla gateó hacia delante, hasta que se encontró con la cara entre las piernas de su madre, sentada ante ella-. Ahora usa esa puta lengua para algo útil -indicó, presionando con su mano para que pegase su rostro contra la entrepierna de su madre hasta que la melliza sacó la lengua y comenzó a lamer el coño de la madre, que sufrió un escalofrío-. Así y no pares hasta que yo te lo diga, zorrita.

Mientras la chica paseaba su lengua por la rajita de su madre, él hizo lo que tenía que hacer, lo que deseaba hacer.

Presionó, despacio, poco a poco, sintiendo cómo iba cediendo, rompiéndose, quebrándose el sello virginal del interior de la vagina de la chica, que no había podido disfrutar de la misma forma con su hermana un rato antes, gozando de una forma muy especial hasta que la resistencia desapareció y, entonces, deslizó de golpe el resto de su virilidad hasta clavarla por completo, amortiguando el chillido de la chica con su labor entre las piernas de su propia madre, que empezaba a traspirar.

Se agarró a las caderas de la chica y empezó a bombear, moviéndose adelante y atrás, metiendo su polla, perforándola hasta el fondo, gozando con esa cueva húmeda y sabrosa que atravesaba con su barra de carne, llenándola una y otra vez, adelante y atrás, más y más, dentro y fuera, una y otra y otra vez, jodiéndola bien fuerte, sin parar mientras disfrutaba de la visión de la madre sudando e intentando aparentar que no sentía lo que iba generando cada uno de los lametones de su hija en su abierta entrepierna.

Era una delicia doble, el ver a la madre resistiéndose a lo que la venía y el coño de su hija abierto a su servicio, perforado una y otra vez con su gruesa y viril barra de carne hinchada y endurecida, clavándose una y otra vez hasta el fondo, hasta ese útero, llenando por completo esa juvenil vagina, que, musculada, se adhería a todo el grosor y longitud de su miembro, dándole un placer extremo.

Empujaba sin parar, fuerte, duro, hasta el fondo, una y otra vez, metiendo su tronco, clavando su polla como si de un taladro se tratase, más y más adentro, más y más fuerte, forzando los límites de la chavala sin parar y sin dejarla descansar de comerle el coño a su madre.

Susana no pudo contenerse.

Intentó reprimirse, pero le fue imposible.

Nunca otra fémina le había comido el coño y, no sabía si era por eso, por lo que había visto, por su propia excitación, o por cómo veía que reventaban el sexo a su propia hija ante ella, el caso es que se corrió, tuvo un orgasmo tremendo que descargó contra el rostro de su joven hija.

Paula seguía lamiendo, tenía muy clara su misión, el hacer que ese delincuente estuviera tan excitado que se olvidara de todo lo demás, que, quizás así, tuvieran una oportunidad.

Pero, a la vez, ella misma era un hervidero.

Una olla a presión que no sabía cuánto lograría retener, con cada impulso, con cada penetración de esa gruesa verga, ese taladro que la quemaba y la llenaba sin parar, jodiéndola una y otra vez, internándose fuerte, rígida, dura como la barra de carne en que se había convertido, hasta ocupar por completo su vagina y, rozando su clítoris, estimulándola por duplicado, haciendo que su violación se convirtiera en otro tipo de suplicio por la inaguantable excitación que sentía, impuesta por su anatomía, por la reacción natural a la invasión de su sensibilizada conchita.

Al final, una oleada de calor húmedo empezó a impregnarla por dentro, una corriente tras otra de esperma que manaba de la punta del viril miembro de su asaltante, llenándola y haciéndola sentir algo raro, que no sabía apreciar... y que fue desbordado a su vez por otra emoción cuando su propio cuerpo descargó un potente orgasmo, que atrapó esa verga en su interior, como si ella misma fuera la que quisiera estrujar esa polla hasta que liberase en su interior hasta la última gota almacenada en sus colgantes huevos.

Rendidas, usadas, humilladas, así se las encontró el cabeza de familia cuando, hacia las tres de la madrugada, logró, por fin, llegar hasta el motel.

Un hombre las había maltratado y violado durante las horas que él no estuvo con ellas y, encima, las había robado su ropa, el dinero y sacado el máximo de las dos tarjetas que llevaba su mujer encima.