Caso sin titular XXXVII: liquidación de estrés.
Una joven es asaltada en su propia casa y abusada al amparo de la oscuridad.
En el más estricto anonimato que caracteriza las sesiones del Doctor, su nueva paciente, una mujer joven, acude para contar y revivir una reciente experiencia...
Liquidación de estrés: el abuso
Estaba siendo una semana larga, demasiado larga.
Faltaban dos de las compañeras en la empresa, que estaban de baja, primero una hacía ya más de 20 días y luego otra desde una semana atrás, así que tocaba hacer todo el trabajo repartido entre ella y su otra compañera.
Acudía agobiada por lo que cada día les esperaba.
Regresaba agotada, completamente rendida.
Entre esa situación de darle vueltas a lo que tocaría el día siguiente y la acumulación día tras día del cansancio, apenas lograba relajarse, se sentía en una situación constante de tensión, incapaz de desconectar con cada día que pasaba.
Al principio, su chico intentó levantarle el ánimo y, como ahora era casi siempre el primero en regresar a casa, puesto que al estar gestionado todo por la mitad de personal, otro resultado era que también terminaban saliendo más tarde, y él se encargaba de preparar las cenas por la noche, cosa que antes se iban alternando, y procuraba que se sintiese lo más cómoda posible.
Incluso intentaba, con unos resultados no particularmente efectivos, practicarle algún que otro masaje, bien en sus cervicales y espalda, bien en sus fatigados pies.
Lo que no lograba era tener ánimos para el sexo y eso, lo podía notar, era lo que más molestaba a su chico.
No es que fuera un obseso, pero estaba acostumbrado a un nivel de actividades amatorias muy superiores a las que ella se veía capaz en esos momentos.
En cierto sentido, ella se imaginó que era como tomarse una cierta venganza porque él también la prestaba menos atenciones ahora que cuando comenzaron su relación, así que el que tuviera que pasar unos días en dique seco tampoco era para tanto.
Además, era verdad que no tenía ganas, y no simplemente porque la mitad de las veces ese agobio acumulado a lo largo del día se presentaba como un dolor de cabeza o como una especie de molestia por todo su abdomen, no de una forma concreta y delimitada en un punto, sino como que la recorriera de un lado a otro, de una manera difusa, a veces casi como si fuera un ciempiés moviéndose como un loco de un lado a otro de su tripa.
No podía concentrarse, y mucho menos para el sexo, así que ninguno de los dos había sentido una satisfacción completa en casi tres semanas.
Ese día su chico no fue a buscarla, estaba cerrando unos albaranes y llegaría tarde, así que no tuvo más remedio que decidirse por el transporte público.
Era un auténtico coñazo, porque terminabas perdiendo casi una hora en un trayecto que en el coche no llegaba ni a los veinte minutos.
¿Te llevo? -le preguntó Jamal, un barbudo cincuentón sirio que siempre estaba rondando y que pareciera que sólo podía mirarle a tres sitios: su pecho, cuando llevaba escotes o prendas ajustadas, su culo y sus piernas, algo que disfrutaba, tenía que ser sincera, mostrando, pues sabía que tenía unas extremidades imponentes y unos muslos de los que quitaban el hipo.
No, gracias -intentó ser amable, pero rechazar su invitación.
Veeeenga, me pilla de camino -insistió el hombre, mirándola... mirándola esa porción de sus senos que asomaba por el hueco de su escote.
No, de verdad, gracias -volvió a responder, incómoda por esa sensación que a veces tenía de que la viesen como poco más que un trozo de carne.
Tú sabrás... -comentó, cambiando su tono de voz jovial a uno decepcionado, casi como masticando las palabras y apretando la mandíbula, antes de añadir-. No muerdo.
La cosa hubiera podido quedar así, pero, mientras se separaban y él se dirigía a un lado de la calle hacia su auto y ella al contrario, casi se tropieza con la otra compañera que aguantaba junto a ella.
- Yo aprovecharía -la dijo-. Es un poco mirón, pero... lo que daría yo por ir en coche en vez de agobiada de pie entre toda la gente en el vagón... y tampoco es que te pidiera nada a cambio jijiji -rio entre dientes su propia ocurrencia-. Venga, vamos... que no pasa nada, no se lo voy a contar a nadie -siguió, guiñando un ojo y medio empujándola con una mano.
No fue por hacerla caso.
Siempre estaba picando con esas cosas.
Estaba un poco alocada, en el buen sentido, y eso servía, también, para hacer algo menos fatigoso el día a día.
Y también era cierto, no pasaba nada si dejaba que la acercasen a casa, así, esta vez, ella podría hacerle una cena a su novio y, de paso, ahorrarse cuarenta minutos de trayecto y escaleras arriba y abajo, que, pese a los cartelitos de compromiso de no más de 15 días para arreglar las mecánicas, siempre pasaba algo que hacía que, aunque estuvieran un día en funcionamiento, se volvían a estropear y las tenían inutilizadas al final entre unas cosas y otras casi un mes.
No le gustaba tener que subir las escaleras convencionales, pero ella no era de esas que usarían el ascensor por vaguería, así que...
Para cuando se quiso dar cuenta, ya estaba alcanzando al maduro sirio, que se había detenido un instante a intercambiar unas palabras con otra persona.
Volvió a mirarla como repasando su cuerpo con ansiedad contenida, pero lo pasó por alto, tampoco sería la primera vez que en el metro le había pasado y, encima, cuando la tocaba ir de pie a veces incluso alguno aprovechaba para pegarse demasiado, así que, en realidad, porque la dieran una ojeada tampoco pasaba nada, ¿verdad?.
El camino estuvo repleto de una charla intrascendente, mezclada con algún intento de comentario picante, al que no entró y esquivó con naturalidad.
Como sospechaba, aprovechó para lanzarle unas cuantas miradas, pero, al final, después de todo, no pasó de ahí la cosa, no intentó tocarla ni descaradamente ni en algún gesto casual durante los cambios de marcha.
No sabía ni porqué pensaba ella eso.
No todos los hombres, ni siquiera cuando les gustabas, intentaban meterte mano a las primeras de cambio, así que no sabía de dónde le venía esa idea.
Bueno, ya estamos -anunció al parar frente a su edificio de apartamentos.
Gracias por traer...
Ahhh... mira, un sitio -descubrió el sirio, que pegó un acelerón para meterse en la plaza del sentido contrario antes que pudiera ser ocupada por un coche que bajaba en sentido contrario-. Fenomenal, así te puedo acompañar.
No, no hace falta, de verdad –contra ofertó ella, con un brinco del corazón tanto por la brusca maniobra como por el repentino ofrecimiento.
Nada, sin problema. No es como si fueras a invitarme a subir a tomar un café por traerte, pero si te apetece... -dejó caer mientras salía del coche.
Mi chico querrá cenar pronto -iba diciéndole ella, mientras cruzaban sin que él pareciera captar la indirecta.
Si no vino a buscarte me imagino que todavía tardará un rato en llegar -dijo él, que parecía pegarse más a ella según andaban, deduciendo correctamente la situación y que ella estaría sola en casa un rato-. Vamos, anímate -y la enganchó por la cintura con el brazo, con una sonrisa que, bajo la iluminación de las farolas, resultó demasiado lasciva.
He dicho que no -se separó de él ante la puerta de su portal, con un tono más hostil de lo que pretendía, remarcando el “no”.
¡Vale, vale! -puso cara compungida-. No te molesto más.
No, yo... -quiso limar asperezas, al fin y al cabo tampoco había pasado nada.
Nos vemos mañana -cortó él, seco, pero sin dejar pasar la oportunidad para darle un beso en cada mejilla y... en el labio después, para añadir, en un susurro -. Tú te lo pierdes.
Se alejó con rapidez, ya sin darle tiempo a más, a reaccionar de alguna forma.
Sabía que por un beso robado, que, además, tampoco había sido con lengua, sólo un pico, tampoco iba a ir diciendo nada.
Había sido una tontería, pero, desde luego, no pensaba volver a subirse a un coche con él, no solos, lo tenía claro.
Según subía en el ascensor, sin mirar atrás ni por un momento, para no dar ninguna señal confusa, se preguntó, de repente, cómo era que conocía dónde vivía, si nunca se lo había dicho.
Llegó arriba y, nada más pasar por la puerta, dejó caer el bolso a un lado y fue directa a encender la caldera.
Tenía unas ganas gigantescas de darse una ducha, de quitarse de encima el cansancio y las malas sensaciones.
No había casi nada tan placentero como meterse bajo el chorro del agua bien caliente y dejar que el líquido elemento la rodease, cubriéndola en su cálido abrazo, acariciando su piel con cada gota que salpicaba... eso y lo que ella misma hacía, extendiendo con sus manos el jabón por su piel y deslizándolas por su cuerpo, buscando, como si estuvieran en modo automático, las zonas erógenas, disfrutando de ese momento de intimidad.
El poder apretarse los pechos bajo el refrescante chorro, el dejar que sus dedos resbalasen por el interior de sus muslos hasta alcanzar su rajita, el notar cómo esa humedad no la empapaba sólo por fuera sino también por dentro, de otra forma muy distinta... acariciándose lenta y suavemente todo a lo largo de su rajita, descubriendo el escondite de su clítoris para despertarlo y sentir esas sensaciones tan... tan traviesas... tan, incluso a esas alturas de la vida, prohibidas, como si fueran algo que sólo en la intimidad más absoluta se pudiera hacer...
Pensó, entre medias de los movimientos de sus manos, de la masturbación que se aplicaba agradecida sobre su cuerpo, que, realmente, hasta se sentía un poco incómoda, incluso ridícula, cuando su novio le pedía ver cómo se tocaba a si misma, en una mezcla de morbo y satisfacción de una curiosidad casi infantil, poniendo una cara de asombro que le daba, en ocasiones, un aspecto gracioso por cómo parecía asombrarse.
Y eso que él también la masturbaba, pero era distinto, más torpe y brusco, excitante también, pero sin esa cualidad tan delicada y dulce como cuando se lo hacía ella misma.
Por un momento, sintió una punzada de culpabilidad por estarse tocando, por tener ese instante de sexualidad cuando llevaba días, semanas enteras, rechazando las aproximaciones de su pareja... pero no se detuvo, no quería perder el momento, esa oportunidad única de aliviar las tensiones que tanto se le había escapado en todo ese tiempo, enterrada su libido bajo el estrés.
Sola en casa, bajo el húmedo repiqueteo del agua que manaba de la alcachofa de la ducha, con los ojos cerrados, concentrada, con una de sus manos apretándose con fuerza uno de sus pechos y la otra alternando las caricias clitorianas con la introducción de un par de dedos dentro del coño, cada vez más rápido, más adentro, más hundiéndose en su tórrido interior, en esa mina de mucosa humedad, tentándola para meter un tercer dedo... cada vez más la resultaba complicado contenerse, y no era simplemente el controlar los gemidos que escapaban por su garganta, no era sólo eso.
Seguía, seguía sin parar, cada vez más y más rápido, metiendo más y más sus dedos en el interior de su caverna de los placeres, sin parar, más y más... y ya eran tres los que iban a la vez, juntos pero no revueltos, clavándose en su interior, removiendo ese pozo caliente cuyo perfume era tan intenso que podía oler incluso por encima del jabón que antes se había puesto... y eso la excitaba todavía más.
Reclinada, con el culo apoyado contra los azulejos de la pared, bajo el chorro de la purificadora agua, con los muslos aguantando la tensión y los pies alzándose por momentos, de forma que se apoyaba en la punta de los dedos, su laboriosa mano no cejaba en su misión, hundiéndose dentro suyo, perforando su región más íntima con tres dedos que se sumaban para hacerla disfrutar de las cálidas sensaciones y el cosquilleo de su sexo, más y más cada vez... hasta que no aguantó más y con un largo chillido acompañó la liberación del orgasmo que sacudió su cuerpo, haciéndola caer de rodillas por un momento, temblando, sintiendo las contracciones dentro de su abdomen, sintiendo esa, particularmente cálida, corriente que manó de entre sus piernas, mezclándose y perdiéndose con el agua que limpiaba y aliviaba tanto su espíritu como su cuerpo desnudo.
Todavía estaba sola al emerger del cuarto de baño, con la casa silenciosa a su alrededor, salvo el ocasional ruidito de las cañerías al recibir las últimas gotas saliendo por el desagüe.
Llevaba un toallón cubriéndola gran parte del cuerpo, comenzando bajo las axilas y hasta el comienzo de los muslos, cerrado por delante con un nudo entre los pechos, y se fue andando, mientras se iba secando el cabello con un toalla de microfibra especial para cabello, para evitar la pérdida de brillo y las puntas abiertas... o, cuando menos, eso rezaba la publicidad que hizo que adquiriese un pack.
Ni encendió la luz en su camino al salón, donde pillo el mando a distancia, que siempre estaba sobre la bandeja en la que descansaba el soporte del televisor, y se dejó caer en el sofá para ver algo, cualquier cosa, mientras terminaba de secarse la cabellera, todavía pensando en lo relajada que ahora se sentía, después de haberse corrido mientras se masturbaba en la ducha.
La única luz provenía ahora del propio televisor, en donde sólo parecieran poner anuncios, aburridos y largos paquetes de anuncios, así que se puso a cambiar de canal, en un, aparentemente vano, intento de escapar de esos productos del marketing, a la vez que iba pensando en no demorarse mucho para hacer la cena.
Estaba volviendo a ponerse manos a la obra con el secado de su cabello, tras, por fin, encontrar un canal donde, por ahora, no ponían anuncios, con una serie en donde... cuando alguien agarró con fuerza esa misma toalla, arrebatándosela de las manos y, antes siquiera de darse cuenta o de girar la cabeza para ver quién era o, siquiera, emitir algo más que un sonido de protesta, ya casi podía verla girando sobre si misma ante sus ojos, enrollándose a una velocidad de vértigo y posicionándose en su garganta, obligándola a echar la cabeza y el cuerpo hacia atrás, hasta quedar con el cuello apoyado en el borde del sofá, con la cabeza colgando fuera y su, todavía bastante húmeda, melena rozando el suelo.
Sorprendida por la violenta e inesperada situación, sólo fue, en ese primer momento, capaz de abrir la boca, no para chillar, sino boqueando en busca de una buena cantidad de aire que llevar a sus pulmones.
Prácticamente no tuvo tiempo.
Con una habilidad insospechada, su agresor, que, para ella en esa posición, no era más que unas piernas en la oscuridad sobre las que se reflejaban flashes de luz provenientes del televisor, pareció tomar el control inicial de la situación sosteniendo con una mano los dos extremos de la toalla del cabello para forzarla a mantener tan incómoda postura, mientras con la otra agarraba algo que no podía ver, pero que reconoció al segundo siguiente, aun no viéndolo.
En cuanto la golpeó con ella en el mentón, la reconoció antes incluso de que la deslizase rápidamente hasta su boca entreabierta con la misión de absorber el máximo de aire posible.
Una polla.
La cabecita redondeada, parcialmente húmeda, del endurecido miembro viril de su asaltante, que dejó una pegajosa línea de líquido preseminal a lo largo del camino entre su barbilla y la boca de la chica, donde se introdujo sin resistencia de golpe buena parte de ese tronco fálico, inundando su cavidad bucal del revés a lo convencional.
Pudo notar cómo el glande chocaba contra su paladar y se deslizaba rápidamente por toda su superficie según iba entrando esa monstruosa erección, al menos así se lo parecía en la agitación del momento y con su postura con la cabeza colgando hacia abajo.
Podía oler ese nuevo e intenso aroma, sintiéndolo casi como una bofetada que robaba toda esa anterior sensación de frescura que la ducha le había aportado, un olor fuerte, intenso, de una masculinidad despertada en su lado más animal.
Ni se dio cuenta de que la toalla ya no ejercía presión sobre su cuello, aunque no lo había abandonado y descansaba sobre su garganta, pero ahora eran las manazas del hombre las que sujetaban su cabeza en posición mientras clavaba más y más y endurecida barra de carne, que se introducía con fuerza, palmo a palmo, ocupando su boca, llenándosela por completo y, pese a eso, buscando más.
Notó el abundante vello que recubría los huevos del hombre antes incluso de que estos impactasen contra su nariz, con un movimiento de vaivén similar al de las campanas cuando resuenan en lo alto del campanario de una iglesia, llegando rítmicamente a estamparse contra sus fosas nasales.
Esa gruesa verga era como una barra de hierro ardiendo, durísima y firme pero, a la vez, curiosamente, palpitante con una vida propia que parecía autónoma del resto del cuerpo masculino, al que parecía unirse simplemente como un medio de transporte para su misión.
Y su misión de ahora, de ese momento, la posible y real que había elegido era reventarla la boca, follar la cavidad bucal de su presa, que apenas podía hacer otra cosa que palmear en el aire o intentar, desesperada por el miedo, la sorpresa y la angustia de verse medio ahogada y sin aire, llamar la atención de su agresor golpeando con poca fuerza sus piernas, que persistían en ignorar a su víctima y, al contrario, hacían lo posible por afianzarse y permitir que le engrosada barra de carne se clavase más y más dentro de la boca de la chica.
La endurecida virilidad perforaba la boca, inundándola con esa barra de carne hinchada y caliente, con una humedad muy particular que iba emanando de la punta del prepucio, que iba en cabeza, adelantándose para descubrir y mapear cada porción de la boca de la femenina presa.
La lengua era un órgano inútil en esa postura, empujada por el invasor pene, que la mantenía contra lo que, en ese momento, era el techo de la cavidad, mientras que el paladar se había convertido en el suelo por el que se paseaba esa cabeza viril como si de un perro olisqueando se tratase, dejando un rastro de un líquido mucoso, pegajoso, que se iba mezclando con la poca saliva que ella era capaz de generar, una saliva también espesa que se juntaba y mezclaba con los fluidos viriles.
Era extraño cómo podía percibir las arrugas del prepucio con cada empujón, como si del telón recogido de un teatro se tratase para dar paso al actor principal de la obra, el hinchado glande, suave y redondeado en su humedecida dureza.
Con cada movimiento de entrar y salir, aunque fuera lo que es fuera de su boca, no llegaba a quedar nunca esa barra de carne inflamada, esa dura erección se iba metiendo más y más dentro de la cavidad bucal de su presa, que tenía el reflejo automático de tragar, pese a que casi nada pasaba hacia su garganta.
Casi toda esa mezcla entre su saliva y el líquido que producía la polla del hombre, terminaba saliendo de su boca en forma de babas espesas por los labios, derramándose por su rostro al revés, aunque, en ese momento, era la dirección correcta.
Hasta su nariz e, incluso, sus ojos, llegaba, resbalando, parte de esas babas, aunque buena parte de ellas donde permanecían era sobre esa brutal barra de carne, que lo usaba como lubricante, o salpicaban en todas direcciones.
El ritmo que mantenía era duro, intenso, endiablado, sin darle un respiro, clavándose más y más, entrando bien fuerte, hasta el fondo, para retirarse lo justo para lanzar otra embestida, a la par que sus colgantes huevos chocaban, dando la campanada, contra la naricita de su capturada presa.
Poco a poco, embestida a embestida, cada vez esa barra de carne enfurecida y ardiente, iba entrando un poco más... y un poco más... y más... y empezó a tener arcadas.
Toses y arcadas empezaron a sacudir su cuello, a irritar su garganta, a provocar que por su nariz hubiese una lucha entre el aire intentando entrar, en los huecos de tiempo en que no tenía pegada la bolsa de piel y vello bajo la que se escondían los masculinos huevos, que también parecían arder como un horno, y esos otros momentos en que de sus orificios brotaba un líquido producto de esa sensación de opresión o, simplemente, algo de mucosidad removida por la incómoda postura y esas toses que la sacudían por momentos.
Él ignoraba todo eso, buscando su placer en exclusiva, el placer que obtenía follando su boca, y cuanto más incómoda parecía estar ella, él parecía gozar todavía más, apretando su virilidad más y más, para metérsela más y más... y más...
Sentía cada milímetro de su boca inundada por esa engrosada verga, esa masa de carne palpitante, ardiente, que se movía furiosa, adelante y atrás, adelante y atrás, y, de nuevo, un poco más adelante antes de ir hacia atrás y empujar todavía con más fuerza, como si quisiera meterse entera dentro de su boca y más allá... y de nuevo otra vez... y otra... y otra...
Toda su vida se había convertido en ese momento, no podía pensar en nada más, sentir nada más, imaginar nada más, mientras ese brutal macho usaba su ariete y la embestía salvajemente una y otra y otra vez, empujando más y más... y más... y más...
Babas salían disparadas de su boca sin parar con cada retroceso antes de tomar impulso y clavarse de nuevo más profundamente que la vez anterior, pero no tanto como la de después, cuando volviera a coger espacio para lanzarse de nuevo hacia delante, y luego otra... y otra vez... y otra... y otra...
Se sentía al límite, congestionada, medio asfixiada, boqueando como y cuando podía en busca del vital aire para añadir algo a sus pulmones por lo escaso que era el flujo que lograba desde su, también medio inutilizada, nariz.
Las toses se alternaban con gimoteos y arcadas.
Sabía que estaba llorando de la presión y podía notar con total claridad cómo su cabellera se balanceaba, arrastrando las puntas por el suelo y, seguramente, llenándose de polvo, pensamiento que estuvo a punto de hacerla reír por lo absurdo en ese momento.
El hombre seguía a lo suyo, nada más parecía importarle en ese momento, y metía más y más su embrutecida virilidad, llenando una y otra vez la boca de su joven presa, disfrutando con cada embestida, lanzándose más y más, con más intensidad, más y más fuerza bruta concentrada en esa barra de inflamada carne que invadía sin parar la usada boca de la chica, que poco más podía hacer que gimotear frente a la invasión.
Notó que su resistencia cedía y la cabeza del pene por fin superaba el límite de la boca para invadir su garganta, asustándola, pero sin poder evitarlo, y entraba y salía, asfixiándola y arrancando más profundas arcadas que parecían excitarlo todavía más, casi como si fueran el aplauso que necesitaba para impulsarse con más energía, para follar su boca y su garganta más a lo bestia, como un animal.
El abusador colocó ambas manos alrededor del cuello de su víctima, a medio camino entre apalancarse y usar su nueva posición para impulsarse con más virulencia en cada embestida como para presionar su garganta y hacer que fuera todavía más incómodo el conseguir pasar aire a sus pulmones, a la vez que podía sentir con mayor precisión los movimientos de la punta de lanza de esa barra incendiaria que atravesaba su cavidad bucal para entrar en su irritada garganta.
El bombeo era constante, rítmico, pulsátil, con la hinchada verga moviéndose adelante y atrás, más adentro cada vez, retrocediendo un palmo para luego clavarse más allá, y luego dejarle un segundo de descanso antes de penetrarla de nuevo con más brutalidad, manteniendo ya constantemente inundada su boca con esa masa inflamada que se movía adelanta y atrás una y otra y otra vez... y otra, sin dejar de apreciar cómo pareciera que, por dentro, esa endurecida muestra de salvaje virilidad, vibraba como si quisiera crecer todavía más, más a lo ancho, hasta invadir toda su boca.
Cuanto más apretaba las manos alrededor de su cuello, cuanto más cerraba esos dedos en torno a su frágil garganta, más parecía clavarse ese tronco fálico en su garganta, penetrando más de lo que jamás habría creído posible y eso que alguna vez había intentado hacer, a petición de su chico, la garganta profunda, pero había sido incapaz por la angustia de tener ese grueso miembro llenándola hasta hacerla sentir asfixiada.
Ahora no tenía alternativa, no podía negociar, no había gesto de seguridad y la brutalidad del inflamado pene era absoluta, sin piedad, como si necesitase demostrar algo, algún tipo de hombría animal, de masculinidad superior que lo llevaba a violar la desprotegida garganta de la chica que, con la cabeza colgando y el cuello aprisionado entre esas manos de hierro, no tenía forma de escapar y, aunque, por momentos, sentía que se mareaba, luchaba por aguantar, por relajarse, por impedir que sus propias toses achicasen todavía más el espacio que invadía esa embrutecida barra de hinchada carne.
Por un momento, las manos cesaron de asfixiarla, de agarrarse a su cuello como una lapa, y no era porque sus propias manos tuvieran algo que ver, pese a que, sin darse cuenta, de forma autónoma, las había extendido para aferrarse a las muñecas de su agresor en un vano intento de liberarse del ahogo al que sometían a su garganta.
Tuvo una repentina y potente arcada que la hizo medio saltar en el sofá, haciendo temblar todo su cuerpo, y el pene cesó de taladrarla, retrocediendo hasta casi abandonar su boca... casi.
Varias toses siguieron a la arcada, haciendo que de su boca manasen espumarajos, babas y una mezcla de todo ello con la masa de líquido pegajoso que la punta de lanza de la hinchada verga había dejado todo a lo largo y ancho de su boca y garganta.
Sin necesidad de verse en un espejo... ¡como si pudiera hacerlo!... se pudo imaginar con todo el rostro congestionado, los ojos enrojecidos, surcos de lágrimas por su cara, dirigiéndose al revés de siempre, hacia sus cabellos, que seguían resbalando hacia el suelo, como si de una mopa colgante se tratase, y todo lleno con restos espumeantes y más o menos pegajosos.
Sintió asco de imaginarlo... y algo más, solo que, en ese momento, no podía pensar con ningún tipo de claridad... de hecho, ni siquiera se dio cuenta de que boqueaba desesperada por recuperar el resuello y sus pulmones habían dejado de arderla al poder llevar una corriente de aire a su interior con una cierta comodidad desde que había comenzado el asalto que padecía y del que, todavía, no se había librado, como demostraba que el glande de su abusador siguiera dentro de su boca, apoyado en parte en sus labios.
No supo si fue un momento de misericordia de su atacante, porque reemprendió la invasión, penetrándola con furia, clavando su endurecida barra de hinchada carne con energías renovadas, asfixiándola de nuevo y retomando un constante ritmo que hacía que, con cada empujón, ese embrutecido pene entrase más y más cada vez... y más... y otro empujoncito y un poco más que se adentraba en su boca... y otro poco más... y más... y más... ya tenía los peludos huevos del hombre tan pegados a su nariz que sólo podía oler su hombría, ese olor animal que, en otro momento, hubiera podido considerar hasta excitante.
Su garganta recibió de nuevo el asalto, podía notar cómo entraba, cómo le obligaba a dilatar para adaptarse al grosor de esa masa de carne hinchada que vibraba con su fuego interior y que, acometida tras acometida, invadía furiosa la desprotegida garganta de la chica que, incluso en mitad de esa situación tan agobiante y la asfixia que volvía a padecer, pudo notar una sensación de frescor sobre la piel de su cuerpo, desde sus pechos a su abdomen, incluso su entrepierna.
El hombre había deshecho el nudo que aguantaba la toalla sobre su cuerpo y, ahora, estaba completamente desnuda a su merced.
La engrosada polla vibraba mientras seguía bombeando, penetrando una y otra y otra vez, clavándose más y más en el interior de su boca, arrancándola arcadas cada vez que atravesaba el hueco en el fondo de su cavidad oral para adentrarse en su irritadísima garganta.
Su lengua quedaba atrapada por esa ardiente masa que era la barra de carne que llenaba su boca, entrando y saliendo, saliendo y entrando, moviéndose adelante y atrás una y otra y otra vez, resbalando todo a lo largo de su superficie, que parecía poder apreciar el exterior venoso de esa masa viril que no cejaba en su empeño de meterse por completo dentro suyo.
Su paladar también era testigo de esas pequeñas imperfecciones que decoraban la parte exterior de esa endurecida verga, que se paseaba por su boca, adentrándose más y más, golpeando contra el fondo, abriéndose paso por su garganta, moviéndose más y más hacia delante, con esa masa bulbosa al frente, dejando un rastro de pegajosa masculinidad que se mezclaba con sus propias babas.
Lo único positivo de esa segunda invasión de su garganta era que ya no presionaba con sus manos alrededor de su garganta, lo que hubiera incrementado la asfixia a un nivel terrorífico.
Esas manazas estaban ahora ocupadas en sus pechos, amasando furiosamente ambas tetas, estrujándolas y, por momentos, deteniéndose para pellizcarlas o babear sobre ellas.
Como para casi cualquier hombre, los senos femeninos poseían una gran capacidad de atracción, de objeto del deseo, y esa fijación, esa tetofilia hizo que la invasión de su garganta fuera más lenta, a golpes secos, metiéndose con fuerza, no tan veloz como antes, pero impulsándose igualmente con toda la energía de sus caderas lo más profundamente que podía, cada vez más y más, haciendo que le ardieran los pulmones cada vez más entre un empujón y el siguiente, apenas logrando meterse un poco de aire cuando retrocedía esa masa inflamada hasta el borde final de la boca, permitiendo un instante el paso de ese oxígeno envuelto en el potente aroma de la masculinidad que emanaba de esa bolsa colgante y velluda que portaba los huevos que fabricaban los espermatozoides y que se bamboleaba frente a su nariz como si estuviera dando las campanadas.
Mientras seguía arremetiendo con golpes secos de esa herramienta de su masculinidad, esa barra inflamada y endurecida que era la polla con la que violaba su boca y más allá, llevándola al extremo de una garganta profunda, más y más cada vez, sin parar, sin darle otro respiro, perforándola una y otra y otra vez, como un animal hambriento y lujurioso, bestial, que imponía sus deseos sobre cualquier otra consideración, clavando su embrutecida barra de carne más y más, sin piedad, cada vez más y más adentro... y un poco más la siguiente vez... y más... y más... haciendo que toda la garganta de la joven se abriera para recibir a esa gruesa verga de globosa cabeza una y otra y otra vez... y otra... mientras todo eso sucedía, dominando casi todo lo que podía pensar, su asaltante se inclinó sobre ella, sobre su presa, y se metió una de sus estrujadas tetas en la boca, devorando con su húmeda y caliente boca no sólo su pezón y la areola que lo rodeaba, sino una porción extra del pecho de su derrotada y abusada víctima, saboreándolo con ansiedad lasciva a la vez que su otra teta era amasada brutalmente y se la retorcía.
Atrapó entre los dientes el pezón según cesaba el chupetón y se lo estiró al límite, hasta ese punto que, de no haber tenido la garganta inundada de una furiosa polla, que la perforaba más y más cada vez, para volver a empujar un poco más la siguiente vez... y más... y más... y eso no la permitía quejarse o chillar ante el bestial asalto a su delicado pezón, pero sí que provocó un espasmo reflejo en su garganta que hizo que sus paredes se pegasen todavía más contra la piel que recubría esa fuerte y gruesa verga, con su curiosa forma de palpitar por dentro, con esa vida propia que le habría parecido tan asombrosa en otro momento.
De un seno, la boca del masculino animal, se dirigió al otro, lamiendo el espacio entre ambas glándulas mamarias antes de, remoloneándose y disfrutando del momento, recorriendo con la punta de la lengua el perímetro del otro pezón, que la chica no podía evitar que estuviera algo durillo por esas hormonas que todavía quedaban circulando por su sangre desde el orgasmo anterior, como no podía haber otra razón para ello.
En cualquier otro momento y con otra persona... no cualquiera, claro... aunque tuvo un flash con... bueno... pero eso no tenía ahora nada que ver... la cuestión es que, en ese otro momento... en ese otro momento habría sido tremendamente excitante ese juego, esa forma de amasar sus pechos, esa forma de besuquearlos y pasear la lengua entre ellos, de meterse en la boca su teta como si quisiera chupar y extraer la leche para la que estaban diseñados a producir, o de jugar son su pezón bien mordisqueándolo o bien, como en ese instante, dándole vueltas entre la lengua como si fuera un gato con un ovillo de lana... en ese otro momento ella...
Terminó de lamer ese pezón y lo atrapó entre los dientes, para empezar a tirar de él lentamente, cada vez con más fuerza, llevándolo a su límite mientras con la mano apretujaba su pecho, estrujándoselo con saña, a la par que la otra mano hacía lo propia con su otra teta, retorciéndola entre sus gruesos dedos... y, a la vez, empujaba un poquito más, más adentro, más a fondo... más polla que, venosa y palpitante, se metía como nunca, atravesando su boca como si fuera el hall de acceso, y llenando con su furia animal su garganta, ahogándola y haciéndola temblar como una niña indefensa.
Detuvo la invasión por un instante, a lo mejor serían dos segundos, pero dos segundos que se le hicieron eternos al no poder respirar, con los pulmones ardiéndole y chillando en silencio, y soltó ese segundo maltratado pezón para, sin pausa, metérselo dentro de la boca y chuparlo como un bebé gigante.
Una sucesión de arcadas la sacudieron y palmoteó como pudo, intentando llamar la atención de su captor mientras creía que sus pulmones iban a estallar, pero, de nuevo, justo a tiempo, él retiro su engrosada y vibrante verga hasta el límite de la boca, permitiendo que una nueva corriente de aire, impregnada de su fuerte aroma masculino, pero aire al fin y al cabo, llegase hasta sus pulmones.
Se hubiera relamido, pero su lengua apenas pudo moverse, oprimida por la endurecida masa venosa que era el tronco viril de su asaltante, detenida y palpitando con vida propia, tremendamente ansiosa de completar la misión para la que había nacido, podía sentirlo con claridad, en la forma de temblar de esa masa de carne, diferente a como había empezado.
Cuando terminó de sobar su segunda teta, la boca del hombre se despegó con un sonido húmedo y fue hacia delante, dejando un rastro de saliva según su lengua se desplazaba como si de un descubridor se tratase abriéndose paso por un terreno desconocido, casi como si saborease su abdomen, entreteniéndose en su ombligo, en el que metió su lengua por un momento antes de continuar hasta su entrepierna, donde comenzó a comerla el coño, atrapando sus labios vaginales entre sus dientes, metiendo la lengua por el centro de su rajita, toqueteando su clítoris con una de sus manos mientras la otra dejaba descansar sus tetas para meter dos dedos de golpe en el interior de su vagina, que parecía conservar todavía la suficiente lubricación residual del orgasmo en la bañera y que aceptó con facilidad la invasión de esos dos gruesos dedos.
No podía evitarlo, no podía hacer nada, estaba completamente rendida, era como una muñeca indefensa a disposición de la férrea voluntad de ese hombre, gobernada por esa masculinidad que la deseaba y la usaba a su antojo.
El bombeo regresó, la endurecida masa de carne volvió a avanzar, lenta y constantemente, llenando de nuevo la garganta que había dejado relajarse el rato suficiente para que ella casi pudiera dejar de pensar en lo apurado de su situación.
Cuando el hombre cogió sus muslos para separarlos y poder meter su cabeza entre medias, ella misma se dejó hacer, pero se aseguró a si misma que no era porque sintiera el deseo sexual, el pálpito interior de su coño, sino porque no tenía otro remedio, porque con esa enfurecida verga en su boca, amenazando con llenar su garganta a tope, no tenía alternativa... se quiso centrar en eso, en que estaba obligada por la situación, no por las hormonas o las escandalosas sensaciones que percibía en su entrepierna, ese picor que rodeaba toda su rajita y que esa boca masculina pretendía tomar y calmar a su manera de bruto.
Otra cabeza, la globosa, la que estaba desierta de pelos, la recubierta por una fina capa de humedad, la dura, y simultánea y curiosamente blanda, avanzó de nuevo, impetuosa, desplazándose adelante y atrás, arrastrando al resto de esa masa caliente, gruesa, venosa y endurecida... adelante y atrás, y de nuevo un poco más adelante, y un pasito para atrás... para lanzarse de nuevo hacia delante, más y más... aprovechando esa forma redondeada para abrirse paso sin encontrar resistencia... y más... y más adentro... más... llenando su garganta con ese calor concentrado en esa embrutecida polla... y más... más dentro... más...
La lengua y los dientes del hombre jugueteaban con su rajita, bien con sus labios vaginales, otras veces con su excitado, no podía evitarlo, su excitadísimo clítoris, que tenía que ser por el recuerdo del anterior orgasmo, ninguna otra razón tendría sentido, no podía imaginarse que fuera otra la razón para que se encontrase así ante su asalto... y otras veces esa lengua llegaba hasta la entrada de su mina, donde esos dos dedos avanzaban sin descanso, moviéndose y dilatándola, removiendo el fuego de su interior, rescatando e inflamando de nuevo las ascuas, haciendo que el volcán se prendiera de nuevo... mientras su boca y su garganta recibían el abuso de ese grueso pene, que la penetraba una y otra y otra vez, sin piedad, sin detenerse ante la forma en que su garganta y su boca temblaban con cada tos perdida, con cada arcada contenida, con cada gimoteo ahogado... y más y más fuerte se movía, casi como si pudiera crecer todavía más a lo largo y ancho, palpitando contra las paredes de su garganta e inundando su boquita por completo, una boca que ahora parecía muy pequeña ante ese enfurecido invasor.
Ya no habría más treguas, lo sabía.
Una de las manos del hombre, la que había abandonado su entrepierna, se dedicaba a golpear la teta que más cerca tenía, dándole fuertes tortazos antes de agarrarla y amasarla, retorciéndola y estrujándola durante un instante antes de abrir la mano, alzarla y volver a descargar un tortazo...
La otra mano masturbaba sin parar su coño, internándose con dos dedos profundamente en esa mina de placer que se estaba despertando y convirtiéndose en un volcán de fuego, activado también por la boca de ese macho que besaba, mordisqueaba y tironeaba entre sus labios del clítoris sin darle tregua alguna.
El pene ya no aguantaba el ritmo, se había convertido en una máquina errática, perforándola cada vez más y más, adentrándose todo lo que era capaz en su garganta una y otra y otra vez, y otra... y no paraba, no podía parar, no quería parar... y otra y otra vez... y otra... y otra vez... y... y pareció hincharse todavía más, si eso era posible, en una onda que lo recorrió desde la base, pegada a sus irritados labios orales, hasta el bulboso extremo, de donde brotó toda esa potencia transformada en chorros de esperma.
La polla inició el retroceso, cubriendo su retirada de oleada tras oleada de la espesa lefa, que se fue directa por su garganta... aunque los últimos chorros, las últimas gotas, terminaron derramándose en su boca, con el claro deseo que tuviera que saborear el masculino manjar.
Una nueva arcada la traicionó en ese momento en que hubiera podido aspirar aire, haciendo regresar hacia arriba buena parte de esa masa de semen, que, con la boca parcialmente ocupada por la, todavía dura, verga, no tuvo otro remedio que salir, al menos en parte, por su nariz.
El espectáculo debía de ser repugnante, pues ya no tenía simplemente la boca y la garganta lefadas, sino que parte había regresado y salido, mezclada con la agüilla de su nariz por el exterior de sus fosas nasales, dejando alrededor un rastro blanquecino, muestra del intenso abuso al que había sido forzada.
Pero no podía controlarse.
Tosía y tenía arcadas, ya con la polla fuera de su boca, pero sin poder alzar la cabeza, con el cuello irritado y agotado por el intenso abuso, y podía notar, sentir y oler todos esos restos de esperma removiéndose por su garganta, su boca y su nariz, dejando una impronta de sabor y olor que, a partes iguales, la asqueaba y excitaba sin poderlo evitar.
La polla estaba viva aún, moviéndose con un pálpito interior, descansando a ratos sobre el exterior de su abusada garganta, a ratos paseándose por su rostro, dejando un húmedo y pegajoso rastro de las últimas gotas de esperma que todavía iban brotando, poco a poco, incrementando todavía más si cabe la humillación del abuso de su boca.
Pero todo no había terminado ahí.
El hombre seguía comiéndola el coño, agitando su clítoris, metiendo con más rapidez sus dedos en el interior de su vagina y... y... no pudo evitarlo... tuvo otro orgasmo y, por mucho que lo intentase, de entre sus apretados dientes surgió un intenso gemido que quería transmitir toda la tensión acumulada y liberada con esa nueva explosión en su entrepierna.
Escuchaba el chapoteo de esos dedos, moviéndose deprisa, como queriendo sacar toda la humedad del orgasmo, a la vez que la lengua del macho saboreaba el resultado del nuevo orgasmo de su presa, como si de un néctar se tratase, y eso volvió a excitarla sin que nada pudiese hacer por evitarlo, lo cual la repugnaba interiormente después de cómo había violado su boca y garganta.
Cuando terminó de comerla el coño, se alzó, imponente, y remató la tarea con una serie de golpes con la mano abierta en sus tetas a la vez que decía, con voz ronca y cansada:
- Quien... se sube... ufff... a un Golfff... ufff... es... una... ¡golfa!... ufff... ¡GOLFA!... ufff... ¡JAJAJA! -rio su propio juego de palabras.
Y, en ese momento, le reconoció.
Supo de quién era la voz del hombre que había abusado de ella de esa manera, era él... esa había sido su venganza... era él... y cerró los ojos un instante, mientras ese hombre al que conocía, al que ahora por fin reconocía, terminaba de limpiarse las cañerías apretando su polla con la mano mientras dejaba caer hasta la última gota entre sus castigadas tetas.