Caso sin titular XXXVI: el regalo.

Una joven adolescente recibe el regalo que nunca hubiera deseado cuando ese hombre abusa de ella.

El Doctor recibe hoy a una jovencísima paciente, una adolescente que acude desde una legación diplomática tras un traumático suceso.

Pese a ello, insiste en que la dejen a solas con él, prefiere escuchar su relato de primera mano, sin las restricciones que otras personas, aunque sean conocidas, supondrían para la bella chica.

Regalo de cumpleaños

Iba a ser un gran día.

Esa misma mañana, su padre, antes de irse a trabajar, la había despertado, junto con su madre, para cantar el “feliz cumpleaños” y entregarle un pequeño anticipo, un vestido polo de Tommy de rayas horizontales y manga corta, junto con unos pendientes y un colgante.

Pero lo bueno iba a venir después de las clases, que iba a celebrarlo un rato con su grupillo de amigas del instituto antes de la cena en familia donde recibiría el resto de regalos, junto con la tarta.

Eran sólo unas pocas porque acababa de llegar apenas unos meses atrás del Perú,  cuando nombraron a su padre como embajador en España, y todavía había cosas que le chocaban en su forma de ser, pero se llevaban muy bien.

Ya en clase la felicitaron e, incluso, uno de los chicos que le gustaba, le pasó una nota, haciéndola reír como una tonta.

Estuvo a punto de darle su número de teléfono, pero sus amigas dijeron que era mejor esperar, que si no parecería ansiosa… aunque, en realidad, un poco sí que lo estaba, con una sensación extraña en el vientre, casi como cuando se decía que te revoloteaban mariposas en el estómago.

Esa tarde seguro que volverían a hablar de él, sobre todo porque otra de sus nuevas mejores amigas también estaba por ese chico… pero era a ella, sí, a ella, con quien había hablado, a quien le había pasado una nota, a quien había mirado, a quien…

Estaba flotando interiormente cuando regresó a casa.

Su madre no estaba, seguramente se habría vuelto a entretener con las compras.

A veces, pensaba que era como si tuviera una adicción.

La mujer que hacía las cosas del hogar tampoco estaba, no se la oía por ningún lado y tenía un oído finísimo, así que, de haber estado, ya la tendría allí para preguntar cómo la fueron las clases o si quería algo.

Sonrió.

¡Tenía la casa para ella sola!.

Dejó tirada la mochila a un lado, fue corriendo a la cadena para poner música a tope y se puso a bailar y brincar sola, alborotándose la melena, super feliz, ya se cambiaría el uniforme después.

Le encantaba hacer eso, bailar con la música a tope, y eran pocos los momentos en que podía hacerlo, porque a sus padres no les gustaba y, además, decían que molestaba a los vecinos, pero era su cumpleaños y un chico que le gustaba había hablado con ella y… y… estaba en una nube.

Acababa de terminar una de las canciones, así que, por un momento, se hizo el silencio en la casa, esa especie de silencio ruidoso, con ese fondo como de un sonido de fondo sucio surgiendo de la cadena musical o… no sabía cómo expresarlo, cuando sonó el timbre de la puerta.

No, se dio cuenta de que no era que acabara de sonar, es que ya estaba sonando y no lo había escuchado por la música.

Casi le da algo.

¿Serían los vecinos?.

Se acercó con cuidado a la puerta, intentando no hacer mucho ruido, aunque para sus acelerados pensamientos, todo allí emitía unos sonidos descomunales, desde cada paso hasta el lejano tic tac del reloj de pared del fondo del comedor o el parqué que parecía crujir con vida propia.

  • ¿Sí? -dijo con una vocecilla aguda, que incluso le sorprendió a si misma, con el corazón brincándola en el pecho en una mezcla de angustia y expectación.

  • Traigo un paquete -escuchó decir al otro lado a una voz masculina, fuerte, grave.

Un montón de ideas pasaron como un relámpago por la cabeza de la joven, pero, sin lugar a dudas, la principal era que tenía que ser un regalo, que no podía ser otra cosa que algún tipo de presente para ella, porque era su día y no podía ser otra cosa.

Sin darse más tiempo para recapacitar, abrió la puerta con una de esas sonrisas tontas en el rostro, esperando ver cumplido el mandato de su imaginación, con unos retortijones en las tripas de la emoción contenida.

Al otro lado estaba el repartidor, un hombre mayor, un adulto muy maduro, mucho más viejo que su padre, de eso no tenía ninguna duda, con un pelo oscuro plagado de canas, salvo el centro, prácticamente desierto de cabellos, como si fuera el ruedo de una plaza de toros.

Era bastante grande, claro que ella apenas superaba el metro sesenta, con unos marcados músculos en los brazos, a los que, a duras penas, se aferraban las mangas de la camisa del uniforme de la empresa de transporte, que contrastaban con el abultamiento de su abdomen, a lo que, según había oído a sus amigas, se solía denominar “barriga cervecera”.

Por un instante, se quedó mirándola con fijeza, con una curiosa expresión en el rostro que Blanca no supo interpretar, mientras sostenía un paquete alargado con una de las manos, apoyado, en parte, en el hueco entre su cadera y el brazo de ese mismo lado.

Ella se olvidó de todo lo que no fuera ese paquete, intentando imaginar qué tipo de regalo contendría, qué tesoro había escondido en su interior.

  • ¿Están tus padres? -preguntó el hombre.

  • No -respondió con presteza la adolescente.

  • ¿Y... no hay nadie más en casa?. ¿Algún adulto que pueda firmarme el recibí? -siguió indagando el repartidor, avanzando un pie sin que ella se percatase, distraída... casi embelesada por las imágenes que corrían por su mente, en un intento de adivinar el contenido del paquete.

  • No, no. Sólo estoy yo -la ingenua franqueza juvenil respondió, sin pensar, a través de los labios de la adolescente.

  • Ohhh... vaya... entonces tendré que irme y volver en otro momento -comentó él, con una especie de pena en la voz o, al menos, eso imaginó la joven.

  • ¿Y no me lo puede dejar a mí? -se entristeció la chica, que puso los ojitos de súplica que tantas veces le habían dado resultado con su familia.

  • ¿Qué edad tienes? -inquirió el maduro, que, sin que ella se percatase, todavía concentrada en sus propios anhelos, la había empezado a mirar de una forma que debería de haber hecho saltar las alarmas interiores.

  • Hoy cumplo quince -contestó ella, estirándose, como si quisiera parecer mayor y, a la vez, jugando la baza del cumpleaños.

  • Habrá que hacerte un buen... regalo, -pronunció él, con un tono de voz bajo y algo ansioso, que ella simplemente no captó o no quiso captar, todavía pensando en sus cosas- ¿no te parece?.

  • ¡Síiii! -gritó ella, con emoción, equivocando lo que pasaba, alzándose sobre la punta de sus zapatos por un momento con la alegría pintada en el rostro.

  • Quieres mi paquete, ¿verdad? -pareció afirmar, más que preguntar, a la vez que entraba por completo en la casa, haciendo que Blanca retrocediera paso a paso, empezando a desconcertarse por la actitud de ese hombre maduro, que cerró la puerta de la casa a sus espaldas.

  • Ehhh... sí... yo... ¿qué hace? -empezó a inquietarse por las acciones del repartidor-, ¿Por qué cierra?.

  • Bueno... es que... no queremos que nos interrumpan mientras te doy tu regalo de cumpleaños, ¿verdad?... -él seguía avanzando, ella retrocediendo lentamente, confusa, con una mezcla de algo nuevo, quizás fuera miedo, sumada y mezclada con la cálida sensación de mariposas en el estómago y la emoción por el regalo imaginado- mi... paquete...

Cuando el hombre dejó el bulto que portaba contra la pared y se llevó la mano a la entrepierna, el pánico atenazó a Blanca, que, de repente, vio como toda la situación daba un giro completo y pasaba de la ilusión al miedo más absoluto.

Allí pasaba algo que no entendía, pero que le asustaba.

Sin embargo, una duda, una residual duda, la hizo verse paralizada un instante extra, todavía con una lejana esperanza de que todo fuera alguna especie de juego o... o de algo, que no pudiera ser realmente lo que empezaba a tomar forma en su cabeza, que no pudiera encontrarse así, de golpe, en una situación tan surrealista.

Ese tipo de cosas no eran de verdad, no podía ser. No, no era posible que, en verdad, ese repartidor estuviera pensando en hacerla... daño... no, no podía ser, esas cosas no podían suceder, eso era absurdo, no era real, no podía serlo. Tenía que ser un truco.

Sí, quizás fuera eso, una broma burra, cruel, absurda de alguien sin su nivel social, sin su educación.

Tenía que ser eso, cualquier otra cosa era tan... tan...

Pero ese maduro no hizo amago de revelar la farsa, de reírse de ella por la cara que había puesto, de decirla que todo no era más que una broma pesada sin sentido.

No.

Lo que hizo ese hombre que más andaría cerca de los sesenta que de la cincuentena, fue poner de nuevo la música a todo volumen y, lentamente, darse la vuelta para enfrentarse a su víctima, a esa chiquilla que era incapaz de despertar de su mundo de fantasía, de esa vida entre algodones, y de intentar escapar al destino que se fraguaba, como si de una tormenta de verano se tratara, en su propia casa de la mano de ese individuo.

Blanca parecía tener los pies clavados al suelo, incapaz de reaccionar, de interpretar lo que pasaba, desconcertada casi más que otra cosa, pues, de haber sido por el temor, lo normal hubiera sido salir corriendo, intentar la fuga, escaparse cuanto antes del peligro que se cernía ante ella.

Porque él se lo tomaba con una calma asombrosa, como si eso no fuera más que una representación mil veces ensayada.

La adolescente incluso pensó, por un irracional momento, que pudiera ser incluso algo tipo mezcla cámara oculta y performance, en un último pensamiento de fuga, de intento de convertir esa situación en algo... algo distinto.

Todo se hizo añicos cuando ese hombre se desabrochó el cinturón y, con un único y fluido gesto, se lo sacó por completo del pantalón, envolviéndolo alrededor de una de sus manos y agarrándolo con la otra, estirando con fuerza el cuero y provocando un sonoro chasquido que sacudió el cuerpo de la joven pese a que el sonido procedente de la cadena musical ocultó aquella exhibición.

  • ¿Vas a ser una niña buena? -preguntó, alzando la voz por encima del umbral de la cadena musical, con una sonrisa torcida y una mirada ansiosa en un rostro completamente transformado, hambriento, recorriendo el joven cuerpo de la adolescente con los ojos.

Todo a su alrededor pareció nublarse, perder definición, como si una nube oscura hubiera retirado luminosidad a todo cuanto le rodeaba, oprimiéndola y haciendo que ese hombre que avanzaba despacio hacia ella, pareciera todavía más grande y peligroso, amenazante.

Se dio la vuelta, por fin decidida a escapar, a huir, pero dudó qué hacer, si ir hacia su dormitorio y cerrarse por dentro, si intentar alcanzar la cocina y rezar para que la puerta de servicio no estuviera cerrada con llave, si ir a...

Ya lo tenía encima, podía notarlo a su espalda, con una sensación de angustia aumentando sin control por todo su ser, a la par que una oleada de calor acompañaba la cercanía del cuerpo masculino.

Intentó correr.

Apenas dio unos pasos cuando sintió un dolor agudo en su trasero, una corriente de fuego que lo recorrió de lado a lado, haciéndola pegar un chillido y llevarse, involuntariamente, la mano al culo, sobre la falda, mientras giraba el rostro.

El maduro repartidor había usado su cinturón a modo de látigo y mostraba los dientes en una boca de la que surgía su lengua para, en una especie de gesto mecánico, posarse brevemente en el labio superior antes de retornar al interior de la cavidad bucal.

Una especie de locura ansiosa se veía en su rostro, casi como si hubiera disfrutado con el golpe, acercándose a ella, pero sin prisa, como si no fuera más que un juego del gato y el ratón... y disfrutase enormemente con ello.

Alzó de nuevo el cinturón y, antes de que Blanca hubiera podido alejarse más, gritando de nuevo, esta vez por un miedo anticipado, recibió otro trallazo en sentido contrario, de nuevo sobre su culo, sin que el grosor de la falda pudiera amortiguar prácticamente la sensación del violento impacto contra su trasero.

Dos veces había sido azotada.

Dos veces sufrió el intenso dolor del potente golpe, como si de un látigo se tratase, del cinturón que manejaba ese hombre, ese maduro cazador, entre las manos, porque eso era lo que parecía, un cazador y ella la presa con la que jugaba antes de comérsela.

El siguiente lo evitó.

Escapó por los pelos, moviéndose en zig zag, apenas logrando esquivar esa tercera descarga del elemento de cuero.

Notó el aire agitarse a un palmo, al veloz paso del cinturón, y, por un instante, un brevísimo instante, llegó a pensar que podría ganar ese peligroso juego.

Casi lo logró.

Pero el cuarto movimiento del rayo de cuero no buscó de nuevo sus nalgas, sino que descendió, buscando con avidez un nuevo objetivo.

A medias golpeada, a medias enredada, Blanca tropezó y se derrumbó sobre el suelo, apenas teniendo tiempo para estirar los brazos y amortiguar la caída cuando el cinturón alcanzó uno de sus tobillos, causándola un fuerte dolor, una punzada incisiva que recorrió su pierna directa hasta agitar su mente, a la par que se enroscaba para hacerla perder el equilibrio y terminar en el suelo.

El repartidor tiró de ella, arrastrándola unos centímetros por el suelo hacia él antes de que ese mismo movimiento liberase el tobillo de su víctima de la tenaza del cinturón, mientras ella gimoteaba, a medias por el impacto, a medias por verse de nuevo tan cerca de su agresor, al que lanzaba rápidas miradas desesperadas mientras procuraba agarrarse a algo para poder ponerse de nuevo en pie, pues sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, que en esa posición era un blanco fácil.

Liberada, procuró adelantarse con los brazos para interponer la mayor distancia posible entre ella y ese hombre, cuando menos para poder levantarse y reemprender su escapada, pero la suerte no le volvió a acompañar.

Esta vez el cinturón se enrolló, cual si de un lazo se tratara, alrededor de su cuello, tirando de ella hacia arriba con fuerza, medio asfixiándola y haciendo que las lágrimas inundasen sus ojos a la vez que boqueaba y se veía obligada a detener sus acciones, limitándose a llevar el cuello hacia atrás, con lo que su mirada quedó casi mirando al techo.

Vio aparecer la sonriente figura de su captor en esa especie de altura virtual aparente, pero que tan solo se debía a su punto de vista, que parecía convertirlo en un gigante sobre ella, mientras sostenía con unas manos, que no podía ver, fuertemente el cinturón con el que la retenía.

  • Has sido una niña mala -pareció sisear con deleite, aunque, en realidad, lo dijo en alto, pero con la música a todo volumen apenas lo alcanzó a escuchar, tuvo que concentrarse-. Y a las niñas malas... se las castiga -sentenció, tras una pausa, sonriendo todavía más y mostrando sus dientes, como si de un depredador se tratase.

Manteniendo la tensión en torno al cuello de Blanca, que no se atrevía más que a boquear en busca del preciado aire por miedo a que la estrangulase del todo si se resistía, el maduro tiró de ella con la otra mano que no sujetaba el cinturón hasta hacerla adoptar una posición de gateo, a cuatro patas.

Recogió la falda del uniforme de la adolescente de tal forma que dejó su culo expuesto y, tirando con fuerza de uno de sus extremos laterales, desgarró la braga de color rosado que llevaba ese día.

Gimoteó, más asustada que dolorida, que también, con un cierto miedo a represalias de su asaltante si se atrevía a hacer otra cosa, aunque temiendo angustiada lo que la pérdida de su prenda íntima podía suponer.

Notó cómo la masculina mano se posaba sobre la piel de su trasero, apreciando los callos y otras imperfecciones mientras la paseaba recorriendo lentamente la inmaculada, pese a los dos trallazos anteriores, que, a lo mucho, habían hecho que una parte quedase ligeramente enrojecida, aunque todavía podía sentir el dolor, esa sensación que iba, poco a poco, desapareciendo, sobre todo al tener la mente ocupada en otros pensamientos nada reconfortantes.

Casi se podría haber dicho que estaba siendo dulce mientras paseaba su mano alrededor del trasero de la joven, deleitándose en su forma y textura, hasta que alzó la mano para descargarla en unos fuertes azotes que hicieron que se le saltasen las lágrimas a la jovencita, que luchó por aguantar el tipo, sin saber muy bien la razón, si por demostrar una resistencia que no sentía realmente, si por restarle placer a su abusador, o si porque no se atrevía a llamar la atención sobre si misma emitiendo quejidos mientras durase la opresión de su garganta por el cuero de ese cinturón que se enroscaba en torno a su cuello, presionando y oprimiendo como si de una asfixiante constrictor se tratase.

Descargó no menos de cinco duros azotes en cada una de sus nalgas.

Fueron fuertes, secos, unas nalgadas tan duras que hicieron que sintiese que el culo la escocía cuando terminó.

Pero, lo peor, es que sabía, no tenía ninguna duda, de que ese bestia no se iba a conformar con eso, que, aunque pareciera disfrutar con ello, el causarla ese dolor no era realmente su único objetivo... y que el otro iba a ser peor para ella.

La sensación de angustia era cada vez mayor, y no por encontrarse medio estrangulada, que también, sino por lo que su cabeza intuía que ese hombre maduro buscaba de ella, de su cuerpo, porque tenía claro, incluso en esa agobiante circunstancia, que para él no era más que eso, el cuerpo de una presa a la que él había cazado y tenía el derecho a someter... y a comerse... no literalmente, sino a comerse su sexualidad.

Sabía que esas cosas pasaban, incluso había fantaseado con ello en alguna ocasión, pero nunca se había imaginado que la pudiera pasar a ella y, en realidad, no era lo mismo una pequeña fantasía que encontrarse en esa situación de verdad.

No quería que pasara, no quería que ese hombre, que ese maduro repartidor, ese enloquecido varón, la tomase y, encima, de esa forma y en el día de su cumpleaños, justo cuando creía que podía haber encontrado su primer amor.

Él tenía otros planes... y eran los suyos, los de imponer su voluntad y sus deseos por encima de todo.

Blanca escuchó, entremezclado con la ruidosa cadena musical, el, en ese momento, terrorífico sonido de una cremallera abriéndose, como una terrible condena, el aviso de una pesadilla.

Se retorció un poco, y él aumentó la presión sobre su cuello, forzándola a mantenerse inmóvil, a su completa y absoluta merced.

Apenas podía respirar, pero, pese a ello, pese a esa angustiosa y terrible sensación de encontrarse medio asfixiada, tanto por la posición de su cuello como por el nudo a su alrededor que formaba, apretado, el cinturón de su captor, la sensación más terrible era la anticipatoria a lo que podría pasar ahora con ella, con su cuerpo, gobernado por ese repartidor.

Sintió, con una claridad absoluta, cómo la indeseable forma bulbosa, húmeda y caliente, curiosamente blanda y, a la vez, dura, del glande, se aposentaba contra la piel de una de sus nalgas, apretándose ligeramente contra ella antes de dibujar una línea, para nada recta, en su descenso hacia la rajita de la adolescente, dejando un rastro húmedo y pegajoso en su trayecto.

Sintió asco.

Asco y miedo.

Podía apreciar con nítida claridad la ruta que iba dibujando sobre su piel la herramienta masculina, dejando un rastro como si de las babas de un caracol se tratase, rumbo no precisamente a lo desconocido, sino a explorar la parte más íntima de la sometida e indefensa joven.

Tenía todos sus sentidos alertas, al máximo, y hasta podía escuchar cómo la respiración del maduro repartidor había cambiado, jadeante y acelerada, anticipando también lo que estaba por venir.

La tensión sobre su cuello aumentó, muy ligeramente, pero lo suficiente como para que la adolescente lo sintiese y supiera que era como el aviso que resuena a veces en las plazas de toros.

Casi podía ver en su cabeza cómo su asaltante sostenía, con la mano de las nalgadas, su verga, jugueteando con ella, dibujando su particular firma de flujo preseminal sobre el virginal culo de su víctima con esa terrible y endurecida barra de carne que se imaginaba, con una cierta expectación, la sometida jovencita.

Por un momento, la punta de esa polla se entretuvo en la depresión que formaba la entrada al recinto anal de la chica, que cogió con fuerza todo el aire del que fue capaz en su actual posición, a la espera del asalto, del terrorífico asalto, casi incluso peor que el otro posible.

Le sintió presionar, casi como si fuera un ladrón tanteando una cerradura, y ella apretó con fuerza, decidida a no venderse sin luchar, al menos eso lo podía hacer.

Resistió, aguantó, mientras esa forma globosa, húmeda y caliente, empujaba contra su esfínter anal, buscando un momento de debilidad en su presa para entrar, para atravesarla y destrozar su culo mucho más de lo que lo habían hecho los latigazos o las nalgadas.

De hecho, los azotes casi parecían ya algo de otro mundo... no digamos ya los trallazos con que había castigado su trasero antes, comparados con la posibilidad de ser sodomizada por ese bruto, por ese bestial maduro.

Al final, pareció desistir, o eso le pareció a ella, que, por un instante, respiro aliviada o, al menos, lo que le podía permitir esa tirante fuerza que ejercía el cinturón alrededor de su magullado cuello.

La punta redondeada que coronaba la erecta virilidad dejó una especie de burbuja de masa casi medio gelatinosa por la acumulación de ese flujo preseminal, apenas unas gotas como quien dice, pero que, para la conmocionada mente adolescente, pareciera como si tuviera un lago justo al otro lado de su esfínter anal, por el que se sintió agradecida durante un breve momento.

Esa lanza térmica, esa masa de carne enhiesta, siguió su trayecto, descendiendo a lo largo de la rajita de la jovencita, internándose y apartando a su paso los pliegues que daban forma a la concha que se escondía en la entrepierna de la adolescente, conformando la parte exterior de la región más íntima y personal de la chica.

La sensación de esa invasión de su intimidad era a la par asquerosa y terrorífica, la provocaba escalofríos y algo como un picor en sus partes, a la vez que un cierto calor la inundaba, y no todo procedía de él.

La mano que había sostenido, guiado como quien dice, la dirección del trayecto del masculino miembro, se soltó y avanzó por su cuenta.

Los dedos tantearon por delante de la ruta que seguía esa barra de carne, la cual, una vez dejada a su aire, se pegó a lo largo a la concha de su víctima, que notó ya no exclusivamente la punta del prepucio, sino toda su forma en conjunto, incluso su zona límite por donde se unía al resto del tronco viril, que pasó a sentir también, rozando de costado contra su rajita, moviéndose lentamente, recorriendo su coño entre los pliegues por fuera, como si fuera un barco rompehielos.

Pero los dedos, los dedos de esa mano liberada de la guía de esa ciega barra de endurecida carne, la atacaron de otra forma, la asaltaron a otro nivel, pasando por delante de la gruesa verga para introducirse más allá hasta encontrar la llave del tesoro, el escondido clítoris de la adolescente.

Blanca se dio cuenta de que estaba sudando... y le pareció algo tan absurdo... incluso en mitad de esa situación tan loca a la que ese despreciable hombre la estaba conduciendo contra su voluntad.

Esos dedos cazaron su clítoris, lo encontraron en su escondite y lo capturaron.

Comenzaron a torturarlo mientras esa barra de endurecida carne, con un pulso propio y de la que manaba un extraño calor interior, seguía frotándose todo a lo largo de la rajita en el centro de su concha.

Su agresor estiró el clítoris de la joven entre sus dedos, produciéndole un intenso dolor durante una fracción de segundo, antes de empezar a rozarlo y estimularlo, de una forma brusca, cierto, pero que cierta reacción automática de su cuerpo era incapaz de diferenciar y la generaba algo parecido a una sensación placentera entre medias del caos y la humillación forzada y oprimente a la que estaba siendo reducida.

Con una mano, el hombre sostenía con rigidez el cinturón en torno al cuello de la virginal adolescente, aunque con menos tensión que el rato anterior, concentrado en su nuevo objetivo y permitiendo que Blanca recuperase, en parte, no sólo capacidad respiratoria sino, también, una mejor posición de su cuello, no por amabilidad de su agresivo asaltante, sino, más bien, por centrarse más en lo que realmente buscaba, el gran robo del tesoro más preciado de su feminidad.

Ya no tenía dudas a ese respecto y sólo podía implorar alguna especie de milagro que lo impidiera, porque ella se veía completamente indefensa y a merced del brutal maduro que la retenía a cuatro patas y expuesta en su propia casa.

Lloraba sin darse cuenta, sudaba por la tensión, respiraba como podía para llenar sus pulmones del imprescindible y anhelado aire, y, también, se veía acometida por otras sensaciones, unas sensaciones que no eran ya en exclusiva de miedo y angustia.

Su clítoris no era capaz de resistirse ante la forma en que esa manaza lo trataba, usándolo enérgicamente, sin dulzura pero con una constancia que no dejaba un segundo para el relax, y no podía dejar de mandar una serie de señales que la joven, al principio no quiso reconocer, mientras pensaba lo que iba a pasar, odiando lo que iba a pasar si nadie lo impedía, odiándose a si misma por haber sido tan cría de dejar entrar en su casa a un desconocido y, sobre todo, odiándose por no haber sabido reaccionar, por haber dejado a un lado la parte crítica de su cerebro frente a la emocional que deseaba el misterioso regalo que con tanta fuerza había deseado que fuera lo que escondía el paquete que portaba ese hombre maduro.

Algo parecido a un gemido escapó de entre sus labios, un gemido extraño, que no reconocía como propio, que no sabía a qué venía, cuando algo pareció estallar en su clítoris al ritmo de los toqueteos a los que la estaba sometiendo su captor.

Incluso entre todo el ruido de la cadena musical lo oyó.

Y escuchó también algo parecido a una risita que brotó a su espalda, del hombre que la estaba sometiendo, haciendo que un intenso rubor encendiera sus mejillas.

Una nueva agitación inundó su cuerpo al ritmo de los movimientos de esa mano sobre tu clítoris y, en menor medida, alrededor, entre sus labios vaginales, a la par que esa barra de carne seguía deslizándose adelante y atrás, adelante y hacia atrás... a lo largo de la rajita que partía por la mitad su concha, hasta que llegaba al punto donde la estaban estimulando manualmente.

Era una sensación desagradable, humillante y... excitante... lo que, a su vez, la avergonzaba todavía más incluso que su propio sometimiento a la voluntad sexual de ese hombre, de ese cazador que la tenía atrapada, doblegada a su mandato.

Cada vez más se sentía inundada por una especie de electricidad, por algo que recorría su cuerpo, doblegándolo a sensaciones cada vez más fuertes, más intensas, al ritmo que imponía esa manaza sobre su entrepierna, acariciando violenta y bruscamente su clítoris, así como toda su rajita por la parte delantera, mientras esa barra ardiente y endurecida se frotaba por el otro extremo de su concha, desde la depresión que llevaba a su ano hasta el agujero que daba acceso a la mina de los placeres más íntimos y personales.

Y ella estaba entre medias, atravesada por esas corrientes que nacían de su manoseada entrepierna, por las sensaciones cálidas que propiciaba ese roce exterior del tronco fálico del maduro con su rajita, por la calidez y humedad que notaba brotar cada vez con más fuerza en su interior, por esa especie de pálpito que tenía por dentro del abdomen, por esa especie de grito que parecía ir y venir a su garganta, como queriendo escapar de un momento a otro pero sin alcanzar el estado de completa ebullición mientras ella luchaba contra todo eso, contra todas esas sensaciones, contra esa perversión de la fisiología de su cuerpo abusado y luchaba por llevar aire al interior de sus pulmones con esa especie de correa de cuero agarrada a su cuello que… que se daba cuenta de que empezaba a ser menos tirante, menos… como si él, como si…

No debió de desconcentrarse, de apretar los dientes en su mente, pero lo hizo.

Y, de repente, toda esa energía contenida se liberó.

Un gemido agudo y prolongado surgió de lo más profundo de su garganta a la par que sus caderas se agitaban y su pecho aceleraba el ritmo.

Sintió una íntima humedad brotar con fuerza, una oleada de calor naciendo desde lo más profundo de su cuerpo.

Pudo sentir cómo su clítoris parecía estallar, como una corriente de flujo empapaba todo a su paso, como su concha se hinchaba y caldeaba más… incluso que esos gruesos dedos invasores se mojaban, a la vez que un sonido de chapoteo se elevaba desde su entrepierna.

  • Ya puedo entregar MI paquete –hizo un mal chiste su captor, que metió dos dedos en el coño de la adolescente para abrir un poco más el ya dilatado agujero, como si fueran una cucharilla agitando el líquido de un vaso.

El chapoteo cambió de intensidad por un momento, hasta que otra cosa, algo vivo y palpitante, la atravesó a la par que esos dedos se retiraban.

Un momento de dolor estalló en su vientre y su cabeza durante un segundo, un largo segundo que la reventó, que la hizo chillar con fuerza y, al segundo siguiente, supo que había dejado de ser virgen, que el sello de su inocencia acababa de ser destruido.

Él no le prestó la más mínima atención.

Empujó y empujó… y siguió empujando con fuerza hasta tener toda esa barra de endurecida masculinidad dentro de ella, de su violentado recinto sexual.

La gruesa verga parecía querer partirla por la mitad, clavada profundamente en su interior, presionando con tanta fuerza que podía sentirla palpitar llena de un fuego interior que pareciera querer abrasarla entera.

Sin verlo, podía imaginarse su vientre abombado por esa monstruosa polla insertada en su interior, dura como una barra de metal y, a la vez, caliente, muy pero que muy caliente, con una especie de vida propia, autónoma del resto del cuerpo masculino, con una vibración interior que le confería una presencia distinta.

Todo eso lo sintió durante otro largo segundo.

Después, el maduro empezó a bombear.

El cinturón dejó de presionar alrededor de su cuello y se deslizó hasta el suelo, donde la hebilla resonó con metálica fuerza, a la par que ambas manos se posaban en sus costados para apalancarse, aferrándose a ella como lapas y facilitando el impulso con el que ese macho tomaba posesión del privilegiado tesoro que acababa de cazar.

La gruesa herramienta avanzaba y retrocedía, una y otra vez, llevando su caldeado interior hasta lo más profundo de la mina del sexo de la jovencita, que gimoteaba a ratos, atrapada por unas sensaciones que inundaban todos sus sentidos y que superaban a cualquier resistencia que hubiera querido intentar, para su vergüenza y humillación… y el placer morboso de su violador.

El hombre, convertido en un animal que no cesaba de bufar por el esfuerzo, lanzaba empujón tras empujón, la montaba duro, con fuerza, sin piedad ni demostrar el más mínimo interés en otra cosa que no fuera su propio placer.

La enfurecida polla se clavaba una y otra y otra vez, perforándola, llenándola una y otra y otra vez, penetrándola más y más, forzando una y otra y otra vez su coño al límite y más allá, metiéndose una y otra y otra vez, más y más, más profundamente… más y más… hundiéndose caliente y dura cada vez más dentro, más adentro, más allá… y más y más… casi como si quisiera desgarrarla, una y otra y otra vez, golpeando con esa masa globosa que la coronaba contra la irritada pared de su útero, que era embestida una y otra y otra vez sin parar, sin descanso, sin dejarla acostumbrarse en lo más mínimo.

Ella no era nada para él, sólo un agujero para su placer, nada más.

Él era un cazador.

Ella su presa.

Su coño, la victoria de su supremacía.

Usaba su masculinidad, su embrutecida e hinchada masculinidad, para reventarla, para meterse profundamente en ella y llenarla una y otra y otra vez… como si de una llave se tratase que se clava en una cerradura en busca de abrir el tesoro.

Más, más, más… cada vez más y más escuchaba el golpeteo de los huevos del hombre contra su desprotegido coño al ritmo de cada embestida, de cada empujón, una y otra y otra vez… y otra… y otra…

Era un sonido húmedo y casi podía imaginarse las matas de pelo enredadas alrededor de esa bolsa colgante y del nacimiento de esa endurecida verga, todo empapado por sus propios flujos, los del orgasmo que había tenido y los que podía sentir que no paraban de brotar de las paredes de su interior, de su forzado sexo, que parecía buscar con esa humedad, con esa lubricación, que esa perforadora de la naturaleza no la desgarrase con cada empujón, con cada penetración, con cada impacto contra su irritado útero, mientras sus dilatadas paredes parecían abrazarse a esa barra de carne como si fuera un guante y… y eso era algo… asqueroso, repugnante… pero no podía evitarlo, ni el calor que en parte sentía y que sabía que no era en exclusiva de esa embrutecida polla.

El pene se deslizaba todo a lo largo de su coño, entrando una y otra y otra vez, montándola como un animal, perforándola más y más, y más adentro… una y otra y otra vez, cada vez como si fuera la última, más y más adentro, hasta el fondo y más y más… y más… no sabía ni cómo su útero era capaz de resistirlo, cada empujón, cada perforante clavo que parecía golpear una y otra y otra vez…

La tenía agarrada y bien agarrada entre sus manos como garras, apretando bien fuerte, aferrándose a sus caderas con una energía endemoniada mientras lanzaba toda la potencia de su maduro cuerpo transformada en una punta de misil que recorría una y otra y otra vez el húmedo sendero del interior del coño adolescente, reventándola sin parar ni sentir ninguna piedad, metiéndosela como un energúmeno una y otra y otra vez... para luego empezar de nuevo, clavándosela hasta el fondo a golpes, como si estuviera interpretando algún tipo de melodía que sólo él escuchaba en su cabeza, una melodía de percusión que mantenía la base de cada empujón que insertaba con fuerza esa endurecida masa de viril masculinidad.

Por un instante paró, quizás de agotamiento por la edad, se le ocurrió pensar a la ingenua joven, deseando que, cuando menos, ese fuera el milagro que esperaba y que todo acabase así, dentro de lo malo.

La cadena musical estaba tranquila en ese momento, cambiando de una canción a la siguiente, muda por un breve instante.

Nada más se escuchaba, salvo el ruido sucio de fondo de los altavoces.

¿Quizás alguno de sus vecinos hubiera acudido a quejarse del volumen y por eso había cesado el ataque a su coño?.

La esperanza renació en su interior por un momento.

O quizás era la empleada del hogar, que...

Pero no.

Y perdió la oportunidad de gritar bien alto para suplicar ayuda.

Ese repartidor, ese hombre que pasaba ampliamente la cincuentena, quería otra cosa, su tronco fálico insertado por completo dentro de la vagina de Blanca debiera de haber sido una pista, manteniendo su grosor, su fuente de generoso calor que desprendía en oleadas y ese constante pálpito que parecía recorrerlo cada cierto tiempo, dándole un aspecto de vida propia dentro de la fantasiosa mente juvenil.

Soltó las manos del cuerpo de su víctima, para, inmediatamente, plantar una contra la nuca de la jovencita, empujándola hacia abajo, buscando que posase el rostro contra el suelo.

Con la otra, le soltó un poderoso cachete en la nalga.

  • Tú regalito casi está, monada -se jactó su violador, robándola sus nuevas esperanzas.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que él había estado de rodillas tras ella bombeando.

La hizo colocarse, abandonando esa posición a cuatro patas, sin extraer su endurecida y vibrante polla del interior del invadido coño de la adolescente, con la cara contra el suelo y elevando las caderas, sostenida por sus temblorosas piernas a la vez que sentía el culo arder donde había recibido el fuerte tortazo.

Un pie calzado se aposentó sobre la cabellera que se había deslizado sobre su rostro, como un telón que quisiera ocultarla de su asaltante, y se reinició el abuso, con ese pene entrando y saliendo de nuevo, en esa forzada posición, que, quizás por la incomodidad del ángulo, le ofrecía recuperar parte de la sensación de estarla forzando, de ganar algo de la estrechez original... no lo sabía... pero el maduro pareció acelerar el ritmo y sus jadeos se hicieron más vibrantes, o al menos así le pareció a la chica.

Reclinado contra ella, de costado, con un pie apoyado contra la cabeza de Blanca, su asaltante recuperó ritmo, embistiendo alocadamente, perforándola como poseído por una ansiedad bestial, metiendo esa barra al rojo vivo, esa endurecida virilidad, una y otra y otra vez... lanzando gotas de la humedad que nacía de ese encuentro en la entrepierna de la chiquilla, que podía captar cómo la salpicaban por las piernas y se imaginaba manchando también el cuerpo de su captor, que empujaba más y más, forzando más y más el camino de su pene a lo largo de la mina de placer de su víctima.

Podía notar el ligero giro que había realizado esa embrutecida polla por la forma en que el prepucio se movía dentro suyo, con cómo golpeaba cada vez que la llenaba por completo, cada vez que alcanzaba su preciado útero, impactando una y otra y otra vez, perforándola por completo, llenando su coño con esa gruesa y vibrante verga que no se detenía, que buscaba lo que buscaba y que se introducía bien profundamente en ella para conseguirlo, más y más, y más hondo cada vez... y más... y más...

Las dos manos recorrían sus muslos y caderas, estrujándola enloquecidamente mientras, ya sólo impulsada por las caderas del macho, esa barra de carne profundizaba más y más dentro del abusado cuerpo de la chica, que, para su vergüenza, transformaba de nuevo ese calor en su entrepierna, esas sensaciones eléctricas, esa... esa... en unos gemidos que se filtraban por su garganta para escapar entre los dientes que apretaba en un vano intento de resistirse, todo a pesar de la bota que presionaba sobre su rostro, ensuciando la cabellera de la que tan orgullosa se sentía.

Más y más le sentía dentro suyo, más y más la jodía con esa barra de carne, más y más le perforaba el coño con esa engrosada virilidad, más y más el prepucio llegaba con su globosa y mucosa superficie hasta el útero de la joven, más y más esa polla endurecida se colaba hasta el fondo de su antes virginal sexo para demostrar su poder, más y más esa palpitante masa de carne la llenaba, más y más... y más...

Y, de repente, algo distinto pasó.

Una vibración recorrió toda esa engrosada y caliente polla, no los pálpitos normales que había sentido hasta entonces, no, era otra cosa, algo que hacía que todo el hombre pareciera agitarse, aferrándose a ella con ambas manos, arañándola y haciéndola daño, a la par que esa dura barra de carne se detenía, vibrando, y... de golpe, casi contra la pared de su útero, profundamente insertada dentro de su coño, tanto que podía sentir la bolsa de los huevos pegada a su entrepierna, de la globosa y cálida cabeza del pene empezaron a salir chorros.

Chorro tras chorro surgió, como oleadas calientes de una masa espesa que la inundó, que la llenó de un extraño fluido, que la hizo dar un brinco al corazón.

El hombre volvió a presionar un poco más, metiendo su polla hasta que parecía que quería empujar el útero de la joven más adentro y meterse todavía más dentro de ella, y siguió presionando, más un poquito más... hasta que la última gota de su semen, de su semilla, quedó dentro de ella, vaciándose con un largo quejido de placer.

Se quedó así, dentro de ella, por un instante, disfrutando el momento, hasta que esa polla, esa endurecida barra de carne, empezó a menguar, a adelgazarse, a perder ese calor de un horno que se enfriaba.

Cuando sacó su virilidad, todavía fue capaz de una última humillación, frotando la cabeza de su pene contra el interior de los muslos de la chica, para limpiarse y, a la vez, dejar los últimos restos de su esperma sobre la temblorosa piel de su víctima, de la presa del día.

Retiró la bota de la cabeza de la joven y la empujó hasta hacer que cayera sobre el suelo, de costado, usada, vencida, llena del semen de su asaltante, humillada, temblorosa y llorosa.

Recogió el cinturón y se lo colocó con lentitud, mirándola con presunción.

  • Paquete entregado -anunció, como una condena, y se marchó, riéndose.

PD: el Doctor y yo les deseamos que el año entrante sea estupendo.