Caso sin titular XXXV: ¿infidelidad o violación?

Una joven acude a la consulta del Doctor tras una extraña experiencia donde se mezclan violación con infidelidad.

Ana, una joven universitaria rubia, acude a la consulta tras una experiencia tan tremendamente confusa que es incapaz de separar la mezcla de sensaciones y pensamientos que le ha generado, dudando incluso de si sufrió una violación o si, en realidad, lo que pasó fue una infidelidad.


¿Fue infidelidad o una violación?

Todavía no lograba controlarse.

Estaba hecha un manojo de nervios.

Su mano temblaba cuando se alzaba ante el picaporte y… y tenía que bajarla.

Lo volvía a intentar y el resultado era el mismo.

No se atrevía a entrar, a atravesar esa puerta que daba acceso al dormitorio, a ese dormitorio donde su novio descansaba apaciblemente, sin tener ni la más remota idea de todo lo que había pasado en tan poco tiempo, de cómo el mundo de su chica, de Ana, había cambiado y se había vuelto del revés antes de escupirla, de regreso.

A la cruda realidad, esa cruda realidad.

Parecía que todo había sido un sueño… o, quizás, una pesadilla, la diferencia se iba desdibujando con cada segundo, con cada vuelta que le daba a lo sucedido, con cada recuerdo de lo vivido, de ese momento tan brutal que había agitado todo su mundo como jamás habría podido imaginar siquiera.

Seguía temblando.

No era de frío.

Era finales de verano, todavía hacía una buena temperatura durante la noche, ideal para desatar la pasión entre los dos, entre la enamorada pareja, entre los dos jóvenes que habían cruzado sus vidas y unido sus destinos hacía apenas unos meses, convirtiéndose en inseparables.

Para ella no fue el primero, ni siquiera el segundo.

Ana acababa de cumplir los veinte años, estaba en la flor de la vida, y desde siempre había sido el objetivo de otros chicos, estaba acostumbrada.

Él era un par de años mayor que ella, el típico estudiante tímido, que se pasaba más tiempo en la biblioteca que al aire libre, a diferencia de ella, que disfrutaba de los deportes.

Atletismo, voleibol, natación, tenis… nada se la resistía.

En buena forma física y con una gran flexibilidad, era justo lo opuesto a ese chico escuchimizado y, sí, un punto friki al que a veces pillaba mirándola de reojo.

Pero en los estudios no era tan buena, aprobaba y ya, así que, al principio, se acercó a él simplemente para obtener ayuda, para… no estaba orgullosa de ello, aprovechar su físico para lograr que comiera de su palma y… bueno, que sus trabajos salieran mejor y sus notas, al final, también mejorasen en los exámenes.

Y lo que iba a ser un simple tonteo, algún roce, unas insinuaciones… terminó siendo otra cosa.

Resultó que él era virgen… pero aprendió, y aprendió muy rápido lo que eran otro tipo de juegos muy distintos a los de la play… y, francamente, estaba muy orgullosa de cómo había aprendido, de cómo, ahora, era ella quien le enseñaba a él.

Todavía no había alcanzado el máximo de su potencial, no aguantaba todo lo que a ella le gustaría, pero no se podía quejar en cuanto a interés y voluntad.

Se habían transformado, casi sin darse cuenta, en algo más que una amistad con derecho a roce… y él insistió en presentarle a su familia.

Al final, pese a que todavía una parte de ella no deseaba conceder lo que era un hecho ya, el que eran, en la práctica, novios, pues siempre se había visto a sí misma como alguien independiente, ajena a esos convencionalismos… pero, sí, es lo que eran, y por eso accedió.

Y cuando la invitaron a pasar unos días en la casa que tenían en el pueblo, accedió.

Todo iba fenomenal, disfrutaron de paseos hasta los lugares secretos de su infancia, donde follaban como conejos, no podía evitarlo, había algo en esa experiencia que despertaba unos instintos que estallaban por la proximidad de la regla.

Él terminaba molido, contento, pero agotado.

Ella no, por eso reclamaba más cada noche y él hacía lo imposible por complacerla, procurando hacer el menor ruido posible, aunque ella habría deseado chillar como una loca, pues todo su cuerpo hervía como una olla a presión.

Todo iba bien, no podría ir mejor.

Hasta esa noche.

No entendía cómo podía temblarle tanto la mano… las dos manos, en realidad… ¿o era todo su cuerpo?.

Su garganta tuvo un espasmo y el olor, ese olor regresó, mezclado con la bilis, dejándole un regusto amargo.

Había quien decía que las rubias se divertían más.

Quizás era verdad.

Quizás también era una maldición en ocasiones.

Su cabellera rubia, sus ojos de un azul profundo combinaban con el top de tirantes que dejaba su ombligo al aire.

Notaba cómo se marcaban sus pezones contra la tela, casi dolorosamente.

El botón de sus vaqueros cortos, que apenas cubrían poco más que el comienzo de sus muslos, estaba inservible, apenas aguantaba de un hilo.

Debajo no llevaba nada, ya no.

El interior estaba completamente empapado, lo sabía, lo podía sentir, y la costura le rozaba.

Se lo tenía que quitar, que cambiarse, cuanto antes.

Lo sabía, pero era incapaz de accionar el picaporte, de acceder a ese cuarto, a ese otro mundo donde nada había pasado, donde todo estaba bien, muy bien… casi demasiado bien.

No se lo merecía.

Sintió una culpa intensa, profunda, acompañada de una melancolía extraña por lo que podría haber perdido.

Sabía que no era su culpa… pero, a la vez, creía que sí, que ella era, en parte, responsable.

No sabía qué pasaría cuando cruzase ese umbral, y eso la aterraba.

La culpa, la vergüenza… se mezclaban con otras sensaciones, unas buenas, otras no tanto.

Contuvo las lágrimas.

Ella era fuerte.

Él no.

Si lo descubría, intentaría… intentaría… o, quizás… puede que… y no, no quería, no, eso era algo que ella tenía que solucionar, tenía que pensar, tomar la decisión por su cuenta, descubrir qué era lo real en todo lo sucedido.

Pero, cuanto más pensaba en ello, más confusa se sentía, cada vez le resultaba más difusa la línea entre unas cosas y otras, entre unas sensaciones y otras, entre el choque entre su cuerpo y… y…

Todo había pasado demasiado deprisa para asimilarlo… o demasiado despacio para ese otro sentimiento de traición, ya no lograba discernir si de su cuerpo o si de ella misma.

Como otros días, ella había pedido, casi exigido, que su chico cumpliera con sus obligaciones y él, obediente, lo había hecho, pese a lo cansado que estaba, pues ese día eran fiestas en el pueblo y ella había querido salir a bailar, pese a las reticencias de su novio, que no era precisamente un asiduo a los bailes ni, tampoco, habilidoso.

Al final, Ana había terminado bailando con la mitad de los chicos del pueblo, incluyendo los dos hermanos mayores de su novio, para disgusto de algunas de las chicas presentes, e, incluso, con un pariente maduro, ligeramente achispado, de su pareja, que había aprovechado para sobarla el trasero como quien no quiere la cosa.

No fue el único.

Quizás por eso tuvo que volver a sacar al final a su chico, para quitarle del rostro esa expresión a medias entre dolida y celoso, cosa que tampoco se atrevía a expresar en voz alta por temor a que ella se lo tomase mal, un signo de debilidad.

En realidad, le habría gustado verlo sacar un lado más… masculino, más de marcar su territorio, como quien dice, aunque jamás lo expresaría en voz alta, pues ella misma no quería demostrar tampoco esa cierta necesidad de lo que ahora algunas de sus amigas llamaban masculinidad tóxica.

Pero, la verdad, a veces echaba de menos un poco más de… de eso.

Eso sí, a su regreso a casa, se puso a tope, se esforzó mucho por demostrarla lo mucho que la… quería… y lo hicieron dos veces antes de que el cansancio lo rindiera, por mucho que intentaba demostrar que podía hacer más, que la podía dar más… como una especie de muda súplica a la continuidad de una relación que él veía insegura con una hembra como Ana.

Era super tierno cómo luchaba, cómo se esforzaba.

Pero esa noche no fue suficiente para que ella se relajara, para que pudiera quedarse dormida junto a él, como debería de haber hecho.

Jamás hubiera debido salir de la cama a esas horas, pero lo hizo.

Se vistió, se puso por encima de sus bragas azul marino decoradas con flores ese minúsculo pantalón vaquero y el top cubriendo sus pechos.

Sólo pensaba dar una pequeña vuelta, no pensaba ponerse a buscar un sujetador e incrementar el riesgo de que se despertase y empezasen las preguntas o que se sintiera inseguro, así que salió con lo justo, procurando no hacer ruido, con las sandalias por si al final salía al patio interior.

La luna estaba prácticamente llena.

Por un instante pensó lo curioso que era cuando le coincidía la regla con esos días en que tanto brillaba el satélite de la Tierra en el cielo estrellado, porque allí, sin la contaminación lumínica de la ciudad y con un cielo despejado, se veía con absoluta claridad un cielo lleno de brillantes puntitos.

Su chico había intentado enseñarla alguna de las constelaciones que se veían desde el patio, pero, la verdad, no era algo que la interesase mucho, aunque reconocía la belleza de ese cielo nocturno limpio, con ese poderoso foco que era la Luna y que llenaba de luz la oscuridad nocturna.

Fue entonces, espiando el cielo estrellado, cuando se dio cuenta de que no llevaba el teléfono móvil encima.

Estuvo a punto de regresar adentro.

Hubiera sido lo mejor.

No porque fuera una adicta al móvil, no lo era, pero… bueno… se sentía… era como una incomodidad, una especie de sensación de intranquilidad… pero si volvía, sabía que ya no podría volver a salir, sería demasiado arriesgado, así que no regresó.

Fue andando despacio, paseando por la casa a solas, en medio de ese particular silencio, donde un crujido inesperado hacía que el corazón saltase en el pecho, o ese ruido como de algo cayendo del techo, todo ese mundo de sonidos que suben de volumen cuando el astro rey no alumbra el cielo.

Al final, sus pasos la condujeron hasta el patio.

Bajó los últimos escalones y se sentó un momento al fresco.

A un lado estaba acumulada la madera para el invierno, al otro una zona cubierta en la que había un par de coches y herramientas de labranza.

Algo la rozó la pierna y a punto estuvo de gritar del susto.

Lo que si hizo fue brincar en el sitio.

Sólo era un gato, uno de los gatos que se paseaban por todo el pueblo, entrando y saliendo a voluntad, como si aquello fueran sus dominios y los humanos, una simple molestia que levantaba muros… pero que también les daban comida y mimos, y eso pedía ese gato atigrado, restregándose con el lomo arqueado y la cola levantada, contra las piernas de Ana.

La joven se inclinó para complacer al felino, pero éste miró a un lado y salió corriendo, bufando, hacia las maderas, que usó como escalones improvisados desde los que alcanzar con más comodidad lo algo del muro que separaba el patio de la calle al otro lado.

Quien lo había asustado surgió de la oscuridad del otro lado del patio, con un extremo brillante en contraste con la negrura, un cigarrillo resultó ser cuando la silueta emergió.

Era el padre de su novio, un abogado cincuentón amante de la horticultura, aprovechando un terreno en las afueras que no destinaba a cereal, razón por la que tenía mil herramientas en ese patio y en un cobertizo en otro extremo del pueblo.

Ana aflojó la tensión de sus hombros, aunque, por otra parte, la fastidiaba el tener que compartir ese momento de soledad que buscaba para relajarse y ordenar pensamientos.

  • ¿No puedes dormir? –inquirió el padre de su chico, expulsando el humo del tabaco.

  • No –fue la escueta respuesta de la joven, que no tenía muchas ganas de conversación.

  • No te habrá cansado –le pareció escuchar que decía, más para sí que para ella, mientras tomaba otra calada del cigarro, antes de, acercándose un poco más, ofrecerla, mientras una nueva columna de humo brotaba de entre sus labios-. ¿Quieres?.

  • No fumo –contestó de forma seca, casi despectiva, pues no era ningún secreto que detestaba todo lo que rodeaba al tabaco, incluyendo el desagradable olor que luego impregnaba la ropa incluso de los no fumadores.

  • ¡Ehhhh! –dijo él, alzando los brazos en un gesto apaciguador, mascullando por un lado, mientras por el otro sostenía el cigarrillo con los labios-. Que yo no tengo la culpa.

  • ¿Culpa?. ¿La culpa de qué? –picó Ana.

  • Te mueves muy bien –señaló él, sin contestar a la pregunta.

  • ¿De qué habla? –preguntó, a su vez, la joven, confusa-. ¿Y de qué culpa…?.

  • Conmigo no bailaste –expresó el cincuentón, un poco más cerca de ella, de forma que cuando volvió a liberar el humo del tabaco, la alcanzó e hizo que, por inercia, apartase el rostro para evitar ser alcanzada por la vaharada.

  • ¿Y?. ¿Qué tiene que ver…? –inquirió, sin advertir nada, claro que a esas horas poco se coordina ni se piensa con claridad.

  • Te quiero ayudar –le decía, tendiéndole una mano, a la vez que dejaba caer el cigarro con la otra y lo pisoteaba sin mirar-. Vamos –la incitó, gesticulando a la vez-, dame la mano, cariño.

Casi sin darse cuenta, sin percatarse de nada, le entregó su mano y él tiró de ella, haciéndola levantarse, apretándola contra su cuerpo, momento en que usó su otra mano para agarrarla por la cintura.

  • Bailemos –prácticamente fue una orden, seguida de los primeros compases al ritmo de una música que sólo él parecía escuchar, guiándola con mano firme mientras la otra se aferraba a su cuerpo para que tuvieran que frotarse por narices.

El cincuentón apestaba a tabaco, pero también a alcohol, lo que no le impedía dominar la situación con soltura, como si fuera lo más natural del mundo ponerse a bailar ahí, a esas altas horas de la noche, bajo un cielo estrellado, con la Luna brillando como si fuera un foco sobre ellos, guiando con seguridad y firmeza a la joven sobre el empedrado del patio, poco a poco, cada vez más cerca de la zona cubierta, de esa zona a oscuras que ya no se podía ver desde las ventanas superiores de la casa.

No pensó en ello, sencillamente ni lo pensó.

Se dejó llevar.

Había algo en ese hombre, en esa energía, en esa muestra de voluntad, de poder, de control, de una seguridad en sí mismo tan distinta a la forma de ser de su hijo, que la hizo ceder, dejarse conducir, incluso cuando notó cómo la mano en su espalda descendía hasta su culo.

  • Estás muy buena –soltó, mientras pasaban a la zona a oscuras-. Francamente buena.

  • Gracias –no se le ocurrió que otra cosa decir, mientras el hombre apretaba la mano sobre su culo y aspiraba con fuerza el aroma del cuerpo de la joven, confusa ante la situación, ante esa forma de comportarse del cincuentón, del padre de su chico, sin atreverse a montar una escena y, a la vez, con una sensación extraña, nerviosa, por todo su cuerpo.

No era la primera vez que se encontraba en una situación de esas, con un borracho o un sobón, alguien que creía que podía sacar más… pero ahí, entonces, a esas horas intempestivas, se quedó como atontada, sin saber muy bien cómo reaccionar, sobre todo porque era el padre de su novio, no un desconocido cualquiera que se apretaba y se frotaba contra ella en una discoteca, cosa que, a veces, le hacía gracia y los dejaba un rato antes de cortarles, la daba una cierta sensación de poder… y, también, en parte, porque la gustaba sentirse atractiva, deseada por los hombres.

No era la misma situación, y no sólo porque fuera un cincuentón, también alguna vez, pero pocas, se había encontrado con alguno que había intentado algo, incluso unas horas antes, durante el baile, mientras iba cambiando de pareja como loca, porque solo buscaba disfrutar de una de sus pasiones, bailar… eso y que, en parte, siempre disfrutaba calentando a los tíos y generando un poco de envidia en las chicas.

Eso era diferente, él era diferente.

Era el padre de su novio y, como quien no quiere la cosa, la había conducido bajo el techado, en un patio donde nadie más los podía ver ahora, a unas horas donde nadie más había alrededor.

Por un momento, sintió miedo, se sintió sola, atrapada en algo parecido a un abrazo por ese cincuentón, por ese hombre maduro, de barriga cervecera pero todavía fuerte, que la sujetaba atrayéndola hacia sí, frotándose de tal forma que podía apreciar algo muy duro que palpitaba al otro lado de la tela, contra uno de sus muslos.

Sabía perfectamente lo que era, incluso, por un momento, tuvo la curiosidad de saber si sería como la de su chico, si tendría esa pequeña curva que ni la más intensa erección conseguía doblegar.

Era una barra de buen tamaño, no espectacular, pero suficiente para cumplir, y, en ocasiones, le hacía gracia sostenerla, ver cómo se agitaba entre sus dedos, con esa curva que la hacía imaginar que era como si estuviera inclinada, pensando en el desafío que tenía delante, como si fuera no una barra de carne erecta, sino una extensión de su chico, como si también su pene fuera un pequeño ratón de biblioteca, solo que investigando, ideando, la mejor manera de aprobar el siguiente examen… y ella era la profesora.

No pudo evitar sonreír al recordar esa escena y, a la vez, con una parte de su cerebro cuestionándose si el miembro del padre de su chico sería igual.

Debería de haberlo visto venir, debería de haber cortado la situación nada más empezar, debería de haberlo rechazado con gracia, debería de haber comentado lo cansada que estaba, debería de haber abandonado el patio, dejando al padre allí, debería haber regresado con su novio a la cama, debería… debería…

El maduro la besó.

Cerró sus labios sobre los suyos, haciéndola inclinar el rostro a la vez que pugnaba por meter su lengua en el interior de la boca seca, repentinamente muy seca, de Ana, a la vez que apretaba todavía más la mano en su trasero, como una garra, y, simultáneamente, medio levantándola del suelo y juntándola todavía más contra su propio cuerpo, la otra mano se soltaba de la guía de ese fantasioso baile para ir a la cabeza de la joven y agarrársela con fuerza por detrás, entre sus cabellos, buscando impedir que separaran sus rostros y mantener el beso lo máximo posible.

La violencia del asalto, la ansiedad que se percibía en el hombre, esa urgencia que empapaba sus actos, esa sensación de calor que proyectaba, ese fuerte olor que se mezcló, combinado con el del tabaco y alcohol, en su nariz, casi como si fuera un golpe, fue lo que la hizo, por fin, reaccionar, más que el beso en sí.

Con esos labios pegados a los suyos, con esa gruesa lengua pugnando por infiltrarse, invasora, en su boca, con ese rostro, tan distinto y, a la vez, con un cierto parecido, al de su novio, pegado a su propia cara, demasiado cerca, y esas manos cerrando un círculo fuerte, vicioso, alrededor de su cuerpo, enroscándose alrededor de ella, figuradamente, fue cuando ella alzó sus propios brazos, metiéndose entre medias, palmoteando el cuerpo de ese cincuentón, conminándolo a que cesara el asalto, a que recuperase la compostura, a que recordase quién era cada uno, que conectase de nuevo con el hombre, con el padre de su chico, en vez de con ese otro, ese otro ser ansioso y deseoso de un contacto íntimo que no era posible.

Siguió haciendo presión y su lengua se coló, en parte, dentro de la boca de Ana, tropezándose, torpe, con la suya propia, como si fuera un duelo de voluntades donde las lenguas eran las espadas, mientras sus salivas se mezclaban o, más bien, la de él entraba en la boca de ella, pues de seca que la tenía por la sorpresa, apenas sentía tener casi nada, a la vez que sus labios gruesos se movían, presionando, dominantes, contra los suyos propios, más finos, cuidados y estilizados, porque, incluso en esa situación, lograba medio adivinar, medio sentir, que ese hombre los tenía cuarteados, resecos por la exposición a los elementos y el no nutrirlos con algún cacao como hacía ella.

Tras unos interminables segundos, el beso se cortó, la distancia aumentó unos centímetros entre sus rostros y, algo menos, entre sus pectorales y los senos de la joven, quizás por efecto de ese palmoteo, leve, como no podía ser de otra manera con el padre de su novio, pues no quería tampoco ser demasiado brusca como para generar una escena mayor, o quizás porque él mismo decidió interrumpir el contacto.

Quizás hubiera recapacitado, visto su error, y recuperado la compostura, buscando una forma más o menos ingeniosa de no dejar muy malparada la relación con la novia de su hijo.

Quizás ella debiera de aceptar lo que ofreciera a modo de disculpa, de salida de esa situación, de fingir que todo había sido poco más que un malentendido, quizás atribuible al alcohol, pudiera ser… sobre todo si lo manejaba tan mal como su chico, al que podía emborrachar fácilmente apenas con dos cervezas.

Ella, en cambio, toleraba mejor el alcohol, cuando lo habitual era lo contrario, el que fueran los hombres lo que mejor resistieran la bebida, tanto por constitución como por una tendencia general superior a su consumo.

Tampoco es que ella fuera precisamente una bebedora… generosa… pero, comparada con su novio, tenía más aguante.

En eso estaba pensando, apenas un segundo que pareció eternizarse con esa maraña de ideas atravesando su cerebro a toda velocidad, cuando ese hombre maduro pareció comprender lo alocado de su actitud e inició una nueva fase.

La mano que había sujetado su cabeza liberó la presión en torno a sus rubios cabellos y la dejó caer a un lado, sin que por ello la otra mano abandonase su posición sobre el trasero de Ana, pero cesando el magreo.

Ante sus ojos, observó como ese hombre, el padre de su novio, se relamía los labios, con una chispa en el fondo de la mirada, quizás un reflejo casual de la luz de Luna que hubiera logrado entrar bajo el techado, quizás pura imaginación de la alucinada chiquilla, pero que, por un momento, la recordó la de una película de hombres lobo en donde uno de los seres emergía de entre las sombras para saltar sobre su sorprendida presa.

  • Sé lo que necesitas –fue lo único que dijo, con una voz grave, profunda, antes de añadir, con una deliberada lentitud, con una especie de sádico deleite-… pu-ta.

Antes siquiera de poder comprender el nuevo vuelco de la situación o, más bien, de lo que ella misma se había querido imaginar, ese hombre maduro puso ambas manos en el extremo inferior de su top y lo alzó, dejando sus turgentes pechos al aire, los cuales, por un instante, sintió fríos por la repentina diferencia de temperatura, al pasar de estar cubiertos a estar expuestos, pese a que, realmente, no hacía mala temperatura.

Sin darle tiempo a recuperarse, completamente desconcertada por los sucesos, apenas fue capaz de cubrirse los senos con las manos, de una forma casi ridícula, más una reacción innata que algo pensado, justo antes de que esas mismas dos manos varoniles bajasen acelerada y bruscamente hasta el punto donde un botón cobrizo delimitaba el extremo superior de la cremallera de sus, ahora se fijaba, vaqueros demasiado cortos.

Agarró con ambas manos el extremo superior y, con un fortísimo tirón, prácticamente destrozó la prenda, dejando colgando el botón del short apenas por un hilo de tela, a la vez que la cremallera quedaba abierta de arriba abajo, con la corredera prendida apenas de unos pocos dientes de uno de los carriles un poco por encima del tope inferior de la doble cadena de dientes de la cremallera, facilitando que tirase hacia abajo de la prenda vaquera.

En un momento, la joven estaba completamente a merced del dominante padre de su novio, quizás borracho, quizás no tanto… era difícil de saber en esas circunstancias, viéndose asaltada de una manera que poco podía pararse a pensar, y, mucho menos en esas diferencias que algunos dirían que eran simplemente semánticas.

Ni la propia Ana entendía cómo o porqué su cerebro se empeñaba en esa especie de fuga que creaba con esos pensamientos en vez de buscar una forma de salir del apuro.

Se sentía tonta, con sus manos alrededor de la parte superior de su tronco, intentando cubrir sus glándulas mamarias, en vez de, simplemente, devolver el top a su posición para poder emplearlas de otra forma, como defensa de algún tipo… pero, también, se sentía un poco infantil, como si, una parte de ella, desease descubrir el juego de adultos que se insinuaba detrás de la mirada hambrienta de ese hombre mayor, de ese maduro del que manaba esa sensación de dominio, de autoridad, de… de sexualidad primitiva.

Hubiera podido hacer eso, todo eso y mucho más, como ponerse a gritar como una posesa, cosa que, posiblemente, despertaría a media casa, o puede que no, pero, seguro, o casi, habría detenido el avance de ese hombre poseído por esa especie de lujuria desenfrenada.

En lugar de eso, se quedó quieta, en el sitio, casi como si estuviera hipnotizada, sometida al poder de esa mirada hambrienta, dura, salvaje, tan poderosamente masculina de una forma muy primitiva que, sin embargo, parecía tener un punto que llamaba poderosamente la atención de una zona de su mente, como si parte de ella tuviera unas ganas locas de descubrir hasta dónde podía llegar ese juego, ese peligroso juego que, realmente, sabía que no era tal… al menos, otra parte de su confundido y bloqueado cerebro.

Ni corto ni perezoso, el hombre agarró con una de las manos la braga de Ana, retorciéndola entre sus dedos y, de un tirón fuerte, decidido, salvaje, la desgarró y se la arrebató, destrozada, rota entre sus dedos, llevándose la prenda hasta el rostro para, sonoramente, aspirar su aroma, casi como con deleite, asomando una mueca lobuna a su cara cuando dejó caer la mano a un costado y la prenda íntima se deslizó entre sus dedos para ir a caer al suelo envuelto en las sombras.

  • Huele que alimenta –susurró, como si saborease cada palabra, prácticamente babeando, sin apartar los ojos de su presa, que asistía estupefacta a esa transformación del hombre que era el sensato padre de su novio a esa especie de cazador, esa especie de, una vez más se lo recordó, hombre lobo, salvaje, depredador, ansioso por hincar los dientes en esa joven que tenía ante él.

Ana supo que se refería a la humedad que seguramente tenía su destruida prenda íntima, tanto por las fechas de su ciclo menstrual como por el haber estado practicando el sexo con su chico apenas un rato antes, como porque, aunque nunca lo admitiría públicamente, había algo en esa situación, en esa forma animal de comportarse de ese hombre, que la inducía una cierta excitación, no porque deseara nada, sino por… bueno, no sabía expresarlo en ese momento.

  • Quiero verte –ordenó, tajante.

La joven no supo qué hacer, quedándose quieta como una estatua.

Vio venir el golpe, pero, por alguna razón, fue incapaz de reaccionar, de alzar la mano para detenerlo o, cuando menos, haberse inclinado para no recibir el impacto tan directamente.

El tortazo la hizo tambalearse, pero, también, la hizo reaccionar, despertar de esa embrujada ensoñación que la había sometido en silencio a la desvergonzada prepotencia masculina desarrollada por el jefe de la familia de su chico.

  • Quiero verte ya. Ahora –determinó, imperioso, el lobo, el cazador ansioso, brutalmente animal, que tenía enfrente, con un dedo alzado, acusador, de la mano que no había impactado contra esa femenina cara.

  • Vete a la mierda, cabrón de… -espetó la joven, rabiosa, recuperando el control de su propio yo.

Lo siguiente fue un torbellino, como si alguien hubiera abierto las puertas de una presa de par en par.

En el momento en que ella dijo esas palabras e intentó cubrir de nuevo sus sensibilizados pechos con el top, él saltó hacia delante, más veloz de lo que habría podido imaginar en alguien de su edad y con esa constitución tan alejada de los fanfarrones de gimnasio, todo músculo y poco… arriba.

Otra sonora bofetada cruzó el rostro de Ana, a la vez que, como si tuviera mil manos y no sólo dos, el padrazo de su tímido chico, la arrebató no sólo el control de la prenda del torso superior, sino que, además, se la sacó por la cabeza y la tiró a un lado, antes de propinarla otro par de tortazos en la cara, que la hicieron sentir cómo la sangre se agolpaba en sus mejillas, momentos antes de agarrar una de sus muy sensibilizadas tetas y apretársela con una fuerza animal, furiosa, vengativa.

Casi retorció su pecho, haciéndola gemir de dolor.

Tiró con fuerza de sus cabellos, estirando tanto su melena hacia atrás que no tuvo otro remedio que poner la cara mirando al cielo, o, mejor dicho, a la oscuridad del techado, momento que aprovechó su varonil asaltante para morder, más que besar, su cuello, con un deseo desatado y perverso.

  • Por favor, no… -gimoteó, con voz estrangulada, con la garganta en tan incómoda postura.

  • Te voy a enseñar respeto, zorra de mierda –le insultó el hombre, poseído por una especie de locura que hacía temblar su voz, rabiosa-. Te voy a dar lo tuyo… y me lo agradecerás, pu-ta.

La empujó y la chica, tambaleándose, moviendo los brazos para no perder el equilibrio, se encontró en la oscuridad con una silueta que parecía emitir gruñidos y, a la vez, emitía una especie de tintineo, cosa que, después, relacionaría con el cinturón.

De nuevo saltó sobre ella, que quedó atrapada contra uno de los coches allí aparcados, mientras un gato, sorprendido mientras espiaba desde debajo o, simplemente, despertado de una pequeña siesta, se escabullía entre sus tobillos, produciéndola una extraña sensación al contacto con ese pelaje.

La boca del hombre se enganchó en sus pechos, lamiendo y besando, alternativamente, primero una de sus tetas, luego la otra, cuando no buscaba, hasta metérselo en la boca, el pezón que coronaba cada glándula mamaria y lo estimulaba como si de un bebé grande y ansioso se tratase, chupándolo como si quisiera extraer una leche que no tenía, y, en venganza por no obtenerla, luego le mordía sus muy sensibilizados pezones, retorciéndoselos después con esas manos que parecían estar en todas partes a la vez.

El maduro magreaba sus tetas sin parar, amasándolas, retorciéndolas, pellizcándolas, besuqueándolas, lamiéndolas, … acometiéndolas de mil maneras pero, a la vez, y casi sin que pareciera haber separación temporal, sometía el trasero de la chica a un fuerte manoseo, entre medias del frío contacto con la superficie del vehículo sobre el que la joven se apoyaba y el intenso calor que parecía surgir de esas manazas de gruesos dedos.

Pero es que, también, era capaz de meter sus manazas por delante, atravesando la rajita de la chavala, abriéndose paso entre los pliegues de la concha que daba forma al acceso al interior de su coño, jugando y separando sus labios vaginales, sacando a relucir el recientemente estimulado clítoris, que su novio y el momento de su ciclo menstrual habían dejado extremadamente sensibilizado de forma que el roce de los dedos de ese hombre maduro la hicieron sentir unos escalofríos por todo el cuerpo y uno sudores que combinaban con una calentura interior, como de un horno que se ponía en marcha, dentro, muy dentro de su cuerpo, abriéndose paso hacia su abdomen y… y hacia el punto que era, a la vez, entrada y salida de su volcánica energía.

Pese a su anterior arrebato, Ana se veía otra vez abandonada ante la imperiosa masculinidad del que podría llegar a ser su suegro, que parecía un animal salvaje desatado, dominante, que parecía tener sus manos en mil sitios a la vez, poseídas por una lujuria desenfrenada.

Por momentos, agarraba con fuerza su cabellera y se la lanzaba hacia atrás para poder lamer su cuello o, simplemente, practicar esa especie de mezcla entre mordisco y beso casi succionador.

Otras veces, tiraba de su cabeza hasta que sus bocas se juntaban y, esta vez, dejaba que la lengua invasora penetrase hasta el fondo de su cavidad bucal, intercambiando saliva de una boca a otra, aunque ella se negaba a hacer lo propio y su lengua se quedaba en su sitio, sin demostrar el apasionado interés de su equivalente masculina.

Luego, esa misma boca, repasaba su cuello con labios y lengua hasta alcanzar el espacio entre sus tetas, donde se frotaba con la barba de tres días, que picaba al rozar sus delicadas ubres, justo antes de dirigirse, como si de un ataque relámpago se tratase, hasta uno de sus pezones y metérselo dentro de la boca, succionándolo con fuerza antes de atraparlo entre los dientes y tirar de él hasta hacerla daño, un dolor que pugnaba en potencia con el que, simultáneamente, le provocaba en el otro pezón con los dedos que enganchaban y retorcían, con fiereza animal.

El castigo que sufrían sus pechos era prácticamente constante, amasados de forma brutal, por momentos retorciéndoselos en parte, pellizcados con energía o, simplemente, manoseados, magreados con pasión viril.

Y, sin pausa, esas mismas manos eran capaces de arrasar la rajita de su coño, estimulando su clítoris a lo bestia, estirándolo entre la yema de sus dedos, o masajeándolo con el canto de la mano antes de introducir uno de esos gruesos dedos en la lubricada entrada al caliente volcán que estaba despertando entre las piernas de la joven, un volcán que no estaba dormido gracias al uso que el hijo de ese hombre le había dado un rato antes.

Había algo en imaginarse penetrada por el padre de su novio que la excitaba de una forma absurda, grosera, viciosa y loca.

Se mojaba sin poderlo evitar.

Eso la hacía sentir culpable… un momento.

Después, ese hombre volvía a imponer su voluntad y a generar que su propio cuerpo la traicionara.

Hubo un momento, mientras la magreaba una teta y mordisqueaba el pezón de la otra, que la habilidosa mano que gobernaba su entrepierna, que recorría su rajita de un extremo a otro, que hacía sacudir los cimientos de su sexualidad con la estimulación de su clítoris, que uno de sus gruesos dedos alcanzó su ojete, la entrada a su ano, y presionó, empujó con fuerza, más y más… y más… hasta que entró parte de la primera falange, invadiendo el reducto que pocos habían llenado.

Detestaba ser usada por ahí, lo odiaba, pero, a veces, había cedido, unas pocas y humillantes veces.

  • No, por ahí no, por favor –suplicó con un hilo de voz, una voz que la temblaba, que casi no podía reconocer.

  • Al final, me lo suplicarás –se jactó él, hablando sin educación alguna, por la comisura de los labios, mientras tenía uno de los senos de la joven dentro de su lobuna boca.

Pero sacó su dedo del agujero posterior de la chica y ella, interiormente, se lo agradeció.

Él debió de intuirlo, porque guio una de sus manos hasta algo que llevaba tiempo pugnando por salir a escena.

Rodeada por la mano de la joven, una palpitante, gruesa y caliente, muy caliente, polla, creció todavía más, liberada de la opresión del pantalón y calzoncillos.

Quizás eso la excitó, no hubiera sabido decirla, por toda esa acumulación de sensaciones y sentimientos que la embargaban, sólo supo que sí, que notó con claridad, simplemente al tacto, que el miembro viril del padre de su chico también tenía esa misma forma, con un ligero arco que la hacía desviarse un poco a un lado, algo que, una vez dentro, realmente no tenía mayor importancia.

Lo que también notó, de nuevo al tacto, es que parecía más grande y más gruesa que la de su novio, no mucho más, pero sí lo suficiente como para que lo apreciara y, una parte en su interior, se preguntase si podría lograr que alcanzase esa misma magnitud… quizás con más… entrenamiento… quizás…

  • Tú misma la meterás… -oyó que susurraba, disfrutando del cuerpo de la joven y del contacto de su tronco de encendida masculinidad con la manita de la chica.

  • No, no lo haré –se opuso ella.

  • Lo harás, zorra… lo harás… -confirmó él, sin duda alguna en su viril voz.

Y, mientras, el asalto del primitivo animal en que se había transformado el hombre que era, a la vez, el padre de su chico, continuaba, masturbándola sin descanso, acariciando su concha en toda su longitud, estimulando entre sus dedos los labios vaginales, estirándolos entre medias de las gruesas extensiones dactilares de sus manos, cuando no estaba hurgando dentro de su coño, a veces con un dedo, otras metiendo dos, incluso tres por momentos… y acelerando el incesante fuego al que sometía su clítoris, estimulándolo sin descanso, liberando ráfaga tras ráfaga de incesantes y excitantes oleadas de calor y hormonas por todo su cuerpo, de escalofriantes descargas que hacían que toda ella temblase de emoción mientras la otra mano y la boca de ese hombre, de ese cazador, se demoraban en las tetas, esos pechos idénticos pero, a la vez, diferentes, uno gobernado por una mano que lo sobaba sin piedad, con fuerza y energía, estrujándolo y retorciendo su pezón a la vez que el otro seno era sobeteado, relamido, besuqueado y, por momentos, mordisqueado, especialmente el sensibilizadísimo pezón… todo antes de que se intercambiasen puestos y la teta castigada por la mano fuera entonces la asaltada por esa boca, por esos labios, por esos dientes y, sí, también por esa lengua… y la otra glándula mamaria fuera entonces forzada al límite por la presión angustiosa a la que esa mano la sometía entonces.

Se corrió como una loca.

Fue, casi, inesperado, mientras él mordía un pezón por un lado y el otro se lo estiraba al máximo entre sus dedos, a la vez que la otra mano se dedicaba a estimular con la yema de dos de sus dedos el clítoris mientras su grueso dedo corazón se movía lentamente a lo largo del comienzo de su vagina y los otros dos dedos revoloteaban entre los pliegues vaginales a los lados.

Fue una descarga tan rápida, tan intensa, un orgasmo tan bestial, que también se meó encima, poco, pero unas gotas se la escaparon de forma vulgar y humillante.

Y lo hizo, porque lo necesitaba, porque sabía que no tenía otro remedio, porque no había alternativa real.

Agarró con fuerza esa endurecida barra de carne y la dirigió hasta el agujero que se abría en su entrepierna, el centro exacto de su sexualidad femenina, el punto por donde la calidez de su interior se derramaba transformada en un húmedo lubricante que facilitaba el camino a su masculino invasor, que entró de un empujón en cuanto colocó la globosa y, se imaginó, sonrosada cabeza bulbosa, en la entrada de su vagina.

Pudo sentir cómo esa enhiesta barra de carne, de brutal masculinidad, la atravesaba palmo a palmo, vibrante, palpitante, una lanza térmica que emitía un estimulante calor a la vez que se acoplaba a su interior como un dedo a un guante, casi mejor que la de su propio hijo.

  • Te dije que lo harías… -dijo él, cuando toda su embrutecida polla estuvo insertada hasta lo más profundo de la vagina de Ana, pegando contra su útero- eres y siempre has sido una puta. Lo supe desde el primer día que te vi.

No dijo más.

Ella tampoco.

No fue capaz.

Sólo emitió un gemido cuando él comenzó a bombear, a mover esa endurecida barra de carne por su interior, una y otra vez, arriba y abajo, más y más adentro, arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra y otra vez, más y más… cada vez como si fuera capaz de entrar más y más profundamente, dilatando su vagina para que se adaptase a la gruesa circunferencia de la erecta máquina viril, que llenaba sin parar, sin detenerse, una y otra… y otra vez… y otra… inundando el sexo de la joven sin piedad, haciendo que sintiese cada palmo, cada fragmento de superficie venosa de esa pulsátil bestia que la penetraba, que la llenaba una y otra y otra vez, como una barra de carne endurecida que se hinchaba con vida propia en el interior de su cuerpo, de su sexo, moviéndose adelante y atrás, una y otra y otra vez, impulsándose con furia hacia arriba, más y más… hasta casi hacer que sintiera que podría romperla por la mitad e inundar directamente su útero, clavándose más y más, con más fuerza, presionando más y más… y más…

El asalto a sus tetas se incrementó, ahora con las dos manos.

Se las agarraba a la vez, presionándolas, sobándolas, estrujándolas, a la vez que la boca iba, ansiosa, de una a otra, como si quisiera probar suerte una vez tras otra, por si, por fin, pudiera conseguir que manase leche de esas castigadas glándulas y, al no conseguirlo, se vengaba mordiendo esos pezones, estirándolos entre sus dientes… para, después, besarlos con avidez y lamerlos con la punta de la lengua, como si pidiera perdón… justo antes de pasar al otro seno y repetir la operación, pero sin dejar de toquetearlas ni por un momento, completamente obsesionado con las dos tetas de la novia de su hijo.

Un chaval que por suerte no estaba allí… que no estaba para ver cómo su padre le clavaba su tronco fálico a su chica, más y más profundamente, contra ese coche, empujando más y más fuerte, más y más adentro, con más y más energía, lanzando toda la fuerza que podía desde las caderas, montando a la joven sin piedad, sin preservativo, a pelo, al natural, de la forma más salvaje posible, metiéndosela más y más, más fuerte, más duro, más profundamente… con esa barra de carne llenándola una y otra y otra vez, con una vida propia que palpitaba como si quisiera gritar y escupir en su interior toda esa acalorada energía que la hinchaba más y más cada vez, a la vez que esa endurecida polla se clavaba más y más, moviéndose en ese agujero oscuro y húmedo, caliente tanto por dentro como por fuera, sobre todo por esa virilidad que lo inundaba una y otra y otra vez, más y más cada vez, más adentro, más fuerte, más arriba, más y más… empujando más y más… más adentro… más arriba… más fuerte… más… más…

Estalló.

Con un mugido más propio de un toro que el aullido que hubiera esperado, Ana sintió cada descarga que se liberaba en su interior, mientras el cincuentón se apretaba contra ella, dentro de ella, empujando con toda la fuerza que le restaba, arriba, más arriba, apretando, más y más… vertiendo chorro tras chorro, oleada tras oleada de esperma, de la cálida y espesa semilla que recubría ahora toda su vagina y que brotaba contra su útero, intentando buscar la forma de entrar y preñarla, el objetivo innato del semen, de cualquier semen… pero, en ese momento, el del padre de su novio, del hombre que la había penetrado, que la había dominado, humillado, forzado, violado… y al que había guiado a su interior con su propia mano después de tener un orgasmo.

Más avergonzada de lo que jamás habría podido creer posible, resistió el impulso de vomitar mientras el hombre seguía empujando más y más… un poquito más… y más… hasta que la última gota de su esperma se vació dentro de la chica, haciendo que, cuando extrajo su engrosada polla, parte de ese esperma se escurriera por el agujero de su coño, mojando su entrepierna y parte de sus muslos.

Sin mediar palabra, el hombre agarró su short vaquero y se lo subió, colocándoselo de cualquier manera, de forma que se quedó impregnado de la humedad que seguía brotando de su interior, una mezcla entre líquido seminal y la propia humedad del interior de su coño.

Agarrándola de lo alto de la cabeza, empujó hacia abajo.

Ana no se resistió.

Se dejó caer de rodillas.

Sabía que tenía que hacer.

Ella misma se metió la, todavía endurecida, barra de masculina virilidad, dentro de la boca, saboreando, sin pretenderlo, esa mezcla de los restos del esperma y los flujos de su propio interior.

  • Chupa –ordenó el hombre, el macho que es noche había sustituido al padre de su novio para convertirse en el cazador que la había montado como un animal salvaje.

Y chupó.

Se tragó el tronco fálico, metiéndoselo todo lo que fue capaz, intuyendo que cualquier otra cosa habría provocado que forzase la situación.

Tenía razón.

Después de un rato lamiendo, repasando con su lengua y sus labios buena parte de la longitud de la, todavía, endurecida masculinidad, para él no fue suficiente y, arrinconada como estaba contra el coche, la agarró por detrás de la cabeza y comenzó a bombear, metiéndola su embrutecida virilidad hasta el fondo de la garganta, haciendo que tuviera arcadas y llenando el silencio de la noche de una mezcla de gorgoteos, gimoteos, sonidos de chapoteo, quejidos y, también, gemidos de placer por parte de él, mientras clavaba más y más esa endurecida polla, que, nuevamente hinchada, palpitando de nuevo, fue creciendo poco a poco, más y más, a lo ancho y a lo largo, más y más, ocupando cada vez más espacio de la cavidad bucal de la joven, que sentía que se asfixiaba por momentos, con la boca dolorida por tener que mantenerla tan abierta y la garganta reseca, pese a que no paraba de babear, aunque buena parte se iba deslizando hacia fuera, empapándola el mentón y, en su caída, incluso sus tetas.

Él siguió forzando, más y más cada vez, haciendo que hasta su nariz no tuviera otra cosa que oler que no fuera ese sexo fuerte, intenso, ese olor a masculinidad que la inundaba desde fuera y desde dentro, ascendiendo desde la garganta.

Una y otra y otra vez bombeaba, llenaba su cavidad bucal con esa endurecida polla, esa brutal barra de carne engrosada que quemaba en su avance y en su retroceso, tanto por el calor interior como por la fricción y el impacto constante de esa punta globosa contra el fondo de su garganta, una y otra y otra vez, más y más… y más… y…

Y de nuevo, con un gemido profundo, gutural, de intenso alivio, empezó a verter su lefa, con el pene palpitando y soltando chorro tras chorro directamente al fondo de su garganta, obligándola a tragárselo todo, sin rechistar, sin posibilidad de elección.

Pese a sus gimoteos, sus arcadas, su asfixiante invasión no cesó hasta que no descargó hasta la última gota, estrujando hasta sus huevos para no dejarse ni la más diminuta gota de esperma sin soltar dentro, casi toda directamente en su garganta, pero el final sobre su lengua, haciéndola mantener la boca abierta, como si estuviera diciendo “AAAAA” ante un médico para que revisase su boca, salvo que, esta vez, era para que no desperdiciase ni la más minúscula muestra de la lefa de ese cincuentón maduro.

  • Te dije que sabía qué necesitabas para… descansar… a él le falta práctica… pero ya está solucionado, con esto podrás dormir… hasta mañana… pu-ta.

La despidió como si allí no hubiera pasado nada, empujándola hacia las escaleras.

Sólo en el último momento, Ana recordó su top, pero no se atrevió a regresar abajo.

No hizo falta, él se lo lanzó de entre las sombras, riéndose mientras encendía otro cigarro.

De las bragas nunca más se supo… ni quiso saber.


¿Qué opinan?.

¿Violación o infidelidad?. ¿Infidelidad o violación?.

Un asunto complejo.