Caso sin titular XXXIV: la cultura del río Mara
Una nueva víctima de abuso sexual acude a la consulta del Doctor para contar su traumática experiencia.
Un nuevo e impactante caso llega a la consulta del Doctor, protagonizado por una joven de poco más de 25 años.
La cultura del río Mara
Raquel nunca imaginó cuánto podría cambiar su vida en un instante.
Llevaba casi tres años sin pisar la playa, desde que acabó la universidad y se fue a compartir piso con su novio, David, y estaba deseando obtener ese tono bronceado, abandonando la blanca palidez instalada en su piel y que tanto contrastaba con su oscura melena, así que lo convenció para tomar parte de esos ahorros que habían logrado acumular y darse el capricho de pasar una semana junto a la playa en la isla de Ibiza, en el archipiélago balear.
Allí conocieron a otra pareja española, Alejandra y Tomás, casualmente también de su misma ciudad, muy cerca de la capital, Madrid.
Él era mayor, divorciado, 38 años, con una barba tupida, pero bien recortada, cuidada, con unos ojos de un azul muy claro, casi transparente, en una combinación que, por sus cabellos oscuros, no podía negarlo, le daba un aspecto muy extraño a su rostro, casi la hacía sentir un escalofrío cuando posaba su mirada en ella,
Alejandra era muy simpática, extrovertida, casi hasta el punto de ser empalagosa, con esa clásica insistencia en un contacto físico muy cercano, abrazando a la menor oportunidad o cogiéndose del brazo como una lapa, ya fuera al propio Tomás, a su novio o a ella misma.
La verdad es que era un poco chocante esa pareja entre una joven de 26 años, apenas unos meses mayor que Raquel, y ese otro hombre de más edad, aunque se conservase bastante bien, pues era un asiduo a los deportes de riesgo y viajaba bastante, sobre todo al norte de África, en donde también, o eso entendió ella, participaba en una ONG.
Esa madrugada no podía dormir, se encontraba en uno de esos días que había algo en su interior que parecía bullir y que, normalmente, hubiera calmado con David, pero habían regresado casi a las 4 y cargaba un exceso de alcohol que lo dejaba fuera de juego, así que, después de un buen rato dando paseos por el cuarto y cansada de los ronquidos de su chico, se puso unos pantalones cortos, el crop top de nudo frontal de profundo cuello en V que tan sexy la hacía sentirse junto con un chal por si hacía fresco, aunque, la verdad, no lo creía, porque todavía hacía calor cuando regresaron de la noche de fiesta.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando se acordó de algo que podría hacer que valiera la pena perder ese rato de sueño y sonrió sin poder evitarlo, imaginándose la cara de su chico si se despertaba y veía que se la había llevado.
Hola –dijo, sorprendida, al encontrarse a Tomás en el ascensor.
¡Ahhh!... esto… hola –respondió, a su vez, el hombre, mostrando, si cabe, estar más desconcertado que ella misma por su presencia allí a esas horas.
Yo… bueno… yo… iba a dar un paseo… no podía dormir –se justificó por pura inercia, sin pensar siquiera en la razón por la que la pareja de Alejandra estuviera también a esas horas saliendo.
Ahhh… ya… yo tampoco… -contestó él, de una forma que llamó la atención de Raquel de inmediato, puesto que la pareció una excusa forzada, montada sobre la marcha, para ocultar otra cosa y que la hizo pensar en qué podría ser.
Iba a dar un paseo por la playa, si quieres… -se ofreció, más por educación que porque quisiera su compañía de verdad.
No, no, gracias. Voy al puerto –pareció casi aliviado, lo que incrementó las sospechas de la joven, acostumbrada a que los hombres buscasen cualquier excusa para estar un rato a solas con ella, incluso sabiendo que tenía novio y, precisamente, esa habría sido una situación ideal.
Hasta luego –se despidió, ya en la calle.
El que no la diese prácticamente tiempo a despedirse y algo en su postura o la mirada huidiza la hicieron incrementar la sensación de que algo raro sucedía y, aunque no se consideraba una persona especialmente cotilla, decidió ir tras sus pasos en cuanto dobló la esquina.
Había algo extraño en su comportamiento, no sabría decir el qué ni, tampoco, la razón que le impulsó a ir tras él, pero lo hizo y callejeó unos minutos antes de vislumbrar el puerto, hacia el que Tomás se dirigía con paso vivo, consultando un reloj de pulsera cada cierto tiempo, algo que también le había llamado poderosamente la atención en su momento y que tenía algo que ver con que no en todas partes había comunicación por móviles y que, además de para marcar el tiempo, contenía una brújula.
Algo así había entendido.
Tomás fue directo a un hombre que esperaba junto a una farola al lado de una puerta metálica que daba acceso a un grupo de embarcaderos donde había un par de yates y varias lanchas deportivas, cruzándose unas palabras y algo que cambió de manos.
Demasiado curiosa, siempre había sido así, pasó de sospechar que tuviera una aventura, que, por las horas y el haber pasado de ella de esa manera antes, pues no es que quisiera dárselas de nada, pero sabía que era bastante atractiva e, incluso, lo había pillado un par de veces mirándola de reojo en alguna ocasión, a imaginarse que había otra cosa de por medio y aceleró el ritmo cuando lo vio atravesar la puerta.
El otro hombre no había terminado de cerrarla, cuando Raquel interpuso su mano, deteniendo el movimiento antes de que encajase y fuera imposible pasar.
Uyyyy… casi no llego –alegó, ante el gesto de sorpresa del hombre, un maduro de piel muy tostada.
No te conozco –su sorpresa inicial fue reemplaza por un atisbo de sospecha y, puede, que de nerviosismo, lanzando una mirada rápida primero al lugar por donde el otro hombre bajaba, sin percatarse de lo que sucedía a su espalda, y, luego, hacia la zona en sombras al otro lado de la calle-. Nadie me había dicho que…
Tomás se lo ha dejado –y levantó la cámara que había cogido antes de salir de su cuarto, usándola de excusa, sin saber muy bien realmente qué estaba haciendo ni qué pasaría después o, siquiera, si ese hombre la dejaría pasar o no picaría.
Ya… -pareció pensárselo, casi podía ver por la forma de entrecerrar los ojos que intentaba decidir qué hacer, así que, movida por algo en su interior, Raquel tomó la iniciativa y depositó un beso en su mejilla.
Gracias, cariño. Enseguida vuelvo –y pasó, dejando al anonadado maduro sujetando con una mano la puerta, sin haber, seguramente, llegado siquiera a una conclusión sobre qué pasaba.
Por un momento pensó que había perdido a Tomás en la oscuridad que cubría la zona cuando bajabas la rampa, pero, apenas un segundo más tarde, vio una sombra saltar más adelante y se aproximó a toda prisa.
La pareja de Alejandra estaba preparando una Cobalt 273 para salir, con movimientos rápidos, precisos, ágiles, cuando se detuvo al verla.
Pero, ¿qué haces aquí? –inquirió, estupefacto en parte, pero, también, con un punto en la voz de enfado.
Lo siento, te he seguido –anunció, como si no tuviera ninguna importancia, encogiéndose de hombros, acercándose más.
¿Y cómo…? –se escuchó el cierre metálico que sellaba el acceso al puerto, lo que hizo que reformulase la pregunta-. ¿Cómo piensas volverte?.
¿Es tuyo? –contraatacó ella, sin responder y todavía sin saber muy bien qué iba a hacer ahora-. No sabía que tenías un yate.
No es un yate, es una lancha –explicó él, mirando, nervioso, su reloj-. No tengo tiempo para tonterías.
¿A dónde vas? –ya que estaba allí, no tenía sentido perder la oportunidad de calmar su curiosidad, aunque, una parte de su mente, la decía que no debería de insistir, que tenía que regresar y dejar el tema.
No es asun… -empezó a contestar de mala manera, pero, se lo debió de pensar, porque adoptó un tono amistoso-. A Formentera.
¿Te vas?. ¿Y Alejandra? –ahora quien estaba confusa era ella.
Es ir y volver. Tengo que recoger una cosa y vuelvo antes de que se levante –aclaró-. Si quieres, te puedo llevar. Las vistas del amanecer son impresionantes –la tentó, señalando con la cabeza la cámara que llevaba.
Ahhh… ya, genial… pero tendría que volver y decírselo a… -había pasado de ser la gata curiosa a convertirse en el ratón de la historia.
En un par de horas hemos vuelto –aseguró-. Además, no puedo dejarte aquí sola, ¿no crees?.
Ya, bueno… -y tomó la mano que él la tendió, ayudándola a subir.
Un par de minutos después, salían a mar abierto a toda velocidad, salpicando la cubierta con el agua de las olas que cortaban a toda velocidad.
En quince minutos tenían la isla a la vista, pero no fue al puerto, en donde se veían luces, sino que bordeó la isla para terminar en el otro extremo ya cuando una tenue iluminación acariciaba el horizonte sobre el Mediterráneo.
Tomás debía de conocer muy bien la zona, porque en unos minutos tenía asegurada la lancha.
Ve hacia allí –señaló- y tendrás unas vistas fabulosas de la salida del Sol. Te iré a buscar cuando termine.
Pero… -protestó la joven.
No-hay-peros-que-valgan –remarcó cada palabra con fuerza, agarrándola ambos brazos y forzándola a mirarlo a esos ojos que daban un punto de miedo-. Y jamás vuelvas a seguirme –concluyó, en un tono que dejaba una amenaza velada en el aire.
La hizo girar sobre si misma y la dio un cachete en el trasero, como si fuera el pistoletazo de salida para que se marchase en la dirección seleccionada por ese hombre que había adoptado un rol posesivo.
Volvió la mirada una vez, pero él se mantenía firme, observando que cumpliera sus órdenes y eso hizo, avanzando a trompicones por la poca luz.
Un poco más adelante se tropezó con una vista ciertamente magnífica, con el Sol surgiendo de entre el suave oleaje y no tuvo más remedio que sacar la cámara y hacer unas cuantas fotos, tan asombrada por el espectáculo y la belleza de las aguas combinadas con el reflejo de las primeras luces de la jornada que, por un momento, olvidó el resto de sucesos.
Hasta que escuchó otro motor, un sonido como de petardeo, constante, pero sin la potencia del que movía la lancha, eso estaba claro incluso para alguien sin instrucción marina como ella.
Una figura oscura, muy alargada y aplanada, se dirigía a un punto por detrás de donde estaba ella, justo en el otro extremo de una línea recta que tuviera como centro la lancha en que habían llegado a la isla.
No pudo evitarlo.
Tenía que ir.
Tenía que saberlo.
Había suficiente luz para caminar sin problemas entre los grupos de roca, unas más grandes, incluso alguna casi de su altura, y otras más pequeñas, que asomaban en algunos puntos y que había que sortear para pasar a las zonas de arena, lo que dividía la costa en varias calas de playas arenosas bañadas por un agua de un tono azulado cristalino incluso a esas horas en que el astro rey no estaba en su plenitud.
De repente, se detuvo y, con el corazón latiéndole desbocado, se escondió tras una de esas rocas solitarias en mitad de una de las zonas arenosas.
Al otro lado estaba Tomás, haciendo señas y dando indicaciones en voz baja, cortas, a través de una especie de walki talki, a una especie de barca de una madera oscura, alargada y que no asomaba más de un palmo sobre la superficie del Mediterráneo mientras se acercaba a la costa, con un grupo de personas en su interior y lo que parecían varios paquetes.
Un motor la desplazaba y, a ratos, parecía que se tirase unos sonoros pedos, demostrando que o bien estaba al máximo de su capacidad o era muy viejo... o ambas cosas.
El hombre al que había conocido en sus vacaciones fue avanzando paso a paso hacia la orilla mientras seguía dando instrucciones en un idioma desconocido, y, con esa innata curiosidad que era incapaz de reprimir, Raquel asomó la cabeza para ver mejor.
De repente, cuando aún faltarían como veinte metros para alcanzar la costa, el aire estalló en gritos guturales y la mayoría del grupo de hombres negros que viajaban en la patera saltó al agua, unos por sus medios y otros empujados a su vez por otros, quedándose en la embarcación tres individuos de aspecto norteafricanos y un par de negros de aspecto hosco.
Apenas tuvo tiempo para registrar nada más en la retina, puesto que los jóvenes negros que habían saltado, salieron corriendo por la playa en todas direcciones, algunos aullando y eso la hizo sobresaltarse y sentir pánico, cometiendo el error de incorporarse, lo que hizo que uno de ellos la viera e, inmediatamente, se lanzase en su persecución.
La joven se dio la vuelta y empezó a correr desesperada, pero no era rival para las largas zancadas de ese atlético varón, que la alcanzó antes siquiera de que se la pasase por la cabeza el gritar o intentar siquiera llamar por su teléfono móvil.
La derribó sobre la arena, haciendo que casi se golpease la cabeza contra una de esas pequeñas piedras que asomaban en ese punto, y la hizo rodar sobre si misma, mientras ella intentaba desembarazarse de él, arañarle y patalear.
Sus cabellos se abrieron en mil direcciones, su chal terminó tirado en cualquier lado, a merced del oleaje y el crop top fue roto con un tirón brutal del negro, que metió una de sus manazas, una mano de piel curiosamente áspera y seca pese a tener una cierta humedad del agua marina, entre sus pechos, a la altura del falso nudo central que cerraba por delante el top con escote en V, dejando sus tetas al aire, al alcance de su salvaje asaltante, mientras la arena de esa playa idílica se metía por todos lados y entre sus cabellos.
Arañó la superficie de la playa para lanzar arena al rostro de ese hombre que tenía encima suyo, impidiendo que se levantase y pudiera escapar, pero atenazó su muñeca a mitad de camino y la arena fue a caer encima de su propio cuerpo, por todo su abdomen y senos, incluso su propio rostro, obligándola a, por un momento, cerrar sus propios ojos, dándole una ventaja de unos segundos que aprovechó mientras parecía escupir palabras sin sentido y la salpicaba con gotas de saliva.
El negro terminó de arrancar el top, destrozándolo, y se abalanzó sobre sus tetas con su boca, comiéndoselas con rabia mientras las parecía querer exprimir entre sus manazas, apretándoselas y retorciéndole los pezones con una furia desmedida, animal, fuera de control.
Raquel sintió cómo la babeaba los senos, mordiéndoselos por momentos o lamiendo sus pezones tan solo un instante antes de atraparlos entre unos blanquísimos dientes que contrastaban con su oscura piel, estirándoselos al máximo, apretándolos entre sus piezas dentales hasta hacerla chillar.
Sus manos se movían con ansiedad, de arriba abajo, de cogerla del cabello y tironear de él hasta el punto de hacerla un daño horroroso, casi como si se lo quisiera arrancar, cuando la quería hacer inclinar el cuello para besarla o lamérselo, cual si de una fruta especialmente dulce se tratara, o para, a la vez, retorcerla con la otra mano el pecho que tuviera más a mano a la vez que su boca besuqueaba y babeaba la otra teta.
La forma de amasar sus pechos, de presionarlos, de abarcarlos para sobarlos sin piedad, sin compasión, sin miramientos, era puramente bestial, animal.
No existía delicadeza en ninguna de las acciones del hombre que la tenía sometida, tendida sobre la playa, medio desnuda, forzada a soportar su asalto indecente, su forma de usarla, de querer beberse sus tetas, como si de un bebé mamando se tratase, justo antes de morderla los pezones o apretar sus pechos entre sus manazas y pellizcarla de una forma brutal, justo entre medias de los chupetones que la daba por el cuello o cuando se lanzaba hacia su cara para besarla en los labios, mordiéndola con tanta fuerza que el sabor a sangre entró junto con su ávida lengua.
Todo era salvajismo y furia, una lujuria salvaje y violenta.
Por momentos, parecía querer explotar sus pechos entre sus grandes manazas, para, al instante siguiente, soltarlas y meter la cabeza entre ellas para lamerlas y besarlas antes de hacer una pedorreta entre medias, riéndose como un desquiciado antes de, cuando se cruzaron sus miradas, escupirla con desprecio en mitad del rostro.
Raquel estaba completamente desbordada por la situación.
Patalear no servía de nada, con él sentado sobre su abdomen, presionando con toda su fuerza sobre su ombligo hasta lograr clavarla en la playa, hundiéndola de forma que prácticamente no podía ni levantar las piernas y mucho menos usarlas para intentar liberarse.
Antes siquiera de que un arañazo pudiera descentrarlo o, quizás, cabrearlo, él lanzaba sus manazas para detener sus brazos, a veces inmovilizándoselos durante un instante, puesto que tenía mucho más interés en apoderarse de sus sensibilizados y torturados pechos, que no paraba de manosear y sobar a la menor ocasión, sin contar con cómo se lanzaba sobre ellos con su boca, como si fueran un auténtico manjar, babeándolos, mordiéndolos, besándolos incluso en alguna contada ocasión y chupeteándolos todo lo que podía y más, todo con cero delicadeza, todo rudamente, usando toda su fuerza masculina con el único objetivo de abusar de ella todo lo que pudiera y ya, sin miramiento alguno.
Sus tetas ardían, las sentía estremecerse a cada momento, atrapadas en una vorágine de pasión animal, pasión de sentido único, el de satisfacer las necesidades de su violador, del hombre que tenía todos sus sentidos puestos en abusar de ella porque sí, porque estaba allí y porque podía, porque era su ley, la ley de la selva, la del cazador, la del que la pilla se la cepilla, como se podría decir vulgarmente.
Sus pezones sufrían especialmente el asalto del negro, que los zarandeaba, los mordía, los pellizcaba, los saboreaba con los labios, los chupeteaba jugando con la lengua o se los metía dentro de la boca y los estiraba succionando como si intentase hacerlos producir esa leche materna que tanto parecía buscar, primero en una de sus tetas y luego en la otra.
Su forma de amasar sus pechos era puramente animal, primitiva, apretándoselos casi como si estuviera estrujando una fruta pulposa para extraerle zumo, y dolía.
Pero a él no le importaba.
Sobaba sus tetas con total impunidad, sabiéndose el macho, el cazador que ha tomado una presa y que considera que puede hacer lo que le plazca.
Y, de repente, alzó el rostro, oliendo el aire y, sin venir a cuento, la soltó un par de fuertes bofetones, que hicieron que sintiera arder sus carrillos.
Medio levantándose, se puso de rodillas y la alzó con facilidad con sus fuertes brazos, girando a la española hasta darle la vuelta por completo, cayendo de frente sobre la arena.
La sorpresa no la dejó tiempo de reacción, aunque tampoco es que hubiera mucho que pudiera hacer.
Tiró con fuerza de su pantalón corto, bajándoselo a lo bestia junto a sus bragas, que quedaron al poco retrasadas, justo al borde de sus muslos, mientras el resto del pantalón era sacado por sus descalzos pies.
Cuando había perdido el calzado, lo ignoraba en medio de ese caos.
Hubiera querido levantarse y salir corriendo, pero sólo logró ponerse de rodillas antes de que el negro cogiera sus bragas de un extremo y las arrancase de un tirón seco.
Supo lo que iba a suceder, lo supo con total claridad, y, en ese breve instante de lucidez, su pensamiento fue para su chico, su novio, durmiendo tranquilamente en la cama del cuarto en Ibiza que ella había abandonado sin necesidad esa noche.
Echo de menos sus ronquidos, hubiera dado lo que fuera porque todo eso no fuera más que una pesadilla y que él la despertara con uno de sus sonoros ronquidos, aunque él alegaba que no era posible, que él nunca había roncado.
No era una pesadilla onírica, era real, demasiado real.
Ese hombre, su asaltante, la agarró por debajo del vientre con su brazo y la levantó lo justo para acomodar la posición a cuatro patas a su propia necesidad.
No supo cómo ni cuándo se había bajado los pantalones, pero lo cierto es que sintió la presión de la gorda cabeza globosa de su miembro viril contra la raja de su coño, y tuvo la total certeza que no tenía la más mínima posibilidad, que no habría escapatoria, que no llegaría la caballería en el último instante.
Con una mano enganchada a su hombro, como si de una garra se tratara, y la otra cogiéndola por el vientre, presionando para evitar que se fugase, que se moviera ni tan sólo un centímetro de la zona donde iba a ser sacrificado su sexo, notó que las lágrimas afloraban a sus ojos, justo en el momento en que él presionó contra su recinto más sagrado, contra el punto exacto donde un agujero daba acceso a su más preciado tesoro.
Su agresor no mostró asomo de humanidad, tan sólo enseñó el lado más salvaje y primario, buscando, sencilla y llanamente, cubrir una necesidad fisiológica, la suya, única y en exclusiva, sin importarle lo más mínimo la joven sobre la cual ejercía su dominio, usándola como si de un objeto se tratase.
Agarrado a ella como una lapa, presionó, presionó con todas sus fuerzas, usando el glande que coronaba su masculinidad como si de un ariete se tratase, impulsándolo contra el apretado agujero del sexo de esa chica blanca a la que pretendía montar como si fueran animales.
Raquel sintió cómo su coño sufría y cómo, al final, su resistencia fue fútil, y esa barra de inflamada carne rompió el cierre que mantenía y atravesó su coño, penetrando en su vagina, dilatándola a la fuerza, haciendo que esa hinchada muestra de virilidad fuera separándola por dentro, perforándola, haciendo que sintiera su paso por el interior, directamente en contacto esa superficie venosa y caliente con los pliegues rugosos interiores de la pared de su vagina, bestialmente inundada por esa polla cavernosa.
El inmigrante africano no cesó su embestida hasta que el extremo de su pene golpeó furioso contra el punto en que la vagina y el útero de la joven se unían, a la vez que presionaba con fuerza por el exterior con el brazo que ceñía el cuerpo de Raquel a la altura de su vientre, hasta casi poder sentir que chocasen, apenas separados por una porción del abusado cuerpo de la chica.
La otra mano, la que se agarraba, clavándose con fuerza en el desprotegido hombro de la española, apretó si cabe aún más, casi como si quisiera ya no sujetarla, sino forzar a que se echase hacia atrás, hacia él, de tal forma que ella misma se clavara todavía más ese grueso pene dentro de su irritado coño.
Apenas la concedió un segundo antes de comenzar a bombear, lo justo para incrementar la sensación de profundidad en la penetración con que estaba culminando el abuso al que la sometía, la intensa violación en esa idílica playa mediterránea.
Gruñendo palabras o frases sin sentido, no estaba segura, pues, para ella, todo eran poco más que ruidos sin sentido, su violento dominador comenzó a follarla como si de unos vulgares animales apareándose se tratase.
Podía notar cómo esa barra de hinchada virilidad se movía, adelante y atrás, una y otra y otra vez, haciendo un mismo recorrido siempre, pero, a la vez, distinto, con sensaciones cambiantes con cada empujón, con la sensación de que nada vena en la superficie de esa embrutecida polla tenía vida propia y palpitaba como si, por dentro del propio pene, hubiera algo en ebullición.
Una y otra y otra vez, el engrosado miembro masculino la atravesaba, llevando una oleada de intenso calor tras otra, dilatando su vagina con esa barra de inflamada carne, que la horadaba una y otra y otra vez, haciendo que se sintiese abierta en canal por la fuerza con que esa dilatada polla atravesaba toda la longitud de su vagina hasta golpear como un martillo pilón contra su útero, apuntando de tal manera que pareciera que iba a atravesarla hacia abajo y salir por su vientre.
Con ella a cuatro patas, totalmente a su merced, sostenida por el vientre con un brazo que la oprimía al máximo, como si quisiera notar él también hasta dónde llegaba con su embrutecida virilidad, y agarrada por el hombro, arañada por la fuerza con la que la tenía presa, el salvaje podía penetrarla a placer, usando toda la fuerza de sus caderas para descargar toda esa potencia en la forma de una embrutecida barra de inflamada carne que la iba quemando por dentro con cada movimiento de empuje, con cada salida, con cada vuelta adentro, una y otra y otra vez, dentro hasta lo más profundo y luego, de nuevo, hasta que sólo quedaba la punta globosa del pene, que era cuando atacaba otra vez el coño de su presa, sometida a las embestidas continuas e intensas de esa inflamada barra de carne.
Una y otra vez... y otra... y otra... no dejaba de entrar y salir, de clavarse más y más, de perforarla con esa tranca, esa gorda y ardiente verga que se infiltraba en su interior, metiéndose cada vez más y más, más y más adentro, más y más caliente, más y más fuerte... sin parar, con un ansiedad animal, con un deseo furioso, penetrándola más y más, forzando su vagina más y más con esa inflamada polla, con esa palpitante y gruesa extensión anatómica de su virilidad, cada vez más y más profundamente, más y más...
Podía sentir con absoluta claridad cómo esa incendiada masa la atravesaba, cómo esa barra de carne hinchada recubierta de venas palpitantes la llenaba, dilatando más y más su vagina, a la vez que empujaba más y más con fuerza, internándose hasta el fondo, más y más cada vez, aunque ella sabía que era imposible, que el útero era el final del camino... pero no, lo que ella sentía era otra cosa, era esa masa de embrutecida virilidad llenándola una y otra y otra vez... y llegando furiosa, mojada y caliente hasta hacer que su propio sexo también se lubricase incluso sin quererlo.
Toda esa forma tan animal de frotarse provocaba una reacción automática de su cuerpo, ella lo sabía y, a pesar de conocerlo, eso no disminuía la desagradable sensación, la humillación completa a la que se veía sometida y el desprecio que llegaba a sentir por ese calor que inundaba su sexo y que no era precisamente ni de la irritación con que inicialmente había recibido las embestidas ni del propio calor que irradiaba la polla de su violador, sino de la reacción natural de su propio coño, que buscaba compensar la situación lubricándose internamente, lo que no hacía sino facilitar la penetración, el movimiento de mete saca, la forma en que entraba y salía sin parar esa barra de carne, esa polla del negro que la estaba montando como si ella no fuera más que un agujero contra el que frotarse.
Una y otra y otra vez esa gruesa verga la llenaba, entrando y saliendo, removiendo su interior una y otra vez, dilatando más y más su vagina, atravesándola una y otra y otra vez, entrando y saliendo, entrando y saliendo, llenando más y más con esa inflamada polla todo el interior del coño de la chica, una y otra y otra vez, entrando y saliendo, más y más fuerte, más y más adentro, más y más... y más...
La liberó del abrazo con que atenazaba su vientre y de la garra que arañaba su hombro, depositando ambas manazas alrededor de las caderas de Raquel, y aumentó la presión, clavando más y más fuerte su embrutecida polla, lanzando gruñidos guturales alternados con gemidos con cada embestida, con cada movimiento de esa caliente verga que la atravesaba una y otra y otra vez al ritmo de unos movimientos cada vez más erráticos, pero, también, más profundos, más intensos, más animales.
Más y más sentía esa carnosa muestra de virilidad inundándola, llenándola una y otra y otra vez, clavándose más y más, metiendo una y otra y otra vez su polla hasta lo más profundo y privado del sexo de Raquel, que aguantaba como podía las embestidas, con las rodillas ardiéndola y las palmas de las manos bajo el nivel de la superficie, profundamente clavadas en la arena de la playa donde estaba siendo violentada.
Más y más presionaba, más y más sentía clavarse cada vez más y más profundamente, con movimientos cada vez más cortos, pero más intensos, más y más... y más... y más... y más... más fuerte, más clavada esa polla, más adentro esa venosa y palpitante barra de carne, más y más... y más... hasta que estalló, hasta que la joven notó cómo brotaba chorro tras chorro, cómo esa espesa masa de lefa saltaba directamente desde el glande del pene del animal que la montaba, una y otra vez, mojando todo su interior, descargándose hasta lo más íntimo de su ser, llenándola hasta que, cuando por fin extrajo su herramienta, empezó a caer sobre la arena un hilillo de blanco esperma, de esa masa caliente y lechosa que era la semilla que el negro que la acababa de violar había depositado bien profundamente dentro de su sexo, por el simple hecho de vaciarse, de saciar un instinto primario, sin remordimientos, sólo en la búsqueda del propio placer.
Allí se quedó, tirada, boca abajo, sintiendo cómo esa lefa se escurría entre los pliegues de su sexo y cómo el agua del mar lamía sus pies, hasta que una forma se interpuso entre el Sol y ella, dejándola a la sombra.
¿Aprendiste la lección? -se mofó de ella Tomás-. Nunca más vuelvas a espiar a quien no debes, niñata de mierda... y has tenido suerte. Otros no serían tan indulgentes como yo. Venga, volvamos a Ibiza y ni una palabra, ¿entendido?.
Sí... sí... -aceptó su ayuda para regresar a la lancha, cargada con unos paquetes que, esta vez, no quiso curiosear.
Sus bragas, el chal y el top quedaron en la playa donde fue forzada.
Para volver desde el puerto, Tomás la dejó una prenda que encontró en la parte de abajo de la lancha, que resultó no ser suya.
Cuando entró en su cuarto, David todavía estaba durmiendo.
Sólo entonces recordó que la cámara de fotos también se había quedado en esa playa, una cámara de más de mil euros, y supo que la suerte estaba echada.
No volvieron a ver ni a Alejandra ni a Tomás después de ese día.
PD: un saludo especial a todos los palmeros. Muchos ánimos.