Caso sin titular XXXII: la chica del vestido verde
Tras una noche de fiesta, una chica es sorprendida en una playa y forzada a participar en otro tipo de fiesta muy diferente a las convencionales.
El nuevo caso del Doctor es una historia trágica en la que un vestido muy especial tiene una particular importancia...
La chica del vestido pistacho
El grupo de amigas se había estado divirtiendo hasta tarde, disfrutando de la vida nocturna de las islas, celebrando el final de curso a lo grande.
Habían aprovechado un vuelo barato para ir desde la Península a las Islas Afortunadas y se habían corrido una buena juerga.
Con su limitado presupuesto de universitarias, se habían recorrido la isla de un extremo a otro e, incluso, habían logrado que las invitasen a una sesión de buceo con delfines.
Y las noches… las noches eran una locura total.
Unas miraditas, un poco de tonteo, algunas incluso dejarse magrear y besuquear y listo, tenían las bebidas pagadas toda la noche.
Eso fue lo que pasó la noche anterior, aunque esta vez Sandra terminó despertándose en una playa, completamente sola y sin saber ni cómo había llegado hasta allí o dónde estaba ni por dónde andaban el resto de sus amigas.
El sol apenas asomaba por el horizonte cuando se incorporó sobre los codos en la arena.
Estaba entre dos dunas, a unos veinte metros del océano, en una zona aislada de esa desconocida playa.
Fue entonces cuando el frío sobre su piel la hizo notar otra cosa.
Que estaba prácticamente desnuda.
De hecho, sólo llevaba puestas las bragas, que se notaba que se habían humedecido esa misma noche, puesto que aún las podía sentir ligeramente mojadas.
Comenzó a rebuscar su vestido, esa elegante prenda que llevaba al salir la noche anterior, regalo de su novio, pero allí no estaba.
¿Se habría metido borracha en el agua y dejó el vestido en algún otro lado que no recordaba?.
¿Sería otra de esas bromas pesadas que a veces se gastaban entre ellas?.
La verdad es que tampoco sería raro, ella misma había dejado el día anterior a Alba, una de las amigas del grupo, durmiendo la mona en la terraza y menudo cabreo pilló al darse cuenta de que no podía entrar y cuando la tocó orinar en uno de los tiestos decorativos.
Lo que tenía claro es que no pensaba volver a cogerse una borrachera como esa, de las que luego ni recordabas que había pasado y te despertabas en cualquier lado.
No, eso se acabó… se lo prometió a si misma en mitad del dolor de cabeza que empezaba a tener, según iba recuperando, poco a poco, la consciencia.
Tenía arena pegada por todas partes… o casi todas, incluyendo su media melena castaña.
Pensó en acercarse de nuevo al agua y lavarse, o, al menos, retirarse la mayor parte de la arena, además de desperezarse del todo, pero luego pensó que sería una tontería, porque tendría que adentrarse un trecho para no recoger de nuevo con su cuerpo la arena que se removía entre las primeras olas, además de que volvería a empaparse las bragas.
No, lo primero era intentar orientarse, ver hacia dónde tenía que ir, o de dónde había venido, y, así, quizás, localizar su vestido, si tenía suerte, porque lo de ir por ahí en bragas como que no era plan.
Seguía dándole vueltas al asunto, entre medias de un dolor de cabeza que, por ahora, se dejaba sentir sólo de fondo, pero constante, creciendo lentamente, cuando su mirada detectó el primer movimiento, justo en por el rabillo del ojo.
Un hombre iba andando, despacio, con pasos pesados, justo al borde mismo donde las olas lamían la orilla de la playa, dejando unas pisadas que eran, prácticamente al instante, borradas por el líquido elemento.
Sostenía en una mano un rollo de papel, posiblemente un periódico, aunque no estaba completamente segura en la distancia, e iba… totalmente desnudo.
Un segundo después otro hombre, de su misma edad, ambos con el cabello plateado que a lo lejos parecen las canas, lo alcanzó, con un ritmo más elevado, y continuaron, hablando de algo que no llegaba a captar en la distancia.
El primero de los maduros alzó la vista cuando su amigo llegó a su altura y posó sus ojos sobre ella, provocando que, instintivamente, Sandra se cubriera los pechos con los brazos e intentase encogerse, avergonzada de su situación y el ser descubierta así por un par de hombres que bien podrían ser mayores que su propio padre.
Antes de desaparecer, el maduro le volvió a mirar, y esta vez no fue él sólo, sino ambos, pues, obviamente, había informado a su amigo de la presencia de la joven entre esas dunas.
Pudo escuchar unas risas amortiguadas según desaparecían de la vista.
Abajo ya no quedaba rastro de su paso, igualada la zona por la que se movieron por la acción permanente del frente marino.
Sandra se quedó quieta un rato, inmóvil, acurrucada, con las rodillas contra el cuerpo, abrazándolas, como buscando desesperadamente exponer la menor parte posible de su anatomía, sintiéndose de repente vulnerable e indefensa, una chiquilla en un mundo gigante, sin atreverse a actuar, a hacer nada que no fuera la simple espera, casi como si estuviera conmocionada al descubrir que ya a esas horas había gente no solo por la playa, sino, seguramente, por las calles que la separaban del hotel donde se alojaba con sus amigas.
Debería de haber estado pensando en rutas, opciones, o, incluso, intentar recordar lo sucedido la noche pasada y, a ser posible, el punto donde había quedado su vestido, pero, en esos momentos, fue incapaz, y se quedó ahí, quietecita, como queriendo camuflarse con el entorno, incapaz de hacer nada de nada.
No fue consciente del tiempo que pasó así, simplemente, de repente, encontró fuerzas para ponerse en marcha, para, poco a poco, deshacer esa bolita en la que se había recogido, y levantarse despacio, para ponerse a caminar cuesta abajo, porque era lo más sencillo, no por otra razón, por hacer algo, nada más.
Era muy diferente el estar ahí, a esas horas, prácticamente desnuda, apenas cubierta por unas bragas que no eran precisamente de las de las abuelas, sino pequeñas y que apenas cubrían lo mínimo, que cuando salía con sus amigas, todo confianza y, sí, un poco de exageración e, incluso, de soberbia por momentos, sintiéndose como si se fueran a comer el mundo.
Ahora, encontrándose allí sola, era la sensación inversa, como si, de repente, el mundo fuera enorme y ella un pequeño puntito a la deriva, sin control, agitada por una marea para quien no era absolutamente nada, sin importancia.
El pasar de sentirse el centro a verse como algo insignificante fue algo que la terminó de despejar, eso y la tiritera que la recorrió cuando ya estaba a mitad de camino de la línea móvil en que playa y océano se confundían y se fusionaban en un baile que duraba posiblemente siglos y que aún se mantendría otros tantos.
Se sentía confusa e inquieta por esos pensamientos cuando un nuevo cambio la hizo detenerse, el regreso de la pareja de maduros.
Como antes había observado, uno llevaba en su mano un periódico enrollado, mientras que el otro esta vez sí portaba algo, un trozo de tela que sujetaba como quien blande un paño sucio.
Era su vestido, el que Sandra supuso que había dejado tirado cerca del punto donde se metiera en el agua y, posiblemente, al salir, entre la mezcla de oscuridad y borrachera, la confusión podía haberla hecho buscar la prenda en el lado equivocado de esa duna y, cuando ascendió lo suficiente, el sopor combinado de alcohol y cansancio de las altas horas terminaron agotándola y haciéndola tenderse a dormir la mona, como suele decirse.
La pareja de maduros giró, con aire sonriente, hacia ella, comenzando el ascenso a su encuentro, toda vez que ella se detuvo, indecisa sobre qué hacer y, en cierto modo, algo descolocada al observar a esos dos hombres relativamente canosos avanzar hacia ella, pues, lo que en la distancia habían parecido cabelleras completamente blancas, en realidad eran una mezcolanza entre ese tono de las canas y cabellos oscuros, sin contar que uno de ellos estaba, ahora podía verlo, parcialmente calvo en la coronilla y, sobre todo, con unas importantes entradas que hacían que su frente estuviera crecida.
Además… iban completamente desnudos, cosa que, pese a que sabía de la existencia de playas nudistas, nunca se habría imaginado en una de ellas, no porque tuviera nada en contra, sino porque no era algo con lo que se sintiese cómoda, tanto el que la vieran a ella como el ver las intimidades de otras personas.
Era todo un espectáculo ver a esos dos hombres ascendiendo a su encuentro, sobre todo porque, pese a que no le resultaban nada atractivos, era innegable que su vista sentía una extraña querencia a mirar donde no se debía, más por simple curiosidad que por otra cosa.
El ver esos penes colgando, pequeños y arrugados, bailando al ritmo del movimiento de las piernas, mientras la bolsa escrotal se mecía, cubierta por densas matas de pelos que, a imitación de los que coronaban sus testas, eran una mezcla de colores, entre negro y blanco, aunque, en éste caso, con mayor predominio del tono oscuro, no sabría decir la razón.
Uno tenía la típica panza cervecera, el otro parecía tenerla algo más controlada y apenas sobresalía.
Por un momento, pensó que los ombligos de ambos hombres parecían ojos sonrientes, de un tono curiosamente rosado.
En comparación, los ojos del rostro de la pareja de maduros tenían un punto más duro, más frío, pese al gesto general amigable y pacífico.
Tenían barba de unos días y, el de la calvicie creciente, mantenía una poblado bigote que recordaba en su estrambótica forma al de…
Hola –pronunció el primero de ellos, cada vez más cerca, cortando sus pensamientos y, de alguna forma, induciéndola a mantenerse en el lugar frente a una vocecilla que había empezado a elevarse y sugerir que diera un paso atrás.
Buenos… días –añadió el otro, que sostenía el vestido de la joven de forma negligente en una de sus manazas, haciendo un pequeño parón al decirlo, como saboreando sus propias palabras, a la vez que la daba un repaso con los ojos que la incomodó.
Sin saber la razón, Sandra se puso en tensión, no era la primera vez que algún miembro del sexo opuesto la miraba de esa forma, pero, en ese momento, encontrándose prácticamente desnuda y a solas, y en ese lugar, un sitio aparentemente aislado y escondido en lo que parecía una playa nudista, la hizo sentirse tremendamente vulnerable y a la defensiva.
Instintivamente se cubrió los pechos, gesto que arrancó unas sonrisas en sus interlocutores, que dieron un paso más hacia ella, demasiado cerca para su gusto, aunque, por educación, lo que sí dijo en ese momento fue:
- Ho… ho… -carraspeó, al darse cuenta de la sequedad de su boca- hola.
El que sostenía su vestido intensificó su sonrisa, ladeándola, lo que hizo que Sandra imaginase que eso sería a lo que algunas personas llamarían “sonrisa lobuna”.
El hombre del periódico lo agitó y rozó su brazo, lo que provocó que se removiera y diese otro medio paso atrás, arrancándole un brillo raro, peligroso, en los ojos, hambrientos de repente.
Una buena juerga, ¿eh? –preguntó ese maduro al que viera en primer lugar.
¿Demasiado alcohol o un poquito de sexo en el mar? –se sumó, lascivo, el otro, que se llevó la mano que no sostenía el vestido de la chavala hasta sus partes y se las acomodó, haciendo que, instintivamente, Sandra bajase la vista allí y contemplase como ese miembro viril se agitaba como por propia voluntad, engordando ligeramente y como avanzando hacia arriba apenas unos milímetros antes de caer de nuevo entre la mata de pelos que cubrían la entrepierna del varón, como queriendo coger impulso antes de botar de nuevo hacia delante.
Apartó la vista con rapidez, pero no la suficiente como para que esos dos individuos captaran el gesto y se mirasen por un momento entre sí, como si pudieran comunicarse telepáticamente, antes de volver sus rostros hacia ella, con unas miradas cada vez más… ansiosas.
Yo no... -empezó Sandra, como si, por alguna razón, debiera presentar una disculpa ante esos dos hombres maduros que tenía junto a ella- yo... bueno... anoche... no recuerdo... a lo mejor...
Demasiados combinados -intuyó el del periódico.
Mi favorito es la absenta con limón -anunció el que llevaba sujeto el vestido, de color pistacho, como si lo que su compañero había dicho fuera una pregunta y no la afirmación que era.
Yo... -cada vez más incómoda, sin saber muy bien dónde meterse, la joven intentaba retroceder y aumentar la distancia que los separaba, pero esos dos hombres parecían tomarlo como una invitación para ascender ellos ese mismo espacio, impidiendo que quedase más de medio brazo entre los tres cuerpos.
Sandra empezó a sudar sin poderlo evitar, dominada por una extraña sensación, como de un hormigueo, que recorría su piel, erizando sus cabellos, con su sistema nervioso activado de una forma nada simpática, sino más bien defensiva, autónoma, inconsciente.
Deberías darte un chapuzón -sugirió el más alto de los dos maduros, pasando un dedo de forma inesperada por la piel de la joven, que se erizó al contacto con esa yema que recogió parte del sudor que perlaba la superficie de su piel, aunque no era precisamente por el calor, no al menos el de la temperatura ambiente.
Ahh... yo... sí... -entreviendo una vía de escape, la chica decidió meterse en el agua y, quizás, con suerte, avanzar en paralelo hasta una zona donde pudiera hablar con un socorrista o alguien que la prestase algo de ropa para llegar a su hotel.
Los dos varones no pensaban lo mismo, y bloquearon el paso.
Ella se apretó si cabe aún más los brazos contra el cuerpo, protegiendo lo más que podía sus pechos de la vista cavernícola y hambrienta de esos dos especímenes masculinos.
¿Es tu vestido? -inquirió el segundo de los maduros que esa madrugada apareciera en su campo de visión, mientras agitaba la prenda a un palmo del rostro de la joven.
Sí -confirmó Sandra en modo autómata.
Te lo dije -anunció el del periódico, como si se tratase de una apuesta entre los dos.
Debe quedarte... fenomenal... muy sexy... -comentó el perdedor de esa imaginaria competición deductiva.
Gracias -respondió ella, por inercia.
Mejor estás sin nada -afirmó el otro maduro.
Playa nudista -dijo, de golpe, el otro, cortando en la garganta de la chica la respuesta que pensaba dar ante ese descaro, que la había empezado a enfadar, eso junto a su situación de incomodidad y como de tener que intentar esquivar a esos dos maduros que la atosigaban como un par de viejos verdes-. Estás en una playa nudista, cariño -extendió sus palabras, a modo de explicación, arrancando una sonrisa torcida a su compañero, que asentía a sus palabras y paseaba su mirada por el cuerpo de Sandra como si de un trozo de carne se tratase y él fuera un posible comprador que valoraba lo que veía, cosa que hizo que no sólo se enfadase la joven, sino que se pusiera colorada, sorprendida también por el tremendo atrevimiento que mostraban ambos varones.
Exacto -confirmó también con palabras el otro, que alargó una mano como una garra, que atrapó uno de los brazos de Sandra y tironeó hasta que se lo extendió, reduciendo la cobertura de sus pechos- y tú no cumples las normas.
Deberías soltarte un poquito, niña, que aquí no pasa nada -corroboró el otro.
Suéltame -se quejó ella, tirando hasta liberarse, viendo que, por un instante, su piel se había quedado más blanquecina donde la había cogido, hasta que la sangre volvió a circular con normalidad y recuperó su tono habitual.
Vaya con la niña, encima de que le traemos su vestidito -se hizo el ofendido el hombre del periódico.
La juventud moderna es maleducada e irresponsable -abundó su amigo, agitando justo fuera del alcance de la joven el vestido.
¡Devolvedme el vestido, pervertidos! -gritó ella, sin poderse contener, harta de esos dos hombres que se burlaban de ella y la atosigaban.
¿Pervertidos? -dijo el más alto, con fingida voz dolida.
Qué niña más cruel -asintió su amigo-. Nosotros vinimos de buenas y ella a insultar y despreciarnos porque somos mayores, seguro.
¿Qué? -descolocada, no sabía muy bien cómo reaccionar-. Yo no... pero mi vestido... quiero mi vestido -no sabía muy bien qué más decir.
Pues ahora no me da la gana -le informó el hombre que, en esta ocasión, fue quien dio un paso atrás, imitando los pucheros de un niño.
Salvo que te disculpes -terció su amigo, interponiéndose entre los dos, como si quisiera mediar.
¿Por qué demonios me tengo que disculpar?. ¡Sois vosotros los que molestáis y no me devolvéis el vestido! -empezó a gritar, furiosa de repente y, a la vez, pensando que montar una escena siempre atrae un público que esa gente querría evitar.
El hombre la golpeó en lo alto de la cabeza con el periódico enrollado.
No fue un golpe fuerte, pero tuvo el efecto de hacerla callarse de golpe, absolutamente sorprendida por ello.
Estaba desconcertada.
Jamás un hombre, nadie del sexo masculino, la había puesto la mano encima, ni siquiera su novio... ni el otro chico con el que estuvo antes... ni tan siquiera sus padres cuando era pequeña, nadie.
Y ahí estaba, ese hombre maduro, de más edad que su propio padre, y la había dado con ese periódico que blandía en su mano.
Por un momento separó los brazos con que se rodeaba los pechos y se llevó una de las manos al punto de impacto, apenas unos segundos tuvo parte de sus senos a la vista antes de que ese peligroso brillo en las pupilas de sus adversarios la indujera de nuevo a taparse con energías renovadas, a la vez que se frotaba la cabeza, aunque no era tanto por dolor como por la propia sorpresa del hecho en sí.
Niñata malcriada -soltó entre dientes el tipo del periódico, con el rostro ensombrecido por una expresión dura-. Puta generación de cristal, que ni idea tenéis de nada.
¿Por qué me has pegado? -se quejó Sandra-. Sois unos...
Cuidado con lo que dices, niñata -advirtió el hombre-. Que no somos ninguno de esos castrados que te miman como a una princesita.
Si quieres vivir entre algodones, vete a la calle de la piruleta con sus farolas de maíz -se burló el otro, por detrás.
¡Sois gilipollas! -se cansó Sandra, harta de esos dos tipos y sus comentarios-. Me largo.
Decidida, avanzó, previendo que el repentino silencio que cayó al insultarlos era la muestra de que tendría el campo libre y que se habían dado cuenta de que no era alguien a quien pudieran manipular.
Si se tenía que ir sin el vestido, se iría sin él, por mucha pena que le diera y las explicaciones que tendría que dar después, tanto a sus amigas cuando regresase al hotel como a su novio al no poder recuperar la prenda de color pistacho.
Ya estaba harta de esas sensaciones, de esa incomodidad que la habían hecho pasar, de esa prepotencia con la que se habían dirigido a ella ese par de hombres que, encima, ni siquiera tenían el sexapil de algunos maduros de la televisión o los que salían en los programas rosa.
Eran unos don nadie, unos tíos del montón, nada especial que mereciera ni un segundo vistazo, y que, encima, la habían hecho pasar un mal rato.
Todo parecía ir bien, había dejado atrás al del periódico, que, incluso, había retrocedido un paso cuesta arriba, quedando tras ella, y el otro parecía que a lo mejor la daría el vestido al final, por cómo miraba hacia su compañero, a espaldas de Sandra, cuando la cosa se torció definitivamente.
Notó un fuerte tirón del cabello, que, pese a no llevarlo demasiado largo, apenas una media melena, la hizo tener que frenarse en seco.
A la vez, el varón que tenía delante, extendió el vestido al aire y lo dejó caer sobre la arena de la duna junto a ella.
Su reacción instintiva fue el revolverse e intentar desembarazarse del hombre a su espalda, pero, mientras lo hacía, una mano fuerte, ruda, callosa, se introdujo bajo la tela y su muslo y dio un tirón fortísimo, quebrando la resistencia de su braga, que estalló, rompiéndose y despojándola de toda protección para su entrepierna.
Fue un momento de auténtico pánico.
Por un lado, intentó cerrar los muslos para que no se cayera el resto de la prenda íntima y la cosa no tuviera remedio, con lo que perdió en parte el equilibrio.
Por otro, tuvo que alzar los brazos, tanto porque debía eliminar la mano que tironeaba de sus cabellos como para mantener el equilibrio.
Entre todo eso, su corazón empezó a bombear febrilmente, mientras un torbellino de sensaciones de peligro y pánico la embargaban, induciendo una nueva oleada de sudor frío en su desprotegida piel, por todo su cuerpo.
Un nuevo golpe con el periódico la hizo doblar las rodillas mientras giraba para desprenderse del agarrón de pelo y terminó cayendo, rodando un corto tramo y rebozándose todavía más en la arena, junto a su vestido, hacia el cual la empujaron hasta tenderla encima pese a que intentó retorcerse y patalear.
Se le pasó por la cabeza que, para ser nudistas, eran muy escrupulosos con el tema de ensuciarse con la arena.
Esas tonterías surgían en su mente, quizás como un mecanismo de fuga de su apurada situación, quizás simplemente porque se la había contagiado un punto de la locura de lo que estaba pasando.
Entre los dos hombres la dominaron, sujetándola pese a sus intentos de revolverse, sobre su propio vestido de tono verde pistacho, y recibió un tortazo como jamás en la vida, cosa que tuvo el efecto amansador que buscaba el maduro al abofetearla con tremenda fuerza.
Perdida, desconcertada ante todo lo que pasaba, ante quienes la rodeaban, se quedó un instante como paralizada, incluso muda.
El hombre que había acertado a contener su desesperado intento de escapar, la sujetaba con ambas manos, como crueles garras, por las muñecas, manteniéndolas contra el arenoso suelo, a los lados de su cabeza, mientras su compañero se tendía sobre ella, esta vez con una erección más importante, bastante impresionante para su edad, o eso se le pasó por la cabeza a Sandra, que no podía hacer otra cosa salvo mirar, como paralizada por el miedo y la sorpresa, como una víctima enredada en la pegajosa telaraña del arácnido depredador.
Ambos varones inclinaron sus cabezas hacia el rostro de la joven, besándola como posesos por todas partes, uno frente a ella, el otro en una posición que resultaba rocambolesca, por lo invertido del plano visual,
Ella giraba su cara, procurando evitarlos, pero le era imposible.
En un momento uno la daba un beso en un carrillo, otro la pasaba la lengua por la frente, entonces ella se movía y lo único que sucedía era por dónde la entraban, que si la apresaban su oreja y tironeaban de ella entre los labios o la babeaban la nariz entera al pasear su boca sobre ella, y eso sin permitirla mover los brazos, atrapados y hundidos cada vez más contra la arena por la férrea presa de unas poderosas manos masculinas, sin que dejase de sentir cómo la erecta verga se agitaba y revoloteaba entre sus piernas, golpeando un muslo u otro o rozando su propia entrepierna, soltando un reguero de un líquido viscoso que se iba adhiriendo por su piel allí por donde pasaba el capullo emisor, dejando un rastro alocado sobre su sudorosa superficie.
Y el cuerpo.
Ese maduro sobre ella, rozándola, pecho contra pecho, barriga contra esa joven y tersa pradera que se extendía desde sus pechos hasta sus caderas, y, sobre todo, un calor sofocante que desprendía, como un metal al rojo vivo que quema todo lo que toca.
Ahora paseaba su lengua por su cuello, como si fuera un sabroso helado que le deleitaba, a la vez que el otro sofocaba sus intentos de emitir algún sonido aplicando sus labios sobre los de ella y presionando hasta introducir su lengua en la cavidad bucal de la chica, invadiéndola y tomando brutal posesión tras una breve lucha contra la propia lengua de Sandra, que apenas pudo enfrentarse ante su musculado adversario.
Notaba cómo la magreaba las tetas sin oposición, con total descaro y pasión, sin reparos, sin cuidado alguno, amasándolas y tomándolas porque podía, un trofeo más para ese masculino cazador.
Indefensa, sin escape a la vista, lo único que Sandra podía hacer era buscar el momento en que dejasen una brecha en su asalto para golpear y huir.
Golpearle en las pelotas, eso siempre funcionaba.
Eso y salir corriendo.
Esa idea pasó a obsesionarla, hasta el punto de no darse cuenta de lo peligroso que era relajarse ante ellos, de mostrar debilidad, de que lo interpretasen como un mudo consentimiento.
Fue como un trallazo.
La inserción del engrosado pene fue bestial, sin los preámbulos de su novio o sus anteriores parejas.
Ese hombre no buscaba otra cosa más que su propio placer, única y en exclusiva.
La oportunidad desapareció como una hoja al viento, lo supo con certeza en ese instante.
Notaba cómo la atravesaba, cómo, con una furia más propia de un animal que de un humano, esa masculinidad arrojó toda su potencia para perforarla, clavando esa gruesa barra de carne muy dentro de ella, abriéndose paso sin piedad alguna, simplemente porque podía, porque había nacido para esa misión, para romper coños, para devorarlos.
Gimoteó desesperada, pese al profundo beso que estaba forzando su cavidad bucal, con esa lengua seca, pero gruesa, que parecía cobrar vida al embeberse de la humedad natural de la boca de Sandra, llenándola de una forma obscena.
Nada de eso detuvo la pesadilla.
Podía sentir cada palmo de esa hinchada y venosa masa de carne según entraba, según iba abriéndola por la mitad, llenando su vagina, perforándola y dilatándola, a su pesar, hasta que era capaz de aceptar la gruesa verga, la palpitante hombría de ese maduro que la tomaba sobre el vestido que su novio la regalara no hacía tanto tiempo, pero que, en esos minutos eternos, pareciera que había sido en otra vida.
Clavaba y clavaba, más y más, perforándola, abriéndola de par en par, inundándola con esa masa caliente, hinchada, incendiada por una lujuria animal insaciable.
La pared de su útero sufrió el choque, el duro impacto que, curiosamente, era también, en cierto sentido, blando, por la textura y la lubricación del globoso extremo de la polla que la montaba, que había llenado su sexo por completo, hasta hacer que sintiera unas absurdas cosquillas cuando toda esa pelambrera que rodeaba los huevos del hombre llegaron para acariciar el exterior de su humillada entrepierna.
Sin preocuparse de nada más, el hombre empezó a bombear, decidido a que, una vez cazada la presa, era la hora de mancillarla, de demostrar que seguía siendo un macho, y que ella era otra muesca más que añadir a las victoriosas legiones de espermatozoides que hervían por salir de unos huevos casi tan calientes como la hinchadísima verga que la chica tenía alojada en su vagina, moviéndose ahora hacia atrás para luego coger impulso y clavarse en furiosa arremetida contra la fina separación que delimitaba su útero.
Entre medias de los furibundos asaltos a su boca y rostro, Sandra veía cómo las caderas del hombre que tenía directamente sobre ella, subían y bajaban, una y otra y otra vez, incluso dejando, en brevísimos instantes, ver esa gruesa barra de carne salir lo justo para poder clavarse de nuevo con más fuerza, cada vez más y más profundamente, inundando su sexualidad de una forma tan primitiva y salvaje que, inconscientemente, la propia joven empezó a lubricar, haciendo que cada estocada fuera más y más intensa, más y más profunda… con su involuntaria ayuda.
Pareció que un perro ladrase, furioso, junto a su oído, no estaba segura, nada tenía sentido en ese mundo patas arriba dentro de esa infame duna.
La polla golpeó con tremenda fuerza, más que todas las veces anteriores, insertándose muy profundamente y quedándose allí dentro, a la vez que su violador la agarraba con sus brazos y la hacía girar, a la vez que, sin que ella lo apreciase antes, demasiado concentrada en cada embestida de esa febril barra de endurecida masculinidad, el maduro del periódico liberaba sus manos, permitiendo que rodasen como si de un cuerpo único se tratase, hasta quedar ella encima de su bestial asaltante.
Su descanso duró poco.
La carne de sus posaderas fue abierta, separados sus glúteos, para, seguidamente, notar cómo un líquido medianamente caliente y no muy fluido, caía entre sus cachetes, a la altura de su ano.
Otro escupitajo siguió a ese primero, porque de eso se trataba, no tenía duda alguna.
De igual forma, tampoco tendría escapatoria, lo sabía con una certeza que la asustó a ella misma.
Porque seguía teniendo un invasor bien asentado, profundamente, llenando con movimientos más cortos, pero, no por ello, menos incendiarios, su coño, atravesándola con empujones secos, duros.
El recorrido era menos entonces, pero la fortaleza de la barra de carne no disminuyó, moviéndose una y otra y otra vez, insertándose muy adentro, con la visionaria cabeza globosa por delante, como si fuera un taladro del que manase un calor que derritiera toda resistencia en su presa.
Esta vez sí que chilló.
El maduro del periódico estiró al máximo su melena, tirando de ella hacia atrás, de forma que su compañero tenía una perfecta visión de unas tetas que empezó a devorar a mordiscos y chupetones.
Notó el dedo, uno grueso, o, al menos, eso le pareció, hurgando y presionando, recibiendo más líquida ayuda de la boca del hombre, hasta que la primera falange atravesó su esfínter anal.
¡Aahhhhh!. ¡Nooooooo!. ¡Nooooooo! –gritó, implorando-. Eso no, por favor… ¡nooooo!.
La putilla ya no es tan altiva –escuchó al que abría con sus dedos su culo, a la vez que se burlaba de ella con una risa sin gracia.
Una sombra se situó frente a ella.
Otro hombre, también desnudo, también nudista, pensó.
Bajaba hacia ella desde lo alto del lateral de la duna que acababa de escalar, seguramente atraído por los gritos y ruidos.
Hubiera podido pensar que estaba salvada, que iría corriendo a liberarla, pero, antes de que estuviera junto a ella, supo que no sería así.
Era más joven que los otros dos, quizás treintañero, pero con las mismas necesidades.
Se iba masturbando ya antes incluso de llegar adonde ella estaba.
Sin necesidad de mediar palabra, de inútiles conversaciones, la agarró por la boca y apuntaló su, ya brutalmente crecida y endurecida, polla contra los labios de la indefensa joven.
Los otros dos hombres, los maduros que primero la habían cazado para sí, ni se inmutaron, no hacía falta, ya tenían su parte del pastel y era hora de compartir la presa con los machos menos afortunados.
El que tenía su tronco fálico dentro del sexo de Sandra, seguía empujando hacia arriba, clavando una y otra y otra vez su calenturienta barra de carne dentro del, cada vez más, dilatado e irritado coño de la joven.
El otro ya tenía dos dedos en su ano, ampliando, a base de esfuerzo y escupitajos, la entrada al agujero que conducía al oscuro submundo del sexo anal.
El tercer macho en discordia la abofeteó, no tan fuerte como los anteriores, pero sí lo suficiente como para que, por la incómoda posición, la sujeción de su cabellera por el sodomita, y los ocasionales mordiscos a sus pezones por parte del hombre que violentaba su entrepierna, su boca terminase cediendo y ese nuevo pene se acoplase a su cavidad bucal, inundándola con ese palpitante monstruo tubular que era u miembro viril, que empujaba y empujaba hasta que Sandra no tenía más remedio que abrir más y más su boca para no asfixiarse, lo que, a su vez, permitía a esa barra de hinchada carne, meterse más y más profundamente, hasta alcanzar la garganta, provocándola unas incomodísimas arcadas.
No fue lo peor.
Eso llegó cuando los dedos abandonaron su culo y la perforadora los sustituyó, entrando a golpes secos, literalmente, porque, por cada palmo que iba entrando, una fortísima torta impactaba contra los cachetes de su culo, alternando el lado cada vez.
La ardía el culo casi tanto por fuera como por dentro.
Por fuera, usada por esas maduras manos como si fuera un tambor, dejando unas marcas que no necesitaba a nadie más para decirle que estaban quedándose en la, normalmente pálida, piel de su trasero.
Por dentro, esa inmensa y monstruosa barra de carne la llenaba cada vez más y más, absorbida por momentos por el propio esfínter anal, que luchaba por mantener la integridad de su sello, a la par que ese tronco viril se insertaba más y más, abriéndola como una lanza térmica paseándose por una lámina de mantequilla.
Su boca emitía gorgoteos con cada embestida, que llegaba a ratos hasta su garganta, haciendo que las arcadas hicieran temblar todo su cuello en tan incómoda posición, sostenida a tirón limpio por el otro maduro que, de una forma alocada, tenía a la vez tiempo para, con su otra mano, irla dando azotes en su trasero, directos y del revés.
Los ojos no la enfocaban, llenos de lágrimas que apenas podían dejar de derramar, mezclándose con unos hilillos de su nariz por la presión del momento, con esa sensación medio asfixiante de tener esa verga entrando y saliendo una y otra vez de su boca, llenándola de su ardiente masculinidad y lanzando al aire restos de las babas, a veces hilos enteros que se desprendían desde la barra de carne que la empotraba oralmente, mojándola tanto a ella misma como al hombre que había sido el primero de todos, el primero en meter su furiosa polla dentro de su joven cuerpo, clavándola dentro del premio gordo del cazador, el volcánico coño que, como hembra, tenía entre las piernas.
Completamente superada por lo que pasaba, ni se daba cuenta de que más curiosos se sumaban al espectáculo, quién sabe si sabiendo que estaba siendo forzada o pensando que podía ser una furcia cualquiera contratada por esos dos hombres de cabelleras parcialmente canosas.
Hombres de todas las edades, incluso alguna mujer, fueron pasando a su alrededor, disfrutando con la visión a veces, otras acercándose para lanzar pellizcos o amasar con desprecio las tetas de la víctima de lo que se había convertido en una fiesta nudista.
Algunos incluso se animaron a pajearse a su alrededor, aunque la pobre Sandra ya ni se daba cuenta, no podría aunque hubiera querido, completamente dominada por las sensaciones de tener tres pollas gruesas atravesándola por todas partes, inundando todos sus agujeros de una forma tan bestial, tan primitiva y animal, que la iban a marcar para siempre.
El primero en correrse fue el maduro que tenía su hinchada polla dentro del coño de la joven.
Incapaz de contenerse por más tiempo, clavó más y más su viril herramienta, excitado por duplicado, tanto por el poder poseer ese premio gordo, esa joven que normalmente estaría fuera de su alcance, demostrando que seguía siendo un cazador, como por la sensación del roce en una de las paredes al moverse simultáneamente su pene y el de su compañero inundando de forma completa coño y culo.
Los chorros que soltó fueron implacables, brotaron en oleadas salvajes, llenando toda la vagina de Sandra de tal forma que, de no haber estado él debajo de ella, se habría visto cómo su polla, que seguía moviéndose, algo más lentamente, pero seguía allí empujando, salía y entraba completamente cubierta de una capa de húmeda y pegajosa sustancia blanca.
Las desgracias de la joven no llegaban sueltas, pues el continuado roce de esas erectas masas de carne palpitante en su interior también hicieron que su cuerpo reaccionara de una forma increíble, indefendible para una parte de su mente después, cuando pudo pensar en ello, pero que la naturaleza automática de ciertas partes de su anatomía hacían inevitable.
Acababa de recibir esa primera dosis de esperma en lo más profundo e íntimo de su cuerpo, el recinto más sagrado de su feminidad, su sexo, cuando ella misma empezó a sentir unas descargas, casi como si fueran eléctricas, manando desde su coño, y, sobre todo, no ya de las paredes de su vagina, sino de fuera, de sus irritados labios vaginales y, específicamente, de su traicionero clítoris, que ante tanta presión y el frotar continuado con esa dominante masculinidad, prendió un mensaje claro que arrebató ese pequeñísimo control que la chica se había imaginado tener.
Como si fuera una línea de pólvora, el incendio corrió y la atravesó de una manera totalmente fuera de control, explosiva, de un extremo a otro de su cuerpo, hasta las regiones más antiguas de su evolucionado cerebro, haciendo que se ejecutase esa instrucción primitiva que regresó arrolladora para transformarse en un fuerte orgasmo, que tuvo temblando su cuerpo lo suficiente como para que los hombres que la disfrutaban, que forzaban al máximo su cuerpo, sintieran que el placer no era sólo suyo, sino que ella misma lo disfrutaba, y eso los hizo insistir.
Pese a tener los huevos vaciados, el hombre que había reventado el preciado santuario de Sandra se reanimó y empujó con renovadas energías, consiguiendo detener el proceso de flacidez que su pene había comenzado, recuperando parte de su grosor y manteniendo la presión dentro del empapado coño de su víctima.
El otro maduro mantenía un intenso bombeo, a golpes secos, profundos, intensos, contra el desprotegido culo de su víctima, sodomizándola a placer, sabiéndola indefensa, disfrutando como un loco de lo estrecho de ese agujero, de las potentes sensaciones al llenar una y otra y otra vez esa ampolla rectal, que supo, sin género de dudas, que había sido muy poco usado, cosa que le daba una perversa satisfacción, junto al gustazo de sentir cómo se frotaban por momentos ambas pollas, la suya y la de su amigo, dentro de la sometida joven.
El tercero en discordia, el hombre que apareciera desde un lateral de la duna, aquel a quien, por un momento, Sandra encomendó mentalmente la misión de salvarla cual un caballero andante, y que, en realidad, acudió como un tiburón ante la sangre de una presa ya débil, se agarró con fuerza a la cabeza de la chica e insertó su tronco fálico todo lo que pudo y más, hasta el punto de que la chica se puso morada por la falta de aire y las arcadas resonaban por su cuello, y sólo entonces empezó a liberar la presión acumulada, vertiendo una gruesa masa de esperma, una lefa caliente y pastosa que la joven se vio forzada a tragar, para inmenso placer del tercer macho, que no cejó, que no la soltó, que apretó fuerte y la sujetó con saña hasta vaciarse por completo, hasta que los huevos le dolieron del esfuerzo.
Cuando esa barra de inflamada carne surgió de la dolorida boca de la chica y su irritada garganta, las toses la acompañaron, haciendo caer una mezcla de babas con el líquido seminal que regurgitó con una de sus últimas arcadas.
Sin dejarla ni un instante de respiro, otra verga ocupó el lugar de la que había abandonado su cavidad bucal, con un cachete no precisamente cariñoso a modo de despedida final.
Estaba tragándose, pese a esa mezcla de toses y arcadas que tenía por su anterior ocupante, el rabo de otro hombre, tan duro y engrosado que tuvo que abrir incluso más la boca que antes, cuando algo la golpeó el costado de la cara, impactando en su oreja y el ojo, una masa blanquecina de esperma que la salpicó de uno de los tipos que se pajeaban junto a ella mientras su cuerpo era forzado al máximo.
Ese fue el momento que escogió el segundo de los maduros que la habían acometido inicialmente, para empezar a soltar chorros de espeso semen dentro de su dilatado y escocido trasero, al que no había dejado de dar tortazos, a cual más fuerte, prácticamente desde que empezó a reventar el culo de la sometida joven.
Mientras la nueva polla llenaba su boca, obligándola a una apertura de la mandíbula que la dejaría unas intensas molestias que la durarían más que la propia penetración, podía captar, incluso pese a lo maltratado que estaba su trasero, cómo el hombre extraía su barra de carne y la utilizaba para golpear la puntita contra su culito, vertiendo las últimas gotas de su esperma sobre toda la zona y parte de la espalda de la joven.
Sin darla respiro, otra nueva polla se clavó en su culo, provocándola retortijones por la renovada violencia con que acometía la penetración, llenándola con una masa gruesa y compacta, una barra de carne tan caliente y endurecida que la forzó a dilatar aún más su ampolla rectal y el propio esfínter.
Pese al asco y la impotencia que sentía, la traición de su cuerpo se repitió.
Al rato un segundo orgasmo la hizo temblar de pies a cabeza, ganándose una ovación de grupo de mirones y pajilleros.
Más lefadas cayeron sobre su cuerpo, por todas partes.
La fiesta que el grupo de nudistas tenía con ella duró una eternidad, pero, al final, se cansaron y se fueron marchando.
Cuando más pegaba el sol, ya no quedaba nadie con ella, ni mucho menos los dos maduros que habían comenzado todo.
Como pudo, se arrastró hasta el mar para limpiar su magullado cuerpo.
Regresó a la orilla para encontrarse su vestido donde había pasado todo, arrugado, sucio, con restos de varias descargar y mucha arena.
Pese a ello, se lo puso, no tenía nada más, aunque casi la hacía sentirse como si fuera desnuda, y se encaminó a su hotel, donde sus amigas apenas se despertaban después de una noche de alcohol y bailes.
Dedicado a esa Musa que...