Caso sin titular XXV: la versión de él.

Cuando todo parecía sencillo, un caso en que la mujer no sabe si ha sido drogada y violada o si fue todo un sueño, llega el protagonista masculino para dar su versión.

El Doctor convoca al hombre que participó en los hechos sucedidos en el vuelo del que su última paciente mostró dudas sobre si había sido drogada y ultrajada o si, en realidad, todo había sido un sueño.

La tarjeta de presentación que la entregó al presentarse ahora está en poder del Doctor y hace uso de ella.

La respuesta al enigma llega con ese hombre del montón, que no destaca, en el que nadie suele fijarse.

Y aquí está su historia, su versión de lo sucedido en...

El vuelo de las 15:10

( la versión de Ricardo)

Antes de embarcar, habló con su familia, entusiasmado tanto porque ya regresaba a casa como porque había logrado firmar ese acuerdo que iba a permitir a la empresa para la que llevaba trabajando más de veinte años el introducirse en el mercado norteamericano.

Estaba seguro que, por fin, vería recompensada su labor con una ansiada mejora salarial y un nuevo puesto.

Tenía que ser así, no podían volver a dejarle a un lado como otras veces, esta vez ya no había ni un amiguete o alguien a quien colocar por una fusión o el hijo de algún directivo a quien meter por la puerta de atrás, esta vez le tocaba a él.

Además, tenían que valorar que, pese a que detestaba volar, se había ofrecido voluntario a ese vuelo trasatlántico cuando el Director General se lo pidió... bueno, técnicamente no es que se hubiese ofrecido voluntario, pero le habían escogido a él por algo, ¿verdad?.

Se lo habían dado a entender.

Esta vez sí, esta vez el ascenso y todo lo que eso conllevaba eran suyos.

Por fin podrían no llegar justos a final de mes.

Desde que se había tenido que hacer cargo de los gastos del cuidado de los padres de su mujer hacía ya casi cinco años la cosa se había complicado aún más, sin contar con los gastos corrientes normales y algún que otro capricho, ya fuera de sus vástagos o de su esposa.

Pero, por fin, eso iba a cambiar, esta vez sí, esta vez estaba seguro.

Así que estaba bastante contento, tanto que ni se acordó de tomarse los ansiolíticos que le había proporcionado un compañero para evitar el estrés y agobios del vuelo.

Y era un la leche de largo, más de diez horas desde Dallas.

Cuando vio a esa morena avanzar por el pasillo casi se le sale el corazón del pecho.

Era una mujer exuberante, despampanante, con una falda de tubo que dejaba a la vista unas piernas de lujo.

Llevaba la cabellera suelta y sus labios... con esa sonrisa y ese tonillo sonrosado eran muy, pero que muy apetecibles.

Qué diferencia con su mujer, esta era una hembra que se cuidaba, un auténtico bombón, seguramente ni siquiera llegaría a la treintena.

Qué cuerpo más perfecto... quién pudiera tenerla... todo siendo justos, una valoración neutral, no es que no quisiera a su mujer, a la que adoraba, pero... quizás si fuera un poco menos mandona... o si no pusiera tantas excusas para no hacerlo... porque casi ya no lo hacían, había semanas que sólo una vez y muy pocas ya pasaban a ser dos y ya el tener sexo tres veces en una semana era casi milagroso.

Unas veces era por los niños, otra por el clásico “me duele la cabeza”, otras por sus padres o porque estaba cansada... y cuando por fin lo hacían, tenía que ser rápido, no sea que les escuchasen los pequeños de la casa.

No era precisamente lo mejor del mundo.

Sobre todo porque él tenía necesidades, y las tenía todos los días, no solamente uno o dos días a la semana. Él quería todos los días, es lo que habría deseado, hacerlo al menos una vez cada día.

Y ahora eso, fue como un sueño.

Ese bombón de mujer se sentó a su lado, en el asiento contiguo, el que daba al pasillo, y no pudo por menos que volver a admirar su cuerpo, esas piernas largas, escandalosas, la forma que podía adivinar de sus pechos... y ese perfume, ese olor embriagador de sus cabellos.

Ese aroma era algo que se te queda grabado en la memoria.

¡Y era española!.

Tuvo la necesidad imperiosa de hablar, de lo que fuera, de poder escuchar esa voz deliciosa, tan suave, tan vital.

Escucharla era una sensación embriagadora que, combinada con ese cuerpazo, hacían que se sintiera muy, pero que muy afortunado.

Incluso la habló de su mujer y sus hijos, enseñándole las fotos, en parte para que supiera que no era el típico ligón pesado y, por otro lado, porque también una parte de su yo interior lo usaba como barrera defensiva, como un escudo frente a ella, frente a esa deseada juventud y belleza, muy pero que muy deseada por otra parte de su interior, esa que seguía viéndose con menos edad de la que tenía y que aún mantenía unos sueños y esperanzas... y que también era la batería que alimentaba su inquietud sexual.

Pero también era realista, dentro de sus propias fantasías paralelas, que iban brotando mientras hablaba con ella, en su fuero interno tenía la certeza de que la diferencia de edad entre ambos, seguramente más de diez o quince años, era el típico obstáculo insalvable, sobre todo para alguien como él, que no era precisamente un Don Juan o uno de esos hombres que están cuidándose o pasando las horas libres en el gimnasio.

Se enteró de que ella, Inés se llamaba, regresaba también de Estados Unidos por un asunto de trabajo, aunque, en éste caso, su empresa era una Universidad, para algún tipo de programa de intercambios o algo así.

La verdad es que prestaba atención a medias, tanto a lo que él mismo decía como a las palabras que salían de los labios de ella, estaba demasiado absorto en contemplar, incluso de reojo, las formas de ese bellezón, y eso sin contar con el delicioso ligero olor que desprendía su cabellera.

Un rato después de despegar, antes de que sirvieran la cena, Inés se quedó dormida.

La suerte, ¡bendita suerte!, quiso que terminase cabeceando sobre su hombro.

Sin poderlo evitar, se excitó, le hizo sentir especial y no pudo evitar sonreír, disfrutando el momento en la intimidad de sus pensamientos.

Fue cuando recordó algo que había olvidado.

Con toda la confusión de la llegada de esa forma angelical que tenía reposando sobre su hombro, no se había tomado las pastillas que tenía para el nerviosismo en el avión, pero, al final por la distracción que había supuesto la llegada de esa mujer, no lo había necesitado.

De todas formas, por si acaso, tomó nota para preparárselo con una de esas botellas de agua que repartían.

Lo de tragar no se le daba especialmente bien, tragar pastillas, así que, en cuanto pudiera, porque lo que tenía claro es que no pensaba despertarla, no iba a desperdiciar esa oportunidad de tener a esa hembra apoyada en él, se acercaría a la zona intermedia y pediría a una de las azafatas algo para machacarlas y las disolvería.

Pero hasta entonces... disfrutaría de ese asombroso placer que se había encontrado por casualidad, esa pequeña alegría en mitad del gris que era el guión de su día a día casi siempre.

Cuando el otro pasajero, el que se sentaba junto a la ventanilla, se levantó para ir al lavabo, fastidió la experiencia, haciendo que se tuviera que apartar para dejarle paso y que Inés se despertase.

La mujer, azorada, se disculpó por haberse dormido y, tan sólo un poco, babeado sobre su hombro, cosa que, en el fondo, él encontró adorable y, sí, un poco excitante.

  • Eee... disculpa, no me he dado cuenta -comentó en voz baja, dejando pasar al tercer pasajero.

  • No te preocupes. En realidad, me ha encantado -la aseguró, lanzándose sin poderlo evitar, con un cosquilleo en la garganta.

  • Ya, bueno... siento haberme quedado dormida -respondió, ignorando su indirecta y cortando por lo sano el incómodo momento-. Creo que también iré al lavabo.

  • Sí, sí, claro -respondió forzadamente, molesto, sin poder evitarlo.

Cuando trajeron la cena intentó de nuevo entablar conversación, pero ella ya no fingía siquiera intentarlo y le daba cada vez respuestas más cortas, monosilábicas, bruscas.

Se sintió enfadado, molesto por el rechazo.

No es que fuera a pasar nada, pero, para una vez que tenía tan cerca un bombón, al menos podía dejarle vislumbrar un poco de ese mundo de color en el que ella vivía y que tan lejano y deseable le parecía.

Intentó pensar en lo que le esperaba en casa, su mujer e hijos, pero no podía concentrarse, sobre todo porque esa picazón de su entrepierna le recordaba que no estaba bien alimentado, que el gris de su día a día ni siquiera era compensado en casa al menos con sexo, no es que pidiera mucho, hacerlo cada día no debería ser algo tan complicado, vamos, eso pensaba él.

Y ahora tenía ese bombón a un palmo de distancia y... y sentía algo muy despierto entre sus piernas, algo que deseaba alzarse y devorar.

Inés pidió una botella de agua, exactamente igual que la suya, aunque en ese momento no prestó atención al detalle.

Hubiera intentado de nuevo entablar conversación, pero estaba cansado, más por la sensación de que de nuevo era machacado por la vida que por la propia duración del vuelo, y prefirió dar una cabezada, cabreado consigo mismo y con la mala suerte que tenía, para una vez que tenía tan cerca una preciosidad como esa, algo que, seguramente, jamás volvería a pasarle.

Se estaba cambiando de posición cuando, sin querer, tiró la bandeja y, al ir a recoger su botella, tiró también la de su vecina.

Recogió las dos, dio un sorbo y cerró los ojos, sin poderse dormir, muy nervioso por dentro, pero, a la vez, dispuesto a fingir que lo estaba para no sentirse aún más incómodo.

Inesperadamente, apenas cinco minutos después, volvía a tener a Inés dormitando sobre su hombro, lo que le hizo abrir los ojos, con el corazón latiendo desbocado, contento y, a la vez, incapaz de moverse, no queriendo que ese contacto se evaporase si se movía aunque fuera un milímetro.

Volvía a sentirse... feliz... feliz y algo más, algo que estaba despertando en lo más profundo, un instinto básico, animal, algo que no solía estar ahí, que hacía tiempo que él había creído muerto, pero que no lo estaba, que, como los rescoldos del fuego de una chimenea, aún tenía la suficiente fuerza como para levantarse y arder de nuevo si le acercaban algo con que prender.

Podía notar como su pene se endurecía, palpitaba, despierto.

Dio las gracias porque nadie más se diera cuenta, especialmente ella, hubiera sido bastante incómodo que notase ese bulto, que se fijase en cómo la tela se tensaba por momentos, con cada agitada presión que su polla generaba al palpitar con esa vida propia, con esa llama interior.

Y, de pronto, casi como si lo sintiera, como si algo hubiera llamado la atención de esa mujer dentro de la inconsciencia del sueño, Inés fue perdiendo la posición, eso y que él ayudó, no sólo no haciendo nada ni despertándola, sino inclinándose para facilitarlo, para que esa cabeza resbalase hasta caer sobre su entrepierna, justo sobre su polla.

Fue una situación tan tremendamente excitante, tan intensa, que creyó que su pene iba a reventar el pantalón por la incesante fuerza que estaba acumulando en su interior, luchando por salir disparada.

Una azafata pasó, se detuvo por un instante, mirando la escena, y algo en la sonrisa que esbozó, significativamente traviesa, le dio a entender que pensaba que esa deliciosa chica le estaba... le estaba haciendo una mamada.

Por la posición desde la que miró la azafata, podía ser, era fácil que se lo imaginase.

Eso y que tan solo miró un segundo, lo justo para hacerse esa idea y continuar su ronda.

Y él también.

También se lo imaginó.

Su polla saliendo por mitad de la cremallera y metiéndose en esa boca, llenando esa cavidad bucal tan húmeda, o, al menos, así se la imaginaba, sobre todo después de haberla escuchado hablar con esa voz tan sedosa, tan seductora... tan femenina.

Soñó despierto, imaginándose cómo sería meterle su palpitante pene dentro de la boca, sujetarla por la cabeza y follársela, follarse su boquita, llenársela con su verga una y otra vez, hacer que tuviera esas arcadas tan excitantes de las películas porno que alguna vez veía para liberar la tensión que su propia mujer no sabía o no quería saciar.

Se imaginó, no podía ser de otra forma, clavando su pene hasta el fondo, llenando esa boca e impactando contra el fondo, en la garganta, llenándola una y otra vez, forzando una mamada a lo bestia en ese silencioso avión... y sólo de imaginarlo se le ponía aún mucho más dura.

Podía notar cómo sus calzoncillos se mojaban con la humedad que manaba de la punta de su polla, como calaba.

Se imaginó con el pantalón manchado, donde ella tenía apoyada la cabeza, imaginó que ella se despertaba al oler su masculinidad traspasando el pantalón y... y... y entonces ella le bajaba la cremallera y... y...

No podía aguantar más.

Se tenía que levantar, ir al lavabo y cascársela.

Pero no se atrevía a romper el instante, el tenerla ahí era lo más espectacular que le había pasado en años.

Entonces lo pensó, se dio cuenta de qué podía haber pasado.

¿Y sí... y sí ella se había bebido la botella que no era?.

Cuando se habían caído las botellas podían haber terminado cambiadas, sin querer, jamás se le habría pasado por la cabeza drogarla, pero... ¿y si sin querer?.

Empezó a sudar, pensando qué podría pasar si ella se despertaba al llegar a Madrid y creía que lo había hecho adrede.

Se podía meter en un lío muy gordo.

Pese a que no deseaba otra cosa que dejarla ahí, sobre su entrepierna, por fin se decidió a despertarla, y agitó su hombro.

No despertaba.

La movió y seguía sin dar señales de reaccionar.

Empezó a ponerse nervioso.

Intentó pensar, pero todo le parecían problemas, el momento de disfrute de antes se había convertido ahora en algo que podía muy bien complicarse rápidamente.

La hizo levantarse y vio que reaccionaba, aunque seguía atontada y no podía moverse sola, así que la ayudó a desplazarse poco a poco por el pasillo rumbo al lavabo.

Si orinaba, el efecto de las pastillas desaparecerían o, al menos, eso esperaba.

Por suerte todo el mundo dormía y, los que no, estaban en otras zonas y no prestaban atención.

Al final, sudando, logró alcanzar el lavabo y meterla dentro, pero no parecía coordinar.

Se cerró dentro con ella, no quería que nadie pensase nada raro o que ella se sintiera avergonzada su la veían orinando.

Intentó imaginarse que era otra cosa, pero, cuando bajó metió las manos para bajarla las bragas, ese otro sentido que vivía entre sus piernas volvió a despertar y empezó a pensar cosas calientes, muy calientes.

Ella parecía mirarle por momentos, con una sonrisilla que era como una invitación.

Se debió de volver loco, porque, de repente, la había alzado por las caderas y la tenía sentada en el lavamanos.

La empezó a besar por el cuello, el mentón, los labios... y ella empezó a respirar más fuerte, más rápido... podía sentir sus pechos subiendo y bajando, llamándole.

Desabrochó ansioso la blusa y se deshizo del obstáculo del sujetador, alcanzando esas hermosas tetas, comiéndoselas y amasándolas con un vicio que le sorprendió incluso a él mismo, que no dejaba de pensar en segundo plano que tenía poco tiempo, que, en cualquier momento, alguien llamaría a la puerta del lavabo, pero no podía parar, ya no.

Magreaba esas tetas tan hermosas, con ese tono tostado, uniforme, propio de quien, en ocasiones, toma el sol haciendo toples.

Se excitó mucho, muchísimo, imaginándosela en una playa haciendo toples, cubierta apenas por la parte de abajo de un bikini ridículamente mínimo.

Con una mano luchó contra sus propios pantalones, sacando su polla y sujetándosela, pajeándose mientras su otra mano palpaba cada centímetro de esas montañas gemelares tiernas y dulces, como podía comprobar con su boca, que pasaba una y otra vez de una a otra, lamiéndolas, besándolas, babeándolas, metiéndose los pezones dentro de la boca y tironeando de ellos entre sus dientes o jugando con su lengua por momentos.

La sensación era abrumadora y no pudo resistir la tentación.

Total, la hubiera tenido que bajar las bragas de todas formas para que mease, salvo que ahora no fueron sólo las bragas, que dejó tiradas en un lado por las prisas.

También la falda de tubo desapareció de su objetivo.

El coño, el depilado y cuidado coño de esa tierna hembra, tan delicioso a la vista, de apariencia tan sabrosa.

Se arrodilló entre las piernas de la mujer, aplicando ahora ambas manos para mantener sus muslos separados lo suficiente para poder trabajar con facilidad.

Incluso los besó, la besó los muslos, antes de meterse en faena.

Tanteó primero un poco con la punta de la lengua.

La concha de la hembra reaccionó, se estremeció al contacto y, le pareció, se humedeció.

Olió con fuerza, grabando en su mente ese aroma tan íntimo, tan propio de esa mujer, esa especie de marca registrada, patentada, única en el mundo, ese olor tan indescriptible, excitante y, a la vez, exclusivo, que, aun siendo igual, era absolutamente propio, como una huella dactilar, de esa mujer.

Empezó a chupar, a lamer, a recorrer con su lengua de arriba abajo esa rajita, humedeciéndola con su saliva y, a la vez, notando como brotaba su propia humedad desde el interior.

Era una sensación extraordinaria.

Atrapó entre sus dientes un pliegue de los que recubrían el acceso a la vagina de la mujer y tironeó un instante, lo suficiente para que ella emitiera un gemido ahogado.

Avanzó más, deslizando su lengua más y más por esa concha, devorando ese húmedo coño, cada vez más hinchado, más caliente, como él mismo, que cada vez estaba más excitado, con una energía que hacía tiempo no sentía.

Jugó con sus dedos con el coño de la mujer, no solamente la lengua tenía derecho a disfrutar de esa porción de la sabrosa anatomía de la hembra, porque, en ese momento, ella era una hembra y él un macho, un animal que cazaba y esa era su presa, por primera vez en mucho tiempo, por primera vez dejaba de ser un segundón, el último en comer, para devorar por si mismo esa ternura, ese manjar que tan inesperadamente había aparecido en su vida en ese pequeño espacio que era el avión.

Ella se agitaba cada vez más, débilmente al principio, pero cada vez un poco más y más, gimiendo por momentos, mientras él seguía comiéndola el coño, paseando su lengua por ese manjar, metiendo un par de dedos a través de la abertura que daba acceso a la vagina y jugueteando con su clítoris.

Repasaba una y otra vez la concha de Inés, prestando especial atención al clítoris y toda la zona que rodeaba su dilatada vagina, por donde se movían entre chapoteos sus dedos, entrando y saliendo con rapidez, con una energía nerviosa cada vez más y más rápida, como si quisiera competir con el botón que desencadenaba los gemidos.

Sentía por el tacto de sus dedos que la vagina de esa hembra estaba cada vez más húmeda y caliente, como si pidiera pasar al siguiente nivel, como si llamase a que encajase su polla dentro, como si la necesitase, como si fuera la forma de alimentarse que precisaba para cumplir con su objetivo en la vida.

Siguió lamiendo el coño, besando a ratos los labios vaginales o chupeteando el clítoris de la mujer, cambiando los dedos de una mano por los de la otra, más frescos y con ganas también de probar esa humedad del volcán que la pasajera tenía entre las piernas.

Y el volcán explotó.

Con un gritito que le hizo pegar un brinco, Inés tuvo un orgasmo, una agitación que la recorrió de arriba abajo, de adentro afuera, empapándolo todo a su paso.

Temía que hubieran escuchado el grito, pero Ricardo también estaba fuera de sí y lamió con más ansiedad por un momento, sacando sus dedos empapados del interior de la mujer, restregándolos por su abdomen al poner la mano apoyada contra su ombligo.

Siguió un rato más devorándola, jugando con el clítoris e, inesperadamente, un segundo orgasmo sacudió el cuerpo de la pasajera, que gimió profundamente.

La vio abrir los ojos, sus miradas se cruzaron, y vio vicio en los de ella, vio aprobación, vio que asentía con un parpadeo, pidiendo más.

Se levantó, con la barbilla empapada de los jugos de la mujer, y dejó caer los pantalones hasta los tobillos, enseñándola la tremenda erección un segundo antes de aplicarla entre sus piernas, insertándola en su empapadísimo coño, que aceptó con facilidad al primer empujón su polla.

La dejó un instante dentro, completamente hasta el fondo, clavada, dura y caliente, vibrando con vida propia, deseando captar cada milímetro del interior de esa placentera cueva donde tenía metido su miembro viril.

Era una sensación a la vez extraña y familiar.

Era una vagina como todas y, a la vez, era distinta, era todo un conjunto de colores, como si de un arcoíris se tratase, comparado con el de su mujer, era una experiencia a la vez igual y, sin embargo, completamente nueva, seguramente por el sitio y la forma en que habían llegado allí y cómo la había conseguido, cómo había logrado, después de muchísimo tiempo, cazar ese coño, no vivir de los restos, de los despojos que parecía que le echaban cada día.

Hoy él comía el primer plato, no las sobras.

Era una sensación tan deliciosa, tan salvaje, tan pura.

Empezó a bombear, fuerte, duro, salvaje, una y otra vez clavándola hasta el fondo, empujando con toda la fuerza y la furia que podía, asegurándose de que su verga penetrase lo máximo posible, que ese útero sintiera la llamada a golpes de la bulbosa cabeza de esa barra de carne endurecida que era su virilidad, así, al desnudo, al natural, como debía ser, sin gomas ni mierdas en vinagre.

Empujaba más y más, duro, con fuerza, con violentas embestidas, una y otra vez, una y otra vez, hasta el fondo, todo lo profundo que podía, sin parar, una y otra y otra vez, más y más fuerte, más y más duro, más y más adentro.

Su endurecida polla perforaba el coño de Inés con violencia imparable, llenándola una y otra vez, moviéndose sin restricciones, sin parar, adelante y atrás, adelante y atrás, gruesa y caliente, metiéndose hasta el fondo de esa volcánica vagina una y otra y otra vez.

Otro orgasmo se liberó todo a lo largo del agujero femenino, mostrando que la salvaje penetración era disfrutada, no tenía ninguna duda mientras no paraba de bombear.

Había tapado su boca para que dejasen de escucharse sus gemidos, no quería que ningún otro pasajero acudiera, esa hembra era sólo para él, para disfrutarla, un premio a toda una vida gris, y no pensaba desaprovechar esa oportunidad que ella había decidido concederle.

Una y otra vez lanzaba toda la fuerza de que era capaz con un único objetivo, perforarla, atravesarla con su embravecida polla, llenarla con esa barra de carne ardiente, hinchada.

Más y más la metía, desplazaba su cuerpo adelante y atrás, rítmicamente, como si estuviera lanzando toda la fuerza de un martillo para clavar un tornillo, sólo que era su polla la que se clavaba, hasta el fondo, hasta el puñetero y húmedo fondo de esa caliente vagina, golpeando una y otra vez contra su útero.

Una y otra y otra vez, más y más fuerte, más y más adentro, llenando una y otra vez con su polla esa vagina, una y otra y otra vez... y otra... y otra...y mientras se encontró besándola, metiendo su lengua en la boca entreabierta de Inés como su polla se clavaba en lo más profundo e íntimo de su sexualidad, bombeando como loco.

Siguió bombeando, una y otra y otra vez... hasta que empezó a sentir que la presión de sus huevos se movía, recorriendo todo el tronco de su virilidad, hinchándolo aún más, al máximo de lo posible, como si se arrastrase todo a lo largo hasta que empezó a salir a borbotones, presión transformada en lefa, en caliente y espesa leche, su semilla lanzada en oleadas, invadiendo esa vagina, llenándola por completo, vaciándose, abandonando el interior del tubo de su pene para verterse dentro del coño de esa caliente hembra.

Tenía que terminar, lo sabía, un instinto primario se lo mandaba, y siguió moviéndose, penetrándola, más lento, pero con unos empujones secos, profundos, restregándose y dejando salir hasta la última gota, y hasta que no lo consiguió no paró.

Sólo había un objetivo, liberar toda su semilla dentro, llenar con su leche ese coño tan bello, joven, tierno y sabroso.

Cuando terminó, por un momento, no supo qué hacer, y se separó de la pasajera, que se deslizó al suelo, dejándose caer de rodillas frente a él, apoyando sus labios contra su polla, contra su aún endurecida barra de carne, y supo qué hacer.

Casi fue ella, en realidad, quien, como en un sueño, con la mirada perdida, se metió, sin usar las manos, su verga dentro de la boca, chupándola, lamiéndola todo a lo largo, repasando esa barra de carne que había vaciado su esperma dentro de su coño.

Volvió a excitarse.

La agarró la cabeza y empezó a metérsela fuerte, duro, llenando esa boca con su polla, de nuevo caliente, de nuevo dura, de nuevo gruesa al máximo.

Empujaba una y otra vez, sintiendo ceder la voluntad de Inés, imponiendo su voluntad, su necesidad de sexo, su masculinidad.

A ratos escuchaba sus arcadas y eso parecía ponerle más burro, hacer que forzase aún más la penetración oral, llevando la felación a un ritmo endiablado, alternando momentos de embestidas profundas con otras más lentas, dejándola recuperar el aliento antes de volver a impulsar su barra de carne hasta el fondo de su garganta, follando esa boca a tope, como nunca se habría atrevido a hacerlo con su esposa.

Siguió empujando, follándola la boca al límite, imponiendo una velocidad más y más alta cada vez, pensando ya más en vaciarse, en liberar la tensión antes de que los pudieran pillar, que en otra cosa, incluyendo la comodidad de la mujer.

Atrapada por sus manos, la indefensa hembra no podía sino obedecer, complacer la necesidad de sexo del macho, del hombre que la dominaba, que imponía por primera vez en años su voluntad masculina, disfrutando como jamás en la vida volvería a hacerlo, porque estaba seguro que ese momento era sólo eso, un momento de color en mitad de una vida completamente gris, de segundón.

Rabioso, clavaba más y más fuerte su endurecida polla dentro de la cavidad bucal de Inés, llenando una y otra y otra vez con su hinchada virilidad la húmeda boca de la que manaban unas babas que la iban cayendo por toda la cara, cuello y la zona superior de las tetas.

Le daba igual y siguió bombeando, moviendo con furia su engrosado pene por esa boquita, haciéndola tener espasmos y arcadas cada vez que llegaba al fondo con su hinchado y caliente miembro viril, una y otra y otra vez... y otra vez... hasta que llegó otra corriente, y del bulboso extremo enrojecido de su masculinidad empezó a brotar una segunda oleada de esperma, inundando la boca y garganta de Inés, que tragó como pudo, entre arcadas y toses, sin que él la permitiera un respiro hasta que tragó hasta la última gota de su leche.

Cuando terminó tuvo una oleada de arrepentimiento y la adecentó como pudo, pues ella aún estaba medio atontada.

La volvió a llevar a su asiento e intentó dormir, sin poder lograrlo, recordando todo lo sucedido y excitándose sin poderlo evitar, disfrutando con el recuerdo imborrable del olor y del sabor de ese coño... y de cómo lo perforó hasta vaciarse, liberando por completo su semilla en lo más profundo de ese sexo, marcándola como debían de hacer los hombres de primera, o eso es lo que se imaginó, que había sido, por un momento, un alfa, en vez de una hormiguita gris de las que sólo se espera que trabajen en silencio y sin armar ruido.

Casi se había conseguido dormir cuando volvió a sentirla sobre su hombro, apenas un segundo, antes de dejarse caer hasta su entrepierna, donde, de nuevo, su virilidad reaccionó y supo, con total seguridad, que esta vez sí que su pantalón estaba mojado y, no pudo evitarlo, se excitó pensando en la pegajosa sensación que tendría ella al despertarse.

Cuando ella se despertó, fingió dormir, sin atreverse a abrir los ojos, pero sonriendo por dentro, recordando cada segundo de esa noche, grabándolo en su mente para siempre, ese momento de perfecto color en mitad de una vida gris y, por un instante en mucho tiempo, fue feliz.

La sintió removerse, intranquila, como si fuera a levantarse o a decirle algo.

Justo en ese momento las azafatas empezaron a avisar de la aproximación a Barajas y él pudo fingir despertarse.

Cuando aterrizaron, tuvo una última visión de ese culito, ese espléndido y estrechito culo y deseó que el vuelo hubiera durado más...

PD: ¿qué opinan, sucedió o no?.