Casey, La Chica del Chat Cap I

Una hermosa profesora es chantajeada por un desconocido para participar de un negocio muy provocativo. Una historia que te sumergira en un mundo desconocido y lujurioso

CASEY

CAPÍTULO 1

Autor: Mark De Luna

—¿Te casarías conmigo?

Esas simples tres palabras tomaron por sorpresa a Casandra, quien no podía creer lo que estaba ocurriendo esa noche en ese elegante restaurante al que la había invitado su novio, Diego.

Ellos dos se conocían desde hace mucho tiempo, casi diez años, cuando ambos estudiaban en la secundaria. Al principio no se habían llevado del todo bien, pero con el tiempo se dieron cuenta de que ambos se atraían, aunque no fue sino hasta cuando iban a mitad de la secundaria que se hicieron novios. Y lo habían sido desde entonces.

En todo ese tiempo, Casandra siempre había esperado que él diera el siguiente paso, que le pidiera matrimonio, y ahora por fin estaba pasando. Se llevó las manos al rostro y de sus ojos salieron unas cuantas lágrimas de emoción.

A su alrededor, los comensales del restaurante, que estaban sentados en las demás mesas, miraban la romántica escena. Se les veía llenos de expectación, pues querían que ella diera la respuesta.

—¡Sí! —gritó emocionada, diciendo la palabra que llevaba al menos un par de años esperando decirle a su novio después de semejante propuesta—. ¡Por supuesto que acepto!

No lo dudó ni un segundo, y es que en ese tiempo que llevaban saliendo, Casandra había comprendido que ese hombre era el amor de su vida. Lo amaba con toda su alma, quería estar cerca de él todo el tiempo que fuera posible.

Diego se puso de pie, no sin antes ponerle el anillo en el dedo correspondiente, y, finalmente, la besó.

La pareja se entregó a ese beso romántico mientras a su alrededor los demás clientes del lugar aplaudían. Incluso los meseros lo hacían. Casandra se encontraba pletórica, llevaba mucho tiempo esperando ese momento. Nada podría llegar a estropear su felicidad.

Obviamente, después de la cena, ambos se fueron a la casa de Casandra y celebraron su compromiso de la mejor manera posible.

—Tengo que hablar con tu padre —dijo Diego a la mañana siguiente, recostado bajo las sabanas.

—Lo sé —respondió Casandra, que se estaba levantando. Tenía que irse al trabajo —. ¿Qué te parece esta noche?

—Claro —respondió él—. Mientras más pronto, mejor.

La mujer le sonrió y se inclinó para darle un beso.

—Genial, le diré que esta noche iremos a cenar con él.

Luego de esto, Casandra se dio una ducha rápida para, finalmente, vestirse y salir de su casa con dirección a la escuela.

Casandra era maestra de Historia en una de las preparatorias más importantes de su ciudad.

Era nueva. De hecho, ese era su primer semestre enseñando, y es que recientemente había terminado la carrera de docencia. Tenía 26 años, lo que la convertía en la docente más joven de la institución. Era entregada en su trabajo y algo estricta con sus alumnos, pues quería ganarse su respeto lo más pronto posible.

Había gente en esa escuela que todavía la miraba como si fuera menos, debido a que todos sospechaban que el hecho de que hubiera conseguido trabajo tan rápido ―en cuanto salió de la universidad― y sin tener que pasar por escuelas rurales en pueblos olvidados de la gracia de Dios, como hacían todos los profesores novatos, era porque su Padre la había integrado directamente en esa prestigiosa escuela de ciudad.

Mientras conducía rumbo al trabajo, Casandra no pudo evitar pensar que tenían algo de razón. Su padre era el director de esa preparatoria desde hacía ya más de diez años, y él le había dicho a Casandra, cuando terminó la carrera, que tenía una vacante para ella en su preparatoria y que podía darle el puesto. Ella lo aceptó sin pensarlo demasiado. Siempre había sido una chica de ciudad y no soportaría pasar años en pueblos rurales. Por más que sintiera que ser maestra era su vocación, no quería alejarse de la civilización. Le daba un poco de vergüenza admitir esto, pero no podía negarlo; no a sí misma, desde luego.

Llegó a la entrada de la escuela puntual como siempre, y mientras cruzaba la puerta de entrada, notó como varios de los alumnos, y algunos maestros que estaban llegando al mismo tiempo, no dejaban de mirarla. Estaba acostumbrada, pues desde su adolescencia siempre había atraído las miradas de los hombres. No importaba la edad de los sujetos, la gran mayoría se giraban hasta casi romper sus cuellos para verla pasar.

Y es que cómo no mirar a semejante monumento de mujer, un ángel de un metro con ochenta centímetros, poseedora de un rostro angelical que comenzaba con unos inusuales ojos verdes y terminaba con unos labios perfectos, muy estilizados, que ella misma siempre mejoraba todavía más pintándolos de un rojo oscuro muy sexy. Su cuerpo, el cual denotaba una anatomía natural perfecta, había sido acompañado y trabajado con horas y horas de gimnasio, o, mejor dicho, con las máquinas de ejercicio que ella misma se había comprado y tenía en su casa. No le sobraba ni le faltaba nada; tenía las curvas perfectas para ser el objeto de deseo de todos los hombres. Sin duda, las partes de su cuerpo que más miradas atraían, eran su culo, respingón y muy firme, grande, más no gordo ni exagerado; y sus maravillosos pechos, que, de un tamaño espectacular, eran dos melones que volvían locos a los hombres, incluso aunque ella no se vistiera provocativa.

Y no lo hacía, al menos no la mayoría del tiempo. Siempre que iba al trabajo, trataba de vestirse de una forma femenina, más no vulgar ni demasiado provocativa; con jeans algo ajustados y blusas y chaquetas que no enseñaran demasiado. Pero lo cierto es que, con un cuerpo como ese, era difícil que la joven maestra no se viera atractiva para los machos, pues por más que trataba de esconder sus pechos con chaquetas grandes y holgadas, no funcionaba; seguía notándose el extraordinario tamaño y la forma perfecta que sus dos amigas poseían. A veces pensaba que la única forma de evitar esas miradas sería vistiéndose con un hábito de monja, pero lo cierto es que incluso así, sería la monja más sexy de la ciudad.

Casandra siempre había estado en conflicto con esto, pues, aunque sabía que los hombres deberían intentar calmarse y dejar de pensar solo en el sexo o en observar el cuerpo femenino, lo cierto es que no siempre le molestaba saber que la veían de esa manera. Sabía que era hermosa, y en cierta manera, le gustaba que se lo recordaran con esas miradas.

Así que suspiró, regañándose a sí misma por pensar en esas cosas, y con un paso rápido, atravesó la puerta y el pasillo principal para comenzar a subir las escaleras y dirigirse a su destino. El edificio de preparatoria donde trabajaba contaba con tres niveles. Casandra daba clases en el primer piso, pero a donde se dirigía esa mañana era al tercer nivel, a la oficina del director, su padre.

En realidad, el director Ramón del Rio, no era su padre verdadero, sino que la había adoptado cuando ella tenía cinco años. A esa edad, sus padres biológicos murieron en un accidente de auto cuando iban de regreso a la ciudad después de haber asistido a la boda de unos amigos, dejando a la pequeña Casandra sola en el mundo, pues ninguno de sus dos padres tenía familiares cercanos que se hicieran cargo de ella. Así fue que, Ramón, el mejor amigo de su padre, decidió adoptarla junto con su esposa, Emilia, la cual, murió de cáncer años después.

Casandra creció en una casa lujosa desde entonces, pues el hombre era bastante rico debido a la herencia que le habían dejado sus padres. Ella siempre supo que era adoptada, y que ni Emilia ni Ramón eran sus verdaderos padres, pero no le importaba. Siempre los había querido porque ellos eran muy buenos con ella, la mimaban, jugaban juntos, y se preocupaban por su bienestar. Con el tiempo, había llegado a considerarlos como su mamá y su papá de verdad, a pesar de que no lo fueran.

Casandra llegó a la oficina del director y golpeó la puerta.

—Adelante—. La voz de su padre adoptivo era inconfundible. No era gruesa ni ronca, sino más bien algo delgada, pero sin exagerar. Era la voz perfecta para calmar a alguien.

Ella entró y lo encontró sentado.

Cuando la había adoptado, el hombre ya tenía cuarenta años, lo que hacía que ahora estuviera cerca de los sesenta y tres. Ya era un hombre mayor, pero seguía teniendo las fuerzas para moverse como si fuera un joven de veinte. Estaba gordo, no en exceso, pero era innegable que desde que su esposa murió, años atrás, no había hecho otra cosa que subir de peso. Seguramente era por la depresión de haber perdido a la mujer que amaba.

—Buenos días, señor —dijo Casandra en cuanto estuvo dentro de la oficina, pues tenía que llamarlo así en la escuela; después de todo, ahí era su jefe.

—Buenos días, Casandra —la saludó Ramón. En sus ojos había una mirada cálida, de un padre que ve a su hija. Aunque él mismo insistía que en la escuela su trato tenía que ser lo más profesional posible, no podía evitar mirarla de esa manera—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias por preguntar, señor. ¿Y usted?

—Pues aquí, con mucho trabajo, ya sabes que el semestre está a punto de terminar. Por cierto, espero que pronto me envíes las calificaciones finales de tus alumnos, así como los que tendrán que venir a los cursos de recuperación.

—Sí, no se preocupe, señor —le dijo Casandra asintiendo—. En un par de días los tendrá. Mi examen final está programado para mañana. En cualquier caso, en mi materia los alumnos están todos muy bien. No creo que haya alguno que no apruebe.

—Eso es bueno. No somos una de las mejores escuelas preparatorias por nada. Tenemos que mantener nuestro índice de alumnos aprobados. En fin, ¿se te ofrece algo?

Casandra tragó saliva, nerviosa.

—Sí, señor —dijo—. Quería preguntarle si puedo ir a cenar esta noche a su casa.

Ramón la miró. No le gustaba hablar de cosas personales durante las horas de trabajo. Una vez que el reloj marcaba las cuatro de la tarde, hora en que las clases terminaban, entonces sí se podía hablar de todo, antes no. Pero Casandra ese día terminaba sus clases mucho más temprano, y se iría algunas horas antes y no podría encontrarlo. Y su padre era un hombre hecho a la antigua, no respondía su teléfono porque decía que las cosas se hablaban de frente, en persona. A Casandra le constaba que solo le respondía a sus superiores, pero a nadie más, ni siquiera a ella.

—Claro, no hay problema —dijo el viejo, sin dejar de mirarla de manera severa, pero no la reprendió.

—Genial —dijo ella, todavía nerviosa—. Voy a ir con Diego, él… tiene algo que decirte.

Y sin darle tiempo a decir nada más, Casandra salió de la oficina. Sabía bien que, si se quedaba más tiempo, su padre se enfadaría. Y es que no aprobaba su relación con Diego. No porque odiara al joven, pero pensaba que no era lo suficientemente responsable para ella. Ramón la cuidaba mucho y, como el típico padre que ve como su princesa se va alejando de él, creía que no había hombre en el mundo que la mereciera.

Aclarado ese asunto, Casandra se dirigió, ahora sí, a su aula, donde daba clases a sus jóvenes alumnos. No sabía si era por cosa de su padre o no, pero a ella le tocaba impartir clases solo a los alumnos de quinto y sexto semestre, es decir, los de último año, los mayores, que tenían entre diecisiete y dieciocho años, y que eran ya más maduros que los de los primeros semestres.

En cuanto entró, notó, como todos los días, que los alumnos se le quedaban mirando de forma un tanto lasciva. Esta forma de admirarla no era exclusiva de los hombres, pues, aunque la mayoría de las mujeres se notaban envidiosas porque ella era el centro de atención, algunas ―al menos un par de chicas― la miraban de la misma manera que los muchachos.

Le molestaba que la miraran así, fueran sus alumnos hombres o mujeres, y es que, aunque le gustaba en cierta medida ser admirada, sabía que no estaba bien que la vieran de esa manera, pues los alumnos debían de respetar a sus profesores.

En especial, había un pequeño grupo de alumnos que se sentaban en los asientos de atrás, tal como si fueran participantes de una película y quisieran cumplir con el cliché de que los alumnos problemáticos se sientan hasta atrás del salón de clases, lejos de los profesores.

Esos alumnos, liderados por Martín, el hijo de uno de los hombres más ricos de la ciudad, la observaban siempre con incluso más lujuria que todas las demás personas, y siempre hablaban en voz baja, mirándola fijamente. Casandra no tenía ni idea sobre las cosas que platicaban, pero no era una mujer tonta, y conocía a los hombres, sobre todo, los de esa edad. Desde luego que se imaginaba que no sería nada precisamente halagador para ella.

Suspirando, comenzó con la clase.

En toda la clase, no pudo esconder una sonrisa en su rostro ni la emoción de su corazón, pues nunca había estado tan contenta. No dejaba de pensar en lo ocurrido la noche anterior, el momento exacto en que Diego le pidió matrimonio, haciendo que su corazón se estremeciera y comenzara a latir a mil por hora. Había comenzado a imaginarse cómo sería vivir por fin con él, y es que hasta ahora no lo habían hecho.

Casandra había dejado la casa de su padre un par de años atrás, para vivir sola, independizarse, mientras estaba todavía en la universidad. Consiguió trabajos para mantenerse; y ahora, con ese puesto de planta en esa preparatoria, estaba segura de que su futuro sería de lo más alentador, tanto para ella, como para Diego.

Su novio también tenía trabajo. También era profesor, pero no en esa misma escuela, sino en una escuela secundaria del otro lado de la ciudad. Era profesor de educación física. Su Diego era apuesto, y tenía un cuerpo bien torneado, formado también en el gimnasio. Era un hombre alto, rubio y musculoso, el sueño de cualquier mujer; y, por si fuera poco, era un caballero dulce, alegre y comprensivo, el hombre perfecto para ella. Por eso y muchas cosas más, Casandra lo amaba.

La felicidad que sentía seguramente se reflejaba en su mirada y en su forma de actuar durante la clase, pues las alumnas sentadas adelante le preguntaron más de una vez qué le ocurría. Y es que no era nada normal verla así, pues desde que inició el semestre había sido una maestra estricta que no se dejaba llevar por los intentos de sus alumnos por hacerla sonreír, y que no participaba en las bromas propias de la juventud. No es que ella fuera una amargada, pero quería que la respetaran y se mostraba muy seria frente a sus alumnos.

—No —respondió a las preguntas—. No me pasa nada.

La clase no tardó en terminar, y cuando los alumnos fueron saliendo del aula, Casandra volvió a notar cómo Marín y sus amigos la miraban de forma lujuriosa, lasciva.

—Martín, tenemos que hablar —le dijo al muchacho, recordando en ese momento las palabras del director unos minutos antes—. Quédese un par de minutos.

El muchacho miró a sus amigos, que también lo vieron, casi pidiéndole permiso para irse y dejarlo solo. Él asintió, dejándoles claro que no pasaba nada, que se fueran.

—¿Pasa algo, maestra? —preguntó el joven, sin mirarla a los ojos, sino directamente al área de su pecho, que, aunque estaba cubierta por una chaqueta negra debido al frio, no ocultaba nada la forma de sus perfectas tetas.

—Sí —dijo Casandra—. ¿Sabes que mañana es el examen final?

—Sí, maestra, lo sé.

—Bueno, pues de todos los alumnos, eres el único en peligro de reprobar esta materia, así que quería hablar contigo para decirte que tienes que estudiar lo suficiente esta tarde para que mañana apruebes.

—Pero, maestra…, historia es una materia demasiado aburrida. No sé por qué existe.

Casandra lo miró con seriedad. Ella amaba la historia. Estaba convencida de que conociendo la historia se podía llegar a ser mejor como sociedad, pues conociendo los errores del pasado, se podía evitar cometerlos de nuevo. Pero, al mismo tiempo, era consciente de que no a mucha gente le interesaba realmente, y sus alumnos no eran la excepción.

—Sí, no es la primera vez que me lo dices. Tus amigos también me han dejado más de una vez claro lo que opinan de mi materia. Pero no importa, es una materia que tienes que aprobar sí o sí.

El joven la miró, pero no dijo nada, seguía mirando sus pechos descaradamente; o, mejor dicho, la forma de sus pechos bajo esa chaqueta.

—Escucha, Martín —dijo la mujer sin dejarse distraer por el hecho de que su alumno se la estuviera comiendo con los ojos—. El siguiente va a ser tu último semestre antes de irte a una universidad. Tienes que tomártelo en serio. ¿No te gusta la historia?, solo tienes que aguantar esta semana y seis meses más. Después de eso no tendrás que volver a tomar ninguna clase de Historia si no quieres.

El joven la miró, algo sorprendido por la forma en que le estaba hablando, pero no tardó en cambiar el semblante a uno más típico del estudiante problemático que era.

—Entonces, ¿por qué no me enseña usted, maestra?

—¿De qué hablas? —preguntó Casandra—. Para eso tienes clases todos los días, para que aprendas sobre Historia.

—Sí, pero es difícil concentrarse teniéndola a usted como maestra.

Esta frase descolocó un poco a Casandra. Es cierto que era novata y le faltaba mucho por aprender, pero ¿tan mala era dando clases como para que sus alumnos no aprendieran? No, porque la mayoría de ese grupo y de los otros a los que impartía clases tenían buenas notas. Solo Martín era el que iba mal, incluso su grupo de amigos tenían buenas posibilidades de aprobar la clase.

—¿Qué quieres decir? —preguntó confundida—. Si hay algo en mi manera de dar clases que crea que deba mejorar…

—No, no, maestra. No me refiero a eso —contestó Marín y se acercó al escritorio todavía más—. Me refiero a que es imposible concentrarse en las clases, cuando es mejor ver ese par de tetas que usted siempre nos presume.

Si la frase anterior había descolocado un poco a Casandra, esta hizo que se quedara en blanco y no supiera que decir durante unos segundos.

Su instinto le decía que se levantara de su asiento y le plantara una cachetada con todas sus fuerzas, pero no lo hizo. Sabía muy bien que el padre de ese chico era uno de los mejores amigos de su padre. Si hacía algo así, se metería en un buen problema. Ramón se pondría de su lado, no tenía duda, pero un incidente de ese tipo podría provocar una pelea entre su padre y su amigo y socio, algo que ella no estaba dispuesta a provocar.

—Eres un maleducado, un idiota, un desgraciado, un… —A la maestra se le ocurrían un montón de palabras nuevas para insultarlo, pero se contuvo. Le costó actuar con tranquilidad, a pesar de que sabía que tenía que hacerlo—. Mañana ni te molestes en aparecer por el examen, estás reprobado automáticamente.

—Oh, vamos, maestra. ¿Por qué se enoja? ¿No debería ser un halago para usted que le diga que sus tetas me distraen?

—Lárgate —le dijo casi en un susurro. No quería gritar y atraer atención innecesaria—. Después se te notificará cuando serán los cursos de recuperación. Para que asistas. Si quieres.

Parecía que el muchacho iba a decir otra cosa, pero en ese momento, entró el siguiente grupo de quinto semestre al que Casandra tenía que darle clases, así que se limitó a sonreír y largarse, dejando a la maestra muy confundida sobre lo que debía hacer en casos como ese.

Esos comentarios de su alumno la hicieron sentir mal, y no pudo concentrarse en todas las demás clases como le hubiera gustado. ¿Qué se creía ese mocoso?

Por su mente pasó la posibilidad de decirle a su padre, pero no, ya había decidido que no lo haría. No solo por la posible pelea que podría causar, sino también porque estaba decidida a ser ella misma la que luchara sus batallas. Así pues, decidió no hacer nada por ahora; lidiaría con su estudiante después. Además, tenía algo más importante en que pensar.

Las siguientes clases transcurrieron sin ningún problema. Casandra se aseguró de hacerles saber a sus alumnos que se preparan bien para el examen del día siguiente.

A la hora de salida, se marchó a su casa, a prepararse para la cena con su padre.

Llegó a su casa y se dirigió a su propio gimnasio personal. No es que tuviera demasiados artefactos de ejercicio, pero con los que tenía le bastaba, pues así se ahorraba las incomodas miradas que recibía si debía ir a un gimnasio con otras gentes. Además, no le gustaba para nada el olor de los hombres y mujeres que se juntaban en esos lugares.

La sesión de entrenamiento no duró demasiado, veinte minutos menos de lo que solían durar sus ejercicios. Se encontraba nerviosa. No sabía cómo reaccionaría su padre a la gran noticia. Estaba casi segura de que no habría problema, Ramón siempre la había consentido, y, aunque ella era consciente de que no quería dejar que se casara con cualquier hombre, también pensaba que, en el fondo, su padre sabía que Diego era buena persona.

El resto del día transcurrió con total normalidad, a excepción de los nervios que sentía Casandra, mismos que no hicieron más que incrementarse a medida que se acercaba la hora de reunirse con su padre para cenar.

Llegadas las nueve de la noche, el timbre de su casa sonó, anunciando la llegada de Diego. Ella ya se había arreglado. Nada extravagante, simplemente se había puesto un vestido negro no demasiado ajustado. Era solo algo elegante para ver a su padre en una ocasión tan especial, pero es que la joven maestra se veía sexy incluso con una ropa de ese estilo.

En cuando abrió la puerta se encontró con su querido Diego, el cual estaba vestido igual de elegante. No con un traje, pero sí con una camisa blanca de lo que parecía ser seda, aunque ella no estaba segura; un pantalón negro que contrastaba y unos mocasines negros.

—Hola, amor —la saludó su novio en cuanto la vio abrir la puerta—. Te ves hermosa.

—Muchas gracias, caballero. Usted también se ve muy guapo.

Ambos se sonrieron y se saludaron con un ligero beso en los labios; luego subieron al auto de Diego para dirigirse a la casa del padre de Casandra. Ramón no vivía lejos. Cuando Casandra se fue de la casa se aseguró de encontrar una cercana a la de él, así podría visitarlo y estar atenta; de esa manera, su papá no se sentiría tan solo.

Debido a que solo vivía a unas pocas calles, no tardaron mucho en llegar. Tocaron el timbre y el hombre, vestido de la misma forma que había estado en la escuela esa mañana, es decir, con un traje negro completo, abrió la puerta.

Los recibió con el rostro serio que siempre tenía desde la muerte de su esposa, hacía ya varios años.

—Hola, papá —lo saludó Casandra. En la casa sí que lo podía llamar así y no “señor”, como en el trabajo.

—Hola —dijo él y respondió al abrazo que ella le estaba ofreciendo. Se le dibujó una sonrisa en el rostro.

—Buenas noches, señor —dijo Diego, cuando Casandra ya había pasado al interior de la casa.

—Buenas noches, Diego. —Ramón lo saludó con un fuerte apretón de manos y le indicó con un gesto que pasara.

La casa era grande y algo lujosa. Aunque no era una mansión, resaltaba en el vecindario pues era la más grande. Casandra sabía bien que su padre podía permitirse una casa mucho mejor con el dinero que había recibido de herencia. No tenía claro cuál era la cantidad exacta de la que su padre era acreedor, pero tampoco es que le importara demasiado. Sin embargo, era de su conocimiento el hecho de que sí que tenía bastante dinero.

Después de los saludos iniciales, los tres se dirigieron directamente a la cocina. Ramón no era muy adepto a cocinar, así que había pedido a domicilio algo de comida japonesa. Casandra supo que lo había hecho porque era consciente de que a Diego no le gustaba esa comida. Hacía meses habían pedido eso durante una de las cenas que compartieron y su novio no comió nada.

La sonrisa de su padre al ver el rostro de Diego cuando descubrió lo que había de comer, no hizo otra cosa más que confirmarle a Casandra que su papá se divertía haciendo cosas como esa. Casi parecía estar bromeando, pues no era una sonrisa de maldad, sino de simple diversión.

Se sentaron a la mesa, tanto Casandra como su padre no tuvieron problema alguno en dedicar unos minutos a disfrutar de la comida. No era la favorita de la chica, pues siempre había preferido la comida de su propio país, pero sí que le gustaba.

Mientras cenaban, Casandra observó cómo Diego no probaba nada de la comida; incluso hacía gestos raros cada vez que la veía, y no pudo reprimir una sonrisa. Ella misma encontraba divertidos los gestos que su novio estaba haciendo.

No tardaron mucho en terminar de comer, al menos ella, pues los nervios no le permitían saborear la comida como le gustaría. Su padre, en cambio, se tomó su tiempo.

Cuando terminó, Ramón se quedó mirando a su hija. En concreto, a su mano derecha, lugar donde llevaba puesto el anillo de compromiso que Diego le había regalado la noche anterior.

A ella le pareció observar en su mirada un deje de tristeza, cosa que le pareció de lo más normal, pues seguramente el hombre pensaba que eso significaría que lo iba a abandonar del todo.

—Así que por eso querían venir a cenar esta noche —dijo Ramón con su voz calmada.

Diego también se había percatado de la forma en que el hombre había visto el anillo, así que tosió un poco para aclararse la garganta y comenzó a hablar.

—Así es, señor —dijo—. Estoy aquí para pedir la mano de su hija.

A pesar de decir esto, lo cierto es que las tres personas en esa mesa sabían muy bien que no era otra cosa más que un acto de cortesía. Esa pareja de novios se casaría sin importar la opinión del padre de ella, pero, aun así, a los enamorados les parecía importarte que el padre de la novia les diera su bendición.

—Bueno, si ustedes ya han decidido que quieren casarse, ¿quién soy yo para intentar impedírselo?

A pesar de todo, la voz del hombre dejaba entrever un poco de su desacuerdo. Casandra lo intuyó, aunque parecía que Diego no.

—Gracias, señor.

—Pero más te vale que la hagas feliz —dijo Ramón, mirando a Diego con firmeza.

—Claro, no tiene de que preocuparse, señor. Conmigo será la mujer más feliz del mundo.

El padre de Casandra se limitó a asentir, y aunque era evidente que no estaba del todo de acuerdo con la boda, la mujer agradeció en silencio que comprendiera y respetara su decisión.

El resto de la cena la pasaron hablando de los planes de la boda. Tanto Casandra como Diego estaban seguros de que querían casarse lo más rápido posible. Dos meses a lo mucho, pues no querían perder tiempo. Tambien acordaron casarse primero por lo civil y después por la iglesia. Llegaron al acuerdo de que Diego pondría la mitad de los gastos para la fiesta y esas cosas, y el propio Ramón pondría la otra mitad; algo que no le agradó del todo a Casandra, pues quería ser ella quien pagara su parte. Pero su padre no le dio oportunidad de reclamar, alegando que sería su regalo de bodas. Finalmente, no le quedó más que aceptar.

Para cuando los novios salieron de la casa, y Diego fue a llevarla a la suya, los nervios de la joven maestra habían desaparecido, dándole paso a la felicidad de saber que, por fin, compartiría el resto de su vida con el hombre que amaba.

La chica invitó a pasar a su casa a Diego. Quería celebrar de nuevo su compromiso, pero este se negó, pues dijo que tenía que preparar unos exámenes y debía levantarse muy temprano.

Ella lo entendió, así que ambos se despidieron con un beso.

Casandra entró a su casa y se dirigió a su habitación para comenzar a desvestirse antes de irse a la cama, ya que al día siguiente tendría que madrugar como todos los días para irse a la escuela.

Se metió al baño para lavarse limpiarse la cara. No tenía ganas de ducharse, ya lo haría en la mañana antes de irse, aunque eso implicara poner su alarma unos pocos minutos más temprano.

Cuando estaba en el baño, de pronto escuchó un ruido en su celular. Era el sonido de las notificaciones cuando recibía un mensaje. Pensó que tal vez sería Diego, que habría olvidado decirle algo antes de irse, así que salió del baño y miró la pantalla de su celular. El mensaje no era de Diego, sino de un número desconocido. Lo abrió con curiosidad. En la pantalla aparecieron dos simples palabras:

“Hola Casey”

Casandra se quedó mirando la pantalla durante unos segundos. Nadie la había llamado nunca Casey, pero, de cualquier manera, era más que evidente que el mensaje era para ella, y no un número equivocado.

“¿Quién es?”

Pasaron varios segundos sin recibir respuesta, hasta que de pronto su celular volvió a sonar.

“Soy solo un fan tuyo. Uno que te ha estado observando desde hace tiempo.”

Casandra no entendió esa frase, pero, de cualquier modo, sintió un ligero escalofrió de miedo.

“¿Un fan? ¿Eres tú, Diego? ¿Esto es alguna clase de broma?”

“Oh no, créeme, no soy tu patético novio”

“Por favor, Diego, basta de bromas”

No sabía por qué, pero esa conversación por mensajes le estaba provocando cada vez más nerviosismo y temor.

“Ya te dije que no soy tu noviecito. Soy uno de tus admiradores, y permíteme decir que soy el más grande de todos”

Casandra tragó saliva. Se estaba asustando de verdad, así que decidió simplemente bloquear el número para no volver a recibir mensajes de quien fuera que estuviera detrás de eso.

Pero antes que pudiera hacerlo, el celular sonó otra vez, anunciando un nuevo mensaje. Ante ella apareció una imagen que la horrorizó.

¡Ella haciendo el amor con Diego! Y no solo eso, sino que se trataba exactamente de lo que habían hecho la noche anterior para celebrar su compromiso. Lo supo por la ropa que ella llevaba puesta.

En la imagen estaba ella de frente, abrazando a Diego, ambos desnudos. Se veía su rostro claramente, así que no había forma de negar que se trataba de ella. Lo que más la alarmó fue que estaba tomada desde una posición muy cercana a su cama. Es decir, casi desde donde ella estaba en ese momento. Sin embargo, se dio cuenta de que no había sido tomada desde dentro de la casa, pues en la foto podía verse un poco del marco de la ventana de su habitación, así que alguien la había tomado justo desde fuera de su ventana. Como acto reflejo dio un saltó y miró hacia afuera. No se veía a nadie, pero de todas formas cerró las persianas de inmediato.

“¿¡Cómo consiguió esto!?” —tipeó Casandra en el teléfono, alarmada.

“Ya te lo dije, Casey: soy tu más grande admirador. De hecho, tengo muchas más parecidas a esa”

Casandra se alarmó todavía más ante tal afirmación. No supo qué responder. Pero no tardó en recibir otro mensaje:

“Como estoy seguro de que ya lo sospecharás, depende de ti el que yo no difunda todas esas fotografías”

Claro que lo sospechaba. No era ninguna tonta, sabía que, si ese degenerado se estaba comunicando con ella, en lugar de conformarse simplemente con espiarla, era porque quería algo, y, por desgracia, también sospechaba qué era eso que ese hombre quería. Aun así, hizo la pregunta.

“¿Qué quiere?”

De nuevo, tardó unos segundos en recibir respuesta.

“¿Qué te parece si hablamos de negocios?”

FIN CAPÍTULO 1.