Casandra. La puta condenada a Galeras
Cada vez que los verdugos se colgaban de sus piernas para que el palo entrase un poco mas, el dolor era tan grande e insoportable que los gritos pasaron a ser ronquidos desesperados. La multitud bramaba y se agitaba ante el espectác
Casandra era la mujer de un importantísima hombre de la corte. A pesar de ser hija de campesinos, su espectacular belleza y su cuerpo de vicio le habían permitido casarse con aquel hombre maduro y resentido.
La mala suerte quiso que su marido la sorprendiese una tarde de Domingo en la cama con una de sus criadas personales. Las dos restregaban sus cuerpos desnudos sobre la cama sin deshacer siquiera y los gemidos y la pasión no les dejaron oír los pasos del hombre cuando entraba a su alcoba.
En aquella sociedad reprimida e hipócrita las formas eran lo mas importante. El hombre debía cortesía y caballerosidad hacia las damas, y estas a su vez tenían que demostrar su honradez y modestia constantemente. Así, era impensable que a una mujer llegase a vérsele el refajo del vestido o que un escote dejase insinuar siquiera la forma de un pecho.
En realidad lo ocurrido a Casandra fue cuestión de tiempo. Además de poseer un físico impresionante, la mujer ocultaba entre las piernas un ascua permanente. Siempre estaba húmeda, en todo momento tenia sofocos y no era raro que con solo frotar un poco sus piernas llegase a correrse. No podía evitar mirar el bulto de cualquier hombre atractivo que cruzase con ella, o fijarse en los sudorosos jardineros de su palacio. En solo 4 meses que llevaba casada y siendo la señora de aquella lujosa mansión ya tenia sus amantes favoritos. En realidad los había probado a todos, desde el joven panadero al que espero un día en el almacén de la harina, hasta el mozo de cuadras, con el que tuvo una cabalgada salvaje dentro de la cuadra de uno de los caballos.
Con las mujeres le resultaba mas fácil, pues nadie sospechaba. Le gustaba casi tanto como con los hombres, si bien su papel era mas activo y disfrutaba viendo el placer que descubrían sus amantes cuando su ansiosa lengua lamía y succionaba los sexos de sus amantes.
El juicio tras la denuncia del marido fue muy rápido. A la mañana siguiente la pobre criada era empalada en medio de la plaza principal de la villa entre horribles y convulsivos gritos de dolor. Generalmente esta pena se aplicaba a delitos muy graves, y al penado se le torturaba o interrogaba antes de la sentencia, con lo cual la mayoría de las veces cuando el afilado palo entraba por el culo, y recorría el trayecto de los intestinos hasta tocar algún órgano vital, el desgraciado estaba mas muerto que vivo o con los sentidos embotados.
Sin embargo con la criada que habían condenado la noche anterior por una lista interminable de delitos, todo fue diferente. Nadie la torturo, pues no era necesario sacarle ninguna confusión, ya que un hombre principal de la corte era denunciante y testigo, tampoco fue necesario tenerla mucho tiempo en prisión, pues la sentencia estaba clara. Por tanto se limitaron a desnudarla completamente, amarrarle las manos a la espalda y tirando de otra soga atada a su cuello, sacarla a la plaza. Entre los gritos, insultos y bramidos de la gente fue subida a una especie de tarima donde se leyó la acusación y la sentencia. Unos verdugos cogieron la cuerda que colgaba de su cuello y tras hacer otro nudo para que no se ahogase- pues la pena indicaba claramente que moriría empalada, no en la horca- tiraron de ella hacia arriba, mientras otro clavaba una estaca gruesa y afilada en la punta, en un hueco que estaba previamente hecho en el suelo.
Primero fue la vergüenza y la deshonra lo que sintió la desgraciada cuando otros dos verdugos la enganchaban por los tobillos y le abrían las piernas, pero esa sensación de escándalo y vergüenza se le olvido cuando el afilado palo le rompía el esfínter del culo y se introducía lentamente por sus intestinos. Alaridos de dolor pugnaban por salir de su garganta. Cada vez que los verdugos se colgaban de sus piernas para que el palo entrase un poco mas, el dolor era tan grande e insoportable que los gritos pasaron a ser ronquidos desesperados.
La multitud bramaba y se agitaba ante el espectáculo. Cuando el palo estaba a la altura de los intestinos los tobillos se los amararon al suelo para que no patalease, mientras se tomaban los verdugos un descanso. Durante aquella media hora más o menos la desgraciada perdió la capacidad de gritar, pues las cuerdas vocales ya no resistieron mas. Simplemente miraba a la gente, a los verdugos, a si misma, y con ojos suplicantes imploraba para sus adentros que aquello terminase rápido.
Pero no, no fue así, los verdugos sabían hacer su trabajo, y cuando tiraba de sus piernas para que el paso entrase un poco mas, inclinaban el cuerpo lo justo para que no tocase ningún órgano vital que le provocase la muerte instantánea. Por eso cuando le torcieron la cabeza para que la punta del palo saliese por el hombre, sangraba y había perdido la capacidad de moverse, pero su agonía duraría todavía por lo menos una hora mas. El tiempo justo para ver como la gente terminaba por aburrirse y quedarse prácticamente sola con los guardias en el cadalso.
Mientras esto ocurría, Casandra temblaba en una esquina de la celda donde estaba encadenada. Los calabozos estaban en la esquina de la plaza, y escucho perfectamente toda la agonía de su amante. Nadie le había comunicado que a ella no la empalarían, pues su marido, en un último gesto de bondad, había pedido a su amigo el juez que conmutase la pena de muerte por la de Galeras para el resto de su vida.
Con el tiempo comprendería Casandra que hubiera sido mejor terminar en una mañana.
Era casi medio día cuando se presento uno de los carceleros con un sucio cubo donde llevaba una especio de papilla nauseabunda.
-Toma puta, como algo que te va ha hacer falta.
Unos minutos después entraron otros dos carceleros que sin muchos miramientos y a base de golpes la desnudaron completamente, y con evidente disfrute le fueron afeitando todas las partes de su cuerpo. Le resulto humillante cuando le afeitaron la cabeza, pero realmente tomo conciencia de su desnudez cuando su hermoso y húmedo coñito fue rasurado.
Cuando no quedo ni un pelo en su cuerpo entro otro hombre con cadenas y un brasero. Pensó que la iban a torturar. Pero no, aquello era para encadenar sus tobillos, manos y cuello. Le angustiaba pensar que aquellos grilletes y el collar que le estaban poniendo estaban siendo soldados, no cerrados. Eso significaba que no pensaban quitárselos nunca. Permanecería el resto de su vida con las manos encadenadas a la espalda, sus pies trabados por unos grilletes y unida a un collar como un perro.
Una especie de sorpresa, y quizá un poco de consuelo, sintió cuando la sacaron de su celda y vio que no era la única condenada. La cadena que colgaba de su collar fue enganchada con un grueso candado al collar de otra mujer que esperaba en la puerta de las celdas. Y otra más, y otra. Eran 6 mujeres las que formaron una hilera en espera de que ocurriese algo. Se miraron unas a otras, pero nadie se atrevía ha hablar. Igual que Casandra, todas habían sido desnudadas, afeitadas y encadenadas.
Un hombre enorme, de aspecto desagradable y con muchas cicatrices se presento al poco rato, cogió la cadena que colgaba del collar de la primera mujer de la fila, y con evidente desgana se volvió. Su voz era ronca, casi gutural, y daba tanto miedo como su aspecto.
-Sois ahora propiedad de su majestad. No os han condenado a muerte porque sois hermosas y jóvenes. Tenéis mucha fuerza que le hace falta a los galeones de nuestra armada. No malgastéis esa fuerza en cosas inútiles. Salimos ahora y tenéis que estar embarcadas dentro de 4 días en el puerto de levante. No quiero problemas durante el viaje. Si alguna no colabora lo pasará mal.
Al salir al patio el hombre engancho la cadena de la que tiraba a la parte de atras de su montura, subió al caballo, y mirando a los 3 guardias que lo esperaban, inicio la marcha lentamente, casi parsimoniosamente.
Las condenadas descubrieron muy pronto que lo peor de la marcha no era tener que andar dando saltitos mientras se balanceaban las tetas, pues las cadenas que les habían puesto en los pies eran muy cortas. Ni el temor de caerse de bruces al encontrarse con las manos encadenadas a la espalda, y con las muñecas prácticamente pegadas. Ni siquiera el que el collar que les habían puesto era muy ancho- siempre tenían que mirar al frente y no veían el suelo- pesado y rugoso.
Lo peor vino cuando abrieron las puertas y tuvieron que pasar por medio de una multitud sádica que las insultaba, las tocaba, las pellizcaba y les tiraba objetos. Y aún así, lo más humillante es tener que hacerlo encadenadas y completamente desnudas. Ellas habían sido educadas en una sociedad reprimida y religiosa, en la que una mujer no podía enseñar en público mas allá de su rostro si no estaba de luto, entonces ni eso. Ellas sin embargo se exponían ahora a las miradas y los tocamientos obscenos de todo el mundo completamente desnudas. Ni tan siquiera los cabellos cubrían su cuerpo. La sensación de desamparo y desnudez era total. En su cara reflejaban la angustia, la humillación y la desesperación. La mayoría de ellas hubiera querido morir en ese momento, y si hubiesen tenido la oportunidad, habrían cambiado su condena por el empalamiento o la muerte mas atroz, antes que pasar por aquel suplicio. El soldado a caballo sabia lo que hacia y disfrutaba plenamente del espectáculo, había transportado a muchas condenadas y le gustaba aquello. No tuvo ningún inconveniente en parar la marcha cuando un grupo de jóvenes medio borrachos se acercaron con un palo de olivo preparado al efecto con la punta redondeada. Mientras dos de ellos tomaban a la última mujer de la fila- una mujer joven, de unos 24 años, con unos pechos grandes y las piernas fuertes- otro le abría el culo, y el del palo se lo introducía. Al principio se resistió, pero cuando uno de los guardias se acerco y les dijo a los jóvenes que se retiraran, saco el látigo que llevaba enganchado del cinturón y con el restallando en el aire cruzo la espalda de la mujer. El grito de esta fue horrible, desesperado, y en su espalda al instante se hizo visible la franja roja del latigazo.
-Puta, deja a los jóvenes que se diviertan.
La mujer pareció entender, pues ya no opuso ninguna resistencia mientras ellos introducían el palo en su culo, o juegan con sus grandes tetas, o alguno de ellos metía los dedos en su coño.
Solo su cara de desesperación y humillación, y las lagrimas silenciosas, delataban su agonía y sufrimiento.
Las otras condenadas miraban horrorizadas el espectáculo, sabiendo que les toria a ellas a continuación.
Pero el soldado a caballo pareció empezar a aburrirse, y les hizo una señal a sus compañeros para que retirasen a los jóvenes, abriesen camino entre la multitud que se arremolinaba alrededor del espectáculo.
Cuando salieron de la corte había transcurrido al menos una hora, y era ya casi media tarde. El caballero aceleró la marcha y las galeotas tuvieron que acompasar sus torpes pasos a aquella marcha más rápida.
Próximo capitulo: Viaje a Puerto y embarque en la galera