Casablanca: el prefecto

Lucía Mesina, reconocida señora en la sociedad de un país en huída, debe asumir un arancel para salvar a su familia.

Casablanca: El Prefecto.

Lucia Mesina esperó con paciencia en la anodina sala. Junto a la puerta, una oficial mulata, de cuerpo cuadrado de los hombros a las caderas, con su camisa blanca prieta sobre su rotunda figura, abotonada con puntos dorados y su recio chaleco con galones, aguardaba con gesto adusto e impasible. Al cabo, debió de atender alguna indicación conocida porque miró a Lucía y le abrió la puerta del despacho. Lucía se acercó sin demasiados titubeos. Sabía bien a  qué venía y estaba dispuesta a liquidar el asunto con las menores explicaciones. Sólo esperaba que el prefecto no la entretuviera con excusas y charlas. Al cruzar el umbral, el prefecto, vestido con la pretendida y torpe elegancia de siempre salió a su encuentro, con la pegajosa zalamería que le era propia. -Oh, mi querida señora, es un placer verla nuevamente...- decía sonriente mientras le cogía la mano para besarla con un edulcorado gesto. Lucía conocía estos galanteos absurdos, y no se le escapaba que detrás de ellos se escondía el deseo. Sin embargo, después de todo, esto era lo común en cualquier hombre, y, por su posición y su carácter, no se sentía casi nunca amenazada. Correspondió con una sonrisa algo indiferente a los requiebros del galán y se dejó conducir hasta el asiento frente a la mesa del despacho. Tras de ella, la gendarme pasó y cerró la puerta.

El prefecto continuó sus halagos y preguntas de cortesía mientras se sentaba al otro lado de la mesa. Se enredaba en una conversación que oscilaba entre el elogio de su invitada, la preocupación por la situación de los suyos, el terrible ajetreo de su trabajo, la problemática situación de la ciudad, los secretos conflictos del paso fronterizo, a los que sólo se refería de pasada marcando su carácter secreto, todo ello para ir poco a poco a desembocar, con rodeos y sonrisas, en la cuestión de fondo que era, precisamente, la que había llevado a su despacho a la señora Mesina.

-En fin, querida señora, ¿qué le voy a contar que usted ya no sepa?

Lucia aprovechó la ocasión, por otro lado, hábilmente suscitada por el prefecto, para tratar de cerrar el asunto con rapidez.

-Así es, señor Le Clerc, y es por eso que hemos hecho lo que usted nos recomendó para tratar de pasar la frontera lo antes posible con su ayuda. Le he traído el "arancel"- dijo tratando de no forzar el gesto en este punto - que nos... dijo que sería necesario...

Y al decir esto sacó de su bolso una serie de paquetes envueltos en pañuelos blancos que dejó sobre la mesa. El prefecto la miraba con gesto entre comprensivo y pícaro, pero con un repentino aire de nerviosismo que superaba su melosa galantería.

-Sin duda, sin duda... será suficiente, dijo sin hacer caso de los paquetes. -Sin embargo, señora, usted comprenderá que no tome este "arancel"...

-Pero usted me dijo que sería necesario, que con él obtendríamos su firma...- interrumpió Lucia con el temor de que al cuestión se alargara más de lo previsto.

-No me interrumpa, mi querida señora,-dijo Le Clerc con un repentino aire autoritario-. Verá, mi firma la tiene usted y su familia por adelantado... Este dinero, realmente... les hará falta más adelante... en la frontera, al cruzar... ustedes tendrán... les surgirán imprevistos para los que debe guardar este dinero. Oh, no, no se trata de dinero. Verá...

El nerviosismo del prefecto había aumentado y Lucía no había sido insensible ni a él, ni al cambio de tono, ni a la nueva forma de mirarla. Desde luego, aquél brillo que podía haber pensado que era deseo, el deseo normal de cualquier hombre por cualquier mujer hermosa, se mostraba ahora con claridad como auténtica lujuria, como la avidez de un animal de presa frente a un trozo de carne. Le Clerc, no obstante, aún luchaba por mantener su autodominio. Carraspeó.

-Verá, señora. Lo que quiero decirle es que... su dinero no puede pagar el precio del riesgo que asumo... y que... es usted misma el... beneficio que quiero obtener de esta... arriesgada colaboración que hago con bienestar de su familia.

La quería a ella. ¿Pero qué? Lucía aún no lo comprendía.

-Qué... qué quiere de mí.

-Oh... sólo un poco de obediencia.

-¿Obediencia? No le entiendo.

-No está en condiciones de no entender, Lucía. Usted me entiende... o me entenderá -Le Clerc se crecía viendo la turbación en que caía el carácter recio de la mujer-, puesto que de ello depende el futuro de su familia. Piénselo.

Hubo un silencio. Lucía no podía pensar. No se atrevía a pensar y mucho menos a hablar porque no quería suscitar ella nada que fuera una aceptación. Le Clerc comprendió bien esto, no era un hombre estúpido aunque su estúpida galantería y su servicialidad a sus superiores pudieran confundir a la gente con la que trataba en régimen de superioridad social, así que dió los pasos.

-Todo habrá terminado esta misma tarde, Lucía. Un baño... y a casa... con el salvoconducto del prefecto. Piénselo, pero dese prisa, tiene que contestarme ahora.

-No... no puedo. Usted no puede hacerme esto.

-Oh, ya lo creo que sí. De hecho puedo hacer más. Podría... pero usted es una señora hermosa a la que aprecio... verdaderamente, y su marido es un gran hombre... Por eso no quisiera que... nos separáramos sin entendernos.

Mientras decía esto, Le Clerc se levantó y rodeó la mesa para ponerse tras ella y apoyar sus manos, con cierta delicadeza como de amistad, en sus hombros.

-Verá como puede - le dijo confidente. Se alejó unos pasos y le ordenó que se levantara.

Lucía con la voluntad anulada, consciente de estar en una trampa, obedeció. Se giró y pudo ver la satisfacción en el rostro de Le Clerc.

-Bien, bien - dijo el prefecto. -Teresa, ayúdela a desnudarse.

La gendarme se acercó a ella, le retiró el bolso y comenzó a desabrocharle la blusa. Le Clerc se sentó en un sofá frente a un taquillén en el que apoyó los pies cómodamente para contemplar la escena. Lentamente, Teresa descubrió el cuerpo blanco de Lucía. Sus manos gordas y oscuras contrastaban con la piel clara, la brillante combinación y el bordado brillante del sostén. Apenas la rozó, salvo para meter sus dedos tras el tirante de las bragas y bajárselas. Desde su sillón, Le Clerc no podía evitar colocar su mano sobre su verga endurecida. Cuando Lucia estuvo desnuda, la cogió entonces sí del brazo y la puso entre el taquillón y el prefecto, donde la obligó a inclinarse empujándole la cabeza y torciéndole el brazo sin ningún escrúpulo. Lucía quedó de rodillas con sus nalgas expuestas al prefecto. Entonces Lucía oyó a este ordenarle a la gendarme que la comprobara y notó cómo Teresa le separaba ambas nalgas con sus gruesas manos y acercaba su nariz al trasero.

-Huele -dijo lacónicamente Teresa.

-Oh, oh, señora... No debe turbarse por esta situación. Es normal, todo el día, y con el calor que hace... Hasta el trasero más delicado termina por saber mal. Y detesto que un trasero no me sepa a gusto. Teresa se ocupará de ello, no se preocupe.

Y en efecto, ya venía la gruesa gendarme con un barreño y un bote de jabón. Lucía notó el chorro viscoso y frío deslizarse entre sus nalgas, pasar por su anillo y bajar aún hacia su sexo. Luego las manos húmedas y fuertes de la mulata amasarle las nalgas, embadurnándolas, y sus gruesos dedos deslizarse entre su carne, hurgando, hundiéndose, explorando, pellizcando... La humillación de sentir placer era la sensación más intensa que sentía Lucía en aquel momento.

El masaje cesó tras el enjuague y la mulata obligó a Lucía a levantar las rodillas y mantener su trasero más alto, con la cabeza pegada al taquillón.

  • Ya está preparada - fue la fórmula con la que la mulata ofreció al prefecto aquel manjar exquisito y, literalmente, el prefecto se lo comió. Sentado de rodillas, repitió el masaje sobre las nalgas, con unos dedos ahora largos y finos, que el gendarme a veces pasaba con la palma, amasando, o con las uñas, como desgarrando, para luego comenzar a comerse el anillo de la mujer, separándole las nalgas y abriéndole el anillo tensando el estrellado músculo hasta causar dolor. Rugía, lamía y mordía, desde aquél agujero rosado, hasta la parte alta de la vulva, con tanta rudeza que Teresa tuvo que sujetar a Lucía y taparle la boca con su enorme mano, mientras con las manos sujetaba sus muslos o recorría el cuerpo de la mujer, desde los pechos, donde tironeaba de los pezones, hasta el sexo donde buscaba torpemente el clítoris o forzaba una penetración imposible.

Súbitamente el prefecto se separó. Durante un lapso de tiempo, Lucía lo notó forcejear y respirar pesadamente tras ella. La gendarme la empujó hacia abajo hasta colocar de nuevo sus rodillas en el suelo y entonces, notó como el prefecto se colocaba tras ella y, apoyándose sobre su cabeza con una mano, cogiéndole fuertemente el pelo, buscaba la posición para introducirle el miembro en el anillo, lo que hizo, al cabo, con una embestida violenta. Lucía no podía gritar, y ni siquiera lo intentaba porque en el intento perdía la respiración por el pequeño resquicio que la gruesa mano de la mulata le permitía, y sólo intentaba, cerrando los ojos, huir aquel dolor y aquella humillación que durante tan largo rato la torturaron. El prefecto se lanzaba sobre ella, bien hacia adelante o bien clavándose hacia abajo, buscando trayectorias distintas y empujando siempre como si buscara llegar aún más hondo en el cuerpo de la deseable mujer. Cambió de trayectoria y de ritmo, se tumbó, se separó, abrió sus piernas, las cerró con las rodillas sobre el taquillón, ciñendo la cintura de Lucía, en definitiva, ensayó todas las posibilidades de una larga y dolorosa sodomización hasta que alcanzó el clímax y, después de un torrente de estertores y aullidos, se separó de la mujer exhausto.

Se tiró sobre el sillón y se hizo el silencio suficiente para que se oyeran los gemidos de Lucía que habían quedado opacados por el ruidoso frenesí del prefecto.

La gendarme mantuvo a Lucía sujeta durante un rato mientras se apagaban los gemidos satisfechos del prefecto.

  • Tráela - le ordenó al fin.

La mujer tiró de Lucía y la volvió hacia el prefecto arrastrándola. Luego le volvió la cara hacia arriba, tirándole del pelo y sujetándole las mejillas con una mano, aprentado hasta separarle los labios, y así, como obedeciendo a una consigna previa, colocó su boca sobre los labios de Lucía y comenzó a besarla con la misma fruicción con la que el precepto se había comido el trasero de Lucía. Con la lengua gruesa y roja, Teresa exploraba la boca de la mujer, empujaba su lengua, la perseguía y la aprisionaba junto a las encías o el paladar, al tiempo que segregaba, como una fuente, cantidades ingentes de saliva que Teresa apenas podía tragar y que resbalaban por las comisuras de los labios, recorriendo su cuello y deslizándose hacia abajo hasta sus pezones. Notó que las gotas caían ya, desde aquellas almenas, hasta sus muslos. Teresa soltó la mandíbula y al inmediato gesto de Lucía girando la cabeza y volviendo la cara para cerrar la boca, respondió con un contundente bofetón...

  • No, no, señora, pórtese bien... no la huya - dijo Le Clerc que contemplaba la escena plácidamente.

Lucía comprendió rápidamente tras el segundo bofetón y Teresa continuó con su exploración, incluso con mayor profundidad y eficacia, porque ahora la boca de Lucía, liberada de la mordaza, se ajustaba más si cabe a los labios carnosos y a la violenta lengua de la mulata, la cual, aprovechaba la mano libre, para amasar los pechos de la mujer o deslizarse hasta el sexo repartiendo sobre su vientre la saliva de ambas.

Al fin, el ritual acabó, con cierta brusquedad, y como el que le da la vuelta rápidamente a un frasco para que no se derrame su contenido, Teresa empujó la cara de Lucía sobre el miembro del prefecto, nuevamente erecto, obligándola a meterse en la boca el mismo miembro, sucio aún, que había estado en sus entrañas. No duró mucho la penetración antes de que Lucía sintiera arcadas y vomitara sobre el miembro del prefecto que eyaculó de inmediato sobre la cara de la mujer.

Continuará...