Cartas rosas

¿Me escribe una extraña? ¿O es un extraño?

Cartas rosas

1 – Primera carta

No suelo abrir el buzón a menudo. Casi nunca recibo correspondencia. Cuando lo abro, siempre miro las cartas con desinterés. Suelen ser cartas de los bancos y de publicidad. Me fastidia muchísimo tener que andar rompiendo papeles o recolectándolos para reciclarlos. Pero un día, lo que creí que era otra carta más llena de publicidad, de color rosa, venía con mi nombre, sin remitente y un poco perfumada. Dejé de mirar el resto y la abrí en cuanto entré en casa. Estaba escrita a mano con letra de persona culta (sin duda) y no entendí al principio si era una broma o una equivocación:

Hola vecino:

Te veo entrar en el barrio y en tu casa todos los días. Pensarás que estoy loca, pero te escribo porque no puedo controlar lo que siento cada vez que te veo. No intento nada con esto, sino que sepas que hay alguien cerca de ti que piensa que no va a poder seguir viviendo sólo mirándote un ratito cada día.

Quizá me tomes por loca, pero para mí no existen otros momentos, desde que amanece hasta que se pone el sol y me encierro en casa, sino esos segundos que te observo; andando, mirando siempre con tu vista perdida en el suelo. ¡No sabes cuánto daría por estar a tu lado sólo unos segundos!

Sé que jamás voy a poder verte de cerca ni mucho menos rozarte la mano, así que te escribo sólo para que sepas que siempre hay alguien que te mira y que te ama sin conocerte.

Tu vecina.

Adeu.

La releí veinte veces, pero no podía imaginar quién coño me echó aquello en el buzón. No es que yo sea un plumero que va cantando a los cuatro vientos que soy gay, pero la tía que me escribía debería ver poco o, tal vez, no le importaba enamorarse de un maricón. Guardé la carta en un libro y me dije a mí mismo que no era aquello sino un desahogo de una tía calentona o tendría que esperar algunos días por si recibía más noticias.

Me acordé de que una vez, en el instituto, alguien me metía en el pupitre mensajitos escritos en trozos de papel con poesías románticas copiadas de libros y horrorosos dibujos. Yo nunca hice nada por descubrir a aquella tía y ella, supongo, se aburrió de escribir. No estaría tan enamorada de mí o se enteró de que empecé a salir con Bernardo Barranco. Cuando ya era Interiorista, se me acercó una tía muy elegante y muy bien vestida y me dio un sobre en mano y se fue. Cuando abrí el sobre, encontré una hoja arrancada de un cuaderno, escrita con una letra horrorosa y llena de faltas de ortografía. Aquella tía no tenía más que sus tacones altos, su falda corta, dos buenas tetas y un peinado de peluquería cara.

2 – Segunda carta

A partir de aquel día, miraba el buzón más a menudo y me detenía un poco más en separar las cartas de los bancos de las de publicidad. No buscaba un sobre rosa porque no sabía si sería del mismo color, pero el buzón comenzó a ser una intriga para mí.

Tenía que llegar aquel día. Encontré sólo dos cartas. Una era visiblemente una carta publicitaria. La otra era un sobre rosa, sin nombre siquiera. Yo ya sabía que llegaban más datos, pero no sabía si aquella vecina iba a darme pistas para que la localizase. Comencé a pensar que tal vez un día me propusiese un encuentro y tendría que decirle: «Lo siento, tía; soy gay».

Hola vecino:

Te escribo otra vez para que sepas que sigo mirándote. No resisto el poder de tu mirada, tu forma elegante de andar. Me da la sensación de que debes ser un hombre con mucha sensibilidad, cariñoso, educado y culto.

No quiero molestarte, sólo que sepas que me encantas, así que cuando veas un sobre rosa en tu buzón, si no te importo en absoluto, rómpelo, pero creo que a nadie le molesta que le digan estas cosas. Perdóname si te molesto, pero necesito hacer esto si no quiero volverme loca.

Tu vecina

Adeu.

No había nada nuevo en esta carta y no entendía para qué me escribía si no me decía quién era. Si al decir «tu vecina» se refería a la tía que vivía al lado, casada, con cuatro hijos y bastante madura, ella ya sabría cuál iba a ser mi respuesta.

Una vez me invitaron a una cena de mucha gente y me tocó al lado una tía bastante atractiva. Durante la comida estuvo muy prudente y hablaba con todos los que estábamos cerca de ella, pero conforme avanzaba la cena, avanzaba el nivel de vino que había bebido, se fijó en mí y comenzó a darme la coña. Me excusé para ir al servicio. No volví.

Pensé que si ella misma echaba las cartas en mi buzón ya sabía mi dirección completa. Además, podría dejarle un sobre rosa asomando a la boca de mi buzón diciéndole que se diese a conocer, que me estaba molestando con ese tipo de carta anónima, pero luego me di cuenta de que la única forma de que una tía no me agobiara era romper cualquier sobre rosa que echasen en mi buzón. Ni siquiera me interesaba saber quién era.

3 – Tercera carta

Esperaba de un momento a otro otra cartita rosa diciendo que no podía vivir sin mí y esas cosas pero sin dar pistas, así que decidí romper cualquier carta en cuanto viese que llevaba un sobre rosa. Estaba agobiado. Ni siquiera podía concentrarme en la lectura. Dejé allí el libro y, viendo que atardecía, me puse el chaquetón, cogí la pipa bien cargada de tabaco y me fui al jardín de la entrada a dar un paseo y respirar aire sano.

  • Buenas tardes – oí tras de mí -; hace fresco ¿eh?

  • Sí – le dije a aquel joven apuesto – hace fresco. El cambio de hora siempre me pone enfermo y me da la sensación de más frío.

  • Exacto – contestó -; yo salgo porque no tengo más remedio que pasear a mi perro, pero me quedaría en casa.

Seguí hacia un lado y él siguió hacia otro. Su voz me pareció atractiva y, yo diría que «un poquito» melodiosa. Le había visto pasar algunas veces cabizbajo y me sonaba su cara, pero no sabía quién era. Miré al cielo en silencio pensando en estas estúpidas conversaciones de ascensor: «¡Qué día más malo; qué frío! ¿Verdad?». Palabras vacías que no sirven nada más que para romper el hielo ¿Es que no hay otras? Me fastidió un poco aquel saludo vacío aunque el tío fuese atractivo.

El calor de la pipa encendida en mi mano me mantenía a gusto, así que no me importaba si habían cambiado la hora, si hacía frío o si oscurecía antes.

El vecino del perro volvía para entrar en casa y hablaba con su mascota (no creo que le hablase del frío), cuando se paró a mi lado:

  • Lo que son las cosas, amigo – me dijo -, algunas veces, cuando menos lo esperas, salta la liebre. Mira el regalo que acaban de darme unos niños que pasaban por la calle.

Me tendió la mano y no vi más que un muñequito (bonito, por cierto) que hacía publicidad de unos pequeños almacenes que, precisamente, eran suyos.

  • ¿No me digas? – me asombró -; le dan la publicidad al propio dueño del almacén ¡Esto es…! En fin, yo ya me voy a subir para casa dentro de un rato

  • Nos vemos, vecino. Adeu.

Entonces fue cuando se me heló la sangre: «Vecino, Adeu». Corrí tras de él al poco tiempo, pero el ascensor ya iba subiendo. Me pareció que paraba en un piso no muy alto, pero no pude saber ni cuál era la planta ni el piso. Me sentí culpable no sabía de qué; quizá de haber pensado en destruir aquellas cartas o de no haberle dejado en el buzón un sobre rosa sobresaliendo y con una nota que le animase a decirme quién era. Pero escribía como si fuese mujer ¿Cómo podía imaginar que pudiese ser un hombre? Quizá, pensé en un momento, ha sido una puñetera casualidad que se despida de mí así, pero no creo en las casualidades.

Subí a casa corriendo e hice algo un poco raro. Tomé el segundo sobre rosa, que no estaba escrito, y le puse unas frases muy simples en una cuartilla:

«Sabes mi nombre y mi dirección. Dices que te gusto. Pero para conocernos necesito que me digas quién eres».

Bajé corriendo y puse el sobre inclinado asomando por la boca del buzón. Si venía quien fuese a dejarme otra carta, recogería la que yo había dejado. No pude dormir aquella noche. No sabía a quién le estaba diciendo «vamos a quedar», pero si era una mujer, siempre con mucha educación y tacto, la invitaría a hablar conmigo cuando quisiera, pero le aclararía mi condición gay. Así y todo, estaba seguro de que «la vecina» del «adeu» era aquel joven del perro.

4 – La carta esperada

Me levanté temprano aquel sábado. No tenía nada que hacer y estaba harto de cama. Casualmente, me asomé a la ventana, que da a la entrada, y vi al vecino del perro dando su paseo ¡Oh, Dios mío! Me puse lo primero que pillé y ni siquiera me peiné, salí corriendo y llamé el único ascensor para que nadie se me adelantase. Hacía frío. Era momento de conversación de ascensor. «¡Qué sábado más malo vamos a tener hoy. Se nos ha venido el frío de repente!». Me apreté el chaquetón y respiré profundamente. No me importaba el buscar una excusa para decir «he bajado porque…». Cuando paró el ascensor, corrí al portal y, al abrirlo con rapidez, noté un helor que me empujó hacia atrás. Cerré la puerta y miré desde dentro para ver si veía por dónde andaba mi vecino del adeu. De pronto, se me ocurrió volverme a mirar los buzones. El sobre rosa ya no estaba allí. Volví a acercarme al portal y, sin esperar a verle, salí tomando aire. Debería, al menos, haberme bajado la pipa para calentar mis manos. Estaba en pijama, con un pantalón puesto encima, las zapatillas y el chaquetón. Apreté mis brazos contra mi cuerpo. Iba a helarme. Miré a un lado y a otro, pero no vi nada y, cuando me di cuenta, me había dejado las llaves dentro del piso ¡Dios mío! – me dije - ¡Ahora ni siquiera puedo abrir el portal!

Me acerqué a unos árboles de la parte izquierda y me pegué a un tronco con la respiración acelerada y tiritando. Pasó un buen rato y no venía a nadie que me dejase entrar, al menos, para refugiarme en el portal. De pronto, oí unos ladridos en la calle y mi cuerpo se incorporó automáticamente; helado. Al poco tiempo vi unas sombras moverse tras las ramas y entró en el jardín el perrito de mi vecino. Sonreí sin saber por qué; era él.

Entró en el jardín diciéndole a su perrito que ya estaba bien de paseos, que hacía mucho frío. Di unos pasos hasta el camino y me puse frente a él mirándole como si le pidiese compasión. Me helaba.

  • ¡Dios mío!, vecino – exclamó acercándose a mí - ¿Qué haces a estas horas y así en la calle?

  • Me he dejado las llaves dentro; en casa. Por favor, ábreme el portal y ya llamaré como sea a mi hermana para que venga y me abra.

  • ¡Santo Dios! – exclamó tomándome por la cintura - ¡Vas a congelarte!

  • No, no – le dije -, aún aguanto.

Pero cuando fue a sacar las llaves de su bolsillo, calló al suelo una carta. Una carta con un sobre rosa. Se agachó rápidamente a recogerla:

  • Es una felicitación de Navidad un poco adelantada – me dijo -, tengo una hermana en Canadá y siempre me escribe pronto para que no llegue en año nuevo.

Le miré sonriente, le di las gracias por abrirme y puse mi mano delante de él:

  • Gracias, vecino – le dije -; encantado de conocerte. Dentro de poco sabrás cosas nuevas.

Me miró con extraño, pero bajó la vista. Sacó su móvil y me invitó a llamar a mi hermana.

  • ¡Idiota! – me dijo cuando descolgó - ¿Es que no sabes que te dejé un juego de llaves escondido? ¿Ya no te acuerdas del sitio?

  • ¡Ah, sí!, Elena – le dije -; siento haberte despertado temprano.

Miré a mi vecino y le dije que ya podría entrar en casa. Nos despedimos hasta otro momento, pero cuando salía del ascensor (en la cuarta planta, por cierto), le oí decir:

  • De todas formas, no te iba a dejar helándote en el portal. Adeu.

Se cerró la puerta y subí a casa, busqué las llaves, me quité la ropa helada y me lié en una gruesa manta. «Es él, es él, es él. Lo sabía».

5 – El ángel remitente

Estuve bastante tiempo liado en la manta hasta recuperar mi temperatura y me di una ducha caliente. Me fui a la cocina y me preparé un café con unas tostadas. No podía pensar en otra cosa. En mi mente sólo aparecían un perrito y una cara amable y sonriente de un joven. Pensé enseguida en escribir algunas cosas y en comenzar el proyecto que tenía atascado desde hacía casi una semana. Pensaba que aquel tío fue un poco tonto al hacerse pasar por una mujer. Más tarde o más temprano, lo que quería era conocerme y me encontraría con un tío delante de mí.

Comenzaba a entrar el sol por la ventana de la cocina cuando me fui al salón y puse una suave música de Mozart antes de hacer nada. Volví a la cocina y seguí pensando en el perro, en aquel tío tan amable y se fue desarrollando mi nuevo proyecto en mi mente.

¡Eso es!, me dije, ¡Van a felicitarme!

Sonó el timbre de la puerta y me asusté. Pensé que era mi hermana Elena que venía a asegurarse de que estaba ya en casa y en buenas condiciones. Liado aún en el albornoz, abrí descuidadamente la puerta bebiendo un sorbo de café. Allí delante estaba el vecino. Quise cerrar la puerta, pero me di cuenta de que no era nada demasiado amable. Me cubrí bien y lo invité a pasar.

  • No, Mateo – me dijo sonriendo -, prefiero darte mi cuarta carta desde aquí afuera. Yo soy el remitente; esa «vecina» inventada. Por eso prefiero que leas esto antes de entrar en tu casa a que me eches por las cosas que te he escrito.

  • ¿Cómo? – exclamé -¿Piensas que te voy a echar? ¡Estaba deseando de saber quién era esa vecina tan misteriosa y – bajé la voz – te prometo que imaginé que era un vecino! Pasa, por favor. No me hagas esto; pasa.

Me hizo caso y le hice pasar al salón, que ya estaba muy soleado. Me senté en el sofá y le invité a sentarse frente a mí; en un butacón cómodo.

  • ¿Te apetece tomar una café? ¿Una copa? – le dije - ¿Un refresco?

  • Un poco de café si no te importa – me dijo -; yo también he pasado un frío

Le puse una taza con unas pastas y volví a sentarme frente a él.

  • ¡Pero, hombre! – exclamó - ¿Por qué te has molestado en esto?

  • Porque te voy a chantajear – le sonreí -. Tú sabes mi dirección y mi nombre, pero yo no te conozco nada más que de haberte visto al entrar o salir.

Comenzamos una conversación muy amena. Era un tío culto, educado, más que guapo, atractivo, muy atractivo, sensual. Su nombre era Alonso Fernández, dentista (Odontólogo, me insistió). Era el hombre perfecto para mantener una conversación y… ¿quién sabe qué otra cosa? Yo le dije que era Mateo Gil, Interiorista, decorador, creador de formas… Pero ya sabía todo eso de mí. Estuvimos hablando mucho y de todo y me sentí muy a gusto y muy cómodo, tanto, que levanté una pierna y puse el pié sobre el sofá. No me di cuenta, pero Alonso estuvo un buen rato viendo mi cuerpo casi desnudo. Con una delicadeza que no se imagina fácilmente, me insinuó lo de mi postura. Bajé mi pierna por instinto, pero le dije que si a él no le molestaba

  • No, Mateo – dijo -, ni eso ni nada me molesta estando contigo. Ni me ha parecido una falta de educación ni me he callado para seguir viendo tu precioso cuerpo.

  • No me importa que lo veas – le dije -, pero juegas con ventaja.

  • ¡Ah! – se echó atrás en el butacón - ¿Quieres ver el mío?

  • Espera, espera – le dije -; pasa al baño y te desnudas como yo. Sobre el toallero de la bañera hay una toalla tan grande como esto. Póntela si te apetece.

Me miró y cerró los ojos como agradecido, se levantó y entró en el baño a desnudarse. Cuando volvió, me pidió amablemente permiso para sentarse en el sofá conmigo y se lo concedí (¡Faltaría más!).

  • Lo que suena es la sinfonía número 14 de Mozart – me dijo -, si no me equivoco.

  • Lo es – respondí - ¿es que te gusta Mozart?

  • Me gusta todo lo clásico y lo moderno – dijo -, pero este, bonito, fue un genio.

Me estaba mirando embobado y yo le escuchaba pasmado. Nos quedamos en silencio hasta que su toalla resbaló de su hombro y calló al sofá. No nos movimos. ¡Su cuerpo era precioso! Aunque su rostro no era una belleza, su cuerpo era bellísimo. No movió una mano y yo seguí mirándole con la boca abierta. Dejé caer a propósito mi albornoz y volví a poner el pié sobre el sofá. Nos miramos mudos durante un rato y fuimos notando que alguna parte de nuestros cuerpos iba cambiando un poco.

Suspiré y bajé la vista oyéndole hablar:

  • Yo pensé que me iba a costar mucho trabajo conocerte un poco; aunque fuese hablar contigo unas palabras; pensé que jamás iba a estar tan cerca de ti; pensé que nunca iba a ver tu cuerpo

  • ¿Y también piensas que nunca vas a besarme, por ejemplo?

  • Ya tengo mis dudas – dijo -, tengo mis dudas.

  • ¡Bésame, por favor! ¡Bésame!

Se acercó a mí y me besó cálidamente a la luz del sol hasta que nuestros cuerpos fueron cayendo sobre el sofá y sus cabellos se fundieron con los míos y su pecho se hizo uno con el mío y nuestras manos se entrelazaron por todos lados. Las toallas cayeron al suelo y quedaron sólo nuestros dos cuerpos unidos como en simbiosis, dándose uno al otro lo poco que a cada uno le faltaba. Y nuestros labios fueron recorriendo la superficie de nuestras pieles en silencio, con movimientos muy lentos que recordaban a un extraño y antiguo ballet griego. Armonioso, suave, placentero. No tuvimos que hacer nada más, pero estuvimos así mucho tiempo hasta que noté que, sin movimientos raros de su cuerpo, se embadurnaba el mío con su semen cálido sin parar aquella extraña danza oriental, hasta que mi semen se derramó sobre el cáliz de su pubis y, bajando hasta el suelo su brazo, levantó la toalla grande y nos cubrió con un manto confortante.

  • ¿Me vas a decir que esto no se va a repetir? – dijo en mi oído -.

  • ¿Y tú? – le contesté - ¿Me vas a decir que no quieres que se repita por los siglos de los siglos?

  • Amén, Mateo. Amén.