Cartas de un seductor

Me enamoré por una carta... con sorpresa.

Cartas de un seductor

Primera carta

«Querido Pablo:

Vas a pensar que estoy loco, pero no se me ocurre otra forma de decirte algo muy importante que tengo en la cabeza. Soy muy tímido; demasiado tímido para acercarme a ti y hacer amistad contigo. Lo único que busco es ser tu amigo, pero mis sentimientos son más profundos.

Doy por hecho que jamás voy a tenerte a mi lado, pero quiero que sepas que no puedo dejar de mirarte, que cuando sé que estás lejos no soy yo.

No quiero agobiarte, sólo necesitaba decirte lo que siento por ti. No busco nada más.

Te quiero.»

Primera reacción

¿Qué era aquello que estaba leyendo? ¡Alguien se había enamorado de mí lo suficiente como para enviarme una carta! Ese alguien tenía que estar cerca, así que, con toda seguridad, o era compañero de mi curso o de la facultad; pero… ¿cómo iba a averiguar quién era?

Me eché en la cama y leí aquellas palabras docenas de veces. Aquellas palabras me hacían sentirme importante, pero impotente. Seguramente ese chico no estaba seguro de que a mí también me gustaban los chicos y le aterrorizaba pensar que yo lo mandase al carajo. No había ningún dato suyo: ni remite ni nombre ni nada que me diese una pista.

Cuando fui a soltar la carta en la mesilla, observé su escritura con atención. Volví a releer la carta y descubrí unos detalles. Los trazos largos de las letras como la «d» o la «g» eran más largos de lo normal y bastante curvados. Incluso los trazos finales de la «n» y de la «m» eran más largos hacia abajo y curvados hacia la izquierda ¡Era una letra bonita!

¡Bueno! ¿Y qué? ¿Cuánta gente podía haber en clase que escribiese así? ¿Cómo iba a descubrirlo si ya todos escribían sus apuntes en el ordenador?

Volví a dejar la carta en la mesilla y me puse a hacer un repaso mental de mis compañeros. A algunos de ellos podía eliminarlos con toda seguridad, pero pensé en los posibles seductores tímidos que podían haberme enviado aquella misiva. El que la había escrito, sin duda, era muy tímido y no pensaba abordarme ni siquiera para ser mi amigo. No podía hacerme una idea de quién sería, pero deseaba con toda mi alma saber quién era. No me importaría tomarlo en mis brazos y decirle que lo aceptaba, que su carta me había seducido más que una mirada sensual o alguna palabra obscena. Lo necesitaba y no sabía quién era.

El siguiente día de clase fue una tortura. Estuve todo el tiempo intentando localizar una mirada perdida, veía letras alargadas por todos lados. No; seguramente no estaba en clase.

Pasaron más de dos semanas y ni siquiera podía concentrarme ni en las clases ni en mis estudios en casa. Me limitaba a releer aquellas palabras una y otra vez ¿Quién eres, amor mío?

Segunda carta

«Amado Pablo:

No pensaba volver a escribirte, pero te he observado con atención. Sé que no consigues averiguar quién soy y, por tus gestos, me ha parecido verte preocupado; pero no sé si querrías conocerme para decirme que no te vuelva a escribir, que te gustan las chicas o, sencillamente, para ser amigos.

Perdona mi atrevimiento. Te prometo que no volveré a escribirte. Este problema es mío y no tuyo. Gracias de todas formas.

Te quiero.»

Segunda reacción

¡No, no, no, no! ¡Querido desconocido! ¿Cómo puedes hacerme esto ahora? Tenía que seguir buscando. De cualquier forma. Me daba igual si tenía que registrar uno por uno los cajones para encontrar una carta escrita con esa letra, pero mi amante, ya mi amado desconocido, iba a aparecer.

Cometí un grave error que me costó una buena reprimenda porque, aprovechando que un profesor dejó la llave puesta en un archivo, esperé a que no hubiese nadie en el aula, abrí el archivo y miré con rapidez cuantos expedientes pude. El profesor que olvidó la llave me pilló en plena faena y sin haber dado con un examen que tuviese aquel tipo de letra.

Me quedé sentado un buen rato en la entrada pensando. Tenía que descubrir otra forma de averiguar quién era mi amante ¡Empezaba a necesitarlo y a desesperarme!

Me acerqué al tablón de anuncios y estuve mirando por encima toda aquella cantidad de papelitos que no pretendían sino venderte una burra como un caballo, pero, entre ellos, casi tapado por los otros, vi una letra que me llamó la atención ¡Era su letra!

Aquel papel llevaba allí mucho tiempo y los demás ya lo estaban tapando, así que lo quité de allí y lo leí con atención:

«Busco piso para compartir durante el curso. Manuel»

Debajo había un número de teléfono.

¡Manuel! ¿Quién se llamaba en mi curso Manuel? Volví a sentarme y, sin apartar mis ojos de aquellas palabras y acariciando el papel como un regalo, decidí no asistir al resto de las clases y, cuando ya todos se fueron, marqué aquel número de teléfono.

  • ¿Manuel? – pregunté –

Hubo un poco de silencio y una voz tímida y baja contestó.

  • ¡Sí! – dijo - ¿Quién llama?

  • ¡Verás, Manuel! – dije amablemente -; quizá sea un poco tarde para llamarte, pero he encontrado una nota tuya donde dice que buscas compartir piso ¿Eres tú?

  • Sí – respondió con timidez -, yo puse la nota hace tiempo pero ya hablé con unos chicos y estoy con ellos. Gracias por tu oferta.

  • ¡No, no, espera! – creí que colgaba -; tengo un piso grande y muy lujoso. Es de mis padres y pagarías mucho menos. He pensado que

  • ¿Qué has pensado? – me quedé mudo y se intrigó - ¿Sigues ahí?

  • ¡Sí, sí, Manuel! – arranqué - ¡Perdona!, se me ha caído la cartera.

  • ¿Qué has pensado? – repitió -.

En un instante pensé lo que iba a decirle y me arriesgué.

  • Pues he pensado que tal vez prefieras vivir en un piso de lujo y muy barato con un solo chico. Supongo que… ¡sólo supongo!, que quizá preferirías compartir el piso con un chico ¡Me harías un favor!

  • ¡Oye! – habló aún más bajo - ¿Te importa llamarme dentro de media hora? ¡Ahora no puedo entretenerme!

  • ¡De acuerdo!

Me pareció que no oyó mi respuesta y me dio la sensación de que había colgado por otro motivo, pero estaba decidido a llamarlo cuando pasara media hora.

Aquella media hora fue un siglo. Me senté a leer y no me enteraba de lo que leía. Miraba el reloj y no avanzaba; pero el tiempo, más rápida o más lentamente, pasa. Llegó la hora.

  • ¿Manuel?

  • ¡Sí, soy yo! – contestó más naturalmente - ¡Perdona que no te atendiese antes, pero estaba en el piso con los otros dos compañeros!

  • ¡Ah, te entiendo! – no pude evitar mi reacción - ¿Estás cómodo en ese piso?

  • ¡No! – dijo extrañado - ¡Bueno, no del todo! ¿Pasa algo? ¿Quién eres?

No tenía más remedio que mentirle; sabía mi nombre.

  • Soy Agustín – le dije -, es que creo que a los dos nos interesaría compartir mi piso… ¡solos!

  • Pues… - pensó un poco - ¡No me gusta demasiado uno de los compañeros! ¡Es muy ruidoso y siempre lleva muchas amigas! Me gustaría no encontrarme en un piso lleno de chicas gritando y riendo casi a todas horas ¡Joder! ¡Pensarás que soy un egoísta! ¿Dónde podemos vernos?

  • ¿Dónde estás ahora?

  • Cerca de la facultad – dijo más tranquilo -; en un comedor que se llama Rufino.

  • ¿Estás comiendo?

  • ¡Sí! – oí su risa encantadora -; pero no te preocupes. Podemos vernos dentro de media hora aquí y tomar café ¡No te aseguro que vaya a cambiar de piso!

  • ¡No importa! – le dije - ¡Estoy muy cerca! ¡Charlaremos un poco!

Colgué sin ni siquiera despedirme y crucé tres calles hasta el Comedor de Rufino, que ponía comida buena y barata. Pensé unas cuantas cosas. Cuando entrase en el comedor y me viese iba a asustarse, así que me preparé para entrar con el teléfono listo para marcar su número. El chico que buscaba debería estar allí y sonaría su teléfono.

Tercera reacción

Me paré en la puerta del comedor, preparé el teléfono y entré. No había demasiada gente porque el comedor era pequeño, así que pulsé para llamarlo. En un rincón del comedor, sentado a una mesa solo, estaba el chico a quien le sonó el teléfono. Lo conocía de las clases, claro, pero me quedé helado. Era guapísimo y lo había estado mirando muchas veces por su timidez, por su aspecto de solitario y por una extraña sensación de vulnerabilidad que me daba.

Me miró espantado al verme y corté la llamada, pero me acerqué a él despacio.

  • ¡Hola, Manuel! – me senté frente a él -; he colgado porque no había necesidad de hablar por teléfono.

  • ¿Tú eres el que quieres compartir el piso? – me miró asustado - ¡Tendría que verlo antes, Agustín!

Me extrañó que me llamase por mi nombre falso. Agachó la vista y terminó de comer rápidamente y sin hablar.

  • ¡Sí, Manuel! – le dije serenamente -; cuando termines de comer te vas a venir a casa. Diles a esos chicos que… ¡no sé! ¡Ponles una excusa!

  • ¡Estás muy seguro de que voy a aceptar vivir contigo!

  • ¡Sí! – bajé la voz -, porque sé que te gustaría vivir conmigo y yo quiero vivir contigo

  • ¿Cómo? – se asustó - ¡Tengo que pensar eso!

  • ¡No, Manuel! – lo miré sonriente - ¡Yo quiero que te vengas a casa! ¡No me hagas esto!

No sabía qué decir. Se limpió los labios y dejó la servilleta en la mesa sin decir nada. En ese momento puse su nota sobre la mesa y, poco a poco, sin dejar de mirarlo ni de sonreírle, saqué de mi bolsillo sus dos cartas, que me acompañaban siempre a cualquier sitio. No dije nada. Saqué la primera que recibí, la abrí y la coloqué junto a su nota. Las miró con atención y releyó su carta; se le descompuso el rostro.

Se puso tan nervioso que pensé que iba a ponerse enfermo y alargué mi mano para tomar la suya temblorosa.

  • ¡Lo siento! – farfulló - ¡Perdona! ¡No quería molestarte!

  • ¿Tengo cara de estar molesto?

Me miró meditabundo y asustado y su rostro descompuesto fue cambiándose hasta volverse rojizo y sonriente.

  • ¿Vamos a casa?

No habló. Asintió, fue a pagar y se acercó a mí incrédulo, pero sonriendo asustado.

  • ¡Vamos!

Cuarta reacción

No hablamos casi nada en el camino, pero de lo poco que dijo deduje que estaba muy contento. De vez en cuando, me rozaba tímidamente la pierna con la mano y yo, disimuladamente, le sonreía y se la acariciaba.

Al entrar en casa y cerrar la puerta iba delante de mí, se paró y se volvió con la vista agachada y sonriente.

  • ¿Qué pasa, Manuel? – susurré - ¿Ahora que ya estamos solos no te atreves a besarme?

Tomé su rostro entre mis manos y me miró sin saber qué decir, así que acerqué mi boca a la suya lentamente y puse mis labios sobre los suyos. Lo noté nervioso primero y luego me abrazó al notar mis manos en su espalda y se abrió su boca y así estuvimos, de pie, un buen rato. Al poco tiempo, colocó una de sus manos sobre mi bulto y lo apretó al ver que estaba duro. Lo tomé de la mano y me lo llevé directamente al dormitorio.

Nos quedamos uno frente a otro mirándonos sin saber qué hacer y comencé a desabrocharme la camisa, la saqué del pantalón luego y la eché sobre la cama. Seguía inmóvil mirándome boquiabierto, pero no hacía nada, así que decidí sacarle la camiseta del pantalón y tiré de ella hacia arriba hasta quitársela y la eché a un lado. Puse mis manos sobre su pecho y, ya más tranquilizado, volvió a besarme y a acariciarme la espalda. Me pellizcaba. Retiraba su rostro del mío, sonreía como si no creyese lo que le estaba pasando y volvía a abrazarme.

En cierto momento, me retiré de él despacio y comencé a aflojarme el cinturón. No dijo nada tampoco, pero comenzó a quitarse el suyo. Nos sentamos en la cama para quitarnos las zapatillas y los pantalones, pero parábamos de vez en cuando para besarnos. No había palabras.

Cuando nos quedamos en calzoncillos, fue él el que se echó en la cama y me tomó la mano. Me eché a su lado y me pegué a él. No pudo contener un suspiro entrecortado de placer. Seguimos besándonos y acariciándonos aún más hasta que puse mi mano sobre su bulto. Me miró sonriente y bajó su mano lentamente por mi pecho hasta tocar el mío y apretarlo.

Me incorporé sin pensarlo demasiado y tiré de sus calzoncillos de color mostaza mientras levantaba un poco las piernas hasta que se los quité. Luego me bajé los míos ante su mirada de asombro; feliz mientras él mismo se acariciaba su polla mirando mi cuerpo. Me agaché sobre él, se la agarré y tiré despacio de su prepucio hasta abajo; hasta dejar todo su capullo rojo a la vista. Estaba mojado. Lo llevé inmediatamente a mi boca y le oí gemir de placer mientras saboreé el perfume de su cuerpo. Aguantó poco acariciándome los cabellos y tiró de mi cabeza.

  • ¡Espera!

Me di cuenta de que no quería correrse tan pronto y me eché a su lado, pero se incorporó y estuvo también un rato mamándomela y besándome los huevos.

Volvió a echarse a mi lado y me puse sobre él. Me encantaba su cuerpo, más bien delgado y moreno; se le notaba la señal del bañador. Pero necesitaba más. Sus piernas se levantaron tímidamente y fui buscando con mi polla su culo. Él mismo me ayudó a llevarla a su sitio y puso sus piernas sobre mí hasta que lo fui penetrando y besando agachándome. El movimiento se fue haciendo cada vez más rápido hasta que me corrí entre gemidos, pellizcos, suspiros y besos mientras le hacía una paja. Habíamos follado por primera vez casi sin conocernos nada más que por unas cartas.

Hablamos luego bastante, incorporados en la cama, y fui conociendo entonces a alguien educado, tímido en extremo, cariñoso, detallista. No tenía que decirme que me amaba; lo leía en su mirada.

  • Tengo que ir al otro piso a por mis cosas – dijo -; está cerca. Espérame aquí. Me vestiré y volveré rápidamente. Tienes que decirme cuánto tengo que darte al mes.

  • ¡Voy a acompañarte! – le dije - ¡Eso del alquiler no es estricto! El piso es de mis padres; puedes decirle a los tuyos que te mudas a un piso mejor por el mismo precio; por lo que estés pagando ahora. Te quedarás con ese dinero para ti.

  • ¡De acuerdo! – me sonrió -; pero vas a esperarme aquí; y esos 230 euros que pago los gastaremos en lo que queramos los dos.

  • Como quieras – contesté - ¡No tardes! ¡Todavía tenemos tiempo de estar juntos hasta la hora de dormir!

Así fue aquella tarde; y la siguiente; y las otras. A veces me sentí extraño en la facultad porque muchos de sus sentimientos no podía reprimirlos, pero nadie decía nada. Lo cierto es que yo tampoco podía reprimir los míos.

Ni siquiera pasó la segunda semana cuando despertó tosiendo y estornudando.

  • ¡Te lo dije, Manuel! No debemos poner el aire acondicionado tan fuerte; con el sudor nos vamos a resfriar ¡Quédate en la cama, amor! ¡Voy a traerte algo de desayuno y te quedas hoy aquí descansando!

Lo dejé allí aquella mañana, aunque hubiese preferido faltar a las clases. Me sentí muy solo en el aula; como si no hubiese nadie.

Cuando volví a casa, miré instintivamente en el buzón y se me erizó la piel: ¡había otra carta como las dos que había recibido! Me dio pánico abrirla, pero de un primer vistazo comprobé que era su letra.

Última carta

«Amado Pablo:

Sé que no siempre ocurren las cosas como uno las plantea, pero hace una semana que he dejado la facultad para siempre. Ahora necesito olvidarte definitivamente.

Sé que estás con Manuel. Yo mismo le escribí la nota del tablón porque tiene una letra muy fea; ilegible. La nota se quedó allí, pero Manuel se vino a compartir este piso. Lo que no esperaba es que viniese a casa ahora a por sus cosas para irse a vivir contigo.

No sé si voy a poder olvidarte, pero me voy de España a buscar otra vida.

Ama a Manuel como si fuera yo. Es una bellísima persona. Te hará muy feliz y te dará incluso lo que no tenga. Quizá, algún día, recibas más noticias mías, pero eso será cuando me haya olvidado de que no puedo estar sin ti.

Te quiero.

Ubaldo»