Carta al joven amante

Lejos de él por unos días, le cuenta cómo perdio, sucesivamente, la inocencia y la ingenuidad.

CARTA AL JOVEN AMANTE

Querido:

Volando ayer, un mar de nubes debajo del avión y el sol diluyéndose en el horizonte como una naranja fosforescente, comprendí que estaba enamorada de ti. El tiempo es ya enemigo: a mi edad, no es posible aprender las palabras ni inventar las emociones. Tampoco —con tristeza, sin resignación, lo escribo—, entretener la esperanza engordando la ilusión. Iré, pues, al grano. Te quiero. Mi vida, desde ahora, no es mía: es tuya. Yo transitaré por ella, pero, no la viviré.

Dirás: «un poco tarde, ¿no? Después de tantos revolcones y tantos juramentos...» Después de haber dejado familia y amigos, de mudarme a tu isla, de entregarte mi cuerpo para lo que tuvieras a bien disponer, de plegar mi voluntad y coserla con un candado Yale y colgarte el llavín al cuello en el escapulario de la virgen. Pues bien, sí: después de todo eso. No estaba enamorada; estaba locamente apasionada por ti: que no es lo mismo.

He conocido (en la acepción bíblica) muchos hombres: casi todos buenos amantes; muchos, duros; algunos, fieros; casi todos más jóvenes que yo desde que cumplí los veinticinco. A ellos, como a ti, me entregué con vehemencia y sin reservas. Fui muy feliz, mientras ardió con llama viva la pasión: mientras fueron capaces de tensar mis emociones como un gitano las cuerdas de su guitarra, y de modularlas, valiéndose de las suyas a modo de uñas, en melodías afinadas —aún algunos sin talento, que plagiaban la inspiración de otros pero que demostraron ser excelentes ejecutores; y aquellos que, incapaces de articular sonidos armónicos, resultaron muy expresivos y comunicativos en su zafia brutalidad.

A ninguno amé, sin embargo. Los deseé. Sufrí con sus desaires y traiciones. Acepté que dispusieran de mí con la autoridad del propietario legítimo —y lo eran: pero, sólo hasta que yo decidía modificar la legalidad y someterme a otro señor—. Fui su amante, su novia, su esposa, su hembra, su guarrita, su mujer, su nena, su puta, su coñito. Lo que ellos quisieron: también, dueños de las palabras. Pero, no los amé —«¿Dónde está la diferencia? » , preguntarás.

En los dos meses que han pasado desde nuestro encuentro, me has utilizado sexualmente de todas las maneras que tu imaginación ha sido capaz de concebir —y es riquísima tu imaginación erótica: la más portentosa que he tenido ocasión de disfrutar—. Has dispuesto de mí para el placer de tus amigos y para la atención de tus compromisos. Me has humillado: o, al menos, eso creías, y con ello disfrutabas. Te has ido con otras mujeres y has gastado mi dinero con ellas: con mi consentimiento y mi apoyo; yo, dichosa, complacida. Y consciente de que, aún excitándote y en parte satisfaciéndote, no me quieres, me desprecias como a una zorra vieja, no soy para ti más que un agujero con pelo alrededor y pasta en el banco. No te amaba, ciertamente. Eras un pedazo de carne, un precioso muñeco de veintitrés años, provisto de un magnífico instrumento duro e indestructible, con el que puedes ejecutar ejercicios dignos de un mago, por la habilidad y la precisión, por la eficacia en el logro de los objetivos y el aturdimiento que provocas. Y sólo eras eso —que no es poco, por cierto.

Ayer, volando, intuí la diferencia entre pasión y amor. Cuatro horas después de haberme alejado de ti, ya estaba angustiada por tu ausencia. Cuatro horas: de las cuáles había consumido una encerrada en un retrete del aeropuerto con un soldado, la medicina adecuada para contrarrestar los síntomas de la nostalgia o la depresión. Un muchacho veinteañero, con el pelo tan corto y la polla tan dura como corresponde a un recluta, que captó, en cuanto la vio, la mirada de socorro que le envié, y me agarró de un brazo y se encerró conmigo en un retrete perdido en un recodo, y me folló tres veces, a tu estilo, con tu fuerza y tu insolencia: yo, apoyada de bruces en la cisterna, con las rodillas hincadas sobre la tapa del inodoro; él, de pie, detrás, bombeando con el fanatismo de un héroe, alternando una u otra de mis oquedades, jadeando con el ritmo de un atleta en la prueba de los mil quinientos.

No surtió efecto la medicina, sin embargo. El síndrome, pasado el periodo sedante de la aplicación, se reveló inmune al tratamiento. Por primera vez me sentí invadida por un virus invencible con los remedios conocidos, más pertinaz, más poderoso que las vacunas disponibles. ¿Por qué? No lo sé. Los científicos conocen, quizá, las causas de la vida y, en consecuencia, las de la muerte. Si no las conocen, las inventan: explicar es argumentar: jugar con las palabras, con los conceptos, para construir bellas y armoniosas realidades virtuales, como un artista inspirado arma un mosaico valiéndose de piedrecitas de colores. Yo no soy científica ni artista. No puedo, pues, inventar ni explicar. Únicamente contar: lo que veo y lo que siento, o lo que intuyo.

En el avión, arrebatada por la belleza mágica de las nubes recortadas en el horizonte, por la ingravidez gaseosa de la luz que se apagaba como una brasa a la que se priva de oxígeno, comprendí que te quería. No fue una deducción ni una inspiración: sencillamente, lo constaté. No puedo vivir lejos de ti. Jovencitos calientes y potentes, todavía los puedo conseguir: pagando, suplicando, con suerte, cor artimañas de bruja, como sea puedo hacerlo. El apetito sexual, al igual que el biológico, se sacia embutiendo en el organismo la materia necesaria, y si no hay carne el pescado puede cumplir el mismo cometido, y sino, una buena dieta vegetariana. Pero, a ti no puedo sustituirte, no puedo sublimarte en otros cuerpos u otros delirios: lo sé, no necesito comprobarlo. Eres —lo supe en el avión, no lo creía hasta entonces— mucho más que una polla inagotable, mucho más que un bello muchacho del que presumir y al que extraer hasta la última gota de energía: eres mi hombre, mi amor, mi ideal. Y lo serás siempre, mientras la memoria me obedezca y mis células sean capaces de estimularse unas a otras mínimamente.

Perdona si te abrumo con esta confesión. Haz con ella lo que te plazca, al igual que conmigo. Sobre todo, por favor, no te sientas agobiado: dejaré aire a tu alrededor, te lo prometo. En ningún caso, ni en la situación más desesperada, intentaré coartar tu libertad o influir en tu voluntad: puedes estar seguro. Haré lo que tú me ordenes: incluso alejarme de ti, incluso morirme. Mi compensación la obtendré sabiéndome tuya, tuya, tuya. Con independencia de lo que tú dispongas para mí. Porque esto que te expongo es un sentimiento mío, que no espero —ni siquiera estoy segura de que lo desee— que compartas. Y ya está. Paso página. Ya no oirás de mi boca nada que no desees escuchar.

Aquí, en Madrid, hace mucho frío. No puedo salir a la calle, como ahí, casi desnuda. No me importa: saldré poco, lo imprescindible. Iré al despacho del notario y al del abogado, y dejaré que mi madre cocine para mí (engordaré, seguro) y me cuide. ¡La pobre ha estado tan sola! Papá vivió el último año en el hospital, y mi hermano reside en París con su mujer. Aprovecharé estos días, los necesarios para resolver los trámites administrativos y conseguir el dinero que esperas, y cumpliré una de tus órdenes más antiguas: relatar, sólo para tus ojos, lo que recuerde de mi vida hasta que se cruzó con la tuya. Lo haré, como hago todo lo que me ordenas, porque sí, porque tú lo quieres, con independencia de lo que yo piense al respecto. Pues no me apetece, la verdad.

Si lo tuvieras a bien, preferiría hablarte de otros asuntos: de mis sueños de gloria que ya están caducos pero aún me estimulan e incluso me entusiasman. De mis terrores íntimos, a la muerte, por ejemplo, a la vejez decrépita y solitaria, al olvido y la inanidad. Pero sé —no te preocupes, no abandones la lectura, por favor— que todo eso no te importa nada: ni otras inquietudes o intereses que pueda albergar, como la política, la literatura, la historia cruel de este desgraciado país nuestro. Bobadas, sandeces aburridas y cargantes: propias de viejas como yo, cansadas y secas. Tú quieres saber quién, cómo, cuándo y de qué modo, con todos los detalles, me folló, me estupró, me pegó o, al menos, me sedujo. Te lo contaré, todo lo que recuerde, sin añadir ni suprimir una coma.

Pero, ¿por qué? ¿Para qué? No lo entiendo. ¿Pretendes aprovisionarte de material combustible para alimentar tu hoguera en las tediosas tardes de guardia en el hotel? No lo creo: dispones de una imaginación poderosísima, puedes extraer consecuencias libidinosas hasta de un desgarrón accidental en una cortina. Además, follas tanto, con tantas mujeres distintas, y lo haces en situaciones tan sugerentes, tan procaces, que te parecerán bagatelas infantiles lo que yo te cuente. Eres capaz de armar historias —para tu consumo o para ser utilizadas como moneda de cambio en tus estrategias de seducción— mucho más pornográficas que la ingenua colección de mis experiencias.

¿Quieres conocerme más, mejor? ¿Porque sospechas que tras la pantalla de zorra servicial, se esconde una mujer más compleja? Te defraudaré. O, lo que es peor, afianzaré lo que ya conoces. Porque lo que he de contarte me retrata en esa faceta, la de mujer caliente, un ser lineal y escueto, una mujer con orejeras y obediencia estricta a su instinto, que persigue una polla apetitosa lo mismo que un burro en una noria persigue a la zanahoria colgada del palo. ¿O quieres avergonzarme, sentarme frente a la encarnación corporeizada de mis fantasmas, de las miserias y las indignidades que me han servido de peldaños para descender y descender hasta alcanzar las suelas de tus zapatos? ¿Ésa es la intención? ¿Que me corrija? ¿Ayudarme, al modo, tú, de un psicoanalista de pacotilla? No lo creo: tu adorable (y por mí adorado) egoísmo, no lo consentiría; correrías el riesgo de perder una fuente de recursos. ¿Qué ganarías a cambio? Nada. (No temas, no hay peligro: puedo ser masoquista, soy mujer y un poco ninfómana, pero no soy imbécil. No embestiré ese trapo).

Puestos a rizar el rizo por este camino, se me ocurre una razón, más compleja y retorcida, que justificaría tu interés. Un razonamiento del todo coherente con tu idiosincrasia intuitiva, con tu egocentrismo instintivo. Puede que pienses —no necesariamente formulándolo en estos términos— que, si conjuro todas mis experiencias anteriores a ti y te las ofrezco ordenadas y desveladas, de manera que sepas tanto de mí como yo misma; si, además, me avergüenzo, me asusto, me arrepiento de tanta promiscuidad, habrás logrado el dominio absoluto sobre mí. La información es poder; la culpa es la mejor herramienta para socavar la fuerza, para debilitar la voluntad, para anular la resistencia. Si ésta fuera tu intención, el esfuerzo es en vano, querido. Ya soy tuya, de manera absoluta e irreversible. Por más que sepas, no podrías someterme con más eficacia ni mejor disposición por mi parte. Y nunca me arrepentiré de haber gozado.

Hasta ahora, hasta que te conocí, nunca había podido prescindir de esta ciudad acogedora como un útero meloso y sedoso: Madrid. Aquí nací y aquí esperaba, salvo accidente —y ha ocurrido: tú—, morir. Mis padres, oriundos del norte (ella) y del sur (él), confluyeron en Madrid, arrastrados por sus familias, muchos años antes de que yo existiera. Estudiaron, se hicieron adultos, se conocieron, se casaron y residieron en Madrid toda su vida. Aunque viajaron bastante, sobre todo mi padre, debido a su trabajo, y a veces disfrutaron vacaciones en alguna playa de moda o, con más frecuencia, en las casas familiares, allá en las provincias de origen, siempre amaron con devoción a esta ciudad, la suya, la mía, la de todos —no he renunciado, con respeto te lo advierto, a convencerte de que abandones tu isla y te vengas, nos vengamos; estoy segura: tu destino está escrito con letras grandes, con hálito ambicioso, con trazo firme e imborrable, y en Madrid podrías llegar a ser, casi, casi, el rey.

Nacida en Madrid, hace cuarenta y dos años —aún faltaban casi veinte para que te engendraran a ti: no creas que lo olvido ni lo paso por alto—, me llamaron Gloria, nombre que se reproduce en mi familia generación tras generación. Mi madre, mi abuela, mi bisabuela, hasta donde alcanza la memoria colectiva, todas nos llamamos Gloria, lo cuál, más que un rasgo de identidad, a mí me parece una ordinariez, una lacra hereditaria que, apartándose de lo usual, en mi familia exhibimos en lugar de entapujarla. Además, consecuencia previsible, para evitar el eco (a las dichas han de agregarse varias tías en distinto grado, y una docena larga de primas), ninguna, en realidad, usamos el nombre tal cual. Mi apodo, Guli, procede, según recoge la tradición en casa, de la deformación fonética en boca de mi hermano, incapaz de articular «Glori», primer y ridículo diminutivo que me asignaron.

Quizá el recuerdo más antiguo que conservo sea los alaridos de mi madre en la cama con mi padre. Todas, todas las noches, al otro lado de la pared, detrás del testero de mi camita, brotaba, como una pesadilla recurrente, la misma secuencia de sonidos. Primero, ecos lejanos de conversación, por lo general entreverada de risas: aun sabiendo lo que seguiría, yo solía adormecerme, mecida por el rumor amistoso. Entre las palabras amables, murmuradas algunas, ininteligibles todas, borboteaban suspiros y grititos agudos de mamá, subrayados en contrapunto por las toses ásperas de papá, empedernido fumador. Por fin, poco a poco, la conversación languidecía, hasta fundirse en un silencio pastoso, corpóreo. Yo —si estaba despierta— abría mucho los ojos en la oscuridad, contenía la respiración y escuchaba, concentrados en el empeño todos los sentidos. Porque, enseguida, surgiendo de la pared como el tabaleo de un tambor, invadían mi cuarto unos golpes sordos, secos, rítmicos: crujidos, chasquidos.

Restallaban por sorpresa, sin más anuncio que la premonición del sosiego. Si estaba dormida, despertaba con un respingo de miedo, como los soldados en una trinchera alertados por el zumbido del primer obús. Me incorporaba: los pies en la alfombra, las manos apretadas en el regazo. Y unos lagrimones redondos se deslizaban por mis mejillas: tampoco esa noche se cumpliría mi esperanza, tampoco esa noche habría paz. Luego, cerraba los ojos, me acurrucaba abrazando el almohadón y me cubría entera con la frazada, pasiva, sometida, inane. Los golpes se sucedían con cadencia creciente. Cuanto más próximos entre sí, más sonoros, más contundentes. Arreciaba el estruendo, ya un tableteo regular, y se incorporaba a la barahúnda el sonido más tenebroso: un chirrido metálico, agudo, semejante al producido por dos sables al restregarse en el fragor de una pelea.

(Había asistido a la proyección de una película de piratas, especialmente sanguinolenta, que empapó mi infancia de terrores imprecisos pero muy hondos. Me proporcionó una imaginería vívida y coloreada, capaz de alegorizar la maldad y el miedo mejor de lo que hubiera podido representarlos mi imaginación en ciernes. Muchas noches desperté bañada en sudor, temíendome víctima de la furia salvaje de aquellos hombres barbudos y malencarados que no respetaban infancia ni sexo. En la nebulosa confusión de mis sensaciones, chirridos de somier y restriegues de mandobles eran indistinguibles).

Arrebujada entre la ropa, encogida, enroscada, plegado el cuerpo al modo de los erizos en peligro, esperaba: lo peor aún estaba por llegar. Lo peor eran los chillidos de mamá.

Los suspiros iniciales, apenas audibles, poco más que la emisión del aire rasgada por un tenue carraspeo. Los gemidos graves, sincopados, de animal herido y abandonado, de alguien que sufre una pena muy sentida y alterna los sollozos con la petición desesperanzada de ayuda. Los aullidos agudos, extremados, angustiados y angustiosos: de una mujer atada con cuerda de esparto a la que un sátiro abre las vísceras con una navaja afilada.

Imagina qué miedo sentiría yo, una babosita de cuatro o cinco años, sola al otro lado de la pared, pergamino vibrante y sensible. En mi pequeño cerebro, incapaz de entender, de reconocer, lo que ocurría entre mi padre y mi madre era una tragedia de proporciones cósmicas. Ya no recuerdo las imágenes que me asaltaban, las máscaras espeluznantes que revestían la pesadilla. Supongo que se mezclarían retazos de películas (como la de los piratas), estampas crueles de las que estaba sobrada la vida alrededor —un día vi agonizar un perro después de que un coche lo reventara delante de mis narices, y otro día presencié en primera fila cómo una hermana de mi madre se dejaba un dedo en la máquina de embutir chorizos— y reflejos informes de cuentos o chismes, seguramente desquiciados en el bullente puchero de mi joven fantasía.

No podía entender, pero, sí podía sentir. Y sentía un amor compasivo por mamá y un odio vindicativo contra papá. Ella era buena, una mártir. Él era malo, un demonio, un terrorista. Ella era tan buena, que, cuando yo le preguntaba qué había pasado, qué le había hecho papá, en lugar de acusarlo y abrazarme y huir juntas de aquel monstruo, con la cara teñida de rojo me hablaba de cualquier nimiedad; si yo insistía, una de sus manos se alzaba en el aire como una nube negra y descargaba en mi cara una hostia que me dejaba turulata varias horas. Él, papá, además de un hombre malísimo, era un hipócrita pamplinero: pues, durante el día, no perdía ocasión de tentar a mamá con mimos y carantoñas que poco se compadecían con los tormentos a que la sometía por las noches.

Hasta los doce o trece años, por boca de mi hermano, no averigüé la verdad: que al otro lado de la pared se desplegaban tropas y se entablaba un combate, sí, pero, muy al contrario que en mis conjeturas, sin víctimas, sin horror, con mucho gusto y gran colaboración de ambos contendientes. En el mismo instante en que mi hermano, abrazándome desde atrás, me lo contó al oído, en mi cama, perdí la inocencia. Ya nunca acepté que las cosas tuvieran una sola cara, las verdades una interpretación dogmática, los libros una lectura excluyente, la ambición un límite. Ni que el número uno, una entelequia abstracta, existiera como realidad objetiva. A otros niños les produjo el mismo efecto descubrir que los reyes magos eran la abuelita y el tío barrigudo y con bigote. Los más afortunados bajaron de la higuera cuando supieron que Dios era el personaje protagonista de una película del oeste. Para mí, la infancia se extinguió con la comprensión exacta de lo que ocurría detrás de mi testero.

Aún sabiendo, y entendiendo, no dejaron de atormentarme, sin embargo, los gritos de mi madre. Y hasta que supe (y entendí), pasaron tantos años, doce o trece, y era tan tierna mi personalidad entonces, tan frágil, que el subconsciente se impregnó de lo que el consciente percibía: de manera que uní dolor y placer en un mismo trazo, único, indisoluble, ya para el resto de mis días.

Al poco de cumplir yo los diez años, mi padre, ingeniero de caminos, canales y puertos, hasta entonces gris funcionario en el Ministerio de Obras Públicas, fue puesto al frente de la construcción de un pantano, en la provincia de Badajoz. Durante seis años, todos los domingos después de comer desaparecía hasta el viernes por la noche. Pude dormir tranquila cinco noches a la semana: aunque, como supondrás, las dos noches restantes el jaleo en el dormitorio de los viejos era un frenesí. Por esa época comenzaron los juegos secretos con mi hermano. —Nunca te dije que tenía un hermano. Se llama Javier. Es tres años mayor que yo. Alegre, extrovertido, buena persona. Lo quiero mucho, mucho: al final de estas páginas comprenderás cuánto. Es bajito, pero de constitución recia, anchas espaldas, brazos poderosos, muslos de gimnasta. Ahora, cuarentón, el pelo le ralea, tiene el rostro surcado por arrugas de marinero, le ha crecido una barriga de borrachín alemán. De muchacho era una preciosidad. Todas mis amigas, las niñas del barrio, cualquier chica con la que se cruzara en la calle, estaban locas por él. Sobre todo si sonreía y las miraba de frente, con los ojazos negros que eran la envidia de sus amigos.

Fue Javier el primero de mis maestros en la más difícil de las disciplinas: vivir. El primero, en todos los órdenes. También en el cronológico, pues nadie antes que él se molestó en desbrozar delante de mí el follaje, descubriéndome ese aspecto de la realidad que posibilita el acceso al verdadero conocimiento: la perspectiva. Y no exagero, no creas. Papá y mamá pasaban de mí completamente. Me cuidaban, sí, me querían, sufrían si enfermaba, trazaban planes para mi futuro, se preocupaban o se enternecían con mis estúpidas monerías. Pero, con la misma actitud e idéntica predisposición que si yo hubiera sido una gatita. Papá, incluso antes de irse a Badajoz, estaba en casa muy poco tiempo. Trabajaba muchísimo, acumulando dinero: su obsesión. Era de origen muy humilde, andaluz de un pueblo de Granada. Había estudiado una carrera tan difícil (y guardada tradicionalmente para personas de abolengo y riqueza) sin más ayuda que el sudor de su frente: y aplico el tópico con literalidad: durante sus años de universitario, hasta pocos meses antes de licenciarse, fue operario de la empresa del gas, cavó zanjas con pico y pala por todo Madrid. En un despachito que habilitó al fondo del pasillo, consumía las horas (todas las que distraía de su ocupación principal en casa: enclaustrarse con mamá en el dormitorio) revolviendo papeles, dibujando, tecleando en una vieja calculadora de manivela que restallaba en cada operación con el mismo estrépito que un armario metálico arrastrado sobre el cemento bien fraguado. Nunca me hablaba. Me rozaba el pelo con la punta de sus dedos amarillos de nicotina, y me pellizcaba con dulzura en las mejillas. Pero, en silencio. ¿Supondría que yo era de mentira? ¿Una muñequita de caucho, con un mecanismo sofisticado que me hacía llorar, babear y mear cada pocas horas, precisa, puntualmente? Sonreía, me acariciaba y, con los ojos perdidos en los recovecos del cuarto, navegando en sus ensoñaciones o discutiendo cualquier gilipollez con mamá, me olvidaba. Ni un consejo, ni una reprimenda, ni una conversación, amigable o borde pero humana, equilibrada, comparable, al menos, a la charla ociosa con la que se entretiene el viaje en un avión (si el vecino de asiento habla tu idioma y no es tan guapo como para dejarte sin aliento). Nunca. Mientras lo odié por sus macabras actividades nocturnas, lo respeté, porque lo temía. Después, le apliqué el mismo tratamiento descorazonador. Si no me dirigía la palabra, yo a él tampoco: como a un mueble viejo o a un cuadro anodino. Si me hablaba, yo a él no: para que aprendiera lo dura que es la vida, sobre todo cuando alguien se obstina en transitarla sobre raíles.

Mamá era muy distinta, aunque tampoco me hacía maldito caso. A diferencia de papá, tan comedido y prudente, era una histérica enfática y burbujeante. Hablaba sin pausa desde el primer bostezo de la mañana hasta que él la hacía callar en la cama por vía expeditiva. Y no decía nada: palabras, palabras sin concordancia ni coherencia, tan insulsas como el tableteo de unos dedos sobre una mesa, o como un silbido. Muy preocupada por las apariencias, no en vano había sido alumna en los mejores colegios y se había codeado con los burgueses más relamidos de Santander y de Madrid, corría del peluquero al gimnasio y del gimnasio a la modista, y era popular en los salones de té que frecuentaban las señoras del barrio de Salamanca. No se perdía una misa de difuntos, una boda empingorotada o un sarao de la Cruz Roja. Y no pasaba por alto una sola de mis acciones o reacciones naturales, es decir, indecentes, es decir, impropias de una niña bien que algún día sería una señora y no una ordinaria. Pero, educarme, en la estricta acepción de entrenar mi inteligencia para la eficaz comprensión del mundo y sus contradicciones, de aprestar mi sensibilidad para esponjarla o cauterizarla ante los gozos y los padecimientos que habrían de empaparla, eso, ¿para qué?

Además, estudié con monjas. Con ellas aprendí geografía, física, matemáticas, algo de gramática. Y me enseñaron todos los trucos (algunos enrevesados como fórmula de alquimista) para sufrir espléndidamente. Me inculcaron bien hondo un sentimiento indeleble: la culpa. Como un virus informático de efecto paralizante, contra el que nadie, todavía, inventó un antídoto. Como los petardos de una traca abandonada en el barullo de una feria, que revientan bajo los pies de los incautos, provocando gran susto. Han pasado casi treinta años: todavía acuso los efectos devastadores de aquel suplicio.

Me estoy poniendo melodramática. La verdad es que exagero un poco. Fui una niña bastante feliz: algo atormentada por miedos extravagantes, aunque no más que la mayoría de los niños, supongo; y bastante solitaria, eso es cierto. Mis padres, de los que sólo anoté los defectos, siempre fueron buenos conmigo, vivieron en paz uno con el otro y estuvieron muy atentos para que nunca me faltara nada. Fallaron, como tantos, en la comunicación: no sabían, no encontraban las palabras. ¿O era yo la causante del problema, por la tendencia a la introversión, a buscar en mi interior todo el consuelo, a tomar del exterior lo físico y nada más: lo energético; vocación ascética en la que aún hoy persevero? Me advirtieron de los riesgos que me aguardarían agazapados en las hondonadas de los descampados, pero, no hallaron el modo de mostrarme itinerarios alternativos ni de entrenarme para que yo sola pudiera defenderme con eficacia. Confiaban en el trabajo de las monjas, expertas, suponían ellos, en educación, manipuladoras hábiles de las técnicas pedagógicas...

Por suerte, a mi lado estaba Javier.

Mi duodécimo cumpleaños cayó a mediados de semana, no recuerdo con exactitud el día. Sí recuerdo que aguardamos al viernes para celebrarlo, esperando el regreso de mi padre. Mamá preparó una cena estupenda, y la rematamos con una botella de cava, en mi honor. Quizá bebí algo más de lo conveniente. Quizá me emocioné, por el cariño de todos y por el convencimiento de que ya era mayor. Lo cierto fue que, aquella noche, cuando percutieron en la pared los primeros golpes, estaba un poco mareada, creía estar flotando en nubes de algodón. No me di cuenta, hasta que ya era un hecho consumado: mi hermano había entrado en la habitación y se había metido en mi cama. Otras veces había ocurrido, pero, de ello hacía varios años y no habían coincidido su presencia y el concierto a capella de los viejos. En mi ingenuidad, creía que sólo yo escuchaba los gritos de mamá, que él, desde su cuarto, al otro extremo de la casa, no podía oírlos.

Me abrazó desde atrás, se pegó a mí, me susurró al oído: «chisss... calla y escucha». Yo, lánguida y delicuescente en el estado de ensoñación en el que me hallaba, nada dije. Me concentré en seguir la evolución sonora de lo que ocurría tras la pared, como otra noche cualquiera. Me abandoné a su abrazo, adsorbiendo el agradable calorcito que desprendía, relajada, feliz: era mi hermano, lo quería mucho, prefería tenerlo allí conmigo, protegiéndome y acompañándome, que afrontar en soledad el horror que ya se aproximaba. Noté un objeto duro interpuesto entre él y yo. Le pregunté, en un murmullo:

—¿Qué es esa cosa, Javi?

—¿Qué?

—Eso duro que me aprieta en las nalguitas.

—Ah, eso —se rió muy quedo, pegado a mi oreja—. ¿De verdad no lo sabes, tontita?

—No.

—Es Lupita —Guardó silencio unos instantes—. ¿Quieres tocarla?

—¿Qué es? —insistí yo, poco deseosa de sacrificar postura tan confortable—. No quiero moverme. Dime qué es.

—Calla, calla, cariño. No te preocupes. Es una cosita mía. Ahora escucha a mamá: ya empieza a gemir.

Quedamos en silencio los dos, atentos al crescendo interpretado por mamá. Yo, con los ojos muy abiertos, muy tranquila, sin la angustia que otras veces me infería una punzada dolorosa en la boca del estómago. ¿Qué sería la cosa a la que mi hermano llamaba Lupita? ¿Un juguete? ¿Un soldadito de plomo de su colección? ¿Un lápiz gordo, rojo por una punta y azul por la otra, que él apreciaba mucho? Me acostumbré a la presión de lo que fuera aquello, y lo olvidé. Los dos permanecíamos inmóviles, conteniendo la respiración para no perder ripio.

Javier, con la mano que había pasado bajo mi cuello, soltó los lazos en lo alto de mi camisón y me acarició los pechitos con la punta de los dedos. Con la otra mano, muy despacio, muy poquito a poco, me fue alzando la prenda hasta arrollármela en torno a la cintura. Luego me separó con mucho cuidado las piernas, colocando una encima de las suyas, y durante un buen rato deslizó los dedos entre ellas, provocándome una sensación desconocida, próxima a las cosquillas aunque menos exasperante y más agradable. Se lo dije:

—Estate quieto. Me haces cosquillas.

—¿No te gusta? —Su voz había enronquecido.

—Sí, pero me distraigo y no puedo oír a mamá.

—Pues chilla bastante fuerte. Deben oírla en todo el edificio.

Intensificó la caricia. Por no discutir, lo dejé hacer, temiendo que se enfadara y se fuera. Con los labios muy húmedos, comenzó a besarme en el cuello y en el lóbulo de la oreja: y eso me gustó más. Ya con el camisón más arriba de las caderas, sentí el contacto de Lupita apretada entre mis nalgas. Estaba muy caliente y muy dura, y tenía un tacto suave: no era, pues, un soldadito de plomo ni el lapicero gordo.

Cuando mamá ya chillaba como si la estuvieran descuartizando, Javier introdujo a Lupita entre mis piernas, y me las cerró sobre ella. La rocé con dos dedos en la punta: estaba mojada, pegajosa. Aparté la mano con repugnancia.

—Sigue, acaríciala, por favor —murmuró él en mi oreja, lamiéndomela, abrazado a mí como un náufrago a una tabla. No le hice caso. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué hablaba con una voz tan rara? ¿Por qué se movía contra mí, empujando a Lupita entre mis piernas, imitando a un tonto que intenta cazar una mosca con una aguja de tejer?

Con el último alarido de mamá, sentí entre las piernas un líquido pastoso, que enseguida me arrolló por los muslos. ¡Qué asco! ¿Qué sería aquello?

—¿Qué te ocurre, Javi? —pregunté, alarmada—. ¿Está sangrando Lupita?

—No, cariño —Su voz era más seria que antes—. No te preocupes: otro día te lo explicaré. Ahora tengo que largarme. Se enfadarán mucho si me pillan aquí.

Y salió de mi cama. Antes de irse, se inclinó y me susurró al oído:

—Limpia muy bien eso que te dejé entre las piernas. ¡Y no le digas una palabra a mamá! ¡Ni se te ocurra! Dame un beso... Y duerme bien, Guli. Mañana te contaré lo de la cosa y el líquido.

No sé si fue al día siguiente, o cuándo. Pero me lo contó. Y yo lo entendí. Y nunca lo olvidé.

A un chico tan precoz como tú, que a los ocho añitos ya jugaba a los médicos con la maestra —si no has exagerado un poco tu proceridad: ¿para impresionarme? ¿Para afirmar con suficiencia que, pese a que nos separa una generación, tú ya estás de vuelta, ya has hollado todas las veredas y poco podré mostrarte que no conozcas ya?—, le resultará inverosímil que alguien pueda ser tan ingenuo a una edad relativamente tan avanzada como la mía de entonces: doce años. Yo lo era: tan ingenua, tan boba o tan ignorante: lo que prefieras. No asocié el sexo, lo sexual, con Lupita, con la constatación de que mi hermano era dueño de una cosa (y yo, no) llamada Lupita. Ni lo asocié con las posturas extravagantes en mi cama, con la ronquera repentina de mi hermano, con sus palpitaciones aceleradas ni con sus jadeos. Hasta que me lo explicó, con detalle y con ejemplos.

Estudié con las monjas: así que mi información sobre estos asuntos era más bien escueta. Sabía que la palabra «sexo» y sus derivados y complementos, designaban acciones y situaciones depravadas, es decir, capaces de envilecer, de volver malo y perverso cuanto salpicaran. Sabía también, por supuesto, que estas palabras eran sinónimos hiperbólicos de pecado. Y ya está. Por conducto oficial no había recibido ninguna noción más, si acaso la vaga promesa de que averiguaría lo preciso cuando fuese adulta. De mi madre no recibí noticias más diáfanas. Siempre consideró, aún hoy, que hablar de estos temas es vulgar y absolutamente innecesario. Ni siquiera me advirtieron, ni las monjas ni mamá, de que un día u otro, cuando menos lo esperara, algo iba a romperse en mi organismo y una sustancia asquerosa brotaría entre mis piernas y me daría un susto de muerte.

Las compañeras del colegio, las amigas, todas de edad pareja a la mía y envueltas en circunstancias familiares muy semejantes, eran igual de insipientes, o lo fingían, o yo no me enteraba o ellas me lo ocultaban con tácticas conspiradoras. Con algunas, las más espabiladas, recuerdo conversaciones alusivas, elípticas, durante las cuáles todas simulábamos disponer de bazas ocultas, guardar más de lo que mostrábamos, ser más listas y más expertas que las otras. Pero, al menos en mi caso, era mentira. Nada supe hasta que Javier tomó a su cargo mi educación.

Fueron lecciones intensas, dictadas con frecuencia a partir de un caso práctico, de un ejemplo, de un modelo. Paseábamos por El Retiro y nos sentábamos en un banco próximo a otro ocupado por una pareja de novios. Javier glosaba lo que veíamos. Si los novios se besaban, él pormenorizaba qué hacían en realidad, cómo intercambiaban la saliva de sus bocas, cómo se hurgaban en los respectivos paladares con las lenguas, transmitiéndose uno al otro calores y sabores, cómo se mordisqueaban los labios, a veces, incluso, con tanta saña que la sangre se mezclaba con sus salivas y el sabor de la emulsión resultante era exquisito. Si deslizaban las manos sobre el cuerpo del otro, acariciaban, estrujaban, pellizcaban, sobaban con insistencia o las introducían entre los pliegues de la ropa, bajo la falda o por el hueco de una bragueta entreabierta, Javier describía la razón de cada gesto, por qué y para qué.

Para mejor hacérmelo entender, además de nombrar y adjetivar, reproducía las acciones más significativas entre las que emprendían los novios, y despertaba en mí aquellas mismas sensaciones que reseñaba, de manera que yo pudiera aclarar las dudas que aún albergara respecto a la índole exacta de lo que verificábamos. Así, para ilustrarme sobre las zonas erógenas de mi cuerpo, las activaba una a una, al tiempo que pronunciaba las palabras que las identificaban en lenguaje culto y en la jerga adolescente. Sobre la tela tenue de la blusa, me rozaba los pezones, los ponía erectos como lágrimas de cristal, y yo sentía el temblor cálido que me irrigaba toda en ondas concéntricas. Me acariciaba el cuello, en la nuca, apenas con la yema de los dedos, hasta que la piel se me ponía como la de un pollo y me veía obligada a separar los labios para aspirar suficiente aire. Me llenaba la boca con su saliva, para que pudiera catar lo distinto del sabor si lo comparaba con el regusto de la mía. Tomaba mi mano con delicadeza y la depositaba sobre la tumefacción que se modelaba en sus pantalones, para que mis dedos me comunicaran una emoción nueva que yo me apresuraba a clasificar y archivar en la memoria... Muy cuidadoso, no dejaba de observar, en trescientos sesenta grados a la redonda, las sendas por las que pudieran aproximarse personas conocidas.

Consiguió revistas pornográficas en las que todo, todo estaba a la vista y requería pocos subtítulos. Y me contó por qué gritaba mamá cuando papá regresaba de Badajoz... Aprovechábamos, en casa, las frecuentes ausencias de nuestra madre, tan atareada con sus compromisos sociales. Nos reuníamos en su habitación o en la mía y practicábamos lo que habíamos observado en El Retiro y otros ejercicios que él allegaba aquí y allá. Yo prestaba al aprendizaje la parte mejor de mi inteligencia y de mi atención, guardando para las anodinas materias que las monjas impartían, los restos, las excrecencias, pues lo que ellas enseñaban me parecía fastidioso e inútil. Javier también ponía gran empeño en las lecciones. Aseguraba que para él todo aquello era tan nuevo como para mí, o casi, y que tanto lo instruía yo a él como él a mí, aunque fuera suya la iniciativa: y el acopio de materiales, la ilustración del lenguaje, la definición de los conceptos y la determinación de los objetivos. Pero no le creía. Estaba segura de que se mostraba condescendiente para no humillarme, para no hacerme de menos. Él era un chico, tenía quince años, era más listo que el hambre: así que lo sabía todo.

Algunas lecciones las recuerdo con especial ternura. Por ejemplo, aquella en que me presentó formalmente a Lupita. Ocurrió varias semanas después de nuestro encuentro (el mío con Lupita), una mañana muy temprano, en la habitación de él. Mamá salía de casa antes del alba: iba a un gimnasio, a practicar aerobic , porque alguien le dijo que a esa hora se adelgazaba más. El capricho, más bien la voluntad para llevarlo a cabo, le duró poco, un par de meses a lo sumo. Javier y yo aprovechamos muy bien aquellas horas muertas. Fueron las mejores, las más productivas en el periodo de mi formación básica a su dictado. Con los ojos pegados de legañas, calentitos, medio dormidos, flotando aún en la magia de la noche todavía viva, practicamos los ejercicios mejor ejecutados, invocamos, y convocamos, a las sensaciones más frescas y más reconfortantes. En su cama, en la mía, en el baño, los dos juntos bajo el chorro de la ducha.

La mañana a la que me refiero, recuerdo que desperté con un sobresalto y salté de la cama acongojada, segura de que era muy tarde y no me daría tiempo a lavarme y vestirme y llegar a la parada antes de que el autobús del colegio partiera. Por el contrario, era muy temprano: todavía mamá rondaba por el pasillo, enfundada en un chándal multicolor, revolviendo en su mochila de hippy para asegurarse de que las llaves, el tabaco y el dinero estaban en su sitio. Me besó apresurada y me ordenó que regresara entre las sábanas: aún faltaban dos horas para la fatídica del autobús. Fui al baño, con la intención de aliviar la vejiga y correr después a la cama. Pero, volviendo por el pasillo, oí a mi hermano:

—Guli. Guli, ven —somnolienta, carrasposa, su voz atronaba la casa vacía.

—No grites —le dije, entrando en su cuarto—. Hasta mamá, desde el portal, se va a enterar.

La habitación estaba en penumbra. Por la ventana, con la persiana alzada y los visillos de tul corridos, apuntaban las primeras luces del amanecer. Me acerqué a la cama y pisé, sobre la alfombra, su pijama: grave infracción a las normas de la familia: mi madre nos prohibía dormir desnudos. Él apartó la frazada y yo, aterida, me refugié bajo las sábanas templaditas como pastel recién horneado. Me abrazó y se apretó contra mí. Su piel ardía. Lupita estaba allí: la sentí oprimiéndome un muslo, dura como el atizador de la chimenea.

—Esta mañana estoy muy mal —me susurró Javier.

—¿Qué te pasa? —Giré el cuerpo y lo abracé yo también, nuestras narices rozándose. Pregunté, acongojada—: ¿estás enfermo? ¿Tienes fiebre?

—Tengo fiebre pero no estoy enfermo.

—No me asustes, Javi. Mamá se ha ido y no volverá hasta las nueve, ya lo sabes.

—Ya lo sé.

Sin modificar la postura, extendió la lengua y me lamió los labios, humedeciéndomelos. Introdujo una mano bajo mi camisón, ascendió con ella por mis piernas y alcanzó las nalgas. Las acarició muy despacito, en redondo, demorándose en el hueco entre ambas, remoloneando allí con el dedo meñique. Yo le apretaba la nuca con una mano y la otra se la deslizaba por la espalda, rozándolo apenas con la yema de los dedos, como me había enseñado que debía hacerse.

—Estoy muy mal, Guli —insistió, ronroneando—. Me he despertado con Lupita muy cabreada.

Yo, que al principio me había alarmado un poco, temiendo que pudiera ocurrirle algo malo a la persona que más quería, estaba ya segura de que bromeaba. Ni su voz ni su actitud denotaban enfermedad. Le seguí el juego:

—¿Y por qué está cabreada Lupita?

—No lo sé. Le digo que se duerma, que es muy temprano y no puedo hacerle carantoñas —se interrumpió porque yo separé los labios y aprovechó para introducir la lengua entre ellos. Se la chupé un ratito, sin consentirle que rindiera la muralla de mis dientes: la encontré más áspera que en otras ocasiones, y también más sabrosa. Me recorrió las encías con la punta, luego los labios por dentro y por fuera, y, por fin, se retiró para permitirle a su dueño seguir quejándose de Lupita—: no me hace caso, Guli. Está sublevada.

—¿Has probado a darle una azotaina, como a los niños malos? —propuse yo, deseando ayudar.

—Sí. Antes de irse mamá, ya le había propinado dos buenas zurras. Pero, sigue en sus trece.

—Qué pena. Pobrecita. No me gusta que le pegues: lo decía en broma.

—¿Tú la quieres mucho?

—¿A Lupita? Claro que la quiero. Te quiero mucho a ti y ella es tuya. Así que también la quiero a ella.

—Pues acaríciala a ver si la calmas.

Se apartó un poco para que yo pudiera introducir la mano entre nuestros cuerpos. Lupita estaba tan dura como otras veces, pero mucho más caliente. Y muy pegajosa en la punta. La rodeé con los dedos y la apreté. ¡Palpitaba con tanta fuerza! Temí que estuviera verdaderamente enfadada. Le hablé muy quedo, para tranquilizarla, mientras Javier me lamía de nuevo los labios.

—Cálmate, bonita. Tu tía Guli está aquí, contigo. Y Javi, también. Los dos te queremos mucho y te cuidaremos.

—Qué buena eres, Guli —murmuró Javier—. Verás qué pronto la apaciguas, si la tratas así de bien.

Deshaciendo el abrazo, se reclinó sobre la espalda. Me atrajo hacia él y acosté la cabeza en su pecho, dejando que me acariciara el pelo con las dos manos. ¡Me sentía tan bien, tan confortable! Así podría haberme quedado horas enteras: Lupita agitándose con pequeñas sacudidas nerviosas en el hueco de mi mano, el corazón de Javi percutiendo bom, bom debajo de mi oreja, sus manos, grandes, suaves, enredadas entre mi pelo y ajustándose a mi nuca como un gorro de nieve. Pocas veces en la vida habría de gozar un instante de ternura tan impoluta, tan fresca, tan placentera. Embriagada por la perfección del momento, y por el aroma picante, dulzón, de leche recién ordeñada, que me empapó la nariz cuando él apartó la frazada para que pudiera asentarme mejor sobre su pecho, casi me duermo, tal era mi sosiego. Javier, que guardaba silencio, quizá él también amodorrado (aunque sus manos circulaban inquietas entre mi pelo), poco a poco, amoldando nuestra postura para mejorarla en busca de mayor comodidad, me arrastró la cabeza sobre su piel aterciopelada hasta depositarla en su vientre, mi oreja plegada en la concavidad de su ombligo. Conforme descendía yo, fue alejando la frazada, de manera que, cuando abrí los ojos acompañando la exhalación de un suspiro de dicha, encontré a Lupita enfrente de mi nariz: brillante, bañada en un líquido pastoso que formaba chorretones diminutos como venitas en la superficie sonrosada de su extremo. Qué bonita era, vista tan cerca. Sólo ella ocupaba el espacio, colmándolo, pues la habitación, la ventana, iluminada ahora como la pantalla de un cine cuando se rompe el celuloide y el proyector la inunda de un blanco evanescente y mutilado, inverosímil, habían desaparecido tras el contorno magnífico de mi amiga, envuelta aún por mis dedos temblorosos.

—Guli... —Susurrante, la voz de Javier llegaba desde muy lejos.

—Qué —respondí, abriendo las aletas de la nariz para no perderme una sola partícula del aroma enervante.

—Lupita quiere pedirte un favor.

—Qué quieres, Lupita, bonita, querida.

—Nunca la has besado, ¿verdad?

—No.

—A ella le gustaría tanto que lo hicieras...

La besé. Un beso casto, restallante, infantil, tan inocente y afectuoso como si ella hubiera sido una muñeca entrañable o una fragante rosa recién cortada. Al retirarme, quedó prendida en mi labio inferior una hebra de la sustancia viscosa que le revestía la cresta. La desprendí con la punta de la lengua, cortándola.

—Bésala otra vez, por favor. O, no, mejor lámela. Tal como ensayaste en mis labios. Hazlo igual, por favor.

Y lamí, lamí con grandes lengüetadas chapoteantes, efusivas, idénticas a las que un perrito mimoso y contentísimo regala en las manos a su dueño cuando lo encuentra después de una larga separación.

Murmurando frases inconexas que no entendí, Javier, las dos manos en mi nuca, me empujó hasta que, sin saber en qué momento había entrado, me encontré a Lupita entera en la boca. Cerré los ojos y esperé. De sobra sabía lo que estaba a punto de suceder. No me importaba. Ya no. El asco, la repulsión: ¿cómo hubiera podido asociar palabras tan feas con Lupita? Y sucedió. Lupita se desbordó. Mi boca se anegó. Por las comisuras de mis labios se derramó lo que no anduve lista en tragar. ¡Qué rico! Qué rico, por Dios. Qué sustancioso. Se había adherido en la yemas de mis dedos. Se había deslizado serpenteando por mis muslos. Pero, por primera vez, lo saboreaba. Amargo. Salado. Suculento.

No lo dudes: aquella mañana aprendí mucho. Di los primeros pasos —titubeantes todavía, pero en la dirección correcta— para iniciarme en una técnica mucho más complicada y laboriosa de lo que la gente del común supone. Con los años, y con mucha práctica, acabaría dominándola en todas sus facetas y múltiples variantes. Tú has podido constatar mi destreza aplicándola, y me has cubierto de piropos y de besos de agradecimiento. Pues bien: además de mi afición por ella, sin duda condición necesaria para traspasar los velos de sus trucos secretos, y de haberla ejercitado prolijamente hasta lograr que mis labios y mi lengua se desempeñen con absoluta autonomía, he podido alcanzar un nivel de magisterio gracias a la pronta iniciación que Javier me ofreció. Como tocar el piano, hablar con propiedad y sin acento un idioma, jugar al ajedrez o nadar con pulcritud, esta materia exige a sus neófitos una mente despejada y pura, y unos músculos flexibles y aún libres de vicios o de amaneramientos.

Las lecciones de Javier, con mayor o menor enjundia, repasaron para mi provecho los rudimentos de las principales artes —¿o son, sólo, artesanías?— mediante las cuáles puede el espíritu expresarse, la materia moldearse y, al fin, plasmarse el objetivo último de la inventiva humana. Es decir: las artes llamadas amatorias —aunque tengo para mí, y esta reflexión es fruto del mucho sufrimiento vanamente entregado a la ilusión del amor, que follar y amar son prácticas, en el mejor de los casos, complementarias, y nunca, nunca ambas palabras podrán ser consideradas, con justicia, sinónimas—. Con frecuencia, añadió a las instrucciones operativas conceptos teóricos que me fueron muy útiles, a modo de aguja de marear, para navegar en el futuro esquivando los escollos más letales. Así, me enseñó los principios activos de la coquetería, del disimulo y del lenguaje procaz: habilidades, las tres, del todo imprescindibles como herramientas al servicio de la seducción —pero, no supo, por desgracia, dotarme de una coraza que me protegiera de la única coacción que habría de enturbiar, aún hoy, la aplicación satisfactoria de sus doctrinas: la culpa.

También he de agradecerle a Javier el regalo del primer orgasmo, un acontecimiento memorable en mi carrera sexual. Fue un viernes o un sábado por la noche, de eso estoy segura: porque ocurrió durante una de sus visitas para escuchar la serenata de mamá. Ya me había ilustrado sobre lo que pasaba al otro lado de la pared, me había proporcionado las nociones básicas de la técnica erótica y hacía tiempo que Lupita no guardaba secretos para mí. Sin embargo, y siendo cierto que yo hallaba placer en los juegos misteriosos que me proponía, era un gozo un tanto vaporoso, lene, amable pero insulso; semejante al que experimentaba leyendo la historia de Alicia en el País de las Maravillas o masticando chicle con sabor a fresas, mi predilecto. Hacía tiempo que, los fines de semana, lo esperaba desnuda, porque el camisón arrollado en la cintura me laceraba la piel. Él se despojaba de los calzoncillos antes de penetrar bajo las sábanas, los olía con delectación y los frotaba con delicadeza bajo mis narices, para que también yo pudiera beneficiarme del suave tufo picante que los impregnaba (un hábito, olisquear las prendas íntimas de los hombres, que aún conservo); luego los ponía en la almohada, entre nuestras cabezas: supongo que para tenerlos localizados si había de salir huyendo. Tendido a mi espalda, antes de abrazarme, me introducía a Lupita entre las piernas. Yo, atenta a sus instrucciones, le untaba saliva, para que pudiera deslizarla sin aspereza apretada entre mis muslos. Y él frotaba y frotaba, recorriendo con ella, una y otra vez, el corto trayecto entre mis dos hiatitos. Se demoraba a las puertas del posterior —más de una vez estuvo a punto de ahondarlo, pero todas desistió—, acariciándome sin cesar con las dos manos en todo el cuerpo. Hasta que acababa, vertiéndose, coincidiendo con papá y mamá (a juzgar por los aullidos y los estertores que aporreaban la pared). Y una de estas veces, un retortijón muy, muy gozoso me sacudió la parte baja del vientre. Me mojé toda... ¡Cuánto le agradezco a mi hermano lo generoso que fue conmigo!

Pero, todo lo bueno se acaba. Más o menos cuando yo tenía quince años y él dieciocho, dejamos de jugar —¿decidió él apartarse de mí, o lo empujó con mañas arteras aquella novia que entonces se echó y con la que acabó casándose?: nunca lo sabré con certidumbre—. En alguna ocasión intenté provocarlo de obra o de palabra, pero, con ternura y con firmeza, me frenó: «Ya somos demasiado mayores, Guli. Si jugamos, acabaré por metértela, y eso no estaría bien. Más adelante me lo reprocharías.»

Javier cumplió en mi adolescencia el cometido de un tónico, en el sentido de que actuó de acicate sobre mi instinto: despertó mi apetito, activando mis glándulas gustativas y rasgando los precintos de mi aparato digestivo; me mostró la presencia en derredor de manjares muy apetitosos y me enseñó algunos procedimientos sencillos para saborearlos. Me tomó de la mano y me condujo hasta el borde del horizonte; abrió mis ojos con dulzura y me enseñó a mirar, a distinguir lo bello (lo placentero) de lo insustancial (lo vegetativo). Gracias a él, averigüé que dentro de mí habitaba un animal llamado sexo, muy fuerte y completamente autónomo: me desgarraría las entrañas si le impedía proceder a su aire; sería mi consuelo y mi apoyo más firme si lo complacía en todos sus caprichos.

Me enseñó, me indujo, me despertó: pero no me colmó, ni siquiera me atendió cuando empecé a necesitar de verdad sus cuidados y su dedicación. No se lo reprocho. Fue arrastrado por su propio torbellino: no tenía yo ningún derecho a succionarlo desde el mío. Por desgracia, no todas las mujeres han tenido a su lado un ser tan bondadoso, tan generoso como mi hermano Javier. Entonces, cuando me rechazó, me sentí desamparada, pero hoy se lo agradezco. Su labor conmigo —su misión, que diría un dogmático— alcanzaba sólo la iniciación, no la consumación.

Lo cierto es que, con quince añitos recién cumplidos, ahí estaba yo: compuesta y sin novio, como bien resume el dicho popular. ¿Qué podía hacer? Porque, ardía por dentro. Pero, no tenía la menor idea en cuanto al modo de conseguir el extintor que me aliviara. Y, sobre todo, estaba confusa respecto a los procedimientos, las consecuencias, las convenciones: ¿cómo podría fingir, mostrarme recatada y remisa? ¿Cómo, tentar sin caer en la tentación? ¿Cómo, saciar mis apetitos sin ser la comidilla de todo el mundo, sin acabar en las coplas? ¿Cómo, no pecar pecando? Mis amigas contaban y no paraban que habían ido al cine con fulanito y le habían dado una torta porque se atrevió a rozarles la rodilla. Si yo se la pelaba en el cine a fulanito y se sabía (se sabría: todo acaba por saberse), ¿qué dirían de mí? ¿qué sería de mi alma? —Te parecerán muy estúpidos estos miedos y prejuicios, cuando lo tenía todo tan claro. Recuerda, sin embargo, mi edad, que estudiaba en un colegio de monjas muy estricto y selecto, que mi familia era de lo más remilgada y beatona (no te he hablado, ni me extenderé al respecto, porque es un asunto que me saca los nervios, de mi formación religiosa, del olor a incienso que envenenó mi infancia y mi adolescencia: tardé en librarme de esa peste y, mientras no lo conseguí, sufrí muchísimo).

Probé suerte: con dos chicos, sucesivamente. El primero era un rubito rizoso, algo llenito, muy simpático. Era hijo de la mejor amiga de mamá y se llamaba José Antonio. Nos conocíamos, y habíamos jugado juntos, desde chiquillos. Valiéndose de su hermana (ya sabes: la edad del pavo) me hizo saber que sorbía los vientos por mí, que si yo aceptaría que nos viéramos en el Retiro, tal día a tal hora. Lo pensé toda una semana: durante la cuál, como por arte de magia, lo encontré en cada recodo, en cada reunión. No me gustaba demasiado, la verdad: quizá porque estaba un poco gordo o porque era demasiado dicharachero. Pero, acepté.

Con su hermana como Celestina, concertamos una nueva cita, pues la primera ya se había quedado vieja. Y allá fui yo, repleta de fantasías la cabeza. Nos encontramos en la puerta del Florida Park: paseamos un rato hablando de tonterías, los dos bastante cortados. «Qué curioso —pensé—, tantas veces hemos charlado amigablemente, hemos compartido incluso confidencias, nos hemos comportado con la naturalidad que destila un conocimiento antiguo, y ahora, de pronto, parecemos dos extraños». ¿Por qué no lográbamos trenzar una conversación fluida? Me di cuenta de que él intentaba parecer mayor, hablando con tonos graves, abordando temas de persona mayor. Y yo, siguiéndole la corriente, igual: caminaba muy erguida a su lado, sin mirarlo, muy compuesta, como mamá con el cura en la fiesta anual del colegio. Una duda me rondaba la cabeza: ¿me besaría? ¿Deseaba que lo hiciera? No estaba tan mal, después de todo: tenía buenas piernas, tenía brazos fuertes y manos grandes. Un cosquilleo muy estimulante me acariciaba el bajo vientre.

Nos sentamos en un banco y, luego de un silencio espeso como grasa de ballena, tímidamente me cogió una mano. La suya estaba muy caliente y eso me gustó, pero, también estaba muy sudada, pegajosa, lo cuál me pareció bastante asqueroso. Esperé. No ocurrió nada. Silencio absoluto. Él, como un busto de granito, con mi mano apretada en la suya, contemplaba los rosales, allá a lo lejos. Por el rabillo del ojo, yo lo observaba: no era feo, no, sus labios eran gordos y muy rojos y el perfil de su rostro, visto a contraluz y desde tan cerca, se parecía ligera, ligeramente al de Tom Cruisse. Pero, ¿qué le pasaba? ¿Por qué no decía nada, con lo gracioso y charlatán que era? Fijandome bien, forzando el vuelo de los ojos a riesgo de quedarme bizca, alcancé la certidumbre: en los últimos minutos su bragueta se había inflado, como una colchoneta de piscina antes de ser lanzada al agua... ¡y ahí la cagué!

Sin pensarlo dos veces, desaferré la mano de la suya y agarré con todos los dedos lo que había debajo de la cremallera, encontrando, como cabía esperar, una polla dura como el mango de una escoba. ¡Bueno! ¡La que se armó! ¡Tendrías que haberlo visto! Dio un respingo que me asustó, y, de un salto, se puso en pie, bien lejos de mi alcance. Farfulló: «Lo siento, Guli, es muy tarde. Tengo que irme. Otro día nos vemos, ¿eh?» Y salió escopetado, sin volver la vista atrás. Yo me quedé como una tonta, sentada en el banco un buen rato. ¿Qué había hecho mal? ¿No era eso lo que deseaban los tíos? No, por lo visto. No, al menos, los niños pijos y católicos. ¡No veas la comezón de conciencia que me dejó el muy cretino! Pero, he de agradecérselo, se portó bien: no contó a nadie el incidente. Con su discreción me salvó de un buen disgusto complementario.

Con el segundo me fue mejor. Se llamaba Nino, tenía diecisiete años, jugaba al fútbol, estudiaba en un Instituto mixto: no era la primera vez que salía con una chica. Como decía mi madre: «no pertenecía a nuestra clase», lo cuál me obligaba a verlo a escondidas, y eso era mucho más excitante. Lo conocí en la calle. Una tarde, cuando regresaba a casa, me abordó saliendo del metro, me preguntó una dirección o algo así, no lo recuerdo: el caso es que se las arregló para darme conversación y acompañarme hasta el portal. Al día siguiente me esperaba en la esquina de mi calle. Y al otro, también. El tercer día nos fuimos al parque y me besó.

Era alto, delgado, todo nervio. Tenía unos ojos negros enormes, aunque no era guapo: nariz aguileña, espinillas en el rostro y en el cuello, los dientes amarillentos, la frente estrecha, con el pelo casi hasta las cejas. Era muy atractivo, sin embargo (y no sólo a mí me lo parecía: mis amigas coincidían en que estaba para mojar pan). Su boca era muy grande, y su sonrisa, pese a los dientes deteriorados, seductora. Su encanto mayor era su aplomo, su prestancia felina. Hablaba mirando a los ojos, con voz firme y afirmaciones tajantes. Solía plantarse frente a su interlocutor, con las piernas separadas, la espalda recta, las manos en los bolsillos del pantalón, la cabeza erguida. Y caminaba como un modelo en una pasarela, elegante y flexible, viril pero delicado. ¡Me gustaba tanto!

Nos citábamos en el Retiro, un par de veces por semana durante todo un curso. Nos perdíamos en las zonas menos transitadas, cogidos de la mano. Y, en cuanto las circunstancias lo permitían, me besaba. Besos largos, largos, muy intensos, mirándonos a los ojos. Era un experto, con una técnica depuradísima: me mordiscaba los labios, me recorría toda la boca con su lengua flexible como una culebra, me la llenaba de su saliva que olía a tabaco y sabía a gloria. Podía besarme durante una hora entera, sin apartar la boca de la mía ni un sólo instante, sin cansarse, sin cansarme. ¡Imagina qué grado de excitación alcanzaba yo! Pero, advertida por la experiencia con José Antonio, me cuidaba mucho de mostrarme demasiado activa. Dejaba que él me guiara.

Con pocas variaciones, sistematizamos dos procedimientos, dos niveles de actuación, dependiendo de que el árbol tras el que nos ocultáramos fuera suficientemente grueso o no, y de que en el lugar hubiera muchos paseantes o se quedara desierto. El procedimiento de emergencia consistía en lo siguiente: bien abrazados, su boca atornillada a la mía, aislados lo mejor posible de miradas indiscretas con la ayuda del árbol y de una postura bien estudiada, tomaba mi mano y la acercaba a su bragueta, luego apretaba la suya contra mi monte de venus. Yo frotaba arriba y abajo la tela de sus pantalones, como quien saca brillo a un cubierto de alpaca: estaba tan duro lo que había debajo, que más parecía el mango de madera de una navaja de Albacete que otra cosa cualquiera. Él, a su vez, hacía lo propio sobre mi falda de uniforme. Acabábamos los dos empapaditos y pegajosos como muebles recién encolados.

Si había suerte (y la hubo unas cuantas veces), accedíamos al nivel dos, semejante al uno pero con esta importante variación: se abría la cremallera y depositaba en mi mano su curiosísima polla (muy rara: ovoide, más gruesa en el centro del tronco que en los extremos, con el capullo completamente oculto por el prepucio), y, deslizando mis bragas hasta la mitad de los muslos, me manipulaba directamente con los dedos el clítoris vibrante, todo ello con la lengua dentro de mi boca. Así, con libertad de acción, yo podía aplicar la técnica aprendida con mi hermano, y él, aunque era un poco brusco en estos menesteres y tenía las uñas muy largas, mejoraba sustancialmente la eficacia de su maniobra. Nuestras corridas (digo bien: nunca nos separamos sin haber repetido, por lo menos una vez) nos dejaban las ropas hechas un san benito, pero, también nos dejaba relajaditos como querubines.

Mi madre andaba con la mosca detrás de la oreja. No siempre era yo capaz de explicar de modo convincente por qué llegaba tarde. Y las manchas en la ropa: me limpiaba con el mayor cuidado, e incluso, a veces, ocultaba unas braguitas de repuesto en la mochila, me cambiaba antes de entrar en casa y lavaba a escondidas las maculadas; mi madre, husmeando los olores y raspando con las uñas los lamparones, como los sabuesos indios revolviendo en las cenizas de un campamento, acumulaba pistas, alimentaba una sospecha para ella terrible y para mí peligrosa. Puesto que interrogándome no averiguaba nada, y vigilarme en Madrid era muy complicado con los medios a su disposición, cortó por lo sano y me exilió todo el verano a casa de mi abuela.

Me fingí enferma, forcé a varias amigas a cursarme invitaciones formales para acompañarlas con sus familias a pueblos de la sierra (a tiro de autobús desde Madrid: Nino prometió ir un día sí y otro también), aduje motivos de estudio indefendibles, lloré, pataleé, supliqué, intenté la mediación de mi padre y de mi hermano: pero, no pude convencerla. Como una presa en estricto cumplimiento de su condena, el día señalado subí al coche de mi padre con la mano derecha de mi madre estampada en las mejillas nítidamente. Y ahí se acabó Nino. Nunca más supe una palabra de él.

En el pueblo estuve más de dos meses con la única compañía de mi abuela y de mis tías solteronas Amparo y Visitación. Mi abuela, la pobre, con más de ochenta años, no estaba para nada, bastante hacía con respirar y arrastrarse penosamente de una estancia a otra de la casa. Las dos solteronas eran unas beatas exhibicionistas, aunque, y eso lo veo claro ahora, falsas, falsas: una preocupación tan obsesiva por el comportamiento sexual de todo el mundo sólo podía justificarse si era utilizado como cortina de humo para resguardar las propias debilidades. Imagínate, las cuatro, ¡qué cuadro!

A primeros de agosto se incorporó al Gulag el resto de la familia: mis padres y mi hermano, y mis tíos Ramona e Iñaki con sus hijos Aitor y Alberto. Si la memoria me es fiel, fue la última vez que estuvimos todos juntos bajo el mismo techo. Porque, antes de las navidades de aquel año, murió mi abuela, mientras mi padre y yo estábamos en el hospital recuperándonos del accidente. Y enseguida se inició la batalla campal entre mi madre y sus hermanas por la herencia no testada.

No creas que mejoró mi estado de ánimo con la llegada de la familia. Si primero me aburría, después, además de aburrirme, tenía que soportar un montón de molestias adicionales. Mi tía y su marido, un vasco gordo y más soso que un florero de escayola, sólo abrían la boca para hablar de comida, único tema de conversación, al parecer, que para ellos compensaba el esfuerzo de articular palabras y ponerlas en relación unas con otras. Y papá y mamá, jamás supe el motivo, iniciaron aquel verano una pelea de largo aliento posterior: se insultaban cariñosamente de la mañana a la noche, sin molestarse en disfrazar su rabia bajo el manto de una disculpa razonable.

Aitor y mi hermano, de edad pareja, habían hecho amistad con otros veraneantes de la vecindad, en vacaciones anteriores. Desaparecían en cuanto salía el sol, a veces hasta bien entrada la noche. Se supone, así lo contaban ellos, que circulaban en pandilla por el valle, se bañaban en el río, iban de excursión a los bosques, pasaban el día en la piscina de alguno de sus amigos. ¿Habían ligado? Nunca tuve la certeza: Javier cambiaba de conversación cuando le preguntaba. Supongo que sí. Conociendo a mi hermano, no imagino causa alguna capaz de arrancarlo de las sábanas todos los días a primera hora, sino es la esperanza de amortiguar el ardor de su entrepierna. Pero, Aitor era tan distinto: rubio, delicado, guapo desvaído, de carácter apacible, casi inane. Era difícil imaginarlo como un conquistador avasallador, al estilo de mi hermano. ¿Qué hacían juntos, pues, tanto tiempo?

Alberto, como yo, rondaba por la casa todo el día. Para mí era un mueble más, y no de los más bellos o útiles. Era un cretino. Un imbécil integral. Según mi punto de vista, claro: el de entonces y también el de ahora. Dormía no menos de doce horas diarias, leía revistas ilustradas escritas para niños de ocho años, veía televisión: todo, concursos, seriales, películas... y fútbol. En su mundo interior, aceptando que fuera dueño de un espacio propio digno de tal nombre, seguro que no había más que un estadio, dos porterías, un tapiz verde y un saco de balones de cuero reglamentarios. Hablaba poco, y, cuando lo hacía, más parecían gruñidos que expresiones inteligentes lo que emitía.

Tenía poco menos de un año más que yo. Era alto, fornido, de espaldas anchas, manos y pies grandes, movimientos torpes y desmañados. Solía vestir un chándal, incluso en ocasiones verdaderamente inconvenientes. Le gustaba tumbarse, en lugar de sentarse o permanecer de pie con aplomo. Además, y esto ya era el colmo, era raro que dejara pasar cinco minutos sin eructar, sonarse con estruendo o disparar pedos atronadores como cohetes de feria y de olor tan putrefacto, que mi hermano y yo lo conocíamos como el saco de mierda con patas.

Sufría una alopecia galopante: en la frente se le abrían entradas de profesor universitario cincuentón, y en el resto de la cabeza le raleaba una pelusilla lacia y arrubiada. Su rostro, de piel lechosa, estaba salpicado, al azar, como si le hubieran disparado una perdigonada, con dos docenas de granos purulentos y reventones. Los ojos, apagados e inexpresivos, pequeños, redondos, de un color oscuro indefinido. La nariz, la boca, las orejas, todo era pequeño y feo; pero la cara era grande, redondeada, como un pan —Ya te habrás dado cuenta: a mi primo lo apodaban en el colegio El Príncipe Azul.

Una tarde, cuando ya sólo restaban dos semanas de condena —y yo contaba los días y las horas: no había perdido la esperanza de encontrar a Nino apoyado en una farola junto a la boca de metro de mi barrio, en cuanto regresara a Madrid— quedamos en la casa, solos, Alberto y yo. Un pariente lejano se había muerto en un pueblo próximo, y toda la familia adulta, abuela incluida, fue al entierro. Aitor y mi hermano habían desaparecido a primera hora de la mañana. Yo me negué a acompañarlos y a nadie se le ocurrió invitar a Alberto.

Provista de un libro y en biquini, subí a la azotea. Me recosté en una tumbona, protegida la cabeza por una sombrilla, gafas oscuras en los ojos, y me entregué sin recato al sol despiadado de agosto. A los dieciséis años —los había cumplido aquel verano— yo era una niña con cara y cuerpo de mujer. ¿O era lo contrario? Una mujer con cara y cuerpo de niña... Esta mañana, aquí, en casa de mi madre, he estado hurgando en sus viejos álbumes de fotografías, buscando las de aquellos días. No logro ponerme de acuerdo conmigo misma: si no miro a la cámara bien podría tenérseme por una niñita: desgarbada, con formas acusadas de mujer pero actitud y ademanes infantiles; sin embargo, cuando los ojos están fijos en el objetivo, me parezco lo contrario: una mujer fuerte y madura, constreñida en unos volúmenes impropios por leves.

Lo cierto es que —algún día te enseñaré las fotos y lo comprobarás— los rasgos físicos más acusados, más característicos, apuntaban entonces lo que son ahora. Naturalmente, en traza más fresca, incipiente. Las mayores diferencias las encuentro en mi rostro. Los ojos, tan negros como ahora, parecen en las fotografías mayores: quizá porque la cara, la cabeza, crecieron, y ellos permanecieron igual. Las pestañas eran enormes, me sobrevolaban como viseras de cazador. La boca, tan exagerada como siempre —mis amigas la señalan como el rasgo que más distorsiona mi rostro, pero, los hombres suelen opinar lo contrario: ¡tú has compuesto groserías tan deliciosas con el tamaño de mi boca!—, estaba enmarcada por labios aún más gruesos que ahora, rojos, rojos: y estoy segura de que ése era su color natural: no los pintaba, ni mi madre ni las monjas lo hubieran consentido. El mentón parece más afilado y las mejillas más hundidas. Yo creo que he mejorado con los años en casi todos los aspectos, pero, he de reconocer que era más guapa —o, al menos, más fotogénica— a los dieciséis años.

Mi piel aparece muy morena: es lógico, en todo el verano apenas hice otra cosa que tomar baños de sol. Llevaba el pelo, como era común en la época, suelto en una media melena que llegaba hasta los hombros. Y usaba gafas, con una montura de pasta que me daba un aire muy intelectual: unos años después me acostumbré a las lentillas; hice mal, con las gafas parecía más vulnerable, y los chicos se hubieran aproximado a mí con más confianza. Con mi aspecto de mujer liberada, con personalidad, incluso algo machorra —la observación es tuya: recuerda que me la escupiste a la cara alguna vez—, más de un jovenzuelo, deseable pero sin vocación de domador de fieras, salió huyendo, cuando en realidad soy una mujer sumisa y femenina como pocas.

Hay una fotografía que me recoge de perfil y a contraluz, vestida con tejanos y una camiseta blanca. Si no fuera tan torpe para las manualidades (no se me ocurre escribir «para el dibujo», es una palabra que ni siquiera figura en mi vocabulario), trazaría al margen de esta carta mi silueta de entonces —te pondrías cachondo, estoy segura—. Me he molestado, con la ayuda de una regla y un lápiz, en comprobarlo sobre la fotografía: mis pechos y mi trasero sobresalían los mismos centímetros de un eje ideal trazado de la cabeza a los pies.

Los pechos eran perfectamente redondos, con los pezones afilados, tiesos, recortados bajo el fino tejido de la camiseta como el apéndice de una boina —¿Es posible? ¿Acaso estaba permanentemente excitada? Me temo que sí, querido. ¡Permanentemente!—. Han pasado muchos años desde que se tomó la fotografía, y mis tetas han crecido: son ahora más fofas —aunque todavía bastante duritas, ¿no?—, más maternales, más acordes con el canon del gusto masculino convencional. Pero, las de entonces eran, desde un punto de vista estético, perfectas: créeme. Nunca me han atraído las mujeres, pero, con la fotografía delante, he de reconocer que estaría dispuesta a mordisquear unas tetas como aquéllas, a recogerlas en los cuencos de las manos y apretarlas, pellizcarlas, dejar que me recorriesen la piel unos pezones tan duros, como en un tratamiento de acupuntura. E imagino (y me aguijonea una punzada de celos mientras lo escribo) cómo disfrutarías tú apretando tu cosota entre dos tetas así.

El trasero llama aún más la atención en la fotografía. Es tan redondo como los pechos: sí, raro, ¿no? Alto, duro (a juzgar por la tensión extraordinaria que produce en la tela de los tejanos), del tamaño apropiado para que dos manos grandes como las tuyas, lo abarquen, lo estrujen, las puntas de los dedos en la ranura intermedia y los pulgares en los costados. Ahí sí, lo afirmo con lástima, los años han sido inclementes conmigo: mis aparatosas nalgas actuales no resisten la comparación, por más que algunos aseguréis que así están muy bien, que más vale que sobre y no que falte, que habiendo carne la noche es corta. ¡Cuánto daría yo por ofrecerte hoy un culo como aquél! Harías con él maravillas, estoy segura. Y, sin embargo, mis piernas sí han ganado con la madurez: en la fotografía parecen palitos colgando de un espléndido culo; ahora guardan mejor las proporciones.

Recostada en la tumbona, con el libro en las manos, me dispuse a pasar la tarde tan sola como había pasado las tardes de todo el verano. No era mi día de suerte, sin embargo: a los pocos minutos hizo su entrada en la terraza mi primo Alberto, la peor compañía, la más antipática, la más repulsiva entre las compañías posibles. Sin decir una palabra ni siquiera mirarme —¿o sí lo hizo y yo no me di cuenta?—, se tumbó de bruces en una toalla que extendió sobre las baldosas candentes. Tan apática como él, no aparté los ojos del libro.

Leía Cien años de soledad , el pasaje que relata los encuentros furtivos de aquel joven Buendía con su tía solterona, fingiéndose alternativamente dormidos mientras hacían el amor en las tórridas noches colombianas. ¡La imagen me caló tan hondo! Cerré los ojos y evoqué los encuentros con Javier, entonces tan próximos aún, tan vivos. Nosotros no fingíamos dormir, no era necesario: nada teníamos que ocultar; no, desde luego, a nuestras conciencias; de nada nos avergonzábamos. ¡Cuánto añoraba los juegos con mi hermano! Más deliciosos entonces, almacenados ya en el recuerdo, de lo que fueron mientras los practicaba, quizá porque había aprendido a valorar la ingenuidad y la autenticidad que los guió. Porque ya no me inquietaban ni mi asustaban, sino, por el contrario, me iluminaban, me inspiraban, me incitaban a reproducirlos (con quien fuera) y a recorrer un trecho más por el mismo camino, porque, ¡me quedaba tanto por explorar!

Alberto, en el suelo, no cesaba de rebullir. Debía estar asándose a fuego vivo, como una gamba en una plancha. Se tumbaba de espaldas, de costado, de bruces otra vez. Se encogía de pronto, se estiraba, se sentaba un momento para volver a tenderse de inmediato. Con una maldición, se puso en pie. Se quemó los pies desnudos sobre las baldosas, y maldijo de nuevo. Yo seguía sus aspavientos, protegidos los ojos por el velo discreto de los cristales oscuros, con el libro abierto frente a ellos. Y lo que veía me asombró y me turbó.

¡No conocía a ese tío! ¿Quién era? ¿De dónde había salido, dónde había estado escondido? Mi primo Alberto no era así. ¿O es que yo estaba ciega, había estado ciega hasta ese preciso instante, en que mis ojos se habían abierto como los de los místicos ante la presencia del espíritu santo? No, no, no: un chándal mugriento, ni aún elegido tres tallas por encima de lo apropiado, no disculpaba mi descuido, mi estupidez: ni tampoco me escusaban la grosería del individuo, la suciedad, la zafiedad. Algo mágico había ocurrido, algún fenómeno extraño de evolución anormal, de consecuencias casuales —Te aseguro que me sentía tan arrobada como las pastorcillas que se topan de morros con la Virgen apalancada en lo alto de un olivo. Mi tierna edad, ya sabes; y la falta de costumbre, porque nunca, nunca antes había yo tenido delante un manjar tan suculento.

De pie, frente a mí, a menos de dos metros, con los brazos en jarras, las piernas abiertas, con cara de mala leche y vestido solamente con un ceñido bañador de poliéster, me miraba un muñecazo impresionante. Su pecho, de nadador o de gimnasta, tenía los músculos dibujados uno a uno bajo la piel tersa, blanca como en su rostro pero de consistencia distinta, de apariencia aterciopelada. Un canalillo de vello muy negro lo dividía desde el cuello hasta el ombligo, y se extendía como una sombra en torno a las tetillas puntiagudas (doradas, doradas) y sobre el vientre aplastado y duro. La cintura era estrecha, casi femenina. Las nalgas eran ostentosas: abombaban el bañador como dos globos a punto de estallar. Y los muslos... ¡Ay, los muslos! Cubiertos de un vello negro muy espeso, rizado, eran firmes y sólidos —¿como columnas? Sí, como columnas esculpidas por el mismísimo Fidias en una noche calenturienta—, con la elegancia estilizada de un bailarín ruso y con la fuerza enervante de un futbolista. ¡Era el cuerpo de un hombre, no el de un crío de apenas diecisiete años!

Temblándome el libro en las manos, me concentré en observar aquella aparición, mientras fingía seguir leyendo. Giré un poco la cabeza, de modo que el chasis de las gafas coincidiera con su cuello y me ocultara lo que había de él hacia arriba. ¡Qué barbaridad! ¡Qué bueno estaba! ¡Qué pedazo de tío! ¡Y yo, como una cretina, tantos años pasando los ojos sobre él sin verlo! ¡Tantos años confundiéndolo con una piedra molesta en el camino, con un tomate podrido en la ensalada!

Tú sabes que soy fácil de excitar. «Fácil» quizá no sea el concepto preciso: «rápida» es más acertado. No he sido una mujer melindrosa, una de ésas que ocultan bajo siete corpiños sus deseos, incluso ante sí mismas. Yo soy de reacción instantánea: cuando el estímulo es consistente, respondo como un muelle. Pues bien: no recuerdo ningún otro momento en mi vida —con la excepción, quizá, de tu entrada en la habitación, en el hotel, cuando dejaste la maleta en el suelo, te apoyaste en el quicio de la puerta, colgaste el pulgar de tu mano derecha del cinturón y seguiste el perfil de tu polla sobre el pantalón con el meñique— que me estrujara las entrañas con tal apremio, que me calentara tan repentinamente. Un rubor intensísimo me tiñó la piel, de la cabeza a los pies, como si alguien hubiera arrojado encima de mí un cubo de pintura rosada. Cien mil hormigas nacieron por generación espontánea en mi vientre y se extendieron a paso de carga por mis venas y mis arterias.

De pie, erguido bajo el sol inclemente, Alberto me miraba con sus ojillos de rata. ¿Qué me hacía? ¿Qué me estaba ocurriendo? Me desnudó: sus ojos se detuvieron en mis pechos y los corchetes saltaron, el trocito de tela voló por los aires como una hoja en otoño; ramonearon mis pezones, y los empalmaron tanto que por primera vez me dolieron de tan duros; siguieron la curva de mi cintura, giraron alrededor de mi ombligo, y empecé a temblar, tuve que abrir la boca para aspirar el aire que me faltaba; se detuvieron en mi braguita, clavándose en ella como una aguja en una vena, y la fundieron, la desintegraron. Por instinto, sin que mi voluntad interviniera, descrucé las piernas y las separé un poco. Recordé que el biquini era viejo, la talla correspondía a mi tamaño de dos o tres años antes: se ajustaba a mi piel como cilicio a cintura de mojigato. No me importó: pensé que él tenía todo el derecho a enredar sus ojos en mis pelitos más íntimos.

Me miraba, con un brillo acerado destellando en las pupilas. Y yo lo miraba a él: a punto de quedarme bizca, orientada la cabeza hacia el libro y los ojos escapándoseme por el exterior de las gafas. Podía haberme ahorrado la precaución, sin embargo: él sabía que lo miraba, sabía qué le miraba. Debajo del bañador de poliéster, envuelta en los colores chillones de la tela plástica, se abultaba una forma cilíndrica: ascendía en diagonal, hacia la izquierda, y se interrumpía justo, justo rozando la goma de su cintura.

Separó una mano de la cintura y recorrió el bulto con la yema del dedo índice: desde abajo hasta la punta; allí se demoró un poco; descendió por el mismo trayecto; ascendió de nuevo; y se inmovilizó en lo alto, descansando.

Lacerada por la comezón de las hormigas, con la voz temblona, le pregunté:

—¿Qué te pasa?

—Hace demasiado calor, ¿no? —respondió él, después de una pausa.

—Bueno, no es para tanto.

—Hace un calor de la hostia, tía. Ya estoy quemado por todos los lados. ¿Tú, no?

—Pues protégete con la sombrilla.

—¿No te importa? —Lo preguntó con un retintín tan burlón, que me ruboricé aún más.

—No... Si me dejas la cabeza a la sombra, claro.

Avanzó hacia mí. Hundí la cabeza entre las páginas del libro, obligándome a permanecer serena. Porque, en cuanto estuvo a mi lado, elevó los brazos para manipular el mecanismo de la sombrilla y, con todo el descaro del mundo, apretó el bulto contra mi brazo desnudo. No dije nada, no aparté el brazo, procuré aquietar el ritmo apresurado de mi respiración.

—¡Qué duro está esto! ¡Se habrá oxidado durante el invierno! —dijo él, jugando con las palabras y jugando allá arriba con los resortes de la sombrilla. Alzándose sobre la punta de los pies y dejándose caer de nuevo, deslizaba sobre mi brazo el fardo completo de sus atributos, arriba y abajo, arriba y abajo. Permanecí muda: roja como un tomate y temblando.

Cuando la situación me pareció insostenible (cuando no pude resistir más la tentación), giré la cabeza. Apenas a unos centímetros de mis ojos, y a su altura, encontré una mancha de humedad en la tela, debajo de la cuál algo palpitaba como si estuviera vivo, como si tuviera vida propia. Me asaltó un ramalazo de lucidez: una señorita no debía bajo ningún concepto consentir que un chico, y menos aún un chico de la familia, y todavía menos un chico tan sucio y tan mal educado como aquél, enarbolara su polla tan cerca de ella y con tanta impudicia. Pero, ¿qué podía hacer yo?, si temblaba de la cabeza a los pies, febril, deshidratada, con la lengua estropajosa, las hormigas revueltas con serpientes, ratas y alacranes devorándome por dentro, si no podía pensar, si me estaba volviendo loca.

Dejé caer el libro al suelo, alcé los ojos hacia los suyos y le pregunté:

—¿Puedes?

No dijo nada. Sonrió. Mirándome con los brazos en alto, se frotó en redondo contra mi piel (sentí la mancha de humedad, viscosa y fresca, rozarme una y otra vez, y la presión agobiante de su polla, tan dura, Díos mío, tan dura): tranquilo, relajado, como si lo que hacía fuera no sólo lo más natural del mundo sino también lo más habitual. Yo lo miraba desde abajo y él me miraba desde lo alto. Sus ojos, fijos en los míos; los míos, viajando nerviosos desde los suyos hasta la mancha de humedad, arriba, abajo, arriba, abajo.

En silencio, sin dejar de mirarme, me tocó el pelo. Y enseguida lo atravesó con los dedos y me agarró la nuca, quemándomela, tanto ardía su mano.

—¿No tienes hambre? —preguntó.

—No.

—¿Estás segura? ¿Ni sed tampoco?

—No.

Me sentía mareada. De la entrepierna de mi primo brotaba un aroma intenso, penetrante. Olor a macho —«Claro, me dirás, no esperarías que oliera a hembra». No esperaba nada, querido. No me había fijado en que Javier o Nino desprendieran una fragancia semejante.

—Seguro que tienes hambre —insistió, sibilino.

—No, Alberto, te lo juro, no tengo hambre.

—No te creo.

Poco a poco, milímetro a milímetro, guiando mi cabeza con la mano en la nuca, como el piloto al timón, la aproximó a él, hasta que mi nariz rozó la tela de poliéster. ¡Cómo sudábamos los dos! Me arrollaban desde la frente gruesos goterones que me inundaron los ojos (que seguían cubiertos con las gafas de sol), obligándome a cerrarlos. La tela de su bañador estaba empapada, ciñéndose como una segunda piel a su polla, dibujando con exactitud su forma, las gruesas venas que la entreveraban. Me atrajo más, y fueron mis labios los que entraron en contacto con la tela, y, guiados por él, la recorrieron arriba y abajo, arriba y abajo. ¡Me apretaba tan fuerte, su mano firmemente aferrada a mi nuca, que los labios (y la lengua, que dejé asomar entre ellos) me escocían, abrasados después de frotarse un rato contra la piel de plástico!

Cuando menos lo esperaba, aflojó la presión y apartó la mano de mi nuca. Tenía los ojos cerrados y así permanecí un momento: ida, flotando, sin variar la postura, como un maniquí. Los abrí justo a tiempo de ver cómo la polla de mi primo (que la aferraba con las dos manos, el bañador en las rodillas) disparaba hacia mi cara el primer chorro de lefa: con tan buena puntería, que me acertó en el interior de la boca, sobre la lengua. ¡Qué sabor! ¡Qué sabor!

—Come, cerdita. ¿Está bueno, eh? Toma más, guarra, guarra.

Supongo que sólo pudieron transcurrir unos pocos segundos: ¡horas me parecieron, sin embargo! Mi primo, de pie, corriéndose en mi cara, disparando una, otra, otra, otra vez. Gruesos chorretones de semen que se estrellaban contra mis gafas, mis mejillas, mi nariz, mi frente, mi pelo, mis labios sellados desde el primero, que conservaba sobre la lengua. E insultándome, gritando, perdido el poco juicio que tenía. Yo, con los ojos cerrados, sin retroceder ni apartarme un palmo, reclinada sobre un codo y con la mano libre frotándome la braguita del bikini, que se había humedecido escandalosamente.

Así seguí un buen rato: petrificada, el paladar impregnado de un sabor amargo. Tenía los ojos cerrados, y las lágrimas, que empezaron a brotarme como de un grifo abierto, se mezclaron en mi cara con la corrida de mi primo, goteando todo, lágrimas y corrida, sobre mi hombro desnudo, sobre mis pechos, sobre mi vientre. Reaccioné cuando Alberto, sentado como un indio sobre la toalla tendida en el pavimento, todo orgullo en la voz, me dijo:

—Te gustó mi polla, ¿verdad, guarri?

Ahogada por los sollozos, balbucí:

—¡No! ¡Eres un cerdo! —y salí disparada, llorando histéricamente, a encerrarme en mi habitación. Mientras me alejaba, él me gritó:

—¡Cuando quieras más ya sabes dónde hay, guarra!

Muertecita de vergüenza estaba yo a la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar —¿Por qué? No me había avergonzado con Nino; mucho menos con mi hermano. En realidad, ¿qué había hecho? ¿Algo más oscuro, más sucio? No. La pregunta era: ¿con quién lo había hecho?—. Había pasado una noche fatal, despertándome cada rato, consumida por los remordimientos, y en un estado de excitación casi terminal: por lo menos tres veces, medio adormilada pero muy consciente, permití que mi mano, los dedos actuando por libre —dedos autónomos, ajenos, autosuficientes— se perdiera allá abajo y me masturbara hasta la extenuación. Como una foto fija que se hubiera instalado en mis retinas, los muslos poderosos y peludos de mi primo, y el instante brujo en que el primer chorro de semen salió disparado de su polla, en cámara lenta, preciso, corpóreo, con una estela de cometa.

No había cenado. No había siquiera salido de la habitación, con la coartada de un dolor de cabeza. Fue mi madre a indagar, entrometida, curiosona: la despedí con cajas destempladas. Así que, cuando asomé por la cocina, todos los presentes se interesaron por mi salud. Dije que estaba bien, que me dejaran en paz, que no me pasaba nada. Alguien hizo un chiste con «ya sabes, las cosas de la edad...», y pasaron de mí. Por supuesto, Alberto estaba durmiendo: eran todavía las once de la mañana.

Qué mal me sentía. Qué humillada. Y (algo que me martirizaba el orgullo como un tormento) ¡qué excitada! Lo ocurrido, aún colmando (en parte) mis anhelos, no se ajustaba a lo que yo había soñado para mi puesta de largo sexual, no se parecía a las estampas que había pintado cuando me imaginaba entregándome, por fin, a un hombre. No, no era eso. Necesitaba más: pero, no más sexo —qué cándida, ¿verdad, querido? ¿Acaso me parecería suficiente?—; necesitaba amor, romanticismo, como en las películas: miradas bobinas preñadas de promesas, manitas furtivas, mensajes en clave, regalitos envueltos en papel brillante, y besos, besos lánguidos, largos, locos, maravillosos besos de novios. ¡Lo que habíamos hecho era propio de las bestias!

Bebí un café negro, sin nada para mojar, y salí de la casa. Caminé toda la mañana por las sendas del bosque cercano. Me senté en un tronco caído, tiré piedrecitas al río. ¿Qué más hice hasta la hora de comer? No lo sé. No me acuerdo. Estaba sonámbula, con la mente en blanco: bueno, en blanco, no; ocupada hasta en el último resquicio, bien a mi pesar, por los volúmenes de mi primo —Querido: ¿no te parezco encantadora, tan mórbida como un capullito de clavel, deambulando, melancólica, entre el verdor bucólico? ¡Ay! ¡Qué días idos! ¡Tan lejos, pero, tan próxima a la verdad! ¡Tan candorosa, pero, tan decidida a poseer el conocimiento! Todavía no lo sabía; aún podía fantasear, revestirme con los ropajes novelescos de las heroínas populares. Pronto, sería tarde.

A medio día, Alberto estaba sentado a la mesa frente a mí. No me miró ni una sola vez, el muy cabronazo. Ni me dirigió la palabra. Exactamente igual que otro día cualquiera.

Yo, de reojo, sí lo mire: tan feo, tan guarro, tan despreciable me pareció como otro día cualquiera. Sin embargo, casi en los postres, se levantó a buscar agua. Me dio la espalda y se agachó a recoger algo del suelo: sus nalgas, como dos lunas, concretas, duras, apretaban entre ellas la tela del chándal. Antes de sentarse otra vez en la silla de enfrente, rozó con la punta de un dedo el bultito alargado que nadaba entre los pliegues de su pantalón. No creo que lo hiciera para provocarme: no sabía que lo miraba, no había procacidad en los ademanes. Sencillamente, se agachó y luego se rascó donde le picaba. Yo, sin embargo, embelesada, pasé la tarde evocando las dos visiones como un aprendiz de hortera las manos ubicuas de Julio Iglesias.

Pasaron tres días, durante los cuáles él se comportó, a todos los efectos, como si yo fuera un garrapato en el papel pintado del salón. Yo no lo ignoraba, no, aunque lo aparentara —no sé con cuánto éxito: temo que con poco—. De la mañana a la noche lo perseguía por la casa, ideando tareas y escusas para tenerlo al alcance de los ojos. Memoricé de corrido (como los estudiantes empollones la lista de los reyes godos) cada una de sus curvas, los contornos exactos de cada protuberancia, los centímetros que separaban los granos de su cara, las flexuras caprichosas de sus ropas. Aprecié que sus movimientos, sus gestos, sus posturas, desprendían una vaharada de sensualidad y de gracia, de virilidad, de fuerza en estado bruto. ¡Aprendí a verlo! Y si no estaba cerca de él, soñaba con él: dormida y despierta.

Para no chiflar, y como un ejercicio retórico, maquinaba venganzas extravagantes: si intenta algo, le daré un corte del que se acordará toda la vida. Diré que intentó violarme. Lo golpearé con una botella en la cabeza. Agarraré el cuchillo del pan y le rajaré la cara, delante de la familia. Le contaré a Javier lo que me hizo (aliñándolo un poco) y, juntos, organizaremos una revancha siciliana. Huiré de casa, me refugiaré en el cuartel de la Guardia Civil, lo denunciaré y, de paso, también a toda la familia. Huiré de casa e ingresaré en un convento. Me quedaré: pero, me volveré autista, sellaré mis labios hasta la muerte.

Al cuarto día, después de comer y de recoger la mesa, todos se fueron a dormir la siesta. Menos mi abuela, que se quedó frita en su sillón de orejas preferido. Y Alberto y yo; él, tumbado en el sofá frente al televisor; yo, con los codos apoyados en la mesa y los ojos deambulando por el comedor como un mosquito atolondrado. La situación no podía seguir así, estancada, pudriéndose: aquel cerdo se había corrido en mi cara: necesitaba hablar de ello, pelear por ello... o que se repitiera. ¿Que pretendía? ¿Que el tiempo rodara y, en su ceguera, frangollara lo ocurrido como una muela el grano?

Decidí actuar.

Sin trazar un plan, improvisando pero resuelta a sacudir las ramas del árbol (aún a riesgo de que los frutos me abrieran la cabeza), me levanté y crucé la estancia a paso de carga. Trepé, sin mirar atrás, por una escalera que sólo conducía a un sitio: el desván de la casa; un lugar al que nadie subía, repleto de trastos y sucio como una vieja fábrica abandonada, apenas iluminado por un haz polvoriento que se filtraba por una diminuta claraboya. Arriba, después de comprobar que el otro acceso, que descendía al garaje, estaba expedito, me agaché, en cuclillas, sobre una vieja alfombra apolillada. A esperar.

Pasaron dos minutos. Tres, quizá. Y la cabeza de mi primo asomó por la trampilla de la escalera. ¿Qué crees que hizo? ¿Un arrullo, una carantoña, una disculpa, una explicación? ¿Una mirada cariñosa, una sonrisa, una mueca de complicidad? No. Indiferente y frío, se despojó de la camiseta. Desanudó, sin apresurarse, los cordones de las zapatillas deportivas, alzando los pies hasta el borde de un arcón, y se descalzó. Se bajó los pantalones de chándal, se los quitó, los dobló con cuidado y los depositó sobre las zapatillas, aislados del polvo. Se plantó frente a mí con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho: en calzoncillos y en calcetines.

¿Y yo? ¿Qué supones que hice yo? ¿Gritar en demanda de socorro hasta que irrumpieran en el desván su padre y el mío? ¿Golpearlo histéricamente? —Retórica vacua: sabes de sobra lo que hice: aunque sólo hubiera cumplido dieciséis años, aunque mil prejuicios y consignas pugnaran por retenerme, me amenazaran como alimañas feroces—. Lo sabes: hinqué las rodillas en el suelo, las manos estrujadas, nerviosas, entre los muslos, los ojos bajos (como una niña piadosa mientras el cura eleva al cielo el copón).

Alberto tenía un roto en los blancos calzoncillos de algodón, junto a una cadera. Por la abertura frontal, camuflado entre una mata de pelo alambrado y negro azabache, asomaba parte de su escroto. Su polla empujaba la goma de los calzoncillos y la separaba de la piel de su vientre: como la bolsa de un canguro.

Alcé una mano y, tímidamente, recorrí con las yemas de los dedos el bulto en relieve, como un ciego un escrito en braille, leyendo a través de la fina tela.

—Tienes ganas, ¿eh, guarri? —murmuró Alberto.

Alcé los ojos hasta los suyos. Separé los labios y los humedecí con la punta de la lengua: mi boca semejaba un cuenco de ceniza, de tan reseca.

—Esta vez lo haremos bien —siguió, sin elevar la voz—. Si te sabes comportar, te llenaré la boca de lo que más te gusta. Pero, si no, te quedarás sin la miel y además te haré daño. ¿Lo tienes claro?

—Eres una mierda.

La mano relampagueó sobre mi cabeza y me dejó los dedos marcados en la mejilla. El trallazo restalló en todo el desván. Me asusté. Sí, me asusté: no me dolió, no me engordó más la libido. ¡Me llevé un susto tremendo!

Caí sentada en la alfombra, con los ojos como platos y las manos en la cara. Alberto, sin dejarme reaccionar, cuando aún no podía pensar por la sorpresa, me agarró del pelo y hundió mi cara en sus calzoncillos, la nariz en contacto con sus cojones por el hueco frontal. El roce con la piel áspera y los pelos gordos y duros, y sobre todo el olor, me hicieron el mismo efecto que las sales a las damas peripuestas: me aclararon las ideas en un momento.

—Aprenderás a obedecer, guarrita —su voz era, casi, dulce—. Me he propuesto golpearte nada más que lo imprescindible para que te pongas cachonda. Pero, a mí me gusta pegarle a una zorra, ¿sabes? Si te empeñas, te dejaré la cara tan repleta de hostias, que no te reconocerá ni tu madre.

Con un último tirón de pelo, alejó las manos de mi cabeza. Yo seguí con la nariz dentro de los calzoncillos: aspirando su fragancia con tanta codicia como un cocainómano el polvo blanco. Y me abracé a sus muslos, tiritando, no sé si de miedo o de excitación. Así estuvimos un buen rato. Hasta que él, apartándome sin muchos miramientos, dijo:

—Pide perdón.

—Alberto, por favor...

—Pide perdón y tengamos la fiesta en paz.

—Perdóname. No eres una mierda —susurré yo, los ojos bajos, las manos en sus piernas.

—Está bien, guarri. Bájame los calzoncillos.

Se los bajé. Y, a sus órdenes, lamí la cara interior de los muslos, besé y froté con los labios los enormes cojones, duros como cantos de río, muy juntos, apretados uno contra el otro, prietos y redondos como pelotas de tenis. Sobrevolando mi cara como el mástil de una bandera, su polla se agitaba cada poco con pequeños espasmos que ejercían sobre mí el mismo efecto que un alarido del jefe entre los asistentes a un mitin del Partido Popular: me erizaban el vello y me colmaban de entusiasmo. Era gorda, no demasiado larga, venosa, morena, torcida hacia la izquierda al modo de una hoz, coronada por un capullo como una seta.

Se habían evaporado los últimos restos de vergüenza, de rabia o de dignidad: estaba completamente entregada. De rodillas, extendiendo una película de saliva donde él me ordenaba, jadeando, retorciéndome por la lujuria que ya no me cabía dentro, abrazada a sus muslos, a sus nalgas, besándolo, mordisqueándolo, ebria, feliz. Empujada por el instinto, alcé la cabeza y, con la lengua por delante, avancé a lo largo de la hoz, a la captura del premio.

Pero, Alberto no estaba de acuerdo:

—No te la has ganado, guarri —me dijo, reteniéndome por el pelo—. Todavía no.

Con el capullo brillante y vibrante a cinco centímetros de mi nariz, arrollado mi pelo en una de sus manos, me abofeteó en las mejillas: no muy fuerte, en una con la palma, en la otra con el dorso. Dos veces. Cuatro veces. Seis veces. Sin prisa. Sin nervios. Dueño del tiempo como de todo lo demás. No me dolían sus golpes: me dolía, me angustiaba, que aquella gotita transparente se deslizara del capullo al suelo sin que tuviera ocasión de recogerla con los labios.

—Me gusta verte así —Su voz me llegaba desde muy lejos; yo me sentía encerrada en una burbuja abandonada en el vacío, en la que sólo importaba la gotita transparente—. Me gusta que me adores, primita. Porque, me adoras, ¿no?

—Sí, sí, Alberto.

—¿A qué estarías dispuesta para ganarte el derecho a mamar?

—A todo...

—¿A todo? ¿Estás segura? —Y me golpeó de nuevo: más fuerte que antes, secamente.

—Sí, sí, estoy segura. ¿No me ves? ¿Estás ciego?

—Sí, te veo, guarrita. Babeas como una perra salida.

—Déjame besarla.

—Por favor.

—...

—Pídelo por favor.

—Por favor, Alberto. Déjame besarla.

—¿Qué, guarri?

—¡Tu polla! Por favor, por favor: la gotita se caerá.

—¿La gotita?

—La quiero para mí.

—Bueno, no te preocupes: dentro hay muchas más.

Sujetándome por el pelo, ahora con las dos manos, me acercó a los labios la golosina, pero, cuando ya mi lengua casi hacía contacto, me apartó de un tirón. Y me azotó las mejillas con la polla. Y me obligó a chuparle otra vez los cojones. Y a beberme su sudor. Y se dio la vuelta, se agachó y lo lamí mucho rato desde los huevos hasta el culo. Y le metí la lengua bien adentro entre las dos nalgas excelsas: extasiada, embriagada con la mezcla de olores y sabores. Y... —¿Dónde había aprendido todo lo que sabía? ¿Viendo películas? ¿Con alguna puta experimentada y docta? ¡Sólo tenía diecisiete años!

Por fin, satisfecho de mis modales y mi ahínco, tuvo a bien concederme la merced: me hundió la polla en la boca hasta la glotis. Bombeó un par de veces y se corrió. Yo lo tragué todo, todo, todo... —¿Te acuerdas cuando os vinisteis en mi boca a la vez tú y los otros dos botones del hotel? Pues la cantidad de semen que mi primo expulsaba en cada orgasmo era, más o menos, la misma que vosotros tres juntos. Todavía noto la lengua y el paladar pastosos, ahora, después de veinticinco años, cuando lo rememoro.

No la sacó. No me soltó el pelo. Agarrándome como a una muñeca de látex, sin ceder un ápice su erección, se movió en mi boca, adentro y afuera, adentro y afuera, hasta que explotó otra vez. Me decía: «guarra, guarra, cerda, guarra, guarri... aprovéchate, no desperdicies una gota. No lo mereces, asquerosa, pero, no hay boca mejor en esta puta casa». Yo, de rodillas, medio ahogada, impregnada toda de su olor, aferrada a él como un bebé hambriento a la teta de su madre, arrebatada, temblando, completamente mojada.

Aún quedaban once días de lo que había sido cruel condena por decreto de mi madre, y se había transformado en venturosa cata de sofisticados sabores, en minucioso examen de los pliegues más recónditos del paroxismo. Once días cortos, cortos: poco más de once minutos. Por la mañana, por la tarde, por la noche, en el desván, en mi cuarto, en el suyo cuando no estaba su hermano, entre los árboles del bosque, junto a un camino, en el campanario de la ermita, en el garaje: le tejí una segunda piel de saliva, recibí golpes con las manos abiertas, con los puños, con la polla en las mejillas y en los labios, escuché insultos, amenazas y promesas de placeres inauditos en cuanto estuviéramos en Madrid, tragué tanta leche como una niña bosnia sometida en Suiza a un tratamiento antituberculoso durante un trimestre.

No me besó, ni me acarició, ni me tocó siquiera: más que la cara para pegarme y el pelo para guiar mi cabeza o castigarme si no obedecía con prontitud. Horas enteras pasé con los morros enterrados entre sus nalgas, rotando la lengua con lentitud, introduciéndola poco a poco hasta donde podía alcanzar —¿te suena? Te habrás dado cuenta de que Alberto y tú compartís algún que otro capricho—. Muchas veces recibí en la boca su corrida disparada desde un palmo: él, escopeta de feria; yo, blanco agradecido y glotón. Un día se la chupé mientras él hablaba por la ventana del pajar con su madre: adrede, lo mordí; se quejó, pero culpó a un mosquito; luego me castigó sin piedad. Otro día me ató al cuello la correa del perro y me arrastró por el suelo del desván.

A solas conmigo, se transformaba. Su cara seguía tan fea como en sociedad, pero, su actitud, su voz, su olor, su seguridad insolente, la fuerza que desprendía por cada poro, la gracia felina de sus movimientos, la autoridad que manifestaba en cada gesto, no se correspondían con lo que le era propio a ojos de cualquiera. Plantado frente a mí, con la polla avanzando desde su vientre como un glorioso estandarte, como el alfanje de un sultán, era un héroe, un dios. En chándal, derramado en cualquier sitio como un muñeco de trapo, con su cara de imbécil, era un pobre saco de mierda.

Regresamos a Madrid. Pasó un mes. Empezó el curso: el último que habría de penar con las monjas. Pasó otro mes. Mi padre y yo nos estrellamos con el coche en la carretera de Andalucía, un domingo por la mañana, camino de Aranjuez. Estuve quince días en el hospital, con una pierna y un brazo escayolados. Murió la abuela. Pasaron las navidades. Y enero. En febrero, seguía sin noticias de mi primo. Bueno, algo supe, por vía indirecta: que no lo habían aceptado en la universidad, que pensaba ingresar voluntario en el ejército y, una vez dentro, reengancharse; que seguía con la facha impresentable de siempre.

Durante las primeras semanas me había masturbado todas las noches pensando en él. Se había comportado conmigo como un hijo de puta de pura cepa. Pero —desde pequeña he sido una mujer cortés y cumplidora— ¿qué importaba eso? ¿Por qué la manía de juzgar la conducta de los demás, de adjetivarla, de clasificarla en casilleros blancos y negros? ¿Acaso no debía agradecerle que, sin los sobresaltos y la cansina rutina de una relación romántica, me hubiera trasladado, sobre sus hombros y a pie enjuto, desde una ribera color rosa hasta otra (mucho más sugerente) color bermellón? ¿Por qué me empeñaba en considerar humillante lo que me hizo, si con toda mi alma deseaba que me lo hiciera? ¿No hubiera sido más humillante, a fuer de frustrante, que no hubiera respondido a mis expectativas, que me hubiera dejado con las ganas?

Pero, el paso (y el peso) del tiempo es letal para las emociones. Poco a poco, fue diluyéndose la imagen de mi primo en las fantasías utilitarias que construía a mayor gloria de mis dedos. Los escenarios duraron más: eran demasiado valiosos, puesto que eran los únicos que había conocido. Sustituí, pues, al actor, eslabón más débil. Cantantes famosos, toreros, futbolistas, novios y hermanos de mis amigas, amigos de mi hermano: uno detrás de otro, como en una parada militar, fueron desfilando por mi plató íntimo. Cuando agoté las reservas más a mano, convoqué audiciones. Por ejemplo: elegía en el metro, cuando regresaba a casa por la noche, al chico más apetitoso; fijaba en la memoria su cara, sus volúmenes y, si lograba acercarme lo suficiente sin ponerme en evidencia, su olor y la textura de su piel. Ya en la cama, sustituía a mi primo con el meritorio del día, como si ambos fueran peones en una partida de ajedrez en la que yo era la reina: y me lo comía.

A finales de febrero, una tarde muy lluviosa, Alberto llamó por teléfono a casa y me citó, muy misterioso él, en una cafetería próxima a la Plaza de Callao. Allá fui, de inmediato, igual que una perra cuando oye el silbido estentóreo de su dueño. Arrebolada y temblorosa, esperé junto a la puerta del establecimiento: excitada, sí, pero, no descerebrada: si me trataba como solía, si había de someterme desde el primer momento y de manera contundente, mejor en la calle, confundidos entre el ajetreo anónimo y homogéneo, que en la barra de un bar, escaparate en el que confluirían todas las miradas al menor síntoma de escándalo. Enseguida, lo divisé, caminando hacia mí entre la gente.

En el primer vistazo me pareció el mismo guarro salvajemente atractivo que había descubierto a finales del verano. La cara purulenta, el halo marginal, los ademanes sueltos, seguros y lánguidamente peligrosos. Pero, cuando lo tuve a un paso, me tendió la mano con formalidad de abogado, se la estreché, entre divertida y asombrada, y lo miré de arriba abajo, me dí cuenta de algunas alteraciones en su atuendo y modales que, sin oponerse del todo al personaje que yo había adorado unos meses atrás, lo revelaban en facetas novedosas. Por ejemplo: se había lavado el pelo, y lo había peinado con esmero para disimular en lo posible la calvicie. Se había perfumado: es probable que el frasco se le hubiera roto encima, porque a medio metro apestaba. El asqueroso chándal, la camiseta publicitaria y el chubasquero arrugado, habían pasado a mejor vida. Ya no se escondía tras ropas anchas e informes, cual si pretendiera, al modo de las mujeres musulmanas, guardar para sí los secretos de su sexualidad. Ahora vestía una espléndida chupa de cuero y unos tejanos muy ajustados que resaltaban una a una todas las curvas de su cuerpo. Bajo la chupa, una camisa negra con rayitas plateadas, de marca. En la cintura, una hebilla gigantesca, con la silueta en relieve de un toro. Y en los pies botas camperas de cuero crudo —lo sé: el disfraz de un hortera. Pero, le sentaba tan bien. Lo encontré elegantísimo, hecho un primor, tan alto, tan ancho de espaldas, con los muslos prietos bajo la tela de los tejanos, rozándose uno con el otro al caminar, de tan voluminosos, y el bulto en la entrepierna, que bien sabía yo era auténtico, auténtico, incluso escaso para lo que allí dentro había.

Con mi mano perdida en el hueco de la suya, caliente, húmeda, me dijo:

—Hola, guarri. ¿Cómo estás? Tenía ganas de verte.

—Hola, Alberto.

—¿Me echaste mucho de menos?

¡Sonreía! ¡Me sonreía a mí! ¡Mirándome a los ojos, con mi mano apretada en la suya y sin levantar la voz ni insultarme ni amenazarme! Murmuré: «sí, te eché mucho de menos, Alberto», bajando la mirada al suelo, roja de emoción como una colegiala —¿y qué era yo, más que una colegiala inexperta e ingenua?—, con los pezones como dos velas de cumpleaños, el clítoris de cristal y las bragas empapaditas. ¿Merecía yo aquello? ¿Me estaba ocurriendo a mí? Ni en las fantasías más insensatas había previsto un desenlace tan, tan... —¿escribiré «tierno», «romántico»? ¿O escribiré, sin rodeos ni metáforas, lo que en aquel momento sentí: que, sin decírmelo con palabras pero diciéndomelo a voz en grito con los ojos, con el sudor de su mano, con la sonrisa temblorosa y con el tono dulce, melifluo de su voz, se había enamorado de mí?

Abrazándome por los hombros, como a una novia formal, sin decirme una palabra, me condujo calle Preciados abajo, calle Carretas arriba, por la plaza del Ángel hasta la calle Huertas. Entramos en una taberna y enseguida conseguimos un hueco junto a la barra, en una esquina, contra la pared. Pidió dos vermús de grifo, con seltz. Me puso en la mano el primero que sirvieron. Me preguntó si tenía hambre, si me apetecía una ración o un bocata. ¡No me lo podía creer! Educado, considerado, ¿aquel tío era el mismo Alberto, el macho salvaje del desván de mi abuela? Me abrazó por la cintura y me atrajo hacia él, haciéndome sentir en el vientre la dureza de su erección. Con los labios rozándome la oreja, me susurró:

—¿Notas como la tengo?

—Sí —dije yo, con voz más alta de lo conveniente. Y, después de lanzar una ojeada alrededor, ya en un murmullo—: La tienes como en el pueblo.

—Hace una semana que no me corro. Guardando la lefa para ti.

—¿De verdad?

—Cuando te la meta en la boca me correré dos veces seguidas.

—Por Dios, Alberto, me estoy poniendo mala.

—¿Lo tragarás todo?

—Sí.

—¿Todo, todo? ¿Hasta la última gota?

—Sí. ¡Sí! —Otra vez elevé la voz más de la cuenta—. Si supieras las veces que lo he soñado: tenerla de nuevo en la boca y tragarlo todo, todo, todo.

—Tócamela.

—Hay mucha gente, Alberto...

—Van a lo suyo, tonta. Yo te cubro.

—¡Qué dura está! ¡Parece mayor!

—Me habrá crecido desde el verano... ¡Para, para! No frotes, que me corro.

Yo sí que me corría. ¡Y sin frotarme! Estaba como un flan. Las guarradas que me decía —inocentonas, si las comparo con algunas rijosidades que me dijeron después (tú, por ejemplo), pero, las más excitantes que había oído susurradas en la oreja hasta entonces— me afianzaron en la conjetura que me rondaba la cabeza desde que me había tendido la mano y me había sonreído, en lugar de estampármela en la cara y llamarme cerda: se había enamorado; de comepollas ocasional me había ascendido a novia. Quería arrodillarme de nuevo delante de él. Y que me pegara y me arrastrara de un lado a otro y me escupiera y me llenara la boca hasta atragantarme. Pero, quería también algo más: ya sabes, un poquito de romanticismo, mimos, atenciones que me hicieran sentirme una mujer además de un estropajo, caricias, besos, promesas, fidelidad. Deseaba preguntarle, pedirle que confirmara con palabras inequívocas si era cierto, si me quería, si podríamos ser novios, si estaba enamorado de mí como yo lo estaba de él (creía estarlo: me engañaba: nunca me enamoré, hasta ahora, y menos de él). Sólo me atreví, sin embargo, a decirle:

—Vamos por ahí, por favor, al Retiro o donde sea. No quiero que te corras en los calzoncillos. Me moriría de envidia.

—Estás cachonda, ¿eh, guarri? Podemos ir a casa de Manuel.

—¿Quién es ése?

—Un amigo mío. De confianza. Vive aquí al lado. Tendrás que chupársela también a él.

¡Qué corte! ¿Hacían esas proposiciones los enamorados? No. No necesitaba haber pasado antes por la experiencia para saber que un enamorado, a los pocos minutos de haberse declarado sin declararse expresamente pero declarándose de hecho con la exhibición de sus emociones a flor de piel, no le propone a la amada que se arrodille delante de un amigo. Palidecí y me encerré en el silencio de los rencorosos. Él, con la mano en mi cintura y los labios en mi oreja, indiferente a cualquier reacción o cambio de actitud que yo mostrara, pero hincándome en el vientre su erección —supongo que para ablandarme la voluntad, como un domador le muestra pescaditos a los delfines—, me instruyó con minuciosidad.

Manuel era un amigo suyo, reciente pero de toda confianza. No debía preocuparme: era muy guapo, muy limpio y sano. Vivía a pocas manzanas de donde estábamos, en la calle de Santa María. Él, Alberto, se había comprometido («una apuesta de colegas, ya sabes») a seducir a una chica y conducirla a casa de Manuel, para jugar los tres. ¿Y quién mejor que yo? No nos conocíamos, pues, ni mucho menos éramos primos. ¿No me acordaba? Me había prometido, en el pueblo, placeres exquisitos cuando estuviéramos en Madrid: ya estábamos aquí, ya podíamos gozarlos sin límite. En la casa le daríamos morbo al juego: nada de llegar y besar el santo. Manuel era muy tímido, así que tendríamos que avanzar poco a poco, para que no se asustara y todo se fuera al carajo. Yo estaría calladita, aceptando lo que hubiera para mí y disfrutándolo sin pedir más, sin molestar, sin interrumpir: sobre todo sin interrumpir. Alberto organizaría una partida muy especial, a la que yo me apuntaría desde el mismo instante en que él la propusiera. Podía estar tranquila: lo pasaría estupendamente, no tendría queja, sería mucho mejor que los encuentros rabiosos del verano, por fin averiguaría qué era el sexo, cuánto podía satisfacerme, etc. Y, por último, la más importante de las recomendaciones, la que abriría el horizonte de mis sensaciones hasta límites inauditos, la que, si no sabía cumplirla con precisión y efectividad, me ocasionaría disgustos sin cuento: al final de la partida (él me guiñaría un ojo para que no titubeara ni me equivocase), cuando los dados fijaran mi turno, yo le ordenaría a él, a Alberto, que obrara con Manuel exactamente igual que él, Alberto, me hubiese indicado a mí en el turno anterior. Exactamente igual: era muy importante que no modificara los detalles. ¿Lo había entendido? ¿Tenía alguna duda, alguna consulta? —Si estaba de acuerdo o me parecía una monstruosidad, no lo preguntó.

El apartamento de Manuel era un cuartucho en un edificio con un par de siglos, al fondo de un corredor oscuro y con olor a meada de borracho. En una esquina había un colchón tirado en el suelo, con ropa revuelta encima. Sobre una mesa, debajo de un ventanuco, única fuente de luz y de ventilación, había una cocinilla de camping gas y, al lado, en un estante, algunos cacharos, platos y vasos. Junto a la puerta, una manta militar clavada en un marco daba acceso al baño, y a continuación había una nevera y sobre ella un montón de revistas de motos que casi llegaba al techo. Una bombilla colgaba de un cable y estaba envuelta en una preciosa pantalla china, sonrosada, muy cálida: difuminaba la luz, suavizando las formas de los objetos y (como la niebla mitiga la aspereza de un paisaje industrial) transformando la habitación en un espacio acogedor, incluso confortable.

Manuel fue una sorpresa. Esperaba encontrar un tipo parecido a mi primo: fuerte, duro, barriobajero, viril, guapo o feo pero muy masculino. Pues no. Era bajito, esmirriado, poquita cosa. Con una cabellera abundante, muy morena, que le caía sobre la frente y le cubría las orejas ondulando en bucles de postal navideña. Unos ojos azules, preciosos, grandes y brillantes, vivos, expresivos, pero, muy fríos, distantes. El rostro, barbilampiño y moreno, no era feo: nariz perfecta, boca enorme con labios gruesos, mentón escueto y las mejillas sonrosadas: aunque había cumplido ya los veinte años, vestido a propósito podría dar el pego en una escuela primaria. Tenía las manos pequeñas, los brazos delgados, el pecho, la cintura, las piernas, escuetos y casi escuálidos. En la zona media del cuerpo, mejoraba: un culo redondo, alto, firme, y un paquete prominente y de proporciones nada desdeñables, modelaban el pantalón de pijama, de color azul cielo, que vestía junto con unos gruesos calcetines de lana que lo embutían por abajo, y un niqui amplio, un par de tallas, por lo menos, mayor de lo necesario, suelto en la cintura, sobre los pantalones.

Durante el trayecto desde la calle Huertas, me había recuperado en parte del susto inicial, de la frustración de no tener un novio como cualquiera de mis amigas, sino un mastuerzo vicioso —tampoco me lo había creído del todo: era joven y algo ingenua, pero, no me chupaba el dedo («no sólo te chupabas el dedo», matizarás tú, cabronazo: ¡si te conoceré!)—. Me había consolado un poco, la imaginación y el deseo borbotando como un puchero al fuego, con la perspectiva de lo que podría ocurrir en el piso. Si en el pueblo había gozado tanto con uno, ahora podría gozar el doble con dos. Porque, uno más uno, enseñaban las monjas, eran dos. ¡Pero, Manuel era maricón! Hablaba con una voz de pito descorazonadora, arrastrando los finales y salpicando las sílabas tónicas con una musiquilla chistosa y ridícula. Se reía como un cachorro de hiena: y se reía por las causas más estúpidas y carentes de gracia que se te puedan ocurrir. Con una mano, el meñique en alto, la muñeca vencida, sostenía un cigarrillo a la altura del hombro, y con la otra mano transitaba entre la cadera (como Paca Rico requebrando al rey de sus amores) y todo el espacio a su alrededor, caracoleando en el aire. ¿Qué podía hacer con aquel tío, como no fuera tomar el té, charlar de trapos o bailar unas sevillanas? Yo era una pinpollita, aún con las alas en el cascarón: no había visto nunca, hasta entonces, un mariquita de cerca: sólo por la calle, advertida a codazos por la amiga de turno, o en las películas de Landa y compañía. ¿Y Alberto? ¿Él, tan experto y resabido? ¿No se había dado cuenta de por dónde se le iba el aceite a su amigo? ¿Para qué me llevaba allí?

En la habitación sólo había una silla. Me la apropié, sin esperar una invitación formal. Y, en silencio, los contemplé un buen rato: de pie junto a la nevera, lanzándome ojeadas nerviosas de cuando en cuando, celebraron un conciliábulo murmurándose al oído. Hablaban de mí, claro. Supongo que Alberto expondría al mariquita el motivo de mi presencia, y éste, con gran despliegue de manoteos y risitas, negaba, rechazaba, se asombraba, alucinaba. Procurando ser útil, simplificar el procedimiento, pedí permiso a Manuel para entrar al baño, crucé la manta y los dejé solos. ¿Aquel chico paciente, negociador, conciliador, era mi primo Alberto, la mala bestia del pueblo? Algún gato lustroso había encerrado allí —pensé, fíjate que estúpida, que Manuel era un camello y Alberto (en el pueblo le había visto fumar porros a escondidas) le proponía un espectáculo pornográfico a cambio de suministros.

Cuando regresé al cuarto principal, ya habían pactado un acuerdo. Estaban sentados en el colchón, uno a cada lado, y sobre las sábanas había un plato y, encima del plato, tres dados de jugar al parchís. Me indicaron un sitio, cerrando el triángulo a los pies del colchón, y, una vez acomodada como ellos, con las piernas dobladas al estilo oriental, Alberto me explicó el juego. Tiraríamos los dados, y el ganador de cada mano indicaría al perdedor lo que debía hacerle al que hubiera obtenido la cifra intermedia. Si había empates, se repetiría la mano. Sin más reglas ni condiciones. Manuel, serio, tímido, me preguntó:

—¿De verdad quieres jugar, Guli?

Asentí, clavándole los ojos, burlona. «Te vas a enterar, tú, gilipollas —pensé—. Si Alberto quiere regalarte un espectáculo, pues muy bien: lo mío es obedecer. Pero, si te atreves a tocarlo, te sacaré los ojos. Aquí la única mujer seré yo. Tú, a mirar». Y, decidida a enterarme cuanto antes de lo que mi primo había maquinado realmente, agarré los dados y los arrojé sobre el plato: doce. Alberto, que jugó a continuación: ocho. Y Manuel: quince. Rojas las mejillas, después de pensárselo un rato le pidió a Alberto que me descalzara un zapato.

Media hora después, habíamos fumado tres cigarrillos y habíamos bebido una botella de cerveza cada uno. Sobre mi cuerpo no quedaba más ropa que las bragas —de color rosa y caladitas, como siempre— y una media en la pierna izquierda. Alberto contenía su erección desbordante bajo unos calzoncillos blancos, curiosamente con un roto en la cadera, igual que en el desván el primer día, y aún conservaba los calcetines y el reloj. A Manuel lo habíamos desnudado por completo, con la única excepción de unos calzoncillos verdes y brillantes, baratos y muy ajustados: un bañador, en realidad.

¿Tienes alguna duda?: a esas alturas, yo estaba calentita como un pan en el horno; había olvidado las veleidades amorosas y los sueños románticos; me había concentrado en el juego con todos los sentidos alerta, loca porque llegáramos por fin a la fase resolutiva. Había desnudado prenda a prenda a los dos chicos, y había consentido que ellos me desnudaran a mí. Cada vez que tuve ocasión, había sobado la polla de mi primo y le había acariciado los muslos. Pero, a Manuel ni le había tocado la piel. Sus piernas estaban desprovistas de vello como las de un bebé, y en su paquete, grande y prieto, no se distinguía la forma de la polla. Los había besado en la boca a los dos: a Alberto, una vez, con mucha ilusión y notable chasco, pues me apartó enseguida, sin dejarme apenas rozar la lengua con la suya; y a Manuel, dos veces, con gran placer: besaba magistralmente, succionando mis labios en su boca enorme, deambulando en mi paladar con su lengua gorda, un poco áspera, caliente, muy activa.

Los modales de mi primo me tenían estupefacta. Ni siquiera me decía «guarri», ya; Manuel lo consideró una ordinariez y él, obediente, respetuoso, cambió a «Guli». Había perdido el aplomo, la seguridad en sí mismo; no se parecía al gañán insolente que yo había idealizado en el recuerdo. Estaba nervioso: hablaba poco, la mirada huidiza, gestos impacientes, eléctricos, rígidos. Ni una amenaza o un insulto virulento como un chasquido; ni una sola vez alzó la mano contra mí, ni amagó hacerlo, advirtiendo. Tiraba los dados con fuerza exagerada (varias veces rebotaron en el plato y se refugiaron entre los dobleces de las sábanas), y, si ganaba y yo perdía, ladraba, sin mirarme, una orden escueta, previamente decidida, punteada en una lista que tenía impresa en las retinas: que despojara a Manuel de alguna prenda. Cuando a éste no lo cubrían más que los calzoncillos y, riéndose pero muy azorado, suplicó: «por favor, por favor, no quiero ser el primero en quedarme en bolas», cambió de lista y me obligó a besarlo en la boca y a mordisquearlo en el cuello y en las orejas.

La actitud de Manuel, muy miedosa, casi histérica, al principio, se había estabilizado poco a poco: con cada prenda, yo apartaba de su cuerpo un manojo de nervios y un puñado de escrúpulos. Hasta el soniquete amariconado en su forma de hablar se había amortiguado: o bien yo había dejado de prestarle atención, como suele ocurrir con las extravagancias, las rarezas, cuando persisten y se incorporan al catálogo de lo habitual. Al igual que Alberto, más silencioso se tornaba a medida que avanzaba la partida. Pero, por el contrario, cuando ganaba y le correspondía decidir nuestras acciones, se quedaba en blanco, indeciso: probablemente (contradiciendo, también en esto, mi impresión inicial) no le interesaba el espectáculo pornográfico. Ejecutaba, sin embargo, concentrado como un atleta y eficaz como un teutón, los encargos que le encomendábamos.

Lanzamos otra ronda. Ganó Alberto (y me guiñó espasmódicamente un ojo), perdió Manuel. Le tocaba el turno a mis bragas: Manuel se acercó a gatas, me reclinó con delicadeza hacia atrás y me las quitó en una sola maniobra lenta y precisa. Durante unos segundos, quedé tendida de espaldas, desnuda, con las piernas separadas, frente a ellos. Los ojos de Manuel fijos en mi sexo, los de Alberto, en la expresión alucinada de su amigo.

Ganó Manuel, perdí yo. Besé de nuevo en la boca a Alberto, más fugazmente aún que la vez anterior. Ansiosa como estaba de exponerme de una vez al contacto directo del fuego, le agarré con toda la mano los cojones, al tiempo que le ofrecía los labios: me retorció la muñeca osada, en cuanto notó el contacto.

Manuel, Alberto. Me quitó la media.

Manuel, yo. Otro beso: esta vez me apartó con tanto ímpetu, que trastabillé sobre el colchón y casi caigo de espaldas, lo que divirtió mucho a Manuel. ¿Qué le pasaba a Alberto? No le gustaba besar, desde luego, al menos no lo había hecho en el pueblo, pero, ¿tampoco le gustaba que le agarrara los cojones? ¿No le gustaba yo? —Me quedé desarbolada, sin argumentos, sin entender qué estaba ocurriendo, qué pintaba yo allí, por qué y para qué me había llevado Alberto. Y nació, aún fetito informe, la sospecha de otra explicación, de otra tribu de argumentos de linaje bien distinto a los anteriores.

Yo, Manuel. La polla de mi primo golpeó con fuerza contra su vientre cuando quedó liberada de los calzoncillos. ¡Era tan hermosa: curvada, gorda, espléndida! Suspiré porque aquel estúpido juego acelerara el ritmo y yo pudiera arrojarme sobre ella. Miré a Manuel, con ternura: «pobrecito —pensé—, no la catarás, y te gustaría, ¿verdad?, pero es toda para mi».

Alberto, yo. Manuel me esperaba con la boca abierta. Yo lo abracé por la cintura y no lo besé: dejé que él me besara, largamente. Me apartó el pelo de la cara con las dos manos y, los dos de rodillas sobre el colchón, muy juntos, yo con los ojos cerrados, recibí un beso suculento: me llenó la boca de saliva y la esparció con su lengua por todo el paladar, por las encías, por cada milímetro cuadrado de mi lengua. Definitivamente, no estaba mal aquél chico: poco cuerpo y virilidad agazapada, cierto, pero, un gran sentido de la orientación en los vericuetos del placer. Deseaba la polla de Alberto, pero, también la boca de Manuel, y sus caricias, y el contacto de su piel morena y caliente. Empezaba, poco a poco, a desear enterito a Manuel.

Alberto, Manuel. Lo soltó de inmediato, seco y claro: «bésale el coño». Me quedé expectante: ¿se atrevería, el mariquita? Manuel dudó un instante, luego me reclinó y, con ansia, hundió la cara entre mis piernas. Sentí, por primera vez en la vida, una lengua fuerte y vibrante que se introdujo en mi vagina, recorriéndola de arriba abajo, húmeda, ardiente. ¡Bueno! Me sacudió un latigazo de emoción tan intenso, que no pude reprimir un quejido como los de mamá al otro lado de la pared, que retumbó en la habitación y escuché, asombrada, ajena, de pronto distanciada. Manuel, separándome los muslos con las manos, retorciéndose sobre el colchón como una anguila, ocupó por lo menos un par de minutos en el beso, hasta que Alberto, azotándolo en las nalgas, le dijo: «vale, tío, ya está bien. ¿Seguimos jugando, o qué?»

Yo, Alberto. Los ojos de mi primo, clavados en los míos, me ordenaban algo: ¿qué? Yo quería saber ya qué se escondía bajo el bañador de Manuel. Alberto había insistido, mientras tomábamos el vermut, en que, una vez él me hubiera guiñado el ojo, cuando los dados fijaran mi turno yo le hiciera obrar con Manuel exactamente igual que él me hubiera hecho obrar a mí en el turno anterior. Lo último que había ordenado fue que besara a Manuel... Pero, no me atreví: ni a lo uno ni a lo otro. Pedí que le diese un azote en el culo. Y me equivoqué: los ojos de mi primo hablaban clarito, clarito.

Hubo varios empates (los primeros desde que empezáramos). Alberto me besó el coño: mal, apenas aprecié el contacto de sus labios. Yo mordisqué un buen rato sus tetillas, aprovechando para pasarle el dedo a lo largo de la polla. Manuel me chupó un pezón, glotonamente, envolviéndolo con su lengua y succionando con fuerza. Y, por fin, estuvimos los tres desnudos: le bajé el bañador a Manuel de un tirón, y descubrí, asombrada, los cojones más grandes y la polla más pequeña de que hubiera tenido noticia, ni siquiera en fotografía. Mayores, los cojones, que los de Alberto —no he vuelto a ver otros iguales, ¡y ten en cuenta que he tenido ocasión de sopesar unos cuantos!—. La polla semejaba un dedo pulgar (bueno, un poco mayor: o depende de a qué mano pertenezca el dedo de referencia), aunque era bastante gorda y, eso sí, coronada por un capullo suculento.

Cuatro turnos seguidos fui la perdedora. Una vez, se la mamé a mi primo: con tantas ganas, que, mientras agachaba la cabeza, se me escapó otro suspiro de inspiración materna. Y tres veces tragué enterito el miembro de Manuel: en la boca no parecía tan pequeño, tenía el tamaño justo para caber entero y moverse dentro con cierta libertad: tuve la sensación de que lo masticaba, como un chicle, pese a que estaba duro como un hueso. Arrodillada ante Manuel, le ofrecía la grupa alzada a Alberto, por si le apetecía hurgar en ella: sin éxito.

Y gané y perdió Alberto. Me dije: «aunque luego me pegues duro, te haré una putada». Le ordené que se la chupara a Manuel. Sí, sí, una putada... Se arrodilló delante del mariquita, lo asió por las nalgas (como a un trozo de empanada por la costra del borde), se tragó la pollita hasta que sus labios se estrellaron contra el vello del pubis y su mentón se incrustó en la masa compacta de los cojones, y no dejó que Manuel la sacara, pese a las protestas y los esfuerzos que hizo para apartarle la cabeza, hasta que se vino en su boca.

La partida había terminado. El premio gordo, contra todo pronóstico, lo había ganado Alberto. Pálida, incrédula, me enfrié en un momento, como un tizón si le vacías encima el contenido de tu vejiga. Y ya no tuve dudas: supe todas las respuestas a todas las preguntas. Pero, inexperta, ignorante, neófita, no podía aceptar, así, reveladas de un manotazo, arrancados los velos por un golpe de viento, que la realidad fuera tan poliédrica, la sesgaran facetas tan insospechadas. Luego, en los años siguientes, aprendí que, en lo tocante al sexo, a los apetitos y a los hábitos sexuales, no existen más normas, más códigos, que una proposición filosófica de valor universal: lo que no mata, engorda. Aquel día, sin embargo, no lo comprendí todavía: desprecié a mi primo con toda la intensidad y el dramatismo que merecen los traidores. En mi conciso cómputo sexual, sólo había dos rúbricas: hombres y mujeres. Los hombres poseían a las mujeres, las dominaban, las penetraban, las azotaban, las utilizaban a su capricho y según su albedrío. Las mujeres adoraban a los hombres, los obedecían, los respetaban, se humillaban, se sometían a su voluntad porque así debía ser y porque hallaban gran placer haciéndolo. No había más. Un hombre, pues, no se arrodillaba delante de otro hombre (¡y menos en presencia de una mujer!), lo aferraba por las nalgas y recibía en la boca el contenido de sus cojones: era ésta una potestad, un privilegio, reservada a las mujeres. Pero, me faltaba información. Mi primo me amputó la ingenuidad, como mi hermano me había liberado de la inocencia.

Manuel se tendió a lo largo sobre el colchón y me atrajo hacia él. Me acurruqué, la cabeza en su pecho de niño, una mano sujetando con mimo su enorme escroto, protegiéndolo, con la esperanza de que no se hubieran agotado las existencias, aún quedara allí dentro algo para mí. Alberto se acomodó al otro lado de Manuel, su cabezota también sobre el pecho enjuto, su mano rozando la mía, encajada entre los muslos de su amigo. Éste, suspirando, nos abrazó a los dos, acariciándonos, con idéntico ademán, los cuellos, orejas y mejillas respectivos. Pasó una legión entera de ángeles, en silencio absoluto.

—¿Te gustó? —preguntó, por fin, Alberto, con un hilo de voz.

Noté un respingo en mi mano, ya un poco insensible después de tanto rato en la misma posición. La pequeña polla de Manuel estaba de nuevo en forma: palpitaba, rígida, vertical, brillante en la punta.

—Sí, me gustó mucho. Gracias, Alberto.

—Oh, no hay de qué —su voz, alegre, entrañable, cálida—. Más me gustó a mí.

—Pero, tú no te has corrido. Ni tú, Guli. ¿O sí?

—No, Manuel. Y no me importa —Alcé la cabeza y lo besé con suavidad en el cuello: lo lamí, absorbiendo las gotas de sudor que le arrollaban desde las sienes—. Besas maravillosamente, ¿sabes?

—No exageres. Otros chicos te habrán besado mejor que yo.

—¡Nunca! ¡Te lo juro! —Y fui sincera.

—Manuel —susurró Alberto—, yo también quiero probar.

—¿Qué?

—Tus besos.

—No. Eso, no. Lo siento. Nunca he besado a un tío, y no quiero hacerlo.

Inmediatamente, hundí la boca en los labios jugosos de Manuel. Yo no era un tío.

—¡Qué pena! —se dolió Alberto— Pero, me dejarás mamarte otra vez, ¿verdad?

—¡Ah, no! —salté como un resorte bien engrasado, saliendo de la boca de Manuel— ¡Ahora me toca a mí!

—¿Por qué no chupas ésta, guarri? —Se la agarró y la exhibió, enorme en contraste con la que yo prendí para defenderla como a un bastión. Qué imprevisibles son los mecanismos del deseo: ya no me interesaba, ya no me provocaba ninguna reacción: si sujetara en la mano una llave inglesa, mi indiferencia no sería mayor.

—No. Quiero la de Manuel. Y guarra lo serás tú, por cierto. Bastante más que yo.

—Se está rifando una hostia y tienes todos los números, guarri.

—Tranquilos... Alberto, si tienes algún problema, ya sabes: te vistes y te largas. Esta es mi cama y estamos en mi casa —No alzó la voz, no fue grosero ni cortante, incluso dejó volar un par de plumas. Pero, no hubo dudas respecto a quién mandaba allí.

—Perdona, perdona, no quería molestarte, Manuel. Haré lo que tú digas. Y... bueno, perdona, Guli.

¡Maravilloso!¡La cuadratura del círculo! Un enclenque y amanerado barbilindo (con una polla ridícula, además: y no es un detalle baladí: estábamos desnudos y follando, o casi), poniendo firme a un macho prepotente, musculoso y recio (con una polla poderosa y bellísima: y seguíamos en bolas...).

—¿Por qué no se la quieres chupar a él, Guli? —Manuel cambió el tercio— Tiene una buena tranca, mucho mejor que la mía.

¿Qué podía decir yo? ¿Que durante once días inolvidables había vivido de rodillas, arrastrándome literalmente por los suelos, golpeada, pisoteada, escupida, humillada y despreciada por el legítimo propietario de aquella preciosa tranca, y que había sido muy feliz porque, cada pocas horas, me hacía el favor de rebosarme la boca? ¿Que había soñado durante seis meses con la reunión definitiva, como una novicia sueña con arrojarse al suelo, por fin, con los brazos en cruz, y entregar su cuerpo para siempre a su señor? ¿Que, con el aire de un suspiro, él, Manuel, había desmoronado el castillo de naipes, y el filo de las cartas había asaetado mi piel, demasiado tierna aún, demasiado sensible, desgarrable sin esfuerzo?

—¿Tú crees? —dije, con sorna— No me había dado cuenta.

Y, presta a defender mi turno, descendí por su pecho y su vientre, surcándolos con la punta de la lengua. Me recibió Alberto, su lengua, rondando el capullo sonrosado, tan suave, mojado, terso. Hicimos buenas migas: compartimos lo que había, compañeros solidarios, lamiendo, chupando y mordisqueando en tramos alternos y complementarios, intercambiándonos el terreno, los trofeos, los sabores y los latidos. Manuel cumplió: con sus manos en nuestras cabezas, amoroso, un padre más que un amigo, nos colmó cuatro veces, dos a cada uno. Se lo agradecimos mucho.

Mañana seguiré contándote, querido. Ahora estoy muy cansada y me voy a dormir. Pensando en ti, por supuesto: mis deditos y yo. Un beso con mucha saliva en tu adorado capullo.

Guli.