Carta a una antigua amante (I)
Una emotiva carta recuerda unas vacaciones primaverales en el sur de España, con erotismo flotando junto al aroma del azahar.
Jueves, 15 de febrero del 2.001
Amadísima Esperanza:
Tienes muchísima razón en tu carta al decirme que estas son mucho más personales que los e-mail. Si te llegó bien el que te envié el viernes 9 pasado, recordarás que al final del primer párrafo puse la leyenda CENSURADO. Fue porque suspendí su redacción para comenzar esta. Te hablaba, allí, de cómo vuelan mis recuerdos y de la excitación que estos me despiertan.
Y no es para mí extraño alcanzar temperatura. Recuerdo muy bien aquel viaje por Andalucía, y al asiento trasero del auto de Carlitos -al que hace varios años que no veo- donde tú y yo manteníamos cierta clase de apareamiento, evitando con mi chamarra o la tuya las miradas indiscretas de la insípida Silvia. Si acaso Carlos lo notaba, nunca me comentó nada. Pero a mí me encantaba cuando te recostabas sobre mi pecho, subiendo tus piernas arrodilladas al asiento y apretándote contra mi cuerpo. Te cubría con la campera y por debajo de ella, mi mano derecha violaba la intimidad de tu falda, te acariciaba despacito subiendo desde los tobillos y, a medida que aumentaba la agitación de tu piel, la deslizaba insistentemente por tu entrepierna, la introducía en tu ropa interior y casi sin que te dieras cuenta, pero advirtiendo que lo anhelabas, lograba quitarte suavemente la bombacha regalándome tu permiso la urgencia de las partes más privadas de tu atractivo, urgencia que denunciaba tu respiración entrecortada. Sintiendo el aumento de tu apetito, que crecía con la misma intensidad con la que se hinchaba en mí algo más que la envergadura de mi pasión, me deleitaba incrementando lentamente tu placer, acariciándote la cabellera con mi mano izquierda, besando suavemente la tierna frescura de tu cuello y deslizando mis labios hacia abajo hasta alcanzar la turgencia de tus pechos ya desnudos, vulnerada la resistencia del sostén que los defendía con un fugaz movimiento de mi mano derecha que aprovechó un descuido de tu conciencia embriagada.
Te tenía así, mis labios disfrutando la dulzura de tu piel y mi lengua dibujando interminables cielos en las recias cimas de tus pechos; te tenía así, firmemente controlada con mi mano en la hendidura de tus piernas, agasajando cada centímetro de tu hermoso trasero que se entregaba solícito a mis vehementes requerimientos, apretando más y más tu cuerpo contra el mío e invadiendo mis dedos otros labios que no eran los de tu boca, ocupada ya en descontrolar mis sentidos sobornando el lóbulo de mis orejas. Te tenía así, dominando cada instante de tu excitación para hacerla estallar cuando yo quisiera, en el momento oportuno, incrementándola al estirar mis piernas hacia adelante y haciéndote palpar, así, la impetuosa dureza que, aprisionada en mi pantalón, pugnaba por conocer el estuche húmedo y delicioso en el que mi mano tanto se demoraba, deseosa por recibir antes las mismas atenciones que lograban mis orejas de tu boca sedienta. En momentos así, lo recuerdo ahora como si lo estuviera viviendo, tus manos buscaban un poco de espacio entre nuestros cuerpos aferrados hasta que lograban desabrochar mi pantalón, abrir la bragueta abultada y alcanzar, con tus dedos ávidos, la carne robusta, cilíndrica y dominadora que el brillo casi perverso y lujurioso de tus ojos demostraba que tanto querías someter a tus más descontrolados instintos. Pero, justo entonces, la aproximación al pueblo donde haríamos alto determinó que la inminencia que auguraba mi dilatación, próxima a pringar con las pruebas de su alegría nuestras ropas y el tapizado del carro, debió ser contenida transitoriamente con la promesa de tus escrúpulos ya vencidos. Era un hermosísimo día de abril, y si me das un minuto para consultar la agenda de la computadora, voy a deducir la fecha exacta...: bueno, mi agenda no marca los no laborables ni los días de feria, así que debió ser el jueves 10 ó 17 o el viernes 11 ó 18 de marzo. Serían la una o las dos de la tarde y en toda la carretera se apreciaba el clima especial que al sur de España le dan las fiestas de la Semana Santa, que de religiosas parecían tener muy poco. Carlos estacionó en un motel del camino, a unos treinta kilómetros de Sevilla, convencido de que, a la luz de la cantidad de gente que veíamos por todas partes y los autos que pasaban recargados rumbo a ella, no encontraríamos alojamiento en la ciudad del Guadalquivir. Nos convenció y tomamos dos habitaciones, lamentando Carlos, tú y yo que la tonta Silvia no aceptara que cada pareja las ocupara por separado. Dispuesto, entonces, que ustedes dos utilizarían una y Carlos y yo la restante, y luego de que Carlos, tú y yo comiéramos algo en el bar donde se produjo aquella lamentable escena que tanto te regocijó y tanta gracia te causó (yo dije algo así como que a mí, las mujeres, "se me colgaban de las patas"), al ver tu cara cachonda las acompañé al cuarto, te ayudé a acomodar tus cosas, esperamos a que Silvia se adormilara en su cama y, protegidos de sus miradas por una manta, nos acostamos en tu cama y reiniciamos el juego que tanto nos gustaba. Quebrantado tu recato y desmanteladas tus reservas, quise concretar el empeño que tu voluptuosidad me había despertado en el auto. Nada me impidió, en esta ocasión, empezar dejando al descubierto el esplendor de tu busto, y otra vez me zambullí en el recreo delicioso de succionar y libar sus cumbres vigorizadas por mis caldeadas caricias y mis carnales arrumacos. Erotizada como estabas, no dudaron tus piernas en enredarse entre las mías, y aunque te enajenaba la tarea a la que estaba entregada mi boca, procurabas por momentos que se encontrara con la tuya y allí nos abandonábamos a un coloquio rico y exquisito de muy cálidos y profundos besos que casi derretían nuestras lenguas lisonjeadas con tanto delirio. ¡Cómo me cautivaba besarte en la boca! ¡Cuánto me hechizaba hurgar en la caverna de tu boca con mi lengua atrevida que se relamía en tu asfixiante saliva!. Cuando la fiebre de nuestros cuerpos me impulsó a quitarte la ropa, el espanto por que se despertara tu involuntaria compañera sólo me concedió que, precipitado por el deseo, casi me arrancara el pantalón para liberar temerariamente mis partes más íntimas que sabía bien tanto te atraían.
Y no estaba errado. Abandonando las caricias con las que obsequiaban mi pecho y mi espalda, y acompañando el asombro de tus ojos saltones, tus manos capturaron los bordes de mi slip investigando ávidamente la forma de retirarlos. Era tal tu temperatura, que tus ojillos se abrieron brillando desmesuradamente cuando sin demora lograste tu propósito. Tenías ahora en tus manos el objeto codiciado, y al grito susurrado, ahogado y trepidante, pero inolvidable para mí, de "¡Qué pepa, qué pepa!", "¡Por Dios, qué gloria!", sumergiste tus dedos en "mi pepa" y me regalaste las caricias más fantásticas que mi arrobada imaginación alentaba. Escuchar tu voz encendida, y sentir en mi piel los adjetivos que mi miembro orgulloso te inspiraba, estimulaba aún más la irrigación sanguínea que endurecía implacablemente al prisionero de tus manos. Con las mías en tu cabeza, la fui acercando dócilmente a mi vientre ordenando en silencio a tu boca que homenajeara la materia de tu deseo, pero tu instinto malicioso prefirió desarrollar un juego perverso y endiablado: sujetando férreamente mi pene, le acercabas tu boca prorrumpiendo incitantes chillidos, lo besabas muy ligeramente, retirabas tus labios, aumentabas la intensidad de los masajes que brindabas al tronco erecto, y le acercabas exultante tu boca que me enloquecía para apenas rozarlo. Mucho no pudo durar tu juego: mi fogosidad se derramó entre nosotros sobre aquella vieja cama y quisiste conservar como un regalo los restos en tu pañuelo para evitar que tales pruebas nos delataran.
La visión de esas tus manos puñeteras empuñando la dureza de mi pedazo y tus encarnados y jugosos labios tan cerca de la cabeza de mi verga cuando la emulsión manaba con un chorro triunfante no me abandonaron un sólo instante en todo aquel fin de semana que pasamos en las fiestas de Sevilla, que fue sin duda alguna uno de los fines de semana más hermosos y radiantes de mi vida. No era sólo el indomable hechizo sexual que habías sabido avivar en mí: tu ternura, tu comprensión, tu bondad, tu increíble compañerismo que jamás, jamás, volví a encontrar en otra persona, habían calado muy hondo en mi alma en muy pocos días. No era sólo que me embrujaba disfrutar la más pura atracción animal que mutuamente nos profesábamos, que sencillamente me enloquecía: era fabuloso estar contigo, recorrer de tu mano las callecitas de Sevilla, los paseos por la rambla del Guadalquivir, robándonos besos clandestinos a la sombra de la Torre del Oro o al costado de la Giralda. Si me había sentido orgulloso junto a ti cuando asustada te refugiaste en mis brazos la tarde que medio nos descuidamos en el Albaicín de Granada (porque llevabas todo tu dinero encima), o cuando nos perdimos en el laberinto del Generalife adyacente a la Alhambra, aquel último fin de semana de nuestro viaje por Andalucía fue ciertamente muy especial. Aprovechaba cada descuido de nuestros compañeros para palmearte el trasero, y rebuscaba cada instante desierto de gente para cogerte vigorosamente y sentir vibrar en mí las soberbias y tenaces redondeces de tus pechos. Recuerdo que te gustaban las expresiones "trincar" y "coger", argentinismos para follar, hacer el amor, fornicar, y te las susurraba despacito cuando te pellizcaba las nalgas como una promesa de las cosas que te haría y un anuncio de los espasmos que conmigo alcanzarías.
Finalmente llegó el domingo de aquella espléndida semana y debimos emprender el regreso para asistir a las clases del día siguiente. Carlos quería salir temprano a la mañana pensando que la carretera estaría repleta de autos, pero comenzamos el viaje recién alrededor del mediodía, si no me equivoco, luego de visitar la iglesia de la Macarena, a donde querías ir, y a un reducto de los romanos cuyo nombre olvidé, a pesar de ser un estudioso entusiasmado de la historia antigua.
La tarde se anunciaba gris, con lloviznas aisladas. A medida que el carro devoraba kilómetros y nos acercábamos más y más a Madrid, nos invadió cierta nostalgia por todo lo bonito que habíamos disfrutado, los jirones del alma que allí dejábamos y, en lo personal, mil ideas extrañas me daban vueltas en la cabeza. Sentados juntos, tú y yo, como siempre, en el asiento posterior (me encantaba dejar indolente mi mano en el espacio que ocuparías al sentarte, para gratificarme luego con el contacto de tus ancas), la lluvia nos acercaba aún más, aprovechábamos los largos silencios que se producían con los otros y, simulando dormir, volvías tú a arrellanarte sobre mi pecho y yo a cubrirte con mi chamarra para darle rienda suelta a las caricias que mi mano dibujaba bajo tu falda. Acercabas mi boca a la mía, y espiando hacia adelante para asegurarme que no nos vieran, besaba largamente tus labios fruncidos, lamía con fruición la calidez de tus mejillas y contorneaba dulcemente las líneas de tus orejas. Tu boca para mí era un néctar, un damasco abierto al sol, un manantial de cariño más cautivante que las más fuerte de las bebidas. Te dejabas besar, y respondías a mi besos con tu lengua ardiente que llevaba hasta mis resquicios más recónditos todo el sabor tropical de tu cuerpo incandescente. No podía yo detener mi mano, que buscaba descarada el fuego de tu vulva, y tú no podías demorar las tuyas, que escrutaban fogosamente mi bulto queriendo excarcelar nuevamente la luminosidad de mi miembro; el hambre de tu boca absolvía la irreverencia de mi erección, y soñábamos ambos con la noche escandalosa que nos concederíamos en tu habitación de la Universidad. Agarrada tú de mi manija y yo de tu trasero, contábamos los minutos que nos separaban de ella.
(Continuará)