Carta a Mario

Mario: ¿Te acuerdas de la primera vez? Yo sí. Diablos, hacía tanto tiempo que no tenía relaciones que prácticamente era virgen. Y tal vez por eso, o por otras cosas, al verte esa noche, apenas te tumbaste en la cama de al lado, casi desnudo, no pude menos que temblar de una emoción súbita.

Mario:

¿Te acuerdas de la primera vez? Yo sí. Diablos, hacía tanto tiempo que no tenía relaciones que prácticamente era virgen. Y tal vez por eso, o por otras cosas, al verte esa noche, apenas te tumbaste en la cama de al lado, casi desnudo, no pude menos que temblar de una emoción súbita. Con esa truza de un blanco purísimo tu cuerpo destacaba todavía más en la penumbra. Y yo miraba y miraba, y en las sombras hasta los ojos me dolían, tratando de adivinar el tamaño del miembro que te traías entre las piernas. Apenas te desvestiste yo me prendí de tu figura entallada, del calzón blanco que te quedaba perfecto, del tórax macizo y ancho, con unos abdominales que destacaban como colinas, los pectorales hermosos y el cuello de toro coronado con esa cabeza tuya de pelos encrespados, ese rostro de niño, apenas con un suave vello a manera de bigote, los labios gruesos y sensuales, los ojos verdes que amenazaban con ser mi perdición. Ojos verdes que contrastaban con tu cuerpo moreno, y que encendían todavía más tus rasgos varoniles. Y hacia abajo la cadera esbelta, los muslos gruesos, las piernas bien torneadas, los pies enormes. Y no era la primera vez que te miraba, pero te juro que esa noche algo pasó conmigo que me prendió. Durante largos minutos el corazón bailó una danza violenta, intensa, extraña, y el cerebro terminó por aceptar los dictados que llegaban desde el pecho. Debo confesar que yo no quería. Deseaba consolidar mi posición heterosexual, ahogando en mi memoria algún contacto homo anterior hasta olvidarlo por completo. Pero tu cuerpo, oh, cielos, tu cuerpo, tan hermoso y tan próximo, tan exacto a las estatuas de los dioses y semidioses griegos, terminó por abatir mi resistencia.

Por eso me abalancé hasta tu cama, y toqué tu pierna tímidamente. Está claro que deseaba que no me rechazaras, pero igual esperaba tu rechazo, y como no dijiste nada, pensando que estabas ya dormido, quise al menos tocar tu sexo precioso con la mano. Puse la palma sobre el miembro en reposo y sentí su forma. Pero el calor que irradiabas era tan suave, tan sensual, que no pude quitar la mano rápidamente. Me quedé allí, como ya sabes, y entonces supe que estabas despierto porque al contacto se levantó debajo de la tela un volcán en erupción.

Cuando quise quitar la mano ya la tuya estaba sobre la mía, tus dedos guiaban a los míos por debajo de la tela de algodón blanco y deslumbrante, y la siguiente sensación que llegó hasta mi cerebro fue la del vello increíblemente sedoso que rodeaba tu macizo montañoso. Se enredaba en mis dedos y mandaba sensaciones a todas mis células, mezclándose con las explosiones que ya tenía mi corazón. Los dos a esta hora sabíamos que la suerte estaba echada, y que no habría vuelta para atrás en el minutero.

Me acomodé en la cama, a tu lado, aspirando el olor que emanabas, olor de macho viril, invitación a no dormir, a tocarte hasta el amanecer si era posible. Toqué tu pecho desnudo y tus tetillas erguidas, y seguí con la mano temblorosa la delgada línea de vellos púbicos que bajaban desde tu ombligo hasta tus ingles, circundando tu sexo, a esta hora proyectado hacia delante como un poderoso ariete. Sentí tu cuerpo contagiarse de mi propio cuerpo tembloroso, vibrantes los dos, al unísono, como si se hubieran coordinado con algún mecanismo. Ya para entonces el calor que emanaba de tu polla era fuego puro.

Y resbalando por tu amplio tórax bajé hasta que mi rostro estuvo a la altura de tus ingles, hasta que el calor que irradiabas en esa zona quemara mis mejillas, hasta que tu sexo estuvo al alcance de mis labios. Sentí tus primeros flujos seminales, el sabor de tu glande redondo y enorme, dulcificado por mi saliva, y toqué apenas el ojete con la punta de mi lengua. Pero eso bastó para que te retorcieras de placer y emitieras un agghhh tan prolongado, acompañando la tensión de tu cuerpo, firme y ardiente.

¿Recuerdas?

Yo fui en todo momento el de la iniciativa, no tú, sino yo, el que tocó tu sexo y probó después a montarse en ese mástil erguido, en esa verga majestuosa tuya. No creí que pudiera caber. Después de todo, no era tanta la experiencia que yo tenía, pues te acordarás que te conté que era prácticamente virgen, a excepción de aquella vez que, siendo un adolescente todavía, me dejé llevar por las ganas de un chico del pueblo. No me hizo mucho daño, es cierto, porque éramos los dos prácticamente unos niños. Pero esta cosa tuya era enorme, larga y gruesa, tanto que apenas podía cerrar la mano sobre el tronco endurecido. Y temía que fueras a causarme mucho daño.

Tomé el frasco de crema que me diste, y la apliqué generosamente en tu tallo y en la corona maciza. La dirigí hacia mi culo y me dejé ir, con todo el cuerpo. Mi esfinter cedió a la primera y entró tu glande y otro poco. Yo estaba sorprendido. La crema había lubricado muy bien mi orificio, y tal vez el deseo había hecho otro tanto, el caso es que un segundo después ya estaba enchufado. Me estremecí de placer y dolor al mismo tiempo, sintiendo como ese intruso iba abriendo mis carnes. Y eso que aún no había entrado todo. Empecé a juguetear con esa cosa dentro, sin atreverme a bajar todo lo que pudiera. Me daba miedo, sabes. Pero tú arremetiste contra mí, jalándome de las caderas, y entonces sí sentí que entrabas hasta el fondo de mí. Tus vellos púbicos y tus bolas acariciaron mis glúteos, y me imaginé que tu glande había empujado mi corazón, porque la emoción subió hasta un punto límite. Quien lo hubiera creído una hora antes, yo empalado hasta el fondo en tu verga morena, saboreando un éxtasis indescriptible. Los dos estábamos con la boca abierta, y yo aguantaba las ganas de gritar, y apenas lanzaba un murmullo inaudible para quejarme de la embestida que yo mismo había buscado. Los dos tratando de hacer el menor ruido posible porque en el cuarto contiguo dormían otras gentes. Y subí y bajé en ese tobogán de placer, alrededor de ese eje firme, hinchado por la presión sanguínea que empujaba tu corazón, y estrujado por mi anillo de carne, que palpitaba con cada movimiento.

Pero no te bastó. Embravecido ya, tomaste mi cintura y me desmontaste. Con movimientos fuertes, de macho dominador, me acostaste boca abajo, colocando una almohada debajo. Mi culo quedó respingando, recibiendo una corriente de aire que venía de algún lado a refrescar mi ardiente trasero todavía palpitante. Te acomodaste detrás de mí y te volviste a clavar, empujando de nuevo todo tu ser contra mi diminuto orificio anal. Esta vez sentí que habías llegado demasiado lejos, tanto que respingué de dolor. Recuerdo que me pediste silencio con una voz apenas audible: Shhhh... calma, deja que lo acomode bien. Hiciste una pausa, pero bien pronto volviste a las andadas, y al moverte dentro de mi culo hacia delante y hacia atrás sentía que en algún momento me faltaba el aire. Algo dentro de mí se movía y me provocaba una sensación increíble, el placer me ahogaba,

El corazón galopaba frenético, la temperatura me estaba consumiendo.

Empezaste a jadear y tu ritmo se rompió. Pero antes de finalizar lanzaste tus más fuertes estocadas y tus ingles chocaron con mis glúteos emulando el sonido de un látigo. En el momento final te quedaste quieto, con el aliento contenido, y todo tu cuerpo estalló en pocos segundos. Tus manos aferraron mis caderas, en un intento de prolongar más el contacto, de hacerlo más íntimo, más profundo. Y yo sentí el reverberar de las corrientes internas de tu falo que iban a desembocar en mis adentros como un río subterráneo encuentra una oquedad y lanza una cascada. No fue una, sino varias veces. Qué curioso sensación.

Te saliste de mí y te acostaste a un lado, con el pecho subiendo y bajando aceleradamente, tu boca tomando aire, tu cuerpo todo rezumando sudor, y un aire dulzón, un aroma de sexo flotando en el ambiente. Pero yo no había terminado aún, y me empecé a pajear. Tu mano vino hacia mí, frotándome el pecho, el cuello, la cara. Mi leche preciosa se derramó copiosamente sobre mi vientre. Parecía una fuente inagotable. Nunca antes había creído posible que saliera tanto jugo de mí, pero así fue.

Y apenas era la primera vez contigo.

Porque hubo más. Cuatro para ser exactos. Incluyendo aquella vez en que te compartí con tu amigo, aquel rubio al que le contaste de mí y que nos invitó a su casa, tan sólo para tener esa noche una relación memorable. Pero no quiero ahondar en detalles de esa trío. El rubio era encantador y estaba casi tan dotado como tú, pero recuerdo que después, picado el amor propio, me cogiste violentamente mientras me preguntabas cuál de los dos me había gustado más. Indudablemente que tú, y esa noche te lo dije mientras tu verga en mi culo casi me hacía desfallecer, y por poco me dejas sin pelo por la violencia con que tomabas mi cabello. Ya lo sabes ahora que por eso apuré las cosas para irme.

Pero lo que te dije aquella noche fue enteramente cierto. Tu fuiste para mí algo y alguien muy especial, que abrió mi corazón –y mi culo- a nuevas y más profundas experiencias. Espero que, en algún lugar, te acuerdes de mí, y si es así, espero que sea un recuerdo alegre. Si algún día quieres volver a estar conmigo, mi dirección de antaño sigue siendo válida. Escríbeme.