Carolina y su familia (Parte número 3).
Continuo publicando esta nueva historia, más breve de lo habitual, que espero sea del agrado de mis lectores. Prometo publicarla entera después de terminar de hacerlo en partes para todos aquellos que quieran conservarla íntegra.
Además de levantarme de la cama tanto por la mañana como por la tarde, desde el día en que me quitaron la sonda nasogástrica que me habían introducido por la nariz al operarme y aunque tenía que llevarme el gotero conmigo, me permitieron salir de la habitación para que pudiera pasear por los pasillos de la planta. Carolina y Paloma, además de animarme a andar, me acompañaban en tales paseos durante las visitas que realizaban a Pablo al que dejaban en compañía de Susana y Verónica. Paloma me comentó el primer día que, de aquella forma, las dos jóvenes podían manosear los atributos sexuales a su vecino antes de que una de ellas le pajeara o chupara el “nabo” y la otra le forzara analmente con sus dedos con intención de sacarle el polvo matinal diario o el de la tarde como ella y sus hijas venían haciendo desde hacía bastante tiempo.
El que Paloma hubiera sido tan franca conmigo me animó a indicarla que, después de mi operación, había tenido ocasión de comprobar que mi “lámpara mágica” se me levantaba y se me ponía sumamente “pina” al ver los provocativos y sensuales vestidos que tanto ella como sus hijas solían llevar puestos pero que me preocupaba el saber si podía continuar echando leche como antes de la intervención quirúrgica. Paloma me contestó que podía salir de dudas con facilidad encerrándome en el cuarto de baño de la habitación y meneándome el pene con la mano pero la contesté que, tras haberlo hecho con demasiada frecuencia durante mi adolescencia, ahora no estaba habituado a darme satisfacción de aquella manera y que me agradaría que fuera ella o Carolina las que me pajearan para poder comprobarlo.
Madre e hija se miraron y se sonrieron antes de hacer que me encaminara hacía el cuarto de baño que, para los visitantes, existía en la planta en donde entré con ellas. Carolina y Paloma se apresuraron a abrirme y atarme la bata a la cintura antes de hacer descender hasta los tobillos el pantalón de mi pijama y el calzoncillo. Me hicieron permanecer sumamente abierto de piernas y mientras Paloma me magreaba la picha para levantármela más, Carolina me perforó sin el menor miramiento el ojete con dos de sus dedos previamente ensalivados lo que ocasionó que la “herramienta” comenzara a lucir inmensa con el capullo abierto. En cuanto la hija procedió a realizarme unos enérgicos hurgamientos anales de tipo circular al mismo tiempo que me manoseaba los huevos, Paloma empezó a “darle a la zambomba” estimulándome con movimientos lentos que, enseguida, fueron adquiriendo más rapidez con lo que la pilila lució espléndida mientras evidenciaba su plena disposición a dar una buena ración de “salsa”.
Como llevaba varios días sin echar un polvo y mientras escuchaba las alabanzas y los parabienes de aquellas dos cerdas, impresionadas por las excepcionales dimensiones que mi pirula estaba adquiriendo, eyaculé con rapidez echando una ingente cantidad de leche que, además de en el corto y escotado vestido de Paloma a la que no la dio tiempo a apartarse, se depositó en los azulejos de la pared, en la puerta y en el suelo del cuarto de baño. Al acabar de ver como mi majestuosa “pistola” daba chorros y más chorros de concentrada y espesa leche y mientras se limpiaba el vestido, Paloma indicó a su hija que tenían que conseguir disfrutar de aquella portentosa “lámpara mágica” en exclusiva por lo que, desde ese día, me pajearon a diario y en ocasiones tanto por la mañana como por la tarde y tras descubrir que, convenientemente estimulado, era capaz de dar más de una lechada en la misma sesión y que disponía de un buen poder de recuperación, me hicieron prometerlas que, cuándo saliera del hospital, me iba a ocupar de “aliviarlas los calentones” y de joderlas con regularidad.
Para llevar a cabo sus propósitos, aprovechando que vivía solo y una vez que consiguió obtener mi compromiso formal de zumbármelas, antes de que me dieran el alta Paloma se empeñó en que fuera a vivir con ellas con el propósito de que pudieran cuidarme debidamente hasta que me recuperara. Su oferta resultaba tentadora y la supieron presentar tan bien que hasta mis padres estuvieron de acuerdo.
Además de tratarme a cuerpo de rey, las cuatro hembras permanecían en casa “ligeritas de ropa” y dispuestas a estimularme para que mi “pito” se mantuviera bien tieso con intención de que Carolina, que me tenía de lo más encandilado por lo que fue la primera a la que me “pasé por la piedra”, me pudiera efectuar unas intensas cabalgadas vaginales para sacarme una y otra vez la leche mientras Paloma y su hija Susana se prodigaban en el “chupa-chupa” al mismo tiempo que me forzaban analmente con dos de sus dedos y Verónica se recreaba “dándole a la zambomba” para poder observar cómo se me iba levantando el “plátano”, cómo me llegaba a lucir inmenso y como me brotaba la leche. Como entre las cuatro me obligaron a llevar una vida sexual muy activa consiguieron agudizar mi poder de recuperación de manera que, tras un periodo de inactividad de hora y media a dos horas en los que me incitaban a mamarlas las tetas, a comerlas la raja vaginal y el culo y a realizarlas todo tipo de cochinadas, estaba en condiciones de rendir, de nuevo, con garantías.
A medida que fui mejorando y mientras me volvía a encontrar en disposición a reintegrarme a mi vida normal, comencé a salir a la calle acompañado por Paloma o por una de sus hijas. La ardiente y viciosa madre me solía llevar al almacén de su comercio en donde, con un montón de exuberantes, provocativas y sugerentes prendas íntimas femeninas a la vista y con el morbo añadido que me daba el que su bella y joven empleada nos sorprendiera en “plena faena” cada vez que entraba en el almacén, se recreaba en pajearme mientras a sus hijas las agradaba poder hacer lo propio en lugares públicos como bancos situados en parques poco concurridos, cabinas telefónicas, cajeros automáticos, cuartos de baño, márgenes del río y sobre todo, en los ascensores de su domicilio en los que, como en los demás sitios, cuándo me brotaba la leche me permitían echarla libremente para que impregnara con mi “salsa” y en su caso con mi orina, las paredes y el suelo del oportuno aparato elevador.
Eso y el que determinadas vecinas me sorprendieran con el pantalón y el calzoncillo a la altura de las rodillas mientras Carolina, Susana o Verónica me “sacaban brillo a la lámpara mágica” originó que empezaran a exigir a Paloma y a sus hijas que limpiaran lo que se ensuciaba, a lo que Paloma se negó alegando que para mantener limpios los elementos comunes se estaba pagando a una empresa de limpieza y que las se quejaban lo hacían por envidia ya que las gustaría estar en su pellejo para poder disfrutar de aquellas situaciones y que tenía la certeza de que más de una estaba pendiente de cuándo usaban sus hijas los ascensores con intención de pajearme para, una vez que salíamos de él, poder recoger mi leche y darse la satisfacción de ingerirla a través de su lengua por vía oral o de introducírsela con sus dedos vaginalmente. La actitud que decidió adoptar Paloma con las vecinas, a las que solía llamar pedorras insatisfechas, ocasionó que no dejaran de recriminarla su forma de actuar y la de sus hijas y que, para contrarrestar el genio y figura de la madre, decidieran sacar a la luz la relación que, con la disculpa de darle masajes para mejorar su circulación sanguínea, llevaban años manteniendo con Pablo además de desarrollar conmigo una relación sexual de lo más atípica y pecaminosa.
C o n t i n u a r á