Carolina y su familia (Parte número 2).

Continuo publicando esta nueva historia, más breve de lo habitual, que espero sea del agrado de mis lectores. Prometo publicarla entera después de terminar de hacerlo en partes para todos aquellos que quieran conservarla íntegra.

Una vez que se descubrió todo el pastel las dos jóvenes, furiosas, esperaron al lunes siguiente para montarme un “numerito de órdago” en la facultad sin que me sirvieran de nada los propósitos de enmienda ni el proponerlas iniciar una relación estable ya que no entraba en los planes de ninguna de las dos el compartirme hasta que, tras hartarse de insultarme y de ponerme en evidencia, me dijeron que no se me ocurriera dirigirlas la palabra durante el resto de mi vida.

Cuándo esto sucedió llevaba una temporada bastante mala con el estómago que empeoró a cuenta del disgusto lo que originó que, después de pasarme varios días sin tomar otra cosa que no fuera líquidos, una noche sufriera una peritonitis y me pusiera tan mal que tuvieron que trasladarme en ambulancia a un hospital en el que, al ingresar, me realizaron varias pruebas para confirmar mis dolencias antes de operarme de urgencia.

Después de superar el periodo post operatorio me subieron a una habitación en planta que tuve que compartir con Pablo, un educado cincuentón de agradable trato y escaso pelo, que tenía serios problemas con la circulación de la sangre en sus piernas lo que le ocasionaba muchos problemas al andar. Llevaba más de una semana internado y no dejaba de quejarse de que los médicos no conseguían dar con las causas de ello y que, a cuenta de la medicación, sufría unos procesos diarreicos de consideración. Desde allí llamé a Irene y a Sonia para informarlas de lo que me había sucedido. Atendieron, aunque con evidente mala gana, mi llamada e Irene se dignó a visitarme el sábado siguiente para interesarse por mi estado además de para informarme que Sonia pensaba denunciarme ya que varias amistades suyas habían descubierto sus sugerentes fotografías publicadas en varias páginas guarras de Internet, en donde habían sido vistas por miles de personas y aunque no había tenido nada que ver en ello y al final descubrió que el culpable había sido Alejandro, el novio de su hermana, estaba convencida de que se trataba de una jugarreta para tratar de hundirla después de que hubiera decidido, al igual que Irene, olvidarse de mí a cuenta del irresponsable comportamiento que, durante años, tuve con ella. Irene, al menos, llegó a reconocer que tenía mucho mérito que durante tanto tiempo hubiera podido mantener en secreto que estaba retozando con las dos jóvenes sin que la otra se llegara a enterar. Sonia, al final, no me denunció pero desde aquel día no volví a saber nada de ellas puesto que decidieron trasladar su matrícula a otra facultad y dejaron de alojarse en la residencia de estudiantes para irse a vivir juntas a una casa alquilada.

Sin Irene y Sonia y con mis progenitores residiendo en otra capital y con la obligación de atender sus ocupaciones laborales por lo que sólo me podían visitar los fines de semana, veía mi futuro sentimental muy negro pero esa intervención quirúrgica me iba a cambiar por completo la vida desde que se convirtió en mi principal entretenimiento el esperar la llegada de Paloma, una seductora fémina casi cuarentona de poblado cabello rubio, buen ver y de lo más potable, acompañada por sus hijas, Carolina, Susana y Verónica, a cual de ellas más espigada, sensual y sugerente, que visitaban a Pablo dos veces todos los días para poder recrearme visualmente observando los provocativos vestidos que tanto la madre como las hijas lucían lo que me llevó a pensar que fueran unas golfas.

Pablo, mi compañero de habitación, no tardó en confirmar mis sospechas aunque, al principio, sólo me explicó que eran vecinas suyas y que, al encontrarse viudo y no tener hijos, siempre se habían llevado bien y que, como solían estar pendientes de él, había terminado por considerarlas parte de su familia. Pero ese mismo día, por la noche, me contó la historia de Paloma que bebió más de lo debido en la fiesta de celebración del cumpleaños de una de sus amigas lo que algunos de los invitados masculinos aprovecharon para “pasársela por la piedra”. La joven estaba tan “entonada” que, aunque se dio cuenta de que la estaban jodiendo repetidamente, no llegó a enterarse de que chicos se la habían tirado por lo que cuando descubrió que, con dieciséis años, la habían dejado preñada no pudo responsabilizar de ello a ninguno de los varones con los que había compartido aquella celebración. Sus padres, que eran muy éticos y moralistas, se negaron a dejarla abortar y la obligaron a hacerse cargo de las consecuencias de sus actos y de su mala cabeza. Paloma, bastante deprimida, continuó bebiendo más de la cuenta y tomando parte activa en las orgías sexuales que organizaban sus amigas con intención de ver lo fácil que resultaba que, en cuanto estaba “pedo”, los hombres que se encontraban alrededor de ella la despojaran de la braga y la hicieran abrirse de piernas para poder trajinársela a conciencia uno tras otro haciéndola descubrir que era más fértil que las gallinas por lo que al cumplir los veinte años había parido a sus tres hijas sin tener ninguna certeza sobre quién era el padre de ninguna de ellas.

Meses después de dar a luz a Verónica, la última de sus hijas, Paloma decidió hacerse la ligadura de trompas para poder seguir llevando una vida sexual activa sin que la volvieran a fecundar y consiguió moderarse bastante en el consumo de bebidas alcohólicas pero sus progenitores, hartos de tener que ocuparse de criar a sus nietas, al verla convertida en una “cabra loca” y que era “ligerita de cascos” decidieron librarse de ella después de adquirir y amueblarla un confortable y céntrico piso para que pudiera vivir en él con sus hijas y de hacerse con el traspaso de un comercio de lencería, que su propietaria traspasaba por jubilación, para que pudiera subsistir lo que la llevó a convertirse, en poco tiempo y al igual que sus hijas, en precursora en el uso de tanguitas sexy. A pesar de los bríos y del interés inicial de Paloma por el negocio y viendo que era rentable, no tardó en contratar a una joven estudiante para que, de lunes a jueves a media jornada y los viernes y los sábados a jornada completa, atendiera el comercio con intención de disponer de más tiempo libre para poder retozar con sus conquistas masculinas y casi siempre en el almacén o en el cuarto de baño del local en el que estaba ubicado su negocio mientras, al otro lado de la pared, la empleada atendía a las clientes.

Sabiendo que Paloma era adicta al sexo, Pablo la ofreció trescientos Euros mensuales para que, en ropa interior y durante media hora dos veces al día, se convirtiera en su masajista antes de hacerle culminar con el llamado “final feliz” que consistía en “cascarle” lentamente el cipote hasta que le sacaba la leche al mismo tiempo que le realizaba todo tipo de estímulos prostáticos hurgándole con sus dedos en el ojete. Paloma aceptó y durante más de un año se ocupó personalmente de complacer a Pablo hasta que llegó un momento en que decidió estimularle al mediodía con la ayuda de Carolina, su hija mayor, para que, al terminar con los masajes, una de ellas se encargara de menearle la minga mientras la otra le forzaba analmente con intención de provocarle unas descargas más largas y masivas y que sus otras dos hijas, Susana y Verónica, le hicieran lo propio a última hora de la tarde al regresar de la academia a la que acudían.

C o n t i n u a r á