Carol

Recuerdo la primera vez que te vi entrar en mi consulta, Carol. Tenías 19 años, la enfermera pronunció tu nombre por el micrófono, entraste unos segundos después. Estabas la última de la lista que la fría burocracia de la clínica me había asignado para ese día. Estaba cansada. Apenas me fijé en el momento en el que irrumpiste en mi vida.

Carol.

Recuerdo la primera vez que te vi entrar en mi consulta, Carol. Tenías 19 años, la enfermera pronunció tu nombre por el micrófono, entraste unos segundos después. Estabas la última de la lista que la fría burocracia de la clínica me había asignado para ese día. Estaba cansada. Apenas me fijé en el momento en el que irrumpiste en mi vida.

Me empezaste a exponer tu problema, y reaccioné. Tu voz era tímida, tú eras tímida, y salía de una cara fresca, levemente ruborizada, con pelo rizado y negro, y unos ojos inquietos y marrones. Fijé mi vista clínica en ti.

_ Pues verá doctora, desde hace unos días noto unas molestias en... en mi vagina.

_ ¿Molestias?

_ Sí, es como... como un picor, que siento desde hace cuatro días. No le di importancia, pero no desaparece.

_ Bien, túmbese en la camilla, y súbase el vestido.

No sé si no me oíste bien, pero en vez de subirte el sencillo vestido de algodón hasta las caderas te lo quitaste completamente, con un rápido movimiento de brazos y un leve golpe de cadera. Las formas de tu juventud aparecieron de repente, con mi guardia bajada, formas rotundas, redondas, gráciles, níveas a pesar de ser verano.

Me debí de quedar embobada unos instantes, hasta que me fijé en tus ojos interrogantes.

_ Bien, veamos – dije, atropelladamente.

Me puse los guantes de plástico, y empecé a palparte tu vulva, buscando cualquier cosa anormal. El contacto con los carnosos labios de tu sexo empezó a turbar mi escudo profesional. No vi nada anormal, así que introduje dos dedos en tu abertura, separando delicadamente sus paredes, intentando recordar lo que me habían enseñado en la facultad, cosa que por primera vez en mi vida me costaba. No encontré nada, fuera de una desazón que empecé a sentir en mi cuerpo.

Al acabar el examen, me dirigí con paso vacilante hacia la silla, con el sexo húmedo.

_ Probablemente se trate de una infección leve, toma esto y vuelve si al acabar la caja sigues sintiendo molestias.

Aquella tarde llegué a mi apartamento muy confundida. Vivía sola desde mi último fracaso amoroso, un estúpido colega que, como todas mis parejas, estaba mucho más preocupado por oír el sonido de su voz que por mí. ¿Qué me estaba pasando? Nunca me había sentido atraída por otra mujer, y ya tenía 30 años. Aquella noche me masturbé con desesperación, con la imaginación fijada en ti, a mi pesar, en tus firmes piernas, en tus pechos rotundos, en tu sexo suave.

Durante los días siguientes, procuré apartarte de mi mente. Inútil. Me sentí terriblemente culpable por todos mis pensamientos, pero el corazón me dio un vuelco la mañana en la que volví a ver tu nombre en la lista de consultas. Estuve de mal humor todo el día, hasta que llegó tu turno. Apenas entraste, le ordené secamente a la enfermera que fuera a buscar cualquier cosa al dispensario. Cuando nos quedamos a solas, permanecí enfrente a ti, sin decir una palabra, con mis latidos martilleándome la cabeza.

_ Mis molestias no han desaparecido, doctora.

_ Desnúdate y túmbate. – Empleé la voz más firme que pude.

Mirabas al techo, y aquella vez decidí no emplear los guantes. Metí el dedo directamente dentro de ti, y lo moví en pequeños círculos, notando cómo tu sexo, y el mío, se iba humedeciendo poco a poco. Separaste más las piernas, fui aumentando el ritmo de mi dedo. Vi tu cara cada vez más congestionada, de tu garganta salían leves gemidos ahogados, pero no decías nada. Tu orgasmo llegó, endureciendo tus músculos y crispando tus manos. Saqué mi dedo, empapado, justo cuando entraba la enfermera. Evitabas mirarme, pero tu cara blanca, con coloretes en las mejillas, reflejaba placer.

Cuando te di la nueva receta, te pasé una tarjeta rápidamente, diciéndote que salía en una hora. Durante ese lapso de tiempo procuré no pensar en nada, atendí al resto de los pacientes mecánicamente. Allí estabas al fin, enfrente de la clínica, con tu ligero vestido de verano, tus sandalias de esparto, y tu aire todavía de colegiala. Por primera vez, clavaste tus ojos en mí, acusadores, anhelantes, deseosos.

_ Vamos a tomar un café aquí al lado, si quieres.

_ Vale.

Allí me contaste tu vida. Habías empezado derecho, porque no sabías que hacer. Acababas de salir de una relación tormentosa con tu novio del instituto, y la vida te estaba empezando a golpear de verdad. En tu adolescencia habías experimentado los típicos sentimientos confundidos hacia algunas de tus compañeras, pero nunca habías estado con otra mujer. Deslicé mi mano sobre la tuya, te invité a ir a mi casa.

_ Sí,... vamos.

Ni una palabra en el coche, ni una palabra en el ascensor, en cuanto cerré la puerta de mi casa detrás de nosotras te pusiste a llorar. Te abracé, asustada y enternecida. Casi en volandas, te llevé al sofá. Mis brazos te rodearon durante una eternidad, mientras tú dejabas de sollozar. Te empecé a besar, en la frente, en las mejillas, te dejabas querer.

_ Carol, eres un amor.

Al decir esto, te apartaste un poco, mis brazos cayeron, esperé mientras tu mirada cada vez más firme se dirigía a mí.

_ Te quiero. – Me dijiste, con entusiasmo juvenil.

Nos dirigimos al dormitorio comiéndonos a besos, te tiré sobre la cama. Tu pasividad me excitó. Me puse encima de ti, y te desnudé con impaciencia, antes de que mis ropas también desaparecieran. Al quitarte con delicadeza, pero firmemente, tus braguitas blancas, tu cuerpo desnudo terminó de enloquecerme. Me arrojé sobre tus pechos, besándolos y lamiéndolos glotonamente, para después ir bajando hacia tu vientre, liso y sensual. Alcancé tu sexo, y empecé a devorarlo. Mi lengua pasó por los alrededores de tu caverna, antes de introducirla en tus humedades, donde saboreé tus jugos abundantes. Gemías fuertemente, y al fin tu espalda se arqueó en los espasmos del primer orgasmo de la tarde.

_ Eres muy impaciente, amor.

_ Lo siento. – Balbuceaste.

_ Ahora te toca a ti, Carol, cielo.

Me tumbé, y sentí tu cuerpo acomodándose encima de mí, besándome tiernamente. Te dirigiste rápidamente hacia mi parte más íntima.

_ Así, cielo, lámeme el coño, venga.

Cuando estaba a punto de correrme, te aparté con suavidad. No era el momento todavía, tenía que enseñarte a aguantar la situación.

  • Méteme el dedo, - susurré - ¿Sabes cómo?

Me hiciste reir con tus movimientos torpes, primerizos. Pero no tardé en irme, inundando tu mano con mis líquidos.

Dejamos que anocheciera, acariciándonos sobre la cama, en medio del calor del verano y de nuestros dos humanidades, hablando de cualquier cosa.

Hace años que todo esto pasó. Espero que nunca lo olvides.