Carol (1)
Hay mujeres que a uno le vuelven loco. Mujeres que se convierten en obsesión. Y también hay veces en las que las fantasías se convierten en realidad en los labios y en los cuerpos de más de una mujer. Así es Carol. Así es Mónica.
Conocí a Carol hará un año y medio, recuerdo la fecha porque por aquél caluroso verano en el que descubrí sus curvas acababa de romper con mi chica. Tras un par de años juntos, decidimos seguir cada uno por nuestro camino por circunstancias que no vienen al caso, lo que me sumió en una etapa bastante dura en la que me centré en el trabajo y en salir con los amigos para hacerlo más llevadero. Tras un mes, los fines de semana resultaron más productivos y encontré otros labios furtivos en los que refugiarme en la parte más oscura de alguna discoteca. Rollos nada más que me hicieron olvidar los malos tiempos y que presagiaban un horizonte de posibilidades, abierto a conocer alguna noche a alguna chica que consiguiera llevarme a la cama. Y justo con un nuevo fin de semana a la vuelta de la esquina, apareció en mi vida Carol. Fue un viernes, el día en el que el director del departamento en el que trabajaba nos presentó a todos al nuevo fichaje. Sin desmerecer al resto de mujeres que tr
a
bajaba
n
, nada más verla en el marco de la puerta me dio un vuelco en el corazón. No iba a competir en belleza con Rosa, la mujer fatal del equipo, una belleza con la que no me hubiese importado echar el que creía iba a ser el polvo de mi vida, incluso durante el tiempo en el que fui un hombre comprometido. Pero Carol tenía algo. Nada más verla me dije sin querer para mis adentros que ese cuerpo tendría que ser mío, o el mío suyo. Era morena, con el pelo corto, muy corto, y todo en ella apuntaba hacia una feminidad contundente, era una mujer de curvas sinuosas, de generosísimos pechos que modelaban la suavidad con la que el jersey que llevaba aquella mañana ceñía su cuerpo. En cuanto tuve ocasión me dediqué a deleitarme la vista con cada rincón que se intuía de su cuerpo debajo del jersey y los vaqueros que llevaba. Sus perfectas caderas enmarcaban un culo que se me antojó el paraíso. Un culo que para mi suerte fue a sentarse a mi lado, algo que he de agradecer a los cielos, ya que al segundo día de trabajar juntos, tuve constancia de sus preferencias en lo que a ropa interior se refiere. Más de una vez (y de dos, y de tres), pude verla de espaldas, sentada en su silla, y cuando bajaba la mirada para perderme en la suntuosidad de su culo, pude ver que una finísima tira de tela bordeaba sus caderas y se hundía entre sus nalgas, que desaparecían al cabo de unos centímetros en los vaqueros que suele llevar, aquello era el tanga más diminuto que han visto estos ojos.
Al cabo de unas semanas Carol ya se había integrado a la perfección con sus compañeros, ya tenía ganada nuestra confianza y nosotros la suya, y cada mañana me perdía recorriendo con la imaginación cada pliegue de su piel. Reconozco, no sin pudor, que muchas de aquellas mañanas, totalmente empalmado, aprovechaba el descanso encerrado en el cuarto de baño del trabajo masturbándome con la imagen de su culito aún reciente en la memoria. No es que jamás me hubiera masturbado pensando en alguna de las compañeras del trabajo, pero aquello eran urgencias y lo demás tonterías. Me estaba obsesionando.
Con motivo del cumpleaños de Alberto, un compañero, organizamos salir de copas toda la gente del trabajo, 15 personas en total, repartidas entre 8 chicas y 7 chicos, y durante la semana en la que estuvimos hablando de la quedada, no dejaba de imaginarme a Carol con un puntito de alcohol en el cuerpo dejándose seducir. Pero mis planes se fueron al traste, ya que se disculpó diciendo que no podía ir porque también ese fin de semana era el cumpleaños de su novio. No dejaba de resultar extraño que a esas alturas, ninguno supiésemos que ella tuviese novio, no lo había comentado, y ya me imaginaba a Carlos, nombre del cabronazo que tenía por novio, follándosela todo el largo fin de semana en el que habían alquilado una casa rural para ellos dos solos. Así que llegó la noche de marras, y con Carol de regalo para su novio a unos cuantos cientos de kilómetros de distancia, quedamos los del curro para salir de copas. La situación se hizo crítica cuando llegué con 20 minutos de retraso al lugar en el que habíamos quedado. Ni una chica; todas se habían apuntado y aseguraban durante la semana que no iban a faltar al cumpleaños de Alberto, pero al final las 8 se habían rajado, cómo me hizo saber el mismo Alberto, que había recibido, uno por uno, mensajes en el móvil de nuestras compañeras alegando las razones más peregrinas para no asistir al evento.
Nos pasamos un par de horas de bar en bar y de copa en copa hasta que a las 3 de la madrugada comenzaron a cerrar los garitos de la zona en la que estábamos, así que nos propusimos entrar en alguna de las discotecas que no echaban el cierre hasta pasadas las 6 de la mañana. Pero como aún siendo un grupo de tíos tampoco es que haya unanimidad, cuatro de nuestros compañeros decidieron recogerse. Y nos quedamos 3, Alberto, Juanjo y yo, que éramos los que mejor nos llevábamos, pagamos los 8 euros que costaba la entrada más consumición en una de las discotecas con la esperanza de encontrar con quien compartir algo más que ronquidos durante lo que quedaba de noche. Entre lo achispado que estaba y la suposición de que en esos mismos instantes Carol estaría practicando con su novio todo tipo de posturitas, hizo que le prestase más atención a las representantes del sexo débil concurridas en la discoteca.
Me las follaba a todas -dijo Juanjo una vez nos apalancamos en una de las barras.
Joder, mira a aquél grupito de tres -les dije yo señalando un rincón en el que bailaban tres chicas. Una de ellas rubia, con el pelo liso y largo, con unas tetas enormes y embutida en unos vaqueros blancos que le transparentaban el tanga. Otra era morena, con el pelo que le caía liso sobre los hombros, bajo los que despuntaban dos tetitas como de adolescente, las que parecen estar en fase de desarrollo y que apuntan hacia arriba. Su culito, embutido en una pequeña minifalda, se frotaba en el baile con el de la tercera en discordia e indiscutible reina de la manada. Era también morena, y no bailaba pese a los empujones que con el culo le propinaba una de las amigas. Escudriñaba la pista con la mirada mientras sorbía con una pajita el contenido de un cubata. Llevaba puesta una camiseta con un escote que mostraba lo justo de sus generosos pechos, y como su amiga, una minifalda aún más corta de la que crecían hacia abajo dos esculturales piernas.
Estaría cojonudo que en mi cumpleaños fuesen esas tres las que me soplasen la vela -rió Alberto.
Venga, a ver quién de los tres las entra -apunté.
Normalmente, en esta situación, que se habían repetido en muchísimas ocasiones siempre que salíamos los tres, no nos poníamos de acuerdo, siempre escurríamos el bulto y así nos pasaba, que había noches en los que ni siquiera terminábamos intentando acercarnos a grupos de tías como entonces. Pero para mi sorpresa, haciendo gala de resolución y entereza, Juanjo dejó su vaso sobre la barra, se encendió un cigarro, puso cara de duro y nos soltó:
- Alberto, hoy es tu cumpleaños, y por mis cojones que hoy pillas. Y si este y yo también salimos beneficiados, mejor que mejor -y diciendo esto se fue directo hacia ellas.
Preguntándonos que coño les iba a contar, Alberto y yo nos quedamos mirando cómo Juanjo se presentaba, se liaba a hablar con la rubia, que a su vez le presentaba a las otras dos, y al cabo de unos segundos, las tres dirigían sus miradas hacia el lugar en el que nos habíamos quedado los dos siguiendo las indicaciones de nuestra avanzadilla. Siguieron hablando durante un rato y cuando Alberto y yo ya estábamos pensando en otro grupo al que atacar creyendo que aquello era demasiado palique, Juanjo llamó nuestra atención levantando un brazo, invitándonos a acercarnos hacia ellos. Con una de esas caras de póquer con las que uno finge despiste e inocencia, Alberto y yo nos unimos al grupito y Juanjo nos presentó a las tres bellezas. La rubia de las tetazas se llamaba Sofía, la morenita de la minifalda Mónica y la tercera en discordia, a la que costaba no mirarle el escote, Ángela.
- Mira, Javi -me dijo Juanjo-, Mónica es de Alicante, y ya le he dicho que tú vas todos los años en verano.
Era una excusa como podría haber sido otra para emparejarme con Mónica, que se interesó por el lugar exacto en el que veraneaba rodeando a las otras dos para acercarse a mí. Juanjo le seguía comiendo la oreja a la rubia y Alberto escuchaba atentamente las explicaciones sobre a saber qué tema que le comentaba la tal Ángela.
Mónica y yo estuvimos hablando un buen rato sobre las vacaciones, sobre las playas de Alicante y me sorprendió diciendo que solía a ir a una en particular, la Solsida, una cala nudista bastante famosa. No es que tenga nada contra los naturistas, pero la reacción que tuve fue instantánea al reconocer la cala en particular.
- La Solsida es la playa esa de Altea que es nudista, ¿no?
Mónica asintió con una sonrisa, como adivinando que ya me la imaginaba en pelota picada tumbada al sol, con su coñito y sus tetitas apuntando al cielo... La conversación siguió por esos derroteros, sobre el nudismo, el pudor, el cuerpo humano, etc. Pero en cada frase, iba acercándome más a ella y ella prácticamente pegaba su boca a mi oreja para contarme cada cosa, cada vez con la voz más lenta y más sensual. Llegó un momento en el que los dos éramos conscientes de que todo de lo que estábamos hablando eran banalidades en las que encontrar un sentido oculto. Nos separamos de los demás para pedir un par de copas, y decidida, me dijo si quería seguir hablando con ella en uno de los sofás de la discoteca. Asentí y anduve los escasos 10 metros desde los que nos encontrábamos de los sofás sin perder detalle de su culo, que se intuía bajo la tela de la minifalda y que se movía sinuoso, con una cadencia ligeramente exagerada sabedora ella que me estaba poniendo como una moto. A los 20 minutos la tenía encima de mí, sentada con ambas piernas sobre mi paquete me comía la boca, y era correspondida no sin menos pasión. Mónica tenía los instintos a flor de piel como yo y se dejaba hacer. Mis manos disimuladamente para el resto del local iban de su culo a sus dos pechos, que se me antojaron como piedras.
No se durante cuánto tiempo estuvimos besándonos y metiéndonos mano con la precaución suficiente para que no nos echasen a la calle por escándalo público, pues pese a los tiempos que vivimos, más de una vez he visto cómo el gorila del algún lugar como aquél rompía el hechizo de los amantes y les echaba a la puta calle informándoles de los usos que se le podían dar a la habitación de un hotel. Yo me estaba poniendo malísimo, la enorme erección que me causaban los besos y caricias de Mónica se veía acompañada por ligeros movimientos de fricción de su culo contra mí. En un momento dado, Mónica se separó de mí, se levantó y me dijo:
- ¿Me acercas a casa? -respondí asintiendo-. Ahora vuelvo.
En los escasos segundos en los que recogió su bolso y se despidió de sus amigas, no me fijé dónde estaban y por consiguiente, dónde estaban mis amigos y lo que hacían, ya me enteraría al día siguiente, me levanté intentando disimular el trempe que llevaba. Según salíamos por la puerta y de camino al coche, seguimos buscándonos con los labios y di buen
a
cuenta de su trasero magreándolo a placer y comprobando el beneplácito que me concedía ella para comprobar su dureza y su tacto.
¿Dónde vives?- le pregunté nada más entrar en el coche.
En el centro, a 5 minutos andando desde aquí. Pero todavía queda noche y seguro que conoces un sitio tranquilo y oscuro en Madrid en el que aparcar el coche para ver las estrellas- añadió con ironía con una voz entre sensual y descarada. Por respuesta a su proposición, me incliné hacia ella y la besé, y cuando separé de sus pechos mis manos para ponerlas en el volante, arranqué el coche pensando a dónde llevarla.
La casa de campo era el lugar indicado. Es uno de los focos de prostitución de Madrid por más trabas que le ponga su excelentísimo ayuntamiento, y es aprovechado asimismo por parejas que quieren aplacar sus instintos cuando no disponen de nada más que un utilitario para ello. Una vez llegamos a un terreno utilizado como aparcamiento pobremente iluminado, en el que en rincones opuestos, un par de coches hacían gala de la amortiguación, aparqué a distancia. Invité a Mónica a salir para meternos en la parte trasera del coche, echamos hacia adelante los asientos reclinables, la levanté la minifalda hasta que quedó a la vista el tanga que a duras penas tapaba sus intimidades y me la subí encima. Ni nuestros besos ni nuestras manos tenían ahora nada por lo que preocuparse. Comenzó agarrándome la cabeza con las dos manos mientras su lengua buscaba mi campanilla, mientras yo le quitaba el sujetador ansioso por comerme aquellas dos tetas de niña. No tardé nada en dejarla desnuda de cintura para arriba, y comencé a chupar dos pezones durísimos que coronaban unas no menos duras tetitas que no mostraban marca de bikini. Mónica sólo dejaba de jadear para pronunciar palabras apenas inteligibles.
- Sigue, cabrón, no pares -pronunciaba entre otros insultos que no hacían sino ponerme más cachondo. Correspondiendo a tales palabras, dejé que fuesen mis manos las que castigasen, en el buen sentido de la palabra, sus pezones.
El gesto surgió efecto y sus gemidos se volvieron más profundos y graves. Se me bajó de encima, me empujó hacia un rincón, me bajó la cremallera del pantalón, me bajó el calzoncillo y apareció ante ella mi polla completamente empalmada. Sin perder detalle la agarró y comenzó a masturbarme sin prisa y sin dejar de insultarme, mientras rebuscaba con la mano libre en el bolso para sacar un condón. Lo abrió, me lo colocó y como si le fuese la vida en ello se la llevó a la boca. Comenzó a hacerme una mamada de campeonato, en la penumbra su cabeza subía y bajaba sobre mi polla, que estaba a punto de reventar por la dureza que le proporcionaba el calor y el movimiento de su lengua a través del látex. Sin dejar que siguiese comiéndome la polla, me incliné lo que pude hacia ella para poder alcanzar su culo con uno de mis brazos, y empecé a acariciárselo, notando cómo el calor que desprendía su piel se hacía más evidente según mis dedos iba adentrándose entre sus piernas. Como pude, fui tirando del tanga tratando de que cediese, pero Mónica estaba tan mojada que lo tenía prácticamente pegado. Sin interrumpir la labor de meterse y sacarse de la boca el buen trozo de carne que tengo entre las piernas, estiró una de sus manos hacia atrás para quitárselo ella misma. Recostada como estaba, el tanga, empapado en el trozo que le cubría el sexo, le quedó a la altura de los tobillos. Con la mano que tenía más a su alcance, comencé a recorrer el camino que iba de su culito hasta su empapado coño, que recibió las caricias de mis dedos con un pequeño temblor, acompañado por los gemidos que Mónica apenas lograba soltar al tener mi polla en la boca. Estaba en el séptimo cielo, el placer que me daba con la boca era sensacional, y yo le correspondía frotando mi dedo corazón contra su ano y deslizándolo hacia abajo para encontrar su clítoris, bastante más abultado de todos aquellos que conformaban la nada abultada lista de mujeres con las que me había acostado. Sin esperar más, le introduje un dedo en su coñito, labor que facilitaba enormemente los flujos que empapaban su sexo. Empecé a meterlo y a sacarlo con la misma cadencia con la que Mónica me comía la polla. En una de mis acometidas, mis dedos se hundieron dentro de ella todo lo que dieron de sí, momento en el que Mónica gimió mucho más fuerte y se sacó la polla de la boca para mirarme fijamente a los ojos con una mirada que pedía más. Se incorporó lo justo para quitarse la falda y el tanguita, quedándose tan sólo con las medias y las botas. Me ayudó a bajarme del todo los pantalones y los calzoncillos y se subió encima de mí, cogiéndome la polla con una mano para dirigirla con tiento hacia su interior. Con la otra mano, se separaba los abultados labios del coño para hacer mucho más certera la penetración. Recubierta por el condón que aún conservaba restos de saliva, mi polla fue introduciéndose milímetro a milímetro en su cuerpo, hasta que Mónica quedó completamente ensartada. Cuando pensaba que iba a empezar a cabalgarme me sorprendió que se quedase quieta y sus ojos en la penumbra del coche mostraban que la sorpresa me iba a gustar. De pronto noté que tensaba los músculos de la vagina y que al cabo de un instante los volvía a relajar. Volvió a la carga, sin moverse, con los brazos apoyados en la bandeja de la parte trasera del coche, a apretar y a distender el interior de su coñito, y poco a poco fue aumentando el ritmo para ordeñarme literalmente la polla sin tan siquiera sacársela de sus adentros, lo cual me volvía loco. Por temer no aguantar y correrme sin tan siquiera verle botar esas dos preciosas tetitas, fui yo el que, al cabo de unas cuantas exprimidas más, la agarré por la cintura y la icé para que comenzase a cabalgarme, y no se hizo de rogar. Tomando impulso con los brazos bien agarrados a ambos lados de mi cuello, comenzó a botar con las rodillas clavadas en los mullidos asientos del coche, sacándose y volviendo a meterse mi polla. La agarré bien por el culo desnudo, con una mano en cada nalga, ayudándola para que al subir mi polla quedase prácticamente fuera de su interior, para hacer más prolongada y profunda cada penetración. Con la cabeza echada hacia atrás, Mónica jadeaba fuertemente, emitiendo gemidos graves a cada acometida de mi rabo. Cuando calculé que le quedaba poco para que se corriese como una loca, aproveché para separarle cuanto pude las nalgas e introducirle un dedo por el culo, sabiendo que, en el caso de que no le gustase, estaba demasiado concentrada en llegar al orgasmo como para preocuparse de aquello. Pero no sólo le gustó, sino que los gemidos se transformaron en gritos entre los que podía discernir sus palabras:
- Me corroo, cabronazo, me corrooooooooo...
Los botes que daba en ese momento parecían propios de una posesión demoníaca, y aunque en un par de ocasiones se golpeó la cabeza contra el techo del coche, no paraba. A mí no me faltaba mucho, por lo que volví a sujetarla por la cintura para atraerla y separarla de mí, rogando porque no se parase en ese momento. En las últimas embestidas, la dejé caer sobre su propio peso, clavándole la polla hasta el fondo, lo que le arrancó un par de gritos que debieron oírse en toda la Casa de Campo, y a mí un río de esperma que creía no iba a soportar el condón que aún llevaba puesto. Me corrí en su interior, lo que me produjo más placer del esperado, pues debido al orgasmo los músculos de su coñito no dejaban de contraerse en espasmos que terminaron por elevarme al séptimo cielo.
Hasta pasados un par de minutos, los que tardamos los dos en volver a la realidad, a respirar con normalidad y a distender todos los músculos trabajados, Mónica no se bajó de mí. Antes de vestirnos, nos estuvimos besando durante un largo rato, en el que volví a recrearme en sus formas, hasta que pensamos que sería buena idea recomponernos un poco. Sacando un kleenex del bolso, me retiró con cuidado en condón, me limpió bien los restos de esperma de la polla y lo envolvió para tirarlo más tarde. Nos vestimos, pasamos a los asientos delanteros del coche y encendimos un par de cigarros.
Ha estado bien -comentó lanzando una bocanada de humo azul.
Ha estado de puta madre -puntualicé con una sonrisa-. Hacía tiempo que no echaba un polvo así.
Pues práctica no parece que te falte -dijo Mónica sonriendo-, porque es verdad, ha estado de puta madre.
Sus palabras alimentaron mi ego y seguimos hablando durante lo que aguantaron los cigarros encendidos, sobre el pedazo de polvo que nos habíamos pegado. Sin embargo, dentro de lo relajado que me había quedado, una duda me rondaba al no saber la reacción de Mónica sobre la conveniencia de pedirla el teléfono para repetirlo cuanto antes. Durante el trayecto hacia su casa hablamos de todo un poco, aunque predominaban los silencios en los que podía ver por el rabillo del ojo una sonrisa de satisfacción en su cara que reflejaba que efectivamente, la noche había acabado de manera cojonuda y que seguro que no iba a arrepentirse por repetirla.
Estooooo.... Mónica -balbucí cuando paré el coche frente a su portal.
No me irás a pedir el móvil para echar otro polvo como este otra noche, ¿no? -dijo, dejándome helado. Pero antes de que pudiese responder, lo había sacado ya del bolso-. A ver, apunta...
Nos cambiamos los número de teléfono y justo cuando salía del coche, momento en el que pude deleitarme con la visión su culo prieto embutido en la minifalda, y cerró la puerta, se dio la vuelta para decirme a través de la ventanilla:
- Llámame, ¿vale? Como no lo hagas, prepárate, porque como tenga que llamarte yo... te vas a enterar...
La forma en que lo dijo, me hizo plantearme seriamente llamar a la operadora de mi móvil para pedirles que me liquidasen el saldo quedándome solamente con la opción de recibir llamadas. Me tiró un beso con la mano según se metía en el portal y yo metí primera y me fui para casa con una sonrisa que no me cabía en la cara.
Tras un apacible y descansado domingo, con su amanecer a eso de la una de la tarde, su sesteante sobremesa tras la tradicional paella (en mi casa el domingo era el día internacional de la paella desde que tengo uso de razón), y el partido de fútbol del plus, llegó el lunes. Si bien el balance del fin de semana, centrándonos en el sábado, fue de un completo éxito -del que Alberto y Juanjo tuvieron noticia el mismo domingo, vía messenger-, cuando lograba no pensar en el polvazo con Mónica, me venía a la cabeza la imagen de Carol haciéndole todo tipo de cosas a su novio durante aquel fin de semana. Al llegar a la oficina, todo fueron miraditas cómplices y cuchicheos, en fin, se preparaba el terreno para que el sector masculino del trabajo obtuviese los detalles más escabrosos de la noche en la hora del descanso. Como ocurrió que Alberto y Juanjo se tuvieron que conformar -algo era algo, qué coño-, con comerles las boquitas a las tales Sofía y Ángela, ya me veía como admirado y envidiado orador a la hora del café. Las chicas de la oficina también cuchicheaban, si bien sus miradas eran impenetrables, uno no sabía si le miraban con cara de asco -este tío es un salido-, o de admiración -menudo pichabrava-. Tras el descanso, en el que los tíos nos contamos las batallitas del fin de semana en la cafetería que había abajo en el mismo edificio, las tías prefirieron quedarse en el comedor del trabajo, volvimos a la faena. Al cabo de un rato, en el que me dediqué, como hacía a diario, a perderme disimuladamente en las curvas de Carol, ésta se acercó a mí.
Oye, que me han contado que el sábado triunfaste, ¿no?
Bueno, algo hubo -le contesté riendo-. ¿Y tú qué tal en la casa rural esa?
Muy bien, es una pasada. Si quieres te doy la dirección y te llevas allí a tu amiguita -dijo con un guiño-. Se llama Mónica, ¿no?
Joder, veo que las noticias vuelan...
Me tienes que contar lo mismo que le has contado a estos -dijo divertida señalando un rincón en el que estaban Alberto y Juanjo-, que tienes a más de una intrigada.
Pues qué quieres que te cuente -dije encogiéndome de hombros-, conocimos a unas chicas en un sitio y bueno, yo, o sea, Mónica y yo, decidimos recogernos un poco antes...
Buah, eso ya lo sabemos todos, lo que quiero son detalles... dónde la llevaste, lo que le hiciste...
¿Acaso te he preguntado yo lo que le hiciste a tu novio? - le pregunté sonriendo tratando de disimular que, realmente, la respuesta me interesaba bastante.
Bueno, si no lo has preguntado es porque no has querido -respondió sin darle importancia al asunto-. ¿Estarías interesado en saberlo?
Oye, pues ahora que lo dices, sí -contesté tratando de mantener la calma.
Pues te propongo una cosa, tú me cuentas lo que hiciste y yo te cuento lo que hice yo, ¿de acuerdo?
Le dije que de acuerdo, sin apenas creerme que Carol demostrase abiertamente conmigo semejante ejercicio de morbo. Era uno de esos momentos en los que uno no ha de meter la pata hasta el fondo, prudencia ante todo, que pusiese ella el momento de contarnos las intimidades. Aún así, sabiendo por un lado que tenía novio, y por otro que había una tal Mónica que follaba como los ángeles, empecé a preocuparme por la obsesión que me estaba creando con Carol. Tenía que disimular tanto como pudiese, si finalmente hablábamos de cómo nos lo habíamos montado en la cama -o en el coche- ese fin de semana, lo que menos me convenía era dar una imagen de salido que se cortaría un brazo por echarla un polvazo. Al menos eso creía. Como quedaba bien poco para acabar la jornada, apenas una hora, le propuse quedar por la tarde para tomar un café y de paso, poner en común el fin de semana. Fue una sutil forma de comprobar si su propuesta de quid pro quo era real o un farol para tomarme el pelo.
- ¿A las siete en La Mallorquina te viene bien? -me preguntó. Perfecto. Así quedó la cosa y volvimos cada uno a lo suyo como si nada. A las tres, hora de finalizar el trabajo, como siempre, me acerqué a por el coche -aparcado a tomar por culo, gracias a los jodidos parquímetros- junto con Alberto, al que acercaba a su casa porque me pillaba de camino. Durante todo el trayecto tuve que morderme la lengua para no comentarle lo del cafecito vespertino que iba a compartir con Carol.
continuará...