Carnet por puntos

Un sábado por la mañana, el coche, la carretera, una autoestopista adolescente, un policía en moto... y el maldito carnet por puntos. En fin, cosas que nunca crees que te vayan a pasar, pero que pasan.

CARNET POR PUNTOS

Sábado, 10:15 AM, bajo al garaje, subo al coche, arranco, salgo de allí y enfilo hacia la salida de la ciudad. No hay apenas tráfico, lo que me permite salir rápido y tomar la ruta hacia el pueblo. Esa fue la secuencia de aquel día. Hacía casi un mes que no iba por allí, demasiado frío para ir a pasar un fin de semana en una casa vacía, pero me apetecía ir a echar un vistazo a las cosas. Además aprovecharía para volver cargado de garrafas de agua artesiana, peras y manzanas de mis frutales y alguna cosa más. No llevaba nada de equipaje, solo la chaqueta de cuero, el móvil, la cartera y las gafas de sol. Pero una mirada al indicador del nivel de combustible me aconsejó parar en la gasolinera que está justo donde acaba la ciudad. Magnífico, no había nadie, da gusto viajar el sábado por la mañana. Mientras el encargado me llenaba el depósito de diesel aproveché para dar unos pasos y disfrutar del suave sol del mes de febrero.

Estaba pagando cuando una figura un tanto extraña se acercó a mí. Al principio me pareció una niña, luego, una adolescente. Tenía ese horroroso pelo con rastas, tan de moda desde que aquella chica, cuyo nombre no recuerdo, nos representó en no sé que festival. Un brillante piercing atravesaba una de sus cejas, mientras lucía en ambas orejas multitud de aritos. Vestía pantalones anchos, finos, camiseta de colores y una cazadora vaquera llena de pegatinas. Al hombro, una mochila. La verdad es que estaba convencido de que era una especie de mendiga, por lo que ya estaba separando algunas monedas que me había devuelto el de la gasolinera, a fin de satisfacer su inevitable petición y no perder demasiado tiempo. Cuando llegó frente a mí me dijo:

¡Hola!

Hola –respondí alargándole mi mano con algunas monedas.

No, no necesito dinero, gracias –dijo, sonriente.

Vaya, por lo visto acababa de meter la pata. Me quité las gafas de sol y la miré más detenidamente. Tenía pinta estrafalaria, sí, pero no pinta de indigente. Estaba limpia, incluso algo maquillada, y de su cuerpo emanaba un ligero olor a colonia buena. Tenía cara de niña, guapa, pero una ojeada más atenta a su cuerpo me indicó que ya no estaba en edad de jugar con muñecas. Era alta, delgada, con piernas largas. Su piel era bastante blanca y sus ojos entre azules y grises, muy originales. Tenía pecho, no demasiado, pero lo adecuado para su edad. De cuerpo estaba bien, como corresponde a una chica en su adolescencia.

Necesito que me lleves –sonó su voz, sacándome de un ligero embelesamiento.

¿Dónde vas? –quise saber.

A León. Es que hay huelga de trenes, ¿sabes?

Lo dijo con tono dubitativo y carita de mentirosa. Evidentemente no la creí, a ver si aquella niña me tomaba por tonto.

¿Qué edad tienes chica?

Me llamo Yoli. Tengo 20 años –respondió ella, poniéndose interesante.

La sonrisa que se dibujó en mis labios le hizo comprender que no era tan fácil dármela con queso. Demostrando rapidez de reflejos decidió plegar velas:

Vale, tío... Tengo 17. ¿Me llevas?

No voy hasta León. Pero puedo dejarte a unos 40 km. Por cierto ¿tus padres saben que andas subiendo al coche de cualquiera?

¿Tú eres cualquiera? –replicó, colocando las manos en las caderas, en actitud desafiante.

Desde luego la chica tenía su gracia, eso no se podía negar. No tengo por costumbre recoger gente en la carretera, pero aquella mocosa me había caído bien. Además iría acompañado un buen puñado de kilómetros. En resumen que decidí no pedir más explicaciones, señalé hacia la puerta del copiloto y simplemente dije:

Sube.

Gracias –respondió con euforia, dándome un sonoro beso en la mejilla.

Se acomodó con rapidez en su asiento, arrojó hacia atrás (sin mucho cuidado) la mochila y se abrochó el cinturón de seguridad. Un minuto más tarde ya estábamos rodando por la carretera general. De fondo sonaba un CD de música de los 80 que yo había ido elaborando con canciones bajadas de internet. A ella pareció no gustarle demasiado, ya que un kilómetro más adelante dijo:

Uf, menudo muermo de música, ¿no tienes otra cosa?

No, solo tengo este CD. ¿No te gusta?

No, no me gusta nada. Espera, que vas a escuchar algo bueno, es la bomba.

Sin esperar mi respuesta se giró en el asiento, estirándose para alcanzar su mochila. En ese intento se abrió una peligrosa brecha entre su camiseta y sus pantalones, dejándome ver parte de su anatomía. Dado que no había nada de tráfico, pude fijarme bien. Me mostró parte de su espalda, y allá donde ésta pierde su casto nombre. Pude ver con claridad el bonito tanga rosa que llevaba, mejor dicho, dadas las escuetas dimensiones de la prenda lo vi poco, apenas una tirita fina en un costado y un triángulo ínfimo al inicio de sus nalgas, que se tragaban el resto de la prenda. Lo que pude ver de su culo era una de redondez casi perfecta. Preferí no imaginarme la parte que quedaba oculta, ya que no era cosa de ponerme malo a lo tonto. Ella retomó su posición inicial, portando un CD en la mano. Sin preguntar sacó el mío, colocó el suyo y dijo:

Ya veras que caña tiene esto.

Sonreí, mientras una música estridente llenaba hasta el último rincón del coche, pensando en que cosas le pueden pasar a uno. Si a mis 34 años me hubieran dicho que un sábado por la mañana iba a estar en el coche, oyendo música heavy y mirando el tanga a una chica de 17, me hubiera muerto de risa. Pero lo cierto es que era verdad. Ella bailaba en el asiento, moviendo la cabeza y las manos, como si pudiera sentir aquella música torturante.

¿A qué está bien? –preguntó.

Sí, sí, muy bien, tiene mucho... ritmo.

Ya sé que los carrozas no entendéis de música de vanguardia, pero es bueno que aprendáis.

¿Tan carroza te parezco? –pregunté, divertido.

Bueno un poco, ¿cuántos tacos tienes?

El doble que tú.

¡Coño! ¿Ya tienes 36? No aparentas tantos.

Por lo visto aquella chica no era una experta en matemáticas, pero no me molesté en corregirla, para qué. Si la juventud decía que el doble de 17 eran 36 no pasaba nada.

Igual estás casado y todo.....

No, no lo estoy, pero me caso en dos meses, te has acercado.

¿Y donde está tu piba?

Esta semana está de viaje, por trabajo –respondí, suponiendo que se refería a mi novia.

Vamos, que te tiene toda la semana sin mojar el churro jajajajaja. Estarás que te subes por las paredes.

Tampoco contesté a esta observación, más que nada porque aquella adolescente descerebrada tenía bastante razón. En realidad había planeado aquel viaje para airearme un poco, distraerme y olvidarme de la falta se sexo. Y ahora aparecía ésta para recordármelo, hay que joderse.

¿Folla bien tu novia? –preguntó de golpe.

Estuve unos segundos considerando varias alternativas: una respuesta fuerte y grosera, callarme o parar en el próximo pueblo y echarla a empujones del coche. Al final preferí ser diplomático y dije:

Sí, muy bien, no tengo queja al respecto.

¿Te da buenas mamadas?

Sí, muy buenas –respondí mecánicamente, a sabiendas de que el sexo oral no era el punto fuerte de mi novia.

A mí eso me encanta lam lam lam lam –apostilló ella, dando lengüetazos al aire, permitiéndome ver el piercing en forma de bola que atravesaba su lengua.

Me estaba poniendo malo, para que negarlo. La imagen mental que me hice de su lengua con aquel artilugio metálico lamiéndome el capullo hizo que, en un acto reflejo, pisase el acelerador. Al momento pude ver las casas de un pueblo, que pasaban con rapidez por las ventanillas. Cuando quise recobrar la cordura, caí en la cuenta de que había atravesado un pueblo a más de 140. Levanté el pie del acelerador, pero ya era tarde. Una moto de policía me seguía. Me adelantó a toda velocidad, para luego hacerme las inevitables señas de que me parase. Me metí unos metros por un camino de tierra, atendiendo a las indicaciones de aquel agente. Dejó la moto detrás del coche y se acercó a la ventanilla del asiento del copiloto, más que nada porque tenía mejor acceso, dado que yo me había arrimado demasiado a la cuneta de la izquierda. Bajé las ventanillas y por allí asomó la cabeza con casco de aquel tipo.

Los papeles, por favor.

Sí, ahora mismo –me apresuré a responder, sacando el carnet de conducir de la cartera.

Cuando iba a abrir la guantera encontré que mi pasajera ya tenía los papeles en la mano y se los daba.

Aquí tiene agente –dijo tranquilamente.

Gracias –respondió él-. Bajen del coche, por favor.

La suavidad de sus modales no me hacía sentirme más cómodo. Si me había pillado en lo que yo creía que me había pillado, serios problemas me esperaban. Efectivamente, se quitó el casco y los guantes, los dejó sobre el asiento de la moto y empezó a decir:

¿Tiene usted idea de a que velocidad ha pasado por el pueblo?

Disculpe agente, iba un poco despistado, como no hay tráfico. Imagino que un poco por encima del límite, ¿no?

El límite es de 60 y usted ha pasado a 138. Son 78 kilómetros de exceso. ¿Sabe lo que significa eso?

Aquello me olía a un paquete de los gordos. Y lo peor del caso es que aquella moto iba dotada con un radar de última generación, por lo que no había escapatoria posible. Debí poner cara de resignación, a lo que el policía, que debía tener entre 30 y 35 años, respondió:

Vaya preparándose para al menos tres meses de retirada del carnet, además de los 3.000 Euros de multa. Y, por supuesto, la pérdida de la mitad de los puntos de su carnet. A partir de ahora cualquier infracción le supondrá la pérdida del mismo y volver a pasar por la autoescuela.

Mierda, el maldito carnet por puntos ese. Cuando aquel Ministro del Interior serio y malencarado lo anunció, no presté atención. Pero ahora me topaba con la cruda realidad. Iba a intentar protestar algo, pero el policía ya no estaba. Se encontraba junto a su moto, detrás del coche, anotando algo, seguramente la denuncia. En ese momento sentí un apretón en la mano. Yoli, la encantadora y desvergonzada autoestopista, me decía:

Déjame a mí. No digas nada.

La miré sorprendido. Menudo aplomo tenía. Yo estaba temblando pero ella parecía controlar la situación. Sin decir nada más se acercó al policía, le cogió del brazo y hablaron algo. No pude oírles, pero vi que él asentía con la cabeza. Alzó la voz y me dijo:

Lleve el coche hasta allí –señaló a unos 300 metros- y apárquelo detrás de los árboles.

Lo hice, no se por qué, pero lo hice. Detrás de mi pude ver la moto, en la que Yoli iba de paquete. Una vez aparcados ambos vehículos en el lugar indicado, bajé del coche. No podía verme la cara, pero imagino que tenía expresión de atontado. Yoli, con los ojos chispeantes, me dijo de golpe:

He llegado a un acuerdo con este señor madero, de modo que todos ganemos algo.

Yoli.... –traté de recriminarla, ya que veía que al final íbamos a acabar detenidos por desacato a la autoridad.

No se preocupe –intervino el agente-. Su amiguita es muy simpática... y muy guapa, por cierto.

Cuando vi cómo la miraba entendí perfectamente de que iba aquello. Para que no me quedara la menor duda, el policía pasó su mano por el culo de ella, sonriendo con malicia. Me apoyé contra el coche, ya que no quería meter la pata. A fin de cuentas era aquella niña la que manejaba la situación, que locura. Y que manera de manejarla, por cierto. Abrió la puerta trasera del lado del copiloto, se sentó con las piernas hacia fuera e hizo un gesto al policía para que se acercase. Éste plantó su maciza figura frente a ella, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Me dio la impresión de que a ella no le intimidaba el uniforme ni la placa, más bien al contrario, debía darle morbo, ya que con movimientos lentos y precisos desabrochó el pantalón de cuero. Con gran destreza se lo bajó hasta la mitad del muslo, apoderándose de la endurecida presencia masculina que encontró allí. La meneó unos segundos con energía, para acto seguido sacar la lengua y acercarla al capullo. Nunca olvidaré esa imagen. El sol hizo que el piercing plateado de su lengua emitiese un luminoso destello, un instante antes de empezar a lamer despacio.

La verdad que yo no sabía que hacer, los nervios me atenazaban. Afortunadamente (a diferencia de lo que el lector y yo mismo esperábamos) comprobé con cierto alivio que la polla del policía no era nada del otro jueves. Comparada con mi tamaño "medio" me pareció incluso un poco más pequeña. No pude verla mucho, ya que no tardó en desaparecer dentro de la boca de Yoli, de tal modo que los huevos acabaron aplastados contra la barbilla de ella. Se la chupó así un ratito, mientras él miraba al cielo y enredaba sus manos entre las rastas de ella. Se la sacó de la boca y, sin dejar de pajearle, miró para mí y me dijo:

Y tú ¿qué? ¿Te vas a quedar mirando como un pasmarote? Anda, entra aquí y participa un poco, joder.

¿Tenía otra alternativa? Me temo que no, y aunque la hubiera tenido tampoco la hubiese aplicado. Por la otra puerta me introduje en el asiento de atrás, al lado de ella, que chupaba ruidosamente aquella carne. Palpé con cierta precaución sus muslos, duros, apetitosos, sin ninguna irregularidad. Yoli interrumpió de nuevo su tarea oral para decirme:

Quítame la ropa, coño. ¿O necesitas que te haga un plano, tío?

Sí, ahora voy –respondí, mientras escuchaba la risotada jadeante del policía.

No me resultó fácil la tarea encomendada. Lo reducido del habitáculo y mis manos temblorosas jugaban en mi contra. Pero poco a poco fui descubriendo su joven y espectacular cuerpo: primero quité la cazadora vaquera, luego la camiseta, después, ayudado por un sutil movimiento de caderas de ella, los pantalones anchos. En ropa interior su cuerpo era de las cosas más apetecibles que he visto, mezcla de sensualidad e inocencia. Se asemejaba a un pequeño demonio, solo cubierta con sujetador y tanga, rosas y pequeños, mientras seguía chupando sin parar el endurecido miembro que llenaba su boquita.

Quité el sujetador, dejando al descubierto unos senos totalmente juveniles, blancos, pequeños, firmes, coronados por unos preciosos pezones de color marrón claro. Sin detenerme a jugar con ellos, ya que supuse que habría tiempo para eso, agarré los laterales del tanga y, con cierta dificultad se lo saqué por los pies. El dulce olorcito que desprendía su sexo perfectamente depilado (excepto un gracioso mechón en el monte de Venus) se extendió con rapidez por el coche. Me agaché, sorteando sus rodillas y pasé la lengua por aquel delicioso bocado que se me ofrecía. Sus labios mayores, tiernos y delicados, se abrieron al contacto de mi lengua, permitiéndome probar sus ricas humedades. Los jadeos de ella se superpusieron con los del policía.

Vamos, tronco, pon música y vamos a follar como Vikingos –dijo ella súbitamente.

Eso está hecho –respondí, pulsando el play del CD.

El coche retumbó por efecto de aquella música estridente. Yoli me hizo sentar en el asiento de atrás, mientras ella se arrodillaba, con los pies hacia fuera del coche y sus estupendas nalgas a disposición de aquel agente del orden. Con la destreza a la que nos tenía acostumbrados, sacó mi dolorido pene de su confinamiento y lo empezó a lamer con una lengua cálida y juguetona. Pocas veces he sentido una sensación tan buena como la provocada por aquel piercing sobre mi sensible glande. Sus rastas me cosquilleaban por los huevos, mientras ella iba introduciendo con estudiada lentitud mi polla en su boca. ¡Dios!, que bien la chupaba.

De la profundidad de su garganta salió un quejido largo y sensual, que me hizo comprender que el policía se la acababa de meter. Ella acompasó los movimientos de su cabeza sobre mi polla a las acometidas que recibía por detrás. La verdad que parecía una fierecilla en celo, retorciéndose, disfrutando, gimiendo.... Se movía al ritmo de aquella música violenta, mientras el agente la follaba sin tregua, palmoteando sus nalgas que sonaban a carne fresca. Un quejido más fuerte pareció indicar que había llegado al final del trayecto.

Jodeeeeerr, que corridaaaaaaa......... –dijo, mientras lamía mis pelotas.

Se derrumbó un instante sobre mi pecho, mientras trataba de volver a acompasar su agitada respiración. En ese momento pude ver la polla del otro, brillante, escurriendo los abundantes jugos de ella. Pero no había tiempo para pausas. Me hizo sentar al borde del asiento, con las piernas hacia fuera.

Venga, que ahora te toca a ti –dijo, mientras pasaba sus estupendos muslos por ambos lados de mis caderas, clavando las rodillas en el asiento.

Se la colocó entre las piernas y bajó las caderas con gracia y estilo. Sentí como mi pene era tragado por aquel coñito caliente y estrecho. Cuando la tuvo toda bien metida, empezó a moverse despacio, mientras se agarraba a mi cuello. Sus tetitas se balanceaban delante de mis narices, sensuales y excitantes. Coloqué la boca en uno de sus pezones y se lo comí con ganas. Sabía riquísimo y tenía la textura perfecta, durito pero suave al mismo tiempo. Pero al aplastarse contra mí dejó su culito expuesto, lo cual fue una tentación demasiado grande para el uniformado agente que nos acompañaba. No pude ver bien su maniobra, pero tampoco hacía falta discurrir mucho para saber lo que se proponía.

El cuerpo de ella fue empujado contra el mío, sentí una presión contra mi propia polla, lo cual unido al grito de Yoli, eran claros síntomas de que la puerta trasera de la encantadora autoestopista estaba siendo invadida. La mueca de dolor que se dibujaba en la carita de ella no duró demasiado tiempo. Al cabo de un minuto empezó a moverse, con las lógicas limitaciones que su postura imponía. El delicioso emparedado duró un buen rato. La chica chillaba, se agitaba, me tiraba del pelo, intercalándolo con frases tales como "folladme más, cabrones" y otras lindezas por el estilo. A juzgar por el temblor que sacudió todo su cuerpo, el orgasmo de la adolescente debió ser de los bonitos. Nuestro amigo el policía la siguió de cerca, sacando su enrojecido pene y corriéndose sobre la espalda de ella. Una gota de fluido espeso, caliente, pegajoso, se estrelló contra mi mejilla izquierda. Pero eso no me cortó el rollo para nada, máxime porque ella, muy educada, se apresuró a retirarla de mi cara usando la lengua.

Agarré sus duras y suaves nalgas, incitándola a moverse más deprisa sobre mi polla, aún insatisfecha. Cuando posé un dedo sobre su ano noté que estaba caliente, muy abierto. No sé si ella se volvió a correr, pero el caso es que me empujó casi con violencia, sacó mi polla de su coño y se lanzó con su boca a rematar la faena. Huelga decir que no aguanté demasiado. Me derramé en su boca, con fuerza, sintiendo placer en cada uno de los poros de mi cuerpo, mientras que ella daba buena cuenta de aquel regalito. Se lo tragó todo, ronroneando como una gatita en celo, justo en el momento en que el CD acababa y se hacía una quietud y un silencio relajantes...

Me adecenté un poco la ropa, limpié lo mejor que pude el semen que resbalaba por la espalda de la chica, cogí la chaqueta de cuero y salí del coche, dejando a Yoli en el asiento, tumbada desnuda, lacia de placer. El agente también se había abrochado los pantalones y el cinturón. Le ofrecí un cigarrillo y, mientras fumábamos, saqué 200 Euros de la cartera. Nada más tendérselos los aceptó.

No se haga una idea equivocada de mí –comentó-. Nos pagan mal y hay que trabajar con unos horarios de locura.

Le entiendo perfectamente –respondí.

No hace falta que le diga que no voy a denunciarle, pero la próxima vez sea más cuidadoso, por su propia seguridad.

Lo seré –concluí, estrechándole la mano.

Se puso los guantes y el casco, arrancó la moto y se fue de allí, haciéndome un ligero saludo con la mano. Pensé que si contaba a alguien aquella historia no me iba a creer, pero dado que no pensaba decir nada, aquello era lo menos importante. Volví al coche y dije a mi pasajera:

Venga, vístete, que seguimos el viaje.

MMMmmmmmmmmmmm –respondió ella, estirándose, con una angelical carita de felicidad.

Mientras se vestía tuve ocasión de reflexionar sobre la afirmación que había hecho ella: de modo que todos ganemos algo. En efecto, el agente del orden se había ganado 200 euros y un polvo de los buenos. Yo había evitado un buen paquete. Y Yoli... bueno, nada mejor que ver su carita para ver lo bien que se lo había pasado. Desde luego esta chica sabía bien a lo que jugaba.

Una vez vestida, nos acomodamos en el coche, arranqué y volvimos a la carretera general. Coloqué de nuevo mi CD, ante lo cual ella no protestó y la suavidad del Every breath you take de Police nos envolvió. Cinco kilómetros más allá ella se durmió, medio encogida sobre el asiento, con las rodillas dobladas y uno de sus pulgares en la boca, a modo de chupete. Era un encanto de niña, la verdad, y no pude evitar pasar la mano por sus rastas, acariciándolas despacio.

Al cabo de media hora llegamos al fatídico desvío, que parecía estar concebido para que nuestros caminos se separasen definitivamente. Aparqué el coche y la desperté con suavidad. Abrió con lentitud aquellos ojitos tan guapos que tenía, al tiempo que estiraba las piernas.

¿Ya hemos llegado? –preguntó con la voz algo velada por el sueño.

Sí, siguiendo por esta carretera se llega a León, a unos 40 km.

Tú vas por ésta de la derecha ¿no?

Eso es, mi pueblo está a unos 25 km. Tengo que dar una ojeada a la vieja casa que tengo allí.

¿Por qué no me invitas? –medio preguntó, medio afirmó, con ojos entre pícaros y suplicantes.

Pero... Es que no sé.... –traté de decir.

Anda, no seas malo. Mira, me he ido de casa, no tengo a donde ir. Además, visto lo visto, ¿no crees que podemos pasarlo bien los dos solitos este fin de semana?

Lo lógico, lo prudente, lo racional, hubiera sido negarme en rotundo a aquella locura. Pero no encontré fuerzas para ello. Era imposible negarse a aquel encanto, a aquella juventud, a aquella cara, a aquel cuerpo... Sin saber por qué aún dije:

Te advierto que la casa debe estar helada, hace más de un mes que está cerrada.

¿Crees que conmigo vas a pasar frío, carroza?

Esa respuesta y el suave beso en los labios que me dio bastaron para acabar de romper mi nada sólida resistencia. En fin, cuando el día se pone loco, parece que no hay forma de evitarlo. Llevaba toda la vida siendo políticamente correcto, sin salirme de los raíles de lo que es un comportamiento social convencional. Pero en ese momento me apeteció mandarlo todo al carajo, al estilo de Michael Douglas en "Un día de furia". Había estado a punto de perder el maldito carnet por puntos, me había tirado a una adolescente menor de edad, junto con un policía al que había medio sobornado. Qué demonios, pensé, la vida así, en el filo de la navaja, es mucho más emocionante. Con un poco de suerte aquella jovencita descarada me iba a sacar de la inercia vital que me llevaba de cabeza hacia un matrimonio aburrido y hacia una vida sin pretensiones.

No vacilé más. Arranqué el coche, puse el intermitente a la derecha y me desvié por aquella carretera secundaria, a sabiendas de que en ese instante era mi vida la que se estaba desviando del camino recto.