Carne de latigo
Continuacion de una fusta para Elena. Ahora le toca a la mulata recordar sus ancestros, carne de latigo y sexo para el amo.
CARNE DE LATIGO
La vida siguió, adecuándose a las nuevas costumbres en el domicilio de los señores Organvidez. Periódicamente, la criada mulata, Virginia, preparaba convenientemente a Elena, la maquillaba, la vestía con la indumentaria de la primera noche u otras que la doncella fue adquiriendo para su señora, apropiadas todas ellas para la exhibición de la hermosa anatomía de la hembra, gozando todas estas prendas de la mayor disponibilidad para el uso sexual y el castigo de su patrona. La azotaba con moderación en el número de fustazos pero con energía y destreza en la ejecución de los mismos. La ataba, bien al radiador como en la primera ocasión, o a la cama en diversas posturas, o a cuatro patas en un diván, o a la reja de la ventana o a los tiradores altos del armario. Siempre sometida y mostrando impúdicamente las partes más lujuriosas de su cuerpo, ofrecido a la recién estrenada furia animal de su cónyuge.
Virginia empezó a disfrutar un merecido aumento de sueldo, que le permitía enviar dinero a los suyos y ahorrar para su futuro. Repetía su vestimenta de carcelera en todas las sesiones de domesticación de la aristocrática perra, desnudez de su torso, collar y muñequeras, pantalones de cuero ajustado y botas de tacón. Se dejaba comer por el señor con la mirada, alimentaba sus ansias, le conducía a la alcoba y allí después de pregonar como una mercancía humana el cuerpo semidesnudo y castigado de la zorra de su empleadora, dejaba que Juan Organvidez follara a su mujer sin piedad y a conciencia,
Mientras ella se retiraba discretamente a sus aposentos a apagar en soledad el fuego que le ardía en su necesitado coño negro.
Pero una noche la dominicana no pudo más. El incendio era tan grande que no pudo ser apagado por sus dedos. Le era imposible conciliar el sueño y después de dar vueltas y vueltas en el camastro, una fuerza atávica la empujó hacia el abismo de lo inevitable. Se quitó el leve camisón que la cubría y bajo el cual no llevaba más que su desnudez salvaje. Se colocó como todo vestuario las muñequeras y el collar de cuero antes de salir de su cuarto. Anduvo descalza el largo pasillo, para recorrer los últimos metros de rodillas y apoyando las manos en el suelo. En esa postura franqueó, empujando suavemente con la cabeza, la puerta entreabierta del dormitorio de sus señores. Elena dormía, agotada por el castigo, el uso y los orgasmos múltiples que le proporcionaba su novedosa condición de perra. Pero el señor reparó inmediatamente en ella, tampoco había podido conciliar el sueño.
Se levantó de la cama sin hacer ruido y haciendo una señal a la sirvienta de que se mantuviera en silencio. Salió de la habitación arrastrando a la criada con un tirón de pelo y sin permitir que se incorporara hasta que se hubieron alejado unos metros. Luego la hizo levantar y la condujo a la cocina.
¿A que has venido a mi cuarto ¿- preguntó Juan con el tono orgullo contenido del que sabe y espera la respuesta.
Ella iba a decirle que quería que la follara, cuando pensándolo mejor encontró una respuesta más adecuada para desencadenar el vendaval que necesitaba para apagar su fuego.
Me he tomado ciertas confianzas con esta familia que exigen un castigo acorde con mi desvergüenza.
El no necesitó oír más.
Me alegra que lo reconozcas. Vamos al garaje donde solo tu conciencia escuchará tus gritos.
Ella le siguió dócilmente. El encendió la luz. Buscó unas cuerdas en la caja de herramientas y la ató a la viga del techo. Virginia quedo atada al techo, en cueros y de puntillas. El la palpó lentamente, sus pechos tantas veces deseados, su culo negro ahora contemplado en su absoluto esplendor, su coño húmedo y ardiente. Pasó la vista por todo el garaje hasta encontrar una vieja correa de cuero en una estantería llena de cosas viejas e inútiles.
Esto servirá.- anunció complacido el joven arquitecto.- eres carne de látigo.
Inició la punición con desatada crueldad, golpeando las rotundas nalgas de esclava negra de su sirvienta. Se recreó en la danza bayadera de su culo bailando al ritmo de la correa implacable. Gozó con los gritos reprimidos de su criada. Flageló su espalda y sus tetas generosas, marcó sus muslos y mordisqueó sus tobillos con el cuero. Entonces ella lo hizo. Suplicó que la follara.
El la desató. La empujó sobre el capó del mercedes y allí penetró el coño ansioso de la centroamericana con una vitalidad increíble para una noche así. En los ojos de Virginia empezaron a secarse las lágrimas y sus pupilas dilatadas proclamaron la llegada del orgasmo.
Poseído por una ira divina, Juan Organvidez la hizo incorporarse y darse la vuelta para obligándola a inclinarse hacer sentir el frío de la chapa en sus senos negros, ofreciendo sus nalgas al taladro del amo. Cuando el señor terminó la deuda estaba pagada y ambos se retiraron a sus respectivos aposentos a dejarse llevar al fin por el sueño.