Carmen y sus hijos

Mm/F, incesto

Carmen no dejaba de dar vueltas en la cama. Llevaba ya un par de semanas casi sin pegar ojo y no sabía por qué. Se pasaba las noches casi enteras en vela, pensando y moviéndose de un lado a otro en su solitaria cama de matrimonio. Tal vez su soledad fuera lo que la inquietaba, pero el caso es que Carmen no podía dormir bien y durante el día se quedaba en casa y mandaba a sus hijos a que le hicieran la compra por la tarde. Aun llevando divorciada más de seis años, Carmen no tenía necesidad de trabajar gracias a la herencia que una tía suya le había dejado al morir poco después de su divorcio, que Carmen había metido inmediatamente en el banco para vivir de las rentas. Sin embargo, Carmen no había querido mudarse de su pequeño piso en un ático y sólo se permitía algún que otro lujo de vez en cuando. Era una mujer, en definitiva, algo apocada y taciturna que se conformaba con poco y que se dedicaba en sus ratos libres a la jardinería y a la lectura en la azotea que aquel ático tenía.

Aquella noche, alrededor de las dos de la madrugada, en vista de que su insomnio no parecía desaparecer, Carmen se levantó para ir a tomarse una tila doble y un vaso de leche caliente. Al pasar por la puerta del dormitorio que sus hijos compartían, Carmen se dio cuenta de que murmuraban dentro y decidió mirar por el agujero de la cerradura intrigada por lo que pudiera estar ocurriendo allí dentro. Para su enorme desconcierto, vio a sus hijos con una luz de linterna viendo una revista y masturbándose. Podía ver claramente sus penes erectos siendo excitados y sus recurrentes gruñidos de placer. Al cabo de un rato, Carlos, su hijo de 18 años, se tambaleó y se corrió en un kleenex que había cogido para ese fin. Carmen decidió que ya había visto suficiente y, aún más inquieta de lo que había estado antes, se metió en la cama.

Durante un período de tiempo que Carmen no pudo calcular sin ayuda de su despertador, estuvo dando vueltas en la cama, con la imagen de los miembros erectos y duros de sus hijos en la cabeza y una excitación que empezaba a apoderarse de ella lentamente que la derretía entre sus piernas. Casi sin saber lo que hacía, llevó una de sus manos a su entrepierna y se puso a acariciarse allí abajo lentamente mientras, sin ella pretenderlo, imágenes de la escena que había presenciado seguían desfilando por su cabeza sobreexcitada. No tardó mucho en empezar a procurarse placer a raudales, sin importarle lo moralmente bueno o malo que era lo que estaba utilizando para excitarse. Se retorcía en la cama de placer mientras sus dedos se afanaban por conseguir el ansiado premio a sus esfuerzos. Éste no se demoró mucho y del cuerpo de Carmen se apoderó una fuerte oleada de placer que se extendió desde su vagina hasta su cabeza. Después de aquello, Carmen se quedó más relajada, acariciándose suavemente bañada en sudor y, al poco rato, se quedó por fin dormida.

Al día siguiente se despertó tarde, pasadas las doce. Rayos de sol se filtraban por las contraventanas e iluminaban levemente la ropa de cama. Carmen se estiró boca arriba sobre las sábanas y después se levantó. Anduvo por su habitación y se miró desnuda a un espejo de cuerpo entero que tenía. Lo imagen que la miró no era del todo desagradable según su propio criterio: tenía pelo castaño por los hombros, pechos muy grandes y con pezones generosos, un poco de barriga, caderas anchas, piernas rellenas y estilizadas con muslos carnosos y un suculento bosque negro y triangular entre ellos. Carmen sonrió satisfecha y se puso unas pequeñas bragas celestes, un sujetador (de la talla 110C) y una bata blanca con flores encima.

El resto del día lo pasó tranquilamente leyendo una novela en la azotea, porque había salido un día soleado y no hacía demasiado frío. Por la noche, sus hijos se acostaron como de costumbre alrededor de las once y media de la noche y ella hizo lo propio. Como se había temido, se le presentó otra noche igual de insomnio y de dar vueltas en la cama, esta vez agravada por sus pensamientos obscenos, que cada vez se hacían más persistentes y frecuentes. No dejaba de dar vueltas y de sudar bajo la ropa de cama. Estaba de nuevo en ese estado extraño en el que el sueño parece haber desaparecido y una sensación de fortaleza sacada de la flaqueza hace acto de presencia. A esto había que añadirle su excitación, fruto de infinitas noches sin un hombre que la satisficiera. Era, sin duda, un cóctel explosivo de la peor clase, y Carmen no era de piedra y sucumbió ante las continuas embestidas de aquel mar rabioso que se estrellaba contra las rocas de sus prejuicios.

Sin pararse a pensar mucho, Carmen se bajó de la cama y se puso la bata que había vestido durante el día sobre su cuerpo desnudo. Despacio, se dirigió al cuarto de sus hijos y miró por la cerradura, descubriendo una vez más que los dos estaban masturbándose. Sus pollas estaban totalmente empinadas y dispuestas a regalarles con un chorro blanco de esperma, pero Carmen no estaba dispuesta a permitir que aquello ocurriera y, de un golpe, abrió la puerta y entró en la habitación de los dos adolescentes, que se quedaron mudos y se guardaron las pollas en sus pijamas. Los dos chicos, Carlos y Luis, miraban a su madre con una expresión de pánico y sorpresa que casi asustó a su madre.

-No os asustéis, porque no me importa lo que estabais haciendo. Es perfectamente normal y no hay motivo para enfadarse. Sin embargo, me parece mal que estéis siempre fantaseando con revistas de esas que no valen nada más que para frustraros, de modo que quiero que vengáis conmigo, que os voy a enseñar unas cuantas cosas que a vuestra edad ya debéis conocer -les dijo a sus hijos.

Carmen les indicó a sus hijos que la siguieran a su habitación y, una vez entraron, medio asustados y medio alucinados, cerró la puerta de ésta. Fue hacia la cama y se sentó en ella apoyando la espalda en el cabecero.

-Venid aquí y poneros uno a cada lado de mí, parejas de pajilleros -les dijo.

Los dos chicos la obedecieron y se sentaron a ambos lados de su madre. Ésta les sonrió y llevó sus manos a los bultos en los pijamas de sus hijos, apretándolos y acariciándolos de forma sensual.

-Las tenéis muy duras. Es hora de que las utilicéis para algo mejor que para meneároslas. Desnudaos y enseñádmelas.

Los dos chicos, temblando de emoción y empalmados hasta límites bestiales, se bajaron los pantalones de pijama y dejaron al aire sus miembros duros como el acero, que apuntaban con fiereza hacia el techo con la mitad del glande visible. A Carlos, el mayor de los hermanos, le medía 17 x 6 cm. y a Luis nada menos que 21 x 5 cm. Carmen no se había dado cuenta hasta entonces de lo bien dotado que estaban sus retoños y recordó que su marido le medía más o menos como a Carlos. Luis, en cambio, era un superdotado que debía haber heredado aquella flamante herramienta de algún antepasado afortunado.

-Mmm, no sólo las tenéis muy duras, sino además bastante grandes...

Los dos chicos sonrieron orgullosos y Carmen les acarició las vergas hambrientas.

-¿Queréis ver a mamá desnuda ahora?

Los dos adolescentes asintieron sin demora y su agitación hizo que Carmen volviera a reírse.

-¡Qué preguntas más tontas hago a veces!

Carmen se puso a los pies de la cama mirando hacia el cabecero y sus hijos y se abrió la bata, dejándoles ver sus enormes tetas ( que, sorprendentemente, habían permanecido bastante más firmes de lo que cabría esperar ) y su poblada y apetitosa vulva negra y húmeda. El aroma embriagador de ésta llegó pronto a los dos adolescentes, cuya excitación pasaba ya de la línea roja y tocaba ya techo. A Carmen se le hacía agua el chocho mientras miraba las dos pollas durísimas y ya maduras para ser lamidas y chupadas. Estaba tan cachonda que no sabía por dónde empezar. Lo que acabó haciendo fue ponerse a cuatro patas sobre la cama y levantar el culo para dejar su coño a tiro.

-Carlos, méteme la churra en el chocho, cariño... ¡Verás qué gusto te da! -le dijo a su hijo.

El joven se colocó detrás de su madre y puso su polla dura en la raja de su madre, medio cubierta de pelo y muy mojada. Carmen metió uno de sus dedos en su vagina para indicarle a su hijo dónde tenía que meterla y su polla no tardó en deslizarse dentro de su madre. Estaba alucinado con lo caliente y suave que era aquello y empezó a embestir a su madre con fuerza arrancándole sus primeros gemidos de placer.

Luis, que había estado mirando fijamente el espectáculo, sintió la mano de su madre en su polla y luego sintió su lengua, que empezó a lamerle de arriba abajo despacio. Carmen estaba en el paraíso; sentía la polla gorda de su hijo mayor abriéndole el coño bien y encima estaba saboreando la enorme verga  de su hijo de 17 años. Lo que más la "preocupaba" era el hecho de que lo pecaminoso de la situación era lo que más le gustaba. Se juntaban muchos factores que añadían morbo a la situación: el hecho de estar follando con dos hombres, el hecho de que fueran adolescentes con pollas de acero excelentes para satisfacer a una mujer y el hecho de que fueran sus propios hijos y se lo estuvieran haciendo en su misma cama. Todo aquello junto le daba tanto morbo que sabía que iba a correrse una y otra vez y que se iba a volver adicta a aquello.

Entre jadeos y gemidos de su madre, los dos chicos siguieron dando a su madre la ración de hombre que estaba necesitando. Carmen se corrió dos veces antes de que Carlos empezara a gemir y un chorro caliente de esperma fuera arrojado dentro de su coño, que hacía mucho tiempo que no recibía una atención de ese tipo. Carlos inundó el coño de su madre con su semen blanco y pegajoso y luego lo sacó haciendo un ruido similar al que se hace cuando se descorcha una botella.

Había llegado el turno de Luis, que había recibido una buena mamada de su cachonda madre. Esta vez, Carmen se dio la vuelta y se abrió de piernas, brindando a sus hijos una excelente vista de su coño peludo recién follado. Luis se puso en posición y Carmen, agarrando su polla enorme, la guió hasta su madriguera de placer. El joven quinceañero sintió cómo su polla era bautizada con la mezcla de los flujos de su madre y el semen de su hermano. Instintivamente, empezó a mover la pelvis y a hundir su placentera polla en el agujero más secreto de su madre. Carmen, por su parte, no perdía el tiempo y había empezado a chupar la polla semifláccida de su otro hijo, saboreando los líquidos mezclados que la habían impregnado.

Carmen puso las piernas sobre el culo de Luis mientras éste la follaba haciendo ruidos como de chapoteo. La polla de Carlos estaba volviendo a la vida cuando Carmen tuvo tres orgasmos más. Poco después, una nueva riada de semen llenó su coño y empezó a manar de él para caer luego en las sábanas. Luis sacó su miembro medio fláccido y, al poco, Carlos ocupó su lugar y se hundió en la vagina de su madre de nuevo, gozando de su calor y de su extraordinaria lubricación. Carmen se corrió una y otra vez mientras sus incansables hijos iban turnándose entre sus piernas y estrellaban toda su hombría contra su coño peludo y lleno de semen. Sus tetas se movían como gelatina mientras la embestían y ella gemía y se agarraba a las sábanas bañada en sudor y poseída por una lujuria que jamás había conocido. Al final, después de cuatro corridas de Carlos, cinco de Luis y diecinueve suyas, los tres cayeron rendidos sobre las sábanas manchadas de sudor, semen, saliva y flujos vaginales y, en aquel ambiente que olía a polla y coño, se durmieron.