Carmen
Deseos cumplidos
—¿Carmen?
—Si. Supongo que eres Juan —Carmen lo miró de arriba abajo —. Te pareces bastante a lo que me había imaginado.
—¿Nos sentamos? —Juan indicó una silla vacía con la mano. Era algo pronto todavía, y la terraza del bar estaba totalmente desierta. Hacía algo de frío. Separó la silla de la mesa para facilitar a Carmen el tomar asiento. Carmen enseguida le hizo caso, mientras cierto escalofrío recorría su cuerpo. No tuvo claro si era por el fresco de la mañana, o por la ropa que llevaba. Había querido impresionar a Juan, pues era la primera cita cara a cara, pero enseguida echó de menos algo más cálido que aquella ligerísima chaqueta.
—Yo no puedo decir lo mismo. Eres mucho más bonita de lo que me había figurado —. Juan tomó asiento y se quedó mirando a Carmen algo embobado. Se fijó enseguida en su escote, y en lo duros que tenía los pezones. Y cayó en la cuenta de que Carmen había querido darle una sorpresa, y estaba pasando frío.
La llegada del camarero le hizo cambiar rápidamente la vista.
—¿Qué querrán los señores?
—Dos cafés con leche, por favor —respondió Juan sin pensarlo—. Y traiga también dos bocadillos de lomo con queso bien calentitos.
El camarero se retiró enseguida en busca del pedido.
—¿Te gusta lo que has visto? —preguntó Carmen.
—Pensé que no te habías dado cuenta.
—Tendría que ser ciego para no darme cuenta. Ha sido como un imán, y solo he podido apartar la vista cuando ha venido el camarero. Y respondiendo a tu pregunta, me han encantado. Como no llevas sujetador, he podido admirar esos grandes pezones rodeados por unas areolas oscuras e imponentes a través de tu blusa. Lo que no sé es si se han puesto así por mí o por el frío.
—Eso lo dejo a tu imaginación.
—¿No has tenido problemas al venir? Con esa minifalda, las medias, los zapatos de tacón y la blusa semitransparente, habrás hecho derretir y suspirar a más de un hombre.
—He venido en taxi. Y el hombre estaba más atento al retrovisor que al tráfico. Tal como me dijiste, llevé las rodillas separadas un palmo, y le regalé con la vista de mi tanga de hilo.
—¿Qué sentiste?
—Me sentí puta y golfa. Y muy perra. Pero al principio pasé algo de vergüenza.
—Tal como te dije, lo más importante para que esto funcione es que realmente disfrutes y te sientas libre de decir, pensar y actuar como siempre has deseado.
—Tengo algo de miedo. Nunca he actuado así. Siempre lo había fantaseado, pero jamás lo había hecho realidad. Y me decidí por ti porque me diste tranquilidad, seguridad y confianza.
—Llevamos varios días hablando, así que algo de mí que conoces te debe atraer.
—¿Me vas a usar ya? —Carmen estaba muy nerviosa y deseaba mantener la imagen de sumisa que suponía le gustaba a Juan, pero le estaba costando. Había pensado que sería mucho más fácil.
—Estamos aquí para conocernos de verdad. Aún no me has pedido que te tome como esclava, ni yo he dado ningún paso para que lo hagas. Hoy hablaremos hasta hartarnos. Y mañana, y pasado, hasta que hayas despejado todas tus dudas y estés segura de dar el siguiente paso.
—Gracias. Estaba muy intranquila pensando en que hoy me utilizarías. Creo que estoy demasiado ansiosa como para tomar una decisión acertada.
La vuelta del camarero hizo que ambos callaran. Juan aprovechó para mirar detenidamente a Carmen, sin disimulo alguno. Carmen se sintió observada, y más relajada por la respuesta de Juan, disfrutó acomodando de la forma más sensual posible aquellas partes de su cuerpo recorridos por los ojos de Juan.
El camarero sirvió el pedido lo más lentamente que pudo, sin dejar de echar un buen vistazo a Carmen. Se tomó su tiempo, intentando alargar lo máximo posible su presencia en aquella mesa.
—¿Le ayudo a buscar lo que se le ha perdido? —Juan no se cortó un pelo para indicarle al camarero que ya se podía retirar.
—Perdón… —balbuceó el hombre mientras daba media vuelta rápidamente y volvía al interior del bar.
—Creo acertar al decir que le has causado una muy buena impresión —sonrió Juan mirando a Carmen.
—Lo que me importa ahora es si te la estoy causando a ti —respondió Carmen ahora muy coqueta.
—Empieza a desayunar, que necesitas entrar en calor….
—Entre tú y el camarero ya lo estáis consiguiendo.
La conversación se fue por otros derroteros, mientras ambos desayunaban. Cada quien hizo un recorrido rápido sobre su vida, habida cuenta de que en sus conversaciones por chat esos temas estaban resueltos. Carmen estaba casada, sin hijos. Tenía una enorme necesidad de vivir la sumisión, los castigos y la entrega. Tenía un alto nivel de masoquismo tanto físico como psicológico, y en ocasiones ella misma se castigaba para lograr un mínimo de placer en su inútil matrimonio. Y cuando intentó explicárselo a su marido, éste la tachó de loca y pervertida. En cuanto a Juan, estuvo casado y tuvo una hija. Cuando descubrió su tendencia a la dominación y al sadismo, intentó llevarlo a la realidad con su esposa. El resultado fue el mismo que sufrió Carmen. Así que se divorció, perdiendo esposa e hija. Ahora vivía desde hacía años con una sumisa, y buscaba a una esclava de verdad para vivir con ellos.
Terminado el desayuno, y ambos más relajados, volvieron al tema que les había reunido en aquella terraza. Para entonces el sol ya calentaba lo suficiente como para que Carmen ya no sintiera frio alguno. A ella le había gustado la naturalidad con la que Juan había abordado todos los temas, haciéndola sentir como una mujer normal y no como una pervertida digna de un psiquiátrico.
—Todo es cuestión de grados, y la gente no se da cuenta —le explicaba Juan—. La gente no lo ve, pero así es. A algunas mujeres les gusta que les aprieten los pezones, y a otras que se los aplasten y retuerzan. Una necesitan intensidad 10 y otras 100, 200 o 600. Pero es lo mismo. Cada cuerpo es distinto y necesita de su propia intensidad. El placer y el dolor no se pueden medir, y por lo mismo, tampoco comparar. No se puede hablar de un dolor de 243 ni un placer de 356.
—¿Así que no estoy loca por disfrutar mientras me azotan fuertemente o me pongo agujas? —Ahora Carmen había perdido el miedo y la vergüenza. La conversación tranquila con Juan hizo que todo aquello desapareciera, y pudiera mucho más su necesidad de mostrarse tal cual era de verdad. Hacía años que lo necesitaba, y Juan le había ayudado a eliminar ese tapón que llevaba, llamado autocensura.
—Eres una mujer normal, con sus propias necesidades. No eres ningún bicho raro. Simplemente tu marido no es capaz de asumir tus necesidades porque está en otro nivel de intensidades, mezclado con un batiburrillo de falsa moral, prejuicios y miedo a no poder estar a tu altura. Y prefiere enterrar el tema a plantarle cara. Para él es más fácil llamarte loca y cerrar el tema, que asumir que tú eres ms fuerte que él.
—¿Y tú sí que eres capaz de darme lo que necesito?
—Bueno. Hasta cierto punto. Mi forma de ver el BDSM es algo especial. Como sabes, no tengo muchas limitaciones. Pero no te tomo esto como una carrera en al que hay que llegar a la meta como sea. La mayoría de las mujeres con las que he hablado, lo primero que me preguntan es que prácticas me gustan y llevo a cabo. Cuando les digo que las necesarias, no lo entienden.
—¿Qué son para ti las necesarias? —Carmen estaba disfrutando de la conversación, pues iban llegando a los temas que ella tanto deseaba conocer y tocar.
—Mi trabajo, mi disfrute, es moldearte y esculpirte poco a poco hasta convertirte en parte de mí. Como lo es mi mano. Mi mano esta siempre conmigo, me obedece al instante, y no piensa si va a ser dolor o placer lo que va a sentir. Yo pienso y ella actúa. No es algo aparte. Forma parte de mi cuerpo y de mi pensamiento. Y para siempre. Le enseño como me gustan las cosas y ella va aprendiendo.
—Comprendo algo de lo que quieres decir.
—Yo pude enseñarle desde un principio, pues nací con ella. Pero en tu caso, debo eliminar miedos, prejuicios, falsas morales y un montón de tonterías que amigos, la familia, la religión y la escuela han ido inculcando en tu mente durante años. Como alguien dijo, para llenar un vaso primero hay que vaciarlo.
—¿Y eso donde me lleva? —Carmen deseaba llegar al fondo de la conversación.
—Nos lleva a que debo ir creando situaciones para que vayas borrando todas esas cosas de tu mente.
—Necesitaría un ejemplo.
—He visto que eres muy vergonzosa … ¿cierto?
—Sí, lo soy. Lo pasé fatal en el taxi, pero me obligué a mí misma a hacerlo para poder romper de una vez ese miedo que llevo dentro. Tú me ayudaste mucho con nuestras conversaciones… y sabiendo que me estabas esperando aquí.
—Bien. Pues ahora daremos otro paso para eliminar tu vergüenza, y para que te sirva de ejemplo. ¿De acuerdo?
—Me estas poniendo nerviosa de nuevo.
—Debes aprender algo básico. Yo soy quien te ordena las cosas, y por lo tanto el responsable de tus actos. Tú solo obedeces, y por lo tanto no debe importarte lo que los demás puedan pensar de ti. La gente solo es un montón de muñecos que usamos cuando nos apetece, pues la mayoría no piensa. Temen tanto a lo que los demás puedan pensar de ellos, que no pueden vivir de verdad ni ser ellos mismos. Y odian cualquier situación que les pueda obligar a salir de ese cascarón protector.
—¿Y qué debo hacer?
—Algo tan sencillo como obedecer. Ahora no pienses en mi como Juan, sino como tu propietario. Quiero que en este momento te quites el tanga. Aquí mismo. Sin levantarte de la silla.
—Pero me pueden ver…
—Solo te veo yo. Los demás no importan. Mírame a los ojos, no pienses y obedece…
Carmen levantó un poco las nalgas de la silla, mirando directamente a los ojos de Juan. Puso una mano en el brazo de la silla, y con la otra fue moviendo lentamente el tanga. El tiempo se congeló. Dejó de pensar y empezó a sentir. Su propietario le había dado una orden y ella obedecía. El tanga fue deslizándose poco a poco hasta quedar entre las rodillas. Volvió a sentarse, y con ambas manos lo fue bajando hasta quedar en el suelo. Lo cogió con una mano.
—¿Qué hago ahora, amo?
—Esperarás a que vuelva el camarero, y cuando esté aquí, dejarás el tanga sobre la mesa, junto a mi mano.
Juan hizo un gesto hacia el bar, y en unos pocos segundos se presentó el camarero. El hombre deseaba volver a echar un vistazo a la mujer, así que no se hizo esperar.
Carmen entró en una burbuja intemporal, aislada del mundo. Solo ella y su amo. Vio al camarero como quien ve una imagen borrosa y lejana. Su mano dejó el tanga junto a la mano de su amo. Luego la mano desapareció bajo la mesa, y sus ojos no dejaron de ver a los de su amo Juan.
El camarero quedó como hipnotizado, sin saber qué hacer.
—Tráiganos dos refrescos de cola sin azúcar y con hielo. Y si encontramos lo que ha perdido, se lo haremos saber.
Carmen seguía en un mundo aparte. Juan puso la mano frente a sus ojos e hizo chasquear los dedos frente a ella. Eso hizo volverla al mundo real.
—¿Qué pasó por tu cabeza?
—Algo muy raro y especial. Como si en este momento solo existiéramos los dos.
—¿Morbo?
—Nada de eso. Más bien un placer muy especial al obedecerte, y el mundo al margen de nosotros.
—¿Sentiste vergüenza?
—Nada de eso. En verdad que ni pensé en el camarero.
—Pues debió pensar que eres una puta muy maciza.
—Eso es algo que ni me importa, ni me interesa, ni me afecta en nada.
—Creo que ahora has entendido a que me refería cuando te hablaba de perder la vergüenza y el miedo a lo que la gente pueda pensar.
—Más que entender, lo he sentido. Ha sido algo muy intenso y especial. ¿Puedo ir al baño?
—¿Te estas meando acaso?
—El café con leche me ha hecho efecto y necesito vaciar la vejiga…
—No hay problema. Pero en lugar de entrar en el cuarto de baño del bar, ponte entre estos dos coches. Hay una distancia entre ambos de medio metro. Sitio suficiente para que, de pie, y con las piernas juntas, mees.
—Voy a mojar la falda, las medias y los zapatos…
—Ciertamente
—¿Me estas probando?
—No. Estoy haciendo que tú misma te pruebes para que sepas si esto es lo que deseas.
Carmen se levantó de la silla y, muy despacio, se colocó entre ambos coches. Se le notaba algo tensa. No sabía dónde poner las manos. Miró a Juan mientras juntaba sus piernas, pegando incluso sus zapatos. Juan asintió con la cabeza y le sonrió. Y Carmen, sin pensarlo, empezó a vaciar su vejiga. Algo caliente empezó a correr por sus muslos abajo. Apenas hacía ruido. Poco a poco se fueron mojando también sus zapatos, y el charco fue creciendo muy discretamente. Tenía los puños cerrados. Su mirada iba del charco a Juan. Al principio deseó terminar enseguida. Luego cambió de opinión, y pensó en vaciarse del todo, ya que estaba puesta en ello. Terminó. Juan se dio cuenta por sus gestos. Se levantó, y la cogió de la mano acompañándola de nuevo a su silla. Carmen, al sentarse, notó la minifalda algo húmeda.
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy mojada. Tengo la minifalda mojada, y las medias empapadas. En cuanto a los zapatos…
—No me refería a eso, Carmen. Eso no importa.
—Hasta no abrir el grifo, lo pasé horrible. Hubo una lucha entre mi deseo de obedecer y mi necesidad de evitar la humillación. Pero una vez abierto el grifo, al sentir el líquido caliente bajando por mis piernas, me sentí liberada y feliz. No por obedecerte, sino por poder llevar a cabo algo que deseaba interiormente.
—Si hubieras visto al camarero… Trajo los refrescos, y al verte así, se puso rojo como un tomate y se metió dentro de nuevo sin pensarlo. Creo que en su mente has perdido todos los puntos que habías ganado con tu escote…
—¡Que le jodan! —Y esta vez Carmen lo dijo alegre, jovial, desinhibida, y como liberada de un gran peso.
—Te noto algo cambiada —hizo notar Juan muy sonriente y contento.
—¿Por qué me hiciste eso?
—No es la primera vez que tengo una cita con una mujer que desea ser esclava. Pero el salto del deseo a la realidad no todas son capaces de darlo. Tenía que ponértelo delante para que tú misma vieras si lo dabas o no.
—¿Y si no lo hubiera hecho?
—Acabaríamos los refrescos, y luego cada quien a su casa y tan amigos. Lo que acabas de sentir en esta última media hora no se puede transmitir en un chat. Ahora sabes si esto es o no lo que buscas.
—Eres muy honrado. Te lo agradezco.
—Ya te lo dije. No me interesan las sesiones. Para mí, esto no es un juego morboso, sino una forma de vida. Si seguimos adelante, seré tu propietario en cuerpo y alma. Quiero ser propietario hasta de tu vida.
—¿Vas a matarme?
—Un soldado sabe que puede llegar el momento en el que tenga que entregar su vida, y no por eso su general le pega un tiro. Además, nadie medianamente inteligente se cortaría una mano. ¿No crees? Pero el aceptar y desear que incluso tu vida pertenece a tu propietario hace que esa entrega llegue a una profundidad total, haciéndote sentir verdaderamente mía en todos los sentidos. Y si aceptas que antes o después vas a morir, ¿no es lógico que fuera tu propietario quien tuviera ese poder?
—Me estas acojonando… Pero ahora comprendo que tiene todo el sentido. Nunca me lo había planteado así, pero realmente creo que también necesito entregarte eso. Así no queda nada mío. Todo lo dejo en tus manos.
—Descansa y relájate. Lo más difícil ya lo hemos tocado. Ahora podemos seguir hablando con mucha más naturalidad.
Carmen tomó un sorbo del refresco y encendió un cigarrillo.
—Perdón. No te pedí permiso para encenderlo.
—No tienes por qué hacerlo. No eres mi esclava. Solo has pasado dos pruebas para poder discernir entre la realidad y el deseo.
—¿Y mis fantasías?
—El deseo es poder llevar a cabo algo real. En tu caso, y por lo que me has dicho, ser esclavizada y castigada hasta donde yo quiera llegar. La fantasía es soñar con algo irrealizable, como podría ser morir crucificada cada viernes.
—¿No piensas crucificarme? Ya has chafado uno de mis deseos más profundos —dijo Carmen riendo, ya muy relajada, abierta y feliz.
—Lo que no puedo es hacerte revivir después de la primera crucifixión. No puedo obrar milagros.
—Me estas poniendo a mil. ¿Lo sabes?
—Por lo que hemos hablado todos estos días, sé que ese es tu gran deseo. Pero en cualquier caso sería el último. Y por ello, prefiero antes disfrutarte de muchísimos años como esclava mía.
—¿Vas a marcarme?
—Ya lo sabes: Ser anillada, tatuada, y marcada con hierro al rojo como animal de mi propiedad. Así, quien te use sabrá a quien perteneces. Además, castigos como látigos, varas y otros, irán dejando huella en tu piel a lo largo de los años.
—Me sentiré orgullosa de llevar esas marcas. Lo sabes.
—Solo con verte sonreír feliz, me doy cuenta de que todo cuanto hablamos era verdad por tu parte.
—¿Acaso lo dudabas?
—Soy como Santo Tomás. Hasta no verlo con mis ojos, prefiero no creerlo.
—¿Y tu sumisa? ¿Qué relación tendré con ella?
—Va a ser tu ama. Tu estas por debajo de todos. Por debajo de mi sumisa, de mis perros y de mí mismo.
—Es el sitio que siempre he deseado… amo.
—¿No piensas meditarlo unos días?
—Todo lo que necesitaba saber ya lo conozco.
—¿Y tu marido?
—Solo voy a vivir una vez. Y sería estúpido hacerlo junto a alguien que me tacha de loca, cuando pudo hacerlo a los pies del propietario que siempre he deseado tener.
—En tal caso, llama al camarero y págale. Luego vuelve a tu casa. Haz tu maleta, firma el contrato que te envié, y mañana a esta hora te espero aquí. Tráete tus documentos: DNI, seguridad social, carnet de conducir, etc. Me entregarás tus documentos y el contrato firmado, y te llevaré a mi casa. Mis perros están ansiosos por concerté. Y mi látigo desea saber a qué sabe tu piel.
—Si mi amo. ¿Qué me pongo mañana?
—Sorpréndeme.