Carmen

Historia ocurrida el pasado verano, en el que conocí mejor que nunca a mi vecina Carmen, y pude ver y saborear su piel de jubilada.

Antes de empezar, quisiera avisar a todo el mundo que no se trata de uno de los habituales relatos que se leen por aquí, en los que un chico acaba acostándose con una madura, entendida en la mayoría de los casos como una cuarentona ardiente de cuerpo espectacular. En esta historia, la mujer tenía bastantes más años, hacía mucho que no mantenía ninguna relación sexual, y además era viuda.

Vivo solo en un barrio exterior de una gran ciudad, pero no en los típicos “barrios dormitorio”, sino en uno que es como un pueblo, con su colegio, su iglesia, y su plaza central. La gente mayor sale en verano a las puertas a pasar la tarde, y es aquí donde empieza el relato.

Tengo un grupo de vecinos que son casi todos personas mayores, muy simpáticos y amables. Cuando voy a trabajar por la tarde, están sentados a la puerta de casa, y siempre me saludan o me preguntan por la familia, o por cualquier cosa con tal de hablar unos minutos.

Como en mi piso no hay nadie más, cuando llega el buen tiempo voy siempre desnudo, porque así no tengo que poner el aire acondicionado y consigo ahorrar bastante. La verdad es que es una delicia llegar a casa y quitarte de la ropa como si te despojaras al mismo tiempo de las preocupaciones. Me hago la comida, como, friego y me tumbo a ver una película en pelota picada, con toda naturalidad. Y así no pierdo tiempo si me pongo un vídeo porno y me hago una paja.

Bueno, el caso es que algunas veces, estando desnudo sentado a la mesa, me viene a la cabeza una cuestión: casi nunca viene nadie a mi casa, pero ¿y si toca alguien a la puerta, por ejemplo, para vender? ¿O algún vecino que necesita algo? Recuerdo vídeos en los que chicas exhibicionistas piden una pizza y cuando llega el repartidor, o bien lo reciben totalmente desnudas, o llevan una toalla y fingen que se les cae. Me hubiera dado un poco de corte hacer eso, sobre todo si quien viene es conocido, pero a la vez me daba un punto de excitación.

Como es de esperar, un día ocurrió. Llamaron al timbre a la hora de comer, por lo que me acababa de sentar a la mesa. Me puse nervioso y no supe qué hacer, porque me daba morbo abrir la puerta estando en pelotas, pero no sabía si sería muy buena idea. Fui a la puerta y me asomé por la mirilla. Era doña Carmen, una de las vecinas que siempre se ponían en la puerta del bloque.

Para que os hagáis una imagen, doña Carmen era una de las más jóvenes de los tertulianos, y aún así yo le echaba sesenta y muchos años. Una señora mayor normal y corriente, con algún kilo de más, pero no gorda. No puedo describirla tal y como detallaría a una chica joven, eso lo haré más adelante. Cuando hablo con ella y las demás en la puerta, nunca las miro con ojos lascivos, como es normal, sino como mis vecinas mayores.

No sabía si abrir o no. Si hubiera sido un hombre, seguro que me hubiese puesto algo, porque paso de que un tío me vea los huevos. Pero siendo una mujer, y además mayor, por una parte no me parecía muy correcto recibir a mi vecina así, porque se podría escandalizar, y además pensaría que estoy salido (en eso no se equivocaría). Pero por otra parte, al ser una abuela no me daba vergüenza que me viera, ya que si se tratase de una chica más joven no me hubiera atrevido, y además no tenía un marido al que chivarse de lo que había visto. Así que le eché valor y abrí la puerta.

Instantáneamente me arrepentí, porque tal y como había vaticinado, la mujer se sobresaltó un poco, al no esperar tal recepción por mi parte. Pero ahora no podía cerrarle, así que aguanté con la verga colgando a un metro de ella.

  • Nada, que venía a decirte que la semana que viene hay reunión de vecinos, el viernes a las ocho -dijo, con una mirada un tanto incrédula.

  • Vale vale Carmen, creo que podré ir -contesté, mientras ella ya se iba bajando las escaleras a toda prisa.

  • Adiós, hasta luego -escuché que decía, ya fuera de mi vista.

Su reacción era de esperar, se había asustado y me informó de lo que había venido a decirme rápidamente, para poder irse cuanto antes al ver el panorama. Pensé que no lo tenía que haber hecho, y que ahora no me atrevería a mirarla a la cara. Pero cuando salí esa tarde me saludaron todos como si nada, y no sentí que me miraran raro o que se rieran.

Al día siguiente tomé la precaución de quedarme en calzoncillos, aunque no pensaba que nadie fuera a venir y menos después de lo que había pasado, pues supuse que se lo habría contado a todo el mundo. Sin embargo, al poco de sentarme a comer, tocaron otra vez el timbre, casi a la misma hora del día anterior. Me asomé a la mirilla y era ella otra vez. Le abrí desconcertado, no sabía qué podría querer.

  • Hola, mira, que vengo a decirte que igual no puedo ir el viernes a la reunión, porque el otro día me caí, y me hice un cardenal en la pierna, y tengo que ir al médico, a ver qué me dice, y entonces para que se lo digas a los demás vecinos.

  • ¡Ah, vaya! Sí, pues ya se lo diré -me quedé extrañado del cambio en su actitud, mucho menos inhibida.

  • Si es que ya no valemos pa nada, hijo mío -se quejó.

  • No diga eso, Carmen.

  • Si es que es verdad. Y es que vengo también porque ayer me fui muy rápido y muy brusca. Pero es que pensé que estarías con alguna chica o algo, y no quería molestar, y por eso me fui tan brusca casi sin hablarte.

  • Ah no, no estaba con ninguna chica, estaba solo. Lo que pasa es que se me ha roto el aire acondicionado, y me quité la ropa por el calor -mentí.

  • ¡Pues me parece muy bien! Cada uno en su casa está como quiere, ¿verdad? -la señora hoy sí que tenía ganas de hablar, y no parecía importarle que sólo llevara unos calzoncillos puestos.

  • Claro claro. Y perdone si le molestó.

  • ¡Uy, no, hijo mío! Si en esta vida yo ya he visto de todo. Bueno, te dejo, que veo que estás comiendo.

Se despidió y se fue para abajo. Me quedé un poco aturdido, porque estaba seguro de que había subido otra vez a la misma hora a ver si me veía en pelotas de nuevo, a pesar de que el primer día le hubiese intimidado. Me excitó el que una mujer casi anciana tuviese todavía esos pensamientos.

Esperé que el día siguiente subiera con cualquier excusa, y estaba dispuesto a abrirle la puerta desnudo, pero nadie tocó el timbre. Me desilusionó (y me sorprendió más el hecho de desilusionarme por empezar a sentirme atraído por una mujer que podría ser mi abuela), y pensé que igual sí que era verdad que solamente subía a decirme que no podría venir a la reunión vecinal.

Pero me equivocaba. Sólo un día más tarde, y a la misma hora, se presentó de nuevo doña Carmen. Ese día sí que estaba desnudo, y cuando sonó el timbre, mi polla empezó a reaccionar y ganó algo de tamaño. Me arriesgué y abrí sin mirar, porque estaba convencido de que era ella. En efecto, allí estaba, ahora sin cara de susto, y sin pinta de haberse sorprendido por mi desnuda acogida.

  • ¿Estás solo?

  • Sí, no se preocupe. Me he quedado así por lo del aire.

  • Ay hijo, pues perdona que te moleste, pero que vengo para decirte que no hace falta que digas en la reunión que no puedo ir, porque ya he estado en el médico -ya no me cabía ninguna duda que tanto el día anterior, como este, doña Carmen había buscado un pretexto para subir y contemplarme sin ropa.

  • Ah pues muy bien, mejor. ¿Y qué tal está su pierna? -le pregunté desde el umbral.

  • Mejor, mejor, hijo. Mira -y se subió el vestido hasta casi las bragas, pero no se le llegaron a ver. En efecto, llevaba un cardenal en la parte interna del muslo, unos diez centímetros por debajo de la entrepierna.

Se lo miré sin saber qué decir, pero me arriesgué a tocarle con un dedo, a ver cómo reaccionaba.

  • ¿Le duele?

  • No, no -me pareció que de una forma un tanto primitiva se me estaba exhibiendo.

Se bajó el vestido, y se fue. Creí que estaba entrando al juego, después de todo no era tan mayor. Además ella se había dado cuenta de que a mí no me importaba que me viera desnudo.

En los días siguientes todavía subió alguna vez más, la primera para pedirme una taza de arroz (ocasión en que se atrevió a entrar en el piso), y la segunda para comentar algún asunto de la reunión que ya había tenido lugar. Casi siempre venía a la misma hora, aunque en alguna ocasión era hacia las nueve de la noche. Esa hora sería cuando se acercó para pedirme que le ayudara en su casa:

  • Hijo, a ver si un día que puedas vienes y me cambias una bombilla, que yo no llego. Que para mis hijos parece que no existo.

  • ¡Ah, no se preocupe! Si quiere voy ahora. Me pongo algo y bajo -la mujer me dio un poco de pena, con eso de que sus hijos no la van a ver.

  • No hace falta, cuando tengas algo de tiempo...

  • Si no me cuesta nada, Carmen. Me pongo algo para no ir así y voy -no había peligro de que nadie me viera desnudo en la escalera, pues los otros vecinos son un hippy que no está nunca en casa, y un anciano en el piso de abajo que apenas puede andar.

Fui a mi cuarto a ponerme un pantalón corto de deporte, sin calzoncillos debajo, porque sólo era para un momento. Seguí a la mujer hasta su piso, y en efecto, en la cocina tenía una bombilla fundida. Me subí a una silla y se la cambié, aunque tuve la sospecha de que ella pudo haberla cambiado perfectamente. En realidad creo que quería algo de compañía, no sexual, sino que alguien la escuchara y le hiciera un poco de caso. Esta sensación se acrecentó cuando me dijo que me quedara a cenar. Yo rehusé, aduciendo que ya tenía la cena hecha. Sin embargo insistió, pero yo no quería quedarme allí.

  • Por lo menos tómate una cerveza, que hace mucho calor.

Acepté la bebida y me senté en un sillón, junto al sofá en el que sentó Carmen. Ella se sirvió una gaseosa. Estaba dispuesto a escucharla, y que me contara sus penas. Después de hablarme de sus hijos y nietos, me interesé por su contusión en el muslo, que desde mi ángulo le podía ver parcialmente porque tenía las piernas un poco abiertas.

  • Ah, esto, bien, bien -se subió un poco más el vestido, sin dejar ver sus bragas. Yo ya me había estado fijando en sus piernas, y me había excitado durante la conversación, con lo que la tenía algo morcillona.

Me acerqué y se lo toqué, pero con la mano, no con el dedo como la anterior vez. No creí que le molestase, porque no se lo hice en plan cariñoso, sino intentando aparentar interés médico. Ya que estaba allí, pensé, al menos quería palpar algo. Mi polla empezó a crecer rápidamente ante el contacto con su piel suave, y la erección se hizo muy perceptible al llevar sólo un pantalón corto, sin nada debajo. Me di cuenta de que se había quedado mirando mi entrepierna, obviamente había descubierto mi empalmada. Me puse rojo, e intenté decir algo:

  • Uy, perdón... -acerté a decir. Pero inmediatamente pensé que era ella la que había subido repetidas veces sin importarle que estuviera desnudo, y también ella me había pedido que le ayudara con la bombilla. De modo que tomé una decisión: me quité el pantalón, corriendo mucho riesgo, quedándome de nuevo sin ropa frente a ella.

La miré a los ojos, pero Carmen mantenía la vista fija en mi miembro, que estaba como para marcar reses. Le toqué donde tenía el cardenal, bajando despacio hasta la rodilla. Cambié de pierna, y subiéndole el vestido hasta casi las ingles, le acaricié todo el muslo, siguiendo hasta las pantorrillas, excitándome al sentir su piel fina y sin vello (no porque la tuviera depilada, sino porque simplemente no tenía). Le agarré las dos piernas y las subí a mi regazo, para poder quitarle las alpargatas y disfrutar de sus pies. Los tenía pequeños y cortos, con el puente muy marcado.

Aunque pudiera parecer lo contrario, no tenía huesos salientes ni deformidades, ni las uñas gordas o con hongos. Al revés, sus pies parecían muy cuidados, con las uñas cortas, y no desprendían olor. Las únicas imperfecciones eran una dureza bajo el dedo gordo y un callito en el meñique de cada pie. Pero lejos de desagradarme, aquello me excitó más y lo primero que hice fue meterme los pies a la boca, pasando la lengua por cada uña y por los callos. Mientras lamía el talón y los dedos de un pie, con el otro me frotaba la polla y los huevos.

Ella no hacía nada, tan solo se dejaba hacer y miraba. Era el momento de pasar a más. Me levanté y la cogí de la mano, para ir hasta la habitación. Pareció un poco reticente, pero se levantó y me condujo hasta su dormitorio. Se tumbó en la cama, boca arriba, y procedí a desabotonarle el vestido. Contemplé el maravilloso espectáculo que se ofrecía a mis ojos: una señora mayor en ropa interior, en una situación en la que ella jamás habría pensado estar. Nunca hubiera imaginado que iba a estar en paños menores ante su joven vecino, y yo tampoco hubiese sospechado tal cosa. Pero ahí la tenía, con un gran sujetador marrón ocultando unas enormes tetas que empezaban a asomar por arriba, y unas bragas color carne que le llegaban hasta el ombligo.

Por fin puso de su parte y se desabrochó el sostén, descubriendo unas grandes tetas venosas con unos pezones de buen tamaño. Le bajé la braga-faja y pude ver un monte de venus poblado de pelo negro, aunque no muy espeso: seguro que en otros tiempos había tenido una hirsuta mata de vello, pero ahora se le había empezado a caer. La raja la tenía más libre todavía, sólo con algún pelillo alrededor. Me acerqué y admiré aquella preciosidad de vulva, una fina rajita, que perfectamente hubiera podido pasar por la de la última chica con la que había estado.

Comencé a chupárselo compulsivamente, porque además lo tenía muy seco. Era evidente que su lubricación ya no era la de antaño. Jugueteé con el clítoris, causándole sacudidas de placer. Verdaderamente hacía mucho que esta mujer no disfrutaba del sexo.

  • ¡Ay! Esto está mal, mi Antonio... -dijo de repente.

Paré rápidamente; me sentí confundido. Le había venido a la cabeza el recuerdo de su difunto marido y se debía de sentir culpable.

  • Carmen, no se preocupe, no está haciendo nada malo; pero si quiere, paro -le propuse, sin deseo alguno de dejarlo así.

  • No no, sigue...

Menos mal que el deseo era más fuerte y se dejó llevar por la excitación. Después de todo, hacía mucho que no mantenía relaciones, y desde luego no con un chico joven.

Después de dejarle el chocho bien chorreante, subí hasta arriba, le chupé las tetas, y me acerqué a su cara. Quería besarla. Esas ansias me habrían parecido descabelladas en cualquier otra ocasión, sobre todo cuando la veo a ella y a las demás vecinas en la puerta de la calle. Pero en ese momento quería probar sus labios más que cualquier otra cosa en el mundo. La besé, primero con la boca cerrada, y luego abriéndola, y su lengua buscó rápidamente la mía. No tenía la sensación de estar enrollándome con una mujer sesentona, sino de hacerlo con cualquier chica de mi edad.

Le metí la polla despacio, notando lo bien que entraba. Había previsto que no tenía ningún condón, pero no me importó. Ella no iba a tener ninguna enfermedad sexual, y era evidente que hacía mucho que no podía tener hijos. Así que disfruté del tacto de su vagina en mi glande, entrando y saliendo, sintiendo sus flujos, la humedad y el calor.

Allí estaba, haciendo el amor con mi vecina jubilada, ambos desnudos, en una situación nunca antes imaginada, más cerca de ella que ninguna otra vez. Me rodeó con las piernas, agarrándome con las manos el culo mientras gemía. Yo le besaba los labios, el cuello y los pezones. Cambié de postura poniendo sus piernas sobre mis hombros, para poder chuparle de nuevo los pies. Entonces ella se corrió, emitiendo un grito que se debió de escuchar en todo el vecindario. Pero me daba igual que nos oyeran, yo quería más. Pensé en metérsela por el culo, pero si ya había sido complicado lubricar el coño, el ano sería casi imposible.

Después de un buen rato follándomela, me preparé para mi orgasmo. Mirándola a la cara, cogiéndole los enormes pechos, le di unos fuertes empujones hasta que mi pene se estremeció mientras eyaculaba dentro de ella, teniendo un clímax como jamás había sentido. De hecho, era la primera vez que lo hacía a pelo y me corría dentro de un coño sin llevar protección.

Saqué la polla, que ya estaba más flácida, y un hilillo de semen se resbalaba fuera del chocho de Carmen. Me quedé tumbado junto a  ella, que permanecía callada y parecía feliz. Ni siquiera volví a mi piso, sino que me quedé a dormir en su habitación, desnudo en su cama. Ella sí se puso un camisón para acostarse, y me pidió que si me quedaba esa noche, al menos me pusiera algo, pero no quise. Dormí junto a ella, sin ropa, frotando mi sexo con su cuerpo, y rozando sus pies y piernas cada vez que podía.

Desde entonces hemos hecho el amor varias veces más; algún fin de semana que después de llegar a casa a dos velas me quedo con las ganas, he ido el domingo por la mañana con  cualquier pretexto a su casa, y casi siempre he acabado desnudo dándole un masaje, comiéndole el coño después, para terminar con un buen polvo. Aunque ella también se atreve a subir más a menudo, “provocativa” a su manera, y terminamos en mi habitación follando.