Carlitos 2

Carlitos entra en una vorágine de sumisión y humillación ante su Ama y Dueña, quien hasta el día de ayer era su antigua esposa Elena.

Carlitos apenas pudo dormir esa noche; no solo porque estuvo todo el tiempo pensando en lo que había ocurrido el día anterior, sino también porque su esposa y Ama Elena había atado sus huevos a una cinta de seda y ésta a los pies de la cama, y había obligado a su hasta ahora marido, y a partir de ese momento esclavo, a dormir en el suelo, al lado de su cama y encima de una alfombra. De vez en cuando se despertaba y acariciaba a su nueva propiedad, le tocaba la cabeza o acariciaba su miembro o sus huevos, y se cercioraba de que estaba bien sujeto a la cinta de seda. Mientras tanto, Carlitos pensaba en la nueva situación que iba a vivir en su casa a partir de ese día: ya no sería un igual, sino alguien al servicio de quien antes era su compañera y ahora su Ama.

—Despierta, inútil —dijo Elena tirando fuertemente de la cinta de seda.

—Buenos días, Ama. Disculpe, me había quedado traspuesto, pues apenas he podido dormir en toda la noche.

—Anda, desátate y ve a orinar y lávate un poco. Cuando vuelvas, tendrás una pequeña sorpresa.

Carlitos fue al baño temiéndose cuál sería la nueva sorpresa que su Ama Elena le había reservado esta vez. En cuanto volvió, se encontró a su Ama ya vestida y con algunos objetos en la cama: pinzas de la ropa, una zanahoria de tamaño respetable y un bote de aceite de oliva. Se temió lo peor.

—A ver, Carlitos, arrodíllate y acércate a mí, que te voy a poner unas cuantas pinzas.

Carlitos se acercó de rodillas a ella y Elena empezó a ponerle cuatro pinzas en los huevos. Carlitos no pudo reprimir un gesto de dolor, pues el dolor que le provocaban era nuevo para él y no estaba acostumbrado.

—Cállate, inútil, no quiero oír ni el más mínimo quejido. ¿Me has entendido?

—Sí, Ama. Perdón, Ama. Lo siento.

Seguidamente le puso dos pinzas más en el glande; Carlitos no hizo el más mínimo ruido esta vez, pero los gestos que se traslucían en su rostro daban muestras de los sufrimientos por los que estaba pasando. Por último, le puso un par de pinzas más en cada pezón. En total, Carlitos tenía 10 pinzas que lo torturaban lenta y dolorosamente por todo su cuerpo.

—Bueno, a ver. Las pinzas ya están todas colocadas. Ahora ponte a cuatro patas, para que te pueda introducir esta zanahoria en tu precioso culito. La próxima vez usaremos un plug que conseguiremos en alguna sex-shop y también compraremos pinzas dentadas, para que muerdan tu precioso cuerpo.

Carlitos se puso a cuatro patas y sintió cómo su Ama Elena untaba la zanahoria con aceite y después lo hacía con su ano. Fue introduciendo lentamente la zanahoria en su trasero, intentando no producir ningún desgarro en su esclavito.

—Bueno, ya está. Ahora incorpórate, quiero que de rodillas leas en voz bien alta el siguiente documento que te tengo preparado.

Carlitos no salía de su sorpresa; cogió un papel en el que estaba escrito un breve texto que estaba encabezado por la palabra “oración”.

—Mira, Carlitos, a partir de hoy rezarás todos los días en voz bien alta estas oraciones. Quiero que a base de repetirlas, te las metas en la cabecita. Y deberás leerlas siempre de esta guisa: desnudo, de rodillas, con cuatro pinzas en tus cojones, dos en tu pito y cuatro más en tus pezones. Tampoco te faltará el plug que hemos dicho que vamos a comprar y que hoy, por ser la primera vez, usas la zanahoria que te he puesto. ¿Has entendido, Carlitos?

—Sí, mi Ama. Entendido.

—Bien, pues empieza a leer tu oración en voz alta. Y quiero que te la aprendas bien rápido, para que no necesites papel.

Carlitos empezó a leer su oración:

—“Ahora pertenezco a Ama Elena, a quien debo respeto, sumisión, obediencia y amor.

Me entrego a Vd., mi Diosa, en cuerpo, alma y mente.

No hay límites a su poder sobre mí.

Renuncio a mi libertad para ser simplemente su propiedad.

Podrá hacer siempre conmigo lo que Vd. Desee.

Podrá castigarme con o sin motivo, mas no habrá ningún pero que pueda decirle.

Su voluntad es sagrada, y nunca debo discutirle ninguna decisión.

Sus decisiones son y serán siempre justas, y deben ser siempre respetadas por mí sin el más mínimo reproche.

Mi sitio está siempre a sus pies, Ama Elena, y mostraré ante Vd. humildad absoluta y adoración.”

Cuando Carlitos terminó de leer la oración, hubo un largo silencio en el que los dos rumiaron la trascendencia de todas esas palabras. La oración no constituía ningún contrato, pero equivalía a él: un contrato de esclavitud total y absoluta a su Ama.

—Bueno, espero que te haya quedado todo claro, Carlitos, ya no hay vuelta atrás. A partir de ahora soy tu Diosa, y como tal requiero y exijo de ti total sumisión y humillación. Y como Diosa que soy para ti, debes rezarme y adorarme todos los días de tu vida. ¿Queda claro?

—Sí, mi Ama.

—Bueno, y ahora, para acabar, antes de que te quite todo lo que llevas puesto, deseo que te masturbes en mi presencia. Pero quiero que pongas la mano cuando vayas a eyacular, para que recojas tu semen y no me ensucies la casa. A partir de hoy, siempre que te deje correr, deberás tragarte toda tu leche. No hará falta que te lo vuelva a repetir. Deberá ser para ti una costumbre: lechas y tragas. Si algo cae al suelo, deberás lamerlo con tu asquerosa lengua. ¡Empieza!

—¡Pero Ama, tengo pinzas en el pito, y con el movimiento me dolerán aún más!

No terminó de decir esas palabras, cuando Elena le propinó inmediatamente un tremendo bofetón en toda la cara.

—¿Te he dado permiso para hablar? ¿No, verdad? Acabas de leer una oración en la que se dice que nunca jamás discutirás una decisión mía. ¿Y es lo primero que haces, imbécil? ¡Obedece sin rechistar!

Carlitos empezó a tocarse, pero sucedió lo que él ya había advertido: las pinzas empezaron a hacer mucho más daño, y cuando saltaron por acción del movimiento de masturbación de Carlitos, produjeron en él un dolor indescriptible y, simplemente, se puso a llorar, aunque sin parar por ello de masturbarse.

—¡Serás idiota! ¿Así es como me agradeces que te deje lechar? ¿Llorando? Pues a partir de hoy vas a tener contados los momentos en que deje que te toques, porque cuando acabes te voy a poner un cinturón de castidad que tengo preparado. Y por cada vez que llores cuando te digo que te masturbes, vas a estar un mes sin volver a recibir ese premio, y se irá aumentado en unidades de 30 días. Así que ya sabes: la próxima lechada será dentro de un mes, y si en esa ocasión vuelves a llorar, entonces la próxima vez serán dos meses. ¿Lo has comprendido, idiota?

—Sí, Ama. —dijo Carlitos mientras seguía masturbándose delante de su Ama y le seguían saltando pinzas de la ropa de sus huevos. Y esta vez no saltaban por efecto de los movimientos masturbatorios de su mano, sino porque Elena daba pequeñas pataditas en ellos para que saltaran adrede las pinzas, mientras ella sonreía de placer.

—Apriétate con la otra mano que tienes libre las pinzas que tienes en los pezones. Pero hazlo con fuerza, que te duela.

—Sí, Ama.

Carlitos estaba arrodillado, lleno de pinzas que le saltaban y que le producían gran dolor y, encima, tenía que apretarse las pinzas que tenía en sus pezones. Apretaba un tiempo un pezón, y cuando ya era irresistible el dolor en ese pezón, cambiaba su mano al otro pezón. La sensación de placer y dolor era en ese momento para él la misma, no era capaz de delimitar dónde acababa uno y empezaba el otro.

Al final, entre tanto dolor acumulado, Carlitos consiguió correrse en su mano y acto seguido se tragó todo su semen. No sabía si llorar o suspirar de alivio por haber acabado de correrse.

—Veo que lo has hecho muy bien, Carlitos, pero todavía te falta decir algo, mi niño.

—Ama, ¿qué desea que diga? Estoy roto de dolor, me duele todo, me duele el pito, me duelen los pezones, no sé qué debo decir...

—¡Ah, no! ¿Es que ni tan siquiera eres agradecido con tu Ama por haberte permitido disfrutar de tu lechada hasta dentro de un mes? ¿Qué se supone que debes decirme?

—Gracias, Ama, por haberme permitido lechar.

—Así me gusta, mi niño, que seas agradecido. Ya te puedes quitar la zanahoria de culo. Quiero que te la comas. Mientras tanto, voy a por el cinturón de castidad.