Cariño, seguro que me entiendes (Segunda parte)

Cuando la conocí, no pude ni imaginar que me llevaría a la situación en la que me encuentro ahora.

Después de aquel primer encuentro, nuestra relación empezó a afianzarse. En el hotel, de cara al resto de la gente, me seguía tratando con formalidad, pero nos hacíamos pequeños gestos de complicidad que sólo nosotros entendíamos. Más de una vez se coló en mi habitación, con cuidado de no ser descubierta, para echar unos polvos intensos, y sobretodo rápidos, porque no podía abandonar demasiado tiempo sus obligaciones. Yo me desnudaba, totalmente empalmado, esperando a que Graciela abriera la puerta con su llave maestra y entrara, haciéndome un barrido visual con sus ojos llenos de deseo, mientras se soltaba el pelo y se mojaba los labios con la punta de su lengua.

Me encantaba empujarla contra la pared sin quitarle el traje sastre,  magrear todo su cuerpo levantándole la falda y la blusa y apretando mi paquete contra su culo. Tras esos primeros momentos de furia, invariablemente ella tomaba el control y lo organizaba todo para que le proporcionara una buena comida de coño antes de poder penetrarla. Me tenía cautivado la súbita transformación de la gélida directora en una zorra malhablada, que actuaba sin compasión aprisionándome, espoleándome, en alguna ocasión incluso abofeteándome, totalmente concentrada en obtener su propio placer. Cuando lo había conseguido, mi nivel de excitación era tal que con un par de embestidas yo ya llegaba a correrme, derramando mi leche sobre las sábanas e intentando no manchar su traje.

Pero no sólo era el sexo con Graciela lo que me tenía cautivado. Aunque al principio era renuente, poco a poco aceptó mis invitaciones a cenar, de manera un tanto furtiva puesto que continuaba su relación con Roberto, el garrulo del bar. Me sentía el hombre más envidiado de la tierra, al lado de una chica que por su juventud y belleza no dejaba indiferentes a ningún hombre o mujer en los restaurantes que visitábamos. A medida que nuestra confianza crecía, su vestuario fue evolucionando progresivamente al de nuestro primer encuentro en el bar, lo que debió hacer que más de uno pensara que era una acompañante de pago trabajándose a un ejecutivo maduro.

En octubre tomé la decisión de trasladarme a Barcelona. A mis socios se lo planteé oficialmente por la necesidad de potenciar nuestro negocio en dicha ciudad, lo cual aceptaron sin preguntar demasiado. Alquilé un pequeño apartamento cerca del de Graciela y organicé las visitas a mi hija los días en que me trasladaba por negocios a Madrid, y sobre todo, los fines de semana que pasábamos en una casita que tenía en la sierra madrileña.

Evidentemente, la única razón de mi traslado era Graciela, y gracias  a mi decisión nuestro vínculo se consolidó definitivamente. Nunca quise saber demasiado al respecto, pero dejó su relación con Roberto (al que tampoco se le hundió el mundo, porque su bar le proporcionaba cuantas presas deseaba) y fuimos deslizándonos en una agradable rutina de convivencia. Las noches en la que yo no estaba de viaje dormíamos juntos, la mayoría de las veces en mi casa, que se encontraba bien atendida por una señora que hacía la limpieza y la compra. Graciela empezó a acompañarme a la sierra los fines de semana que me tocaba estar con mi hija, y con gran satisfacción comprobé que ambas se llevaban a las mil maravillas.

Como suele pasar, la pasión inicial empezó a dejar paso a la comodidad de los lazos estables. Yo estaba enamorado de la inteligencia, la vitalidad y la alegría de Graciela, y creo que ella valoraba mi estabilidad y madurez. El sexo para mí seguía siendo sublime, pero ya habréis descubierto que soy un tipo fácil de complacer. Graciela, en cambio, parecía echar de menos alguna cosa que yo no podía darle, y aunque nunca expresó la más mínima queja, yo notaba esa sutil sensación de desencanto cuando acabábamos de follar.

Graciela me integró en su vida nocturna, y empecé a ir al bar donde la encontré la primera vez. No me fue fácil al principio: no solamente estaba presente Roberto quien, en honor a la verdad, no nos hizo el menor caso, sino que me encontraba totalmente desplazado en aquel lugar, lleno de jóvenes despreocupados con los que no tenía ningún tema en común. Progresivamente, fui encontrando una solución de compromiso compartiendo confidencias  etílicas con dos o tres clientes habituales, hombres mayores que yo, que ahogaban su fracaso vital con el espejismo de la falsa camaradería que provocan las bebidas de alta graduación. Mientras tanto, Graciela se lo pasaba en grande con sus amigos, echándome un ojo de vez en cuando como el que vigila que no se le pasen los macarrones. No era la solución perfecta, pero entendía que era el precio que debía pagar por estar con una chica bastante más joven que yo.

Me encontraba una de esas noches soportando el pastoso relato de la vida de uno de los maduros habituales, un picapleitos venido a menos, cuando en el bar irrumpieron cuatro chavales, no mayores de veintipocos años, enormes, con pinta nórdica y la cara roja que parecía producto de una ronda de bares y garitos que debía durar ya algunas horas. A pesar de estar en febrero, era evidente que la combinación de alcohol y clima mediterráneo les hacía creer que estábamos en primavera ya que todos vestían camiseta y tejanos, dejando a la vista una poderosa musculatura. Sin demasiados problemas debido a su envergadura se abrieron paso hasta la barra y pidieron sus copas, mientras bromeaban entre ellos y tiraban la caña a cuantas chicas tenían a su alcance.

No pasó mucho rato hasta que uno de ellos se separó del grupo y se acercó hasta Graciela que estaba sentada en un taburete charlando con una amiga, bastante poco favorecida, todo hay que decirlo. Dicen que la táctica infalible es atacar a la fea para picar a la guapa, pero aquel gigante nórdico estaba bastante seguro de que a él no le hacía falta ninguna táctica especial y Graciela se lo confirmó al instante con su lenguaje corporal, girándose hacia él y tocándole con sus rodillas desnudas. Tan evidente era el interés mutuo, que amiga fea se despidió de mala cara y decidió adelantar la hora de su regreso a casa dejándolos solos.

La conversación no parecía ser de muy alto nivel, no por la barrera idiomática (ya que Graciela hablaba perfectamente el inglés), sino por el elevado nivel etílico que el mocetón aparentaba. Pero lejos de molestarle, parecía que Graciela encontrara fascinante cualquier cosa que aquel borracho dijera, celebrándolo con grandes risas y eventuales balanceos que el nórdico aprovechaba para encerrarla en sus enormes brazos.

No era la primera vez que una cosa así pasaba. De manera periódica, algún chaval se extralimitaba con las confianzas con Gabriela, momento en el que yo salía de mi rincón, me acercaba a ella para marcar territorio y ella lo resolvía estampándome un beso o presentándome como su novio al salido de turno.

Parecía que ese momento ya había llegado, porque el gigantón ya estaba en la fase de las gracias picantes, haciendo algún comentario sobre el escote que, como habitualmente, Graciela mostraba, bajando su cabeza hacia él y llegando a estirar levemente de su blusa como queriendo saber más de los tesoros que allí se ocultaban. Me separé del pesado picapleitos y me acerqué al lado de Graciela que tardó en darse cuenta de mi presencia, en parte porque aquel mastodonte me tapaba, y en parte porque Graciela sólo tenía ojos para él.

Tras insistir un par de veces, Graciela reparó en mí, y le dije:

-          “Cariño, es tarde, ¿qué tal si nos retiramos?”- pregunté, sin muchas esperanzas.

-          “¡Qué dices, sólo son las dos y el ambiente está genial!”- contestó, a lo que añadió volviéndose al nórdico- “Sven, meet my friend Diego. Diego, éste es Sven, que ha venido con el equipo sueco de waterpolo a no sé qué campeonato…”

Sven me dirigió una mirada vidriosa e indiferente y nos dimos la mano, tras lo cual decidió seguir a lo suyo, que por supuesto era decirle payasadas a mi novia. Consciente de que esta vez no había habido ni beso ni presentación formal como novio, y tras constatar que ambos me ignoraban perfectamente, decidí subir al altillo donde estaba el baño a liberar mi vejiga de los excesos cometidos, mientras intentaba analizar la situación.

Cuando ya aliviado descendí las escaleras descubrí que no había ni rastro de Graciela ni del sueco. Un rápido vistazo desde la altura al local, que tampoco era gran cosa, me permitió comprobar que no estaban allí. Sí que divisé a los compañeros de equipo de Sven, ya perfectamente integrados en el ambiente, que continuaban su juerga.

Salí a la calle y recorrí la manzana de arriba a abajo, escudriñando otros locales por si estaban por allí, sin éxito. Crucé la acera e inspeccioné también cada garito y portal sin encontrarlos tampoco.

Ya me había resignado a volver cruzar la calle para entrar al local y preguntarle a alguien (con el previsible pitorreo) si sabía algo de mi novia, cuando los vi en el extremo inferior de la calle. Aunque la calle estaba oscura y se encontraban en el otro extremo de la manzana, la enorme camiseta blanca de Sven, que le sacaba dos cabezas a Graciela incluso con los taconazos que calzaba, y la melena rubia de ésta, no dejaba lugar a dudas. Era evidente la complicidad con la que se manejaban. Caminaban lentamente, como zigzagueando, deteniéndose cada dos pasos y abrazándose, muriéndose de la risa, intercambiándose lo que parecía ser un porro y apoyándose el uno en el otro con una intimidad impropia de la hora escasa que hacía que se habían conocido.

Sentí que la sangre me subía a la cabeza: aquella chica por la que yo había trastocado toda mi vida no había necesitado ni media hora para irse con aquel payaso. Y encima, delante de mis propias narices. Pero al mismo tiempo, una extraña sensación se apoderaba de mí, lo que se traducía en una creciente erección que pugnaba por liberarse de la prisión de mis pantalones.

Confundido, me retiré a la oscuridad de un portal para que no me vieran. Ellos continuaron su lento deambular compartiendo el porro hasta que, a una distancia prudencial del bar, se detuvieron, apuraron las últimas caladas y se separaron apenas un poco para entrar en el local.

Preso de mis sentimientos encontrados, salí de la protección del portal y paré el primer taxi que vi. Una vez llegué a casa, me desnude y me metí en la cama, dolorosamente consciente de mi tremenda erección, mientras en mi cerebro se mezclaban sin orden ni concierto las imágenes que había visto con las que imaginaba que habían sucedido en el rato que no les vi.

Las horas empezaron a pasar lentamente en el reloj digital de mi mesilla de noche…

(Continuará)