Cariño, seguro que me entiendes (Cuarta y última)
Cuando la conocí, no pude ni imaginar que me llevaría a la situación en la que me encuentro ahora.
Aquel sábado me desperté bien entrada la mañana. A mi lado, Graciela dormía profundamente, expurgando los excesos de la noche anterior.
Decidí que lo mejor que podía hacer era aferrarme a mi rutina de ejercicio diario, por lo que me fui a correr los 10 Km habituales con los que intentaba inútilmente frenar los estragos de la edad en mi cuerpo.
Cuando volví a casa, pasé directamente al baño, me duché y una vez aseado, me envolví en el albornoz y me dirigí al comedor con cocina americana del pequeño apartamento. Allí estaba Graciela, radiante, vistiendo uno de mis calzoncillos bóxer y una camiseta sin mangas como habitualmente hacía cuando se quedaba en mi apartamento. Descalza sobre el parquet, el pelo recogido en una cola de caballo, los pechos danzando libres dentro de la camiseta, Graciela trasteaba con la cafetera y la tostadora.
“Hola guapo, ¿un café?” – me dijo, mientras me daba un cariñoso piquito- “¿Has disfrutado de la carrera?”
Cualquiera diría que la noche anterior no había pasado nada. Aquello, a plena luz del día, era más de lo que podía asumir, por lo que decidí coger el toro por los cuernos.
“Graciela, tenemos que hablar de lo de anoche” – le dije, mientras me incorporaba a uno de los taburetes de la barra de la cocina- “lo de la juerga con los suecos en la piscina y demás…”
Nunca he tenido facilidad para disimular, y en aquel momento estaba claro que mi cara reflejaba incomodidad.
“Chiquitín, entre nosotros no hay que tener vergüenza”- dijo, mientras se acercaba a darme un cariñoso achuchón- “Todos tenemos fantasías eróticas, y todas son legítimas mientras no hagan daño a nadie. Además, a mí me encantó lo que hicimos ayer, estabas tan mono…”
Ahora sí que no sabía que pensar. ¿Toda la locura que había estaba viviendo desde hacía doce horas era sólo producto de mi imaginación?
“¿Qué quieres decir?” – balbuceé, preso de la incredulidad- “¿Lo que me explicaste ayer de los suecos no pasó en realidad?”
“Pero bueno, ¿por quién me tomas?” – protestó débilmente – “Lo único que pasó es que nos fuimos toda la peña y los guiris ésos a bailar a un after hasta las tantas… Un desfase total… hacía tiempo que no me los pasaba tan bien… pero la verdad es que acabé tan mareada que me tuve que mojar toda la cara para poder encontrar la salida, tomar un taxi y volver a casa… Y claro, entre el mareo que llevaba y que te encontré despierto en la cama… pues a una le da por imaginarse cosas… ¡pero nada más!”
Yo no sabía qué pensar. Por un lado me alegraba de que mi novia no hubiese roto nuestro lazo; por otro, no podía sustraerme al hecho de que la noche anterior, el pensar que Graciela se había abandonado a los excesos con aquellos extranjeros me había proporcionado las dos corridas más intensas y morbosas que había tenido en mucho tiempo. Pero, por encima de todo, estaba la evidencia de que la fantasía no era sólo mía, que ella también había jugueteado con la idea de hacérselo con aquellos chicos.
“Pero entonces, ¿a ti te habría gustado follarte al tal Sven?”- pregunté, mientras volvía a notar un ya familiar calor en el pecho acompañado de la inevitable erección.
“A ver, cariño, cómo te lo explico…”- contestó, con una cierta incomodidad- “Para mí, lo más importante es nuestra relación, y nunca haría nada que la pusiera en peligro. Adoro los momentos que pasamos juntos, te admiro como persona y quiero que seas mi pareja para siempre. Pero es cierto que echo de menos algo en el sexo…”- y añadió con semblante grave- “Creo que, por nuestro bien, es mejor que te lo diga”.
“Bueno, pues adelante”- la animé, expectante- “Ahora que has empezado, no pares…”
“Cariño, el sexo contigo está bien…”- susurró, con una cariñosa caricia en la cara- “pero… a veces, me canso de llevar yo siempre la voz cantante… La verdad es que siempre he preferido que sea el hombre el que la lleve, sentirme dominada y utilizada… sentirme una zorra en brazos de su chulo, supongo… yo misma no lo entiendo demasiado, pero es así. Lo he intentado obviar todo este tiempo, porque sé que tú no eres así… tú eres más tierno… pero ayer, con todo lo que pasó, me di cuenta de que también es eso lo que necesito. Tú me conoces. Y después de lo de ayer, también creo que yo te conozco un poco más.”
Y añadió, con ternura:
“Cariño, seguro que me entiendes.”
Y tanto que la entendía. Si una cualidad tengo, maldita sea, es que no puedo evitar analizar las situaciones y las consecuencias fría y rápidamente, por duras que sean. Eso me ha permitido progresar en mi trabajo, por ejemplo, pero en ese momento me estaba obligando a enfrentar una dura disyuntiva: Graciela me pedía que le ayudara a llenar ese vacío en su vida, o tarde o temprano, nuestra relación acabaría por agotarse, y sin ella, mi vida volvería a estar vacía.
“Tengo que pensar”- le dije. Me vestí con lo primero que encontré, y silenciosamente, abandoné la casa.
Anduve por la ciudad durante toda la tarde. A medida que deambulaba, una tranquila y serena calma me invadía, prueba evidente de mi aceptación de la nueva situación. En ningún momento consideré seriamente el abandonarla: sabía que nunca encontraría a nadie que me brindara la honestidad de la que Graciela había hecho gala. Ya entrada la noche, sentado en una cafetería de las Ramblas, una idea me quedó diáfanamente clara: haría lo que hiciera falta por hacer feliz a Graciela, por conservarla.
Apresuradamente, tomé un taxi y me dirigí a casa. La encontré echada indolentemente en el sofá, transitando sin interés por los canales de la televisión. Levantó la vista, y me preguntó:
“¿Estás bien?”
“He estado pensando mucho en lo que hemos hablado, te entiendo y estoy de acuerdo”- dije, acercándome a su cara- “Sólo te pido una cosa: no hagas nunca nada a mis espaldas”.
Aquella noche sellamos nuestro pacto haciendo el amor en el sofá como nunca lo habíamos hecho. La violenta amazona que yo conocía aquella noche se tornó en una suave amante que me susurraba delicadas palabras mientras me besaba.
Nos fuimos desnudando poco a poco, sin prisas ni urgencias. Nos besamos lentamente, mientras Graciela me susurraba:
“Me vas a hacer muy feliz, siempre me tendrás contigo. Los otros sólo me follarán, pero siempre volveré a casa”.
Hasta la fecha, me consta que Graciela siempre ha cumplido su pacto. Cuando conoce a alguien que le gusta me lo explica y me hace compartir su emoción. Invariablemente son tipos grandes, con pinta de chulos, que hacen aflorar el lado escondido de mi amada Graciela. Si alguna vez, de manera incomprensible, le asaltan dudas sobre si será capaz de cobrar su presa, yo le ayudo a diseñar su estrategia, un ejercicio por lo demás, bien simple.
Le ayudo a escoger el vestuario más adecuado para cada ocasión. Mientras se prepara a conciencia ante el espejo, le aconsejo qué minifalda es más sexy, qué blusa resalta más sus curvas. Como especial deferencia, siempre me deja elegir a mí su ropa interior que, a veces, sencillamente suprimo ante su divertido escándalo. Periódicamente le regalo zapatos o prendas que sé que se pondrá para otros, aunque el acto de regalárselos a mí ya me compensa.
Las noches que simplemente decide ir de caza, salimos juntos a cenar y durante la cena decidimos cuál será el teatro de operaciones. Después nos dirigimos a local escogido y yo me adelanto para ocupar un buen sitio en la barra que me permita observarla cuando entre. No suelen pasar ni diez minutos antes de que algún tipo se le acerque, pero no son ellos los que eligen. Graciela los despacha sin miramientos hasta que ve algún tipo que le cuadra, mientras que yo, a distancia, me entretengo intentando adivinar quién será el escogido.
Cuando ha seleccionado a alguien, nunca falla. Cuando salen a bailar, sé que en parte es a mí a quien dedica los sensuales movimientos con los que se restriega con su nuevo macho. Cuando el afortunado, excitado, la soba en algún rincón en penumbra, o incluso en medio de la sala, mi novia no olvida de vez en cuando mirar hacia donde yo estoy y lanzarme un beso silencioso.
Cuando Graciela está segura me hace una señal convenida y yo me vuelvo a casa. Me desnudo y me meto en la cama empalmado, imaginando la rudeza con la que será follada y la sensación de felicidad que la embargará. Intento no masturbarme para mantenerme intacto para cuando vuelva
Suele volver cuando despunta el alba. Se mete en la cama con la mirada perdida, los sentidos embotados y el aliento oliendo a alcohol, tabaco y sexo. Mientras me masturbo, se pone a mi lado con los pechos a la altura de mi cara y desgrana su relato lentamente. Con ella comparto la excitación del encuentro, el frenesí de los primeros besos, la audacia del nuevo amante avanzando sus manos en el cuerpo de Graciela en el primer encuentro. Gozosa me explica en qué cuchitril se han escondido para desnudarse, el tamaño de su pene, la violencia de sus magreos. Tiembla cuando recuerda la dureza de su miembro, cómo le ha ofrecido su cuerpo, cómo le ha penetrado el coño o el ano.
Y entonces yo, feliz, me corro entre mis manos, ahogándome en sus pechos. Feliz, porque al fin y al cabo, soy yo el que la tengo.