Cariño, seguro que me entiendes (1ª, corregido)

Cuando la conocí, no pude ni imaginar que me llevaría a la situación en la que me encuentro ahora.

Cuando la conocí, no pude ni imaginar que me llevaría a la situación en la que me encuentro ahora.

Curiosamente, la diferencia de edad no fue nunca un obstáculo. Graciela, en el esplendor de sus 30 años, estaba acostumbrada a tratar con cuarentones como yo debido a su trabajo de directora en un hotel en Barcelona. No le pasaban desapercibidas las miradas furtivas, incluso las descaradas, que los clientes habituales le dedicábamos. Las ocasionales invitaciones a tomar una copa fuera del horario de trabajo las rechazaba elegantemente, a excepción de alguna emitida con mayor gracia o fortuna, que normalmente no pasaban de eso, una copa, de la que el pretendiente salía con más calentura de la que había entrado.

Nunca he llegado a entender qué es lo que hizo de mí el elegido. Si nos hubiesen puesto en fila a todos los clientes habituales, la mayor parte ejecutivos o empresarios, yo no habría destacado por nada. Ni por alto ni por bajo, ni por gracioso o soso, ni por atrevido o tímido… La verdad es que la vi tan inalcanzable desde el primer momento que la puse de manera preventiva fuera de mi mente durante los dos años que, por motivos profesionales, tuve que alojarme entre dos y tres noches a la semana en su hotel.

Y no es que no le tuviera ganas. Graciela tenía un cuerpo sensual y proporcionado, invariablemente enfundado en un traje sastre que resaltaba sus curvas, lo suficientemente pronunciadas para llamar la atención de todos, pero definitivamente dentro de los límites de la elegancia. Si alguna molestia le ocasionaban los zapatos de tacón que siempre llevaba, nunca nadie lo notó, y eso que no dejaba de recorrer todo el hotel pendiente del más mínimo detalle. Pero lo que realmente cautivaba era su rostro: media melena rubia recogida, siempre una sonrisa contenida y una penetrante mirada con la que en seguida sabías que no servían ni artificios ni chorradas.

Nuestra historia comenzó una noche de principios de junio, jueves por más señas,  en la que yo volvía paseando al hotel después de una cena de negocios que se había alargado más de la cuenta. A pocas manzanas de mi destino me topé con un bar, apenas un tugurio, con la música bastante alta, y atiborrado de jóvenes, y no tan jóvenes, animados e invariablemente con una copa en la mano. Al verlos, no pude dejar de pensar que mi vida, después de dos divorcios, con una hija pequeña a la que apenas veía por esas cosas de la jurisprudencia, y totalmente volcado en un trabajo exitoso pero absorbente, distaba mucho de ser perfecta.

Quizá fue el deseo de compartir un poco de la indolente animación del local, o más bien la necesidad de remojar mi autocompasión con un par de copas lo que me animó a entrar. Me hice con dificultad un hueco en la barra y le pedí a una camarera de anatomía contundente un vodka con tónica.

Inicié el ritual del bebedor solitario combinando los sorbos a la bebida con ocasionales miradas a mi alrededor, pero sobretodo concentrado en apurar las heces de mi desamparo. De pronto una mano toco mi espalda y oí que me decían:

-          “Hombre, Sr. Rivas, que sorpresa verte por aquí…”

Me giré sabiendo ya a quien me encontraría, consciente de que el distante tratamiento de Ud. que Graciela siempre me aplicaba había sido transformado en un más apropiado tuteo. Lo que no me esperaba era ver la mujer con la que me encontré: la melena rubia suelta, una sucinta camiseta con tirantes muy ceñida y unos shorts que confirmaban la excelente calidad de una piel tersa y suave, todo ello encima de unos tacones imposibles que la elevaban unos centímetros más de lo que yo recordaba.

-          “Olvídate del Rivas” – acerté a decir mientras me giraba a observarla sin demasiados miramientos – “en este lugar y a estas horas, sólo soy Diego”.

Empezamos a charlar de naderías, que era lo que más me convenía después de un día de reuniones encorbatadas. Alejados del formalismo y profesionalidad que hasta entonces habían dominado nuestros encuentros, la conversación fluía animada con ocasionales interrupciones de amigos suyos que la saludaban. Esos momentos yo los aprovechaba para relajar la vista en su anatomía, y me parecía que ella, con el rabillo del ojo, lo aprobaba. Lo concurrido del local ayudaba a que sus pechos esporádicamente se apoyaran en mí, un movimiento que yo me esforzaba en descifrar, sin acabar de creer en mi suerte, pero sin cuestionármela demasiado.

Así estuvimos lo que duran dos rondas a las que no me dejó invitarla, con el pretexto de que ella era habitual del local y tenía trato preferente. Ayudados por el alcohol, nuestro lenguaje corporal sobrevolaba nuestra conversación. Los avances de mis manos en su cintura y mi acercamiento a su cara (con el pretexto del ruido del ambiente), fueron respondidos por Graciela quitándome la corbata, en lo que a mí me pareció un anticipo de futuras intimidades.

Desafortunadamente, un tipo no mucho más joven que yo, con pinta de garrulo, y que actuaba como gallito de aquel corral, vino a estropear el momento. Sin importarle un comino que yo estuviera allí, se planto entra Graciela y yo y le plantó un morreo en la boca, mientras la agarraba firmemente del trasero. Graciela intentó zafarse sin demasiada fuerza y me dijo:

“Te presento a Roberto, el propietario del bar” - y elevando al cielo los ojos, añadió- “y mi novio.”

No sé si el tal Roberto llegó a articular palabra. En cualquier caso, el daño ya estaba hecho. De vuelta a la realidad, inventé el típico pretexto de una agenda apretada para el día siguiente, me despedí de Graciela y anduve desencantado las pocas manzanas que distaban del hotel.

Al día siguiente, al situarme en el mostrador de la recepción para saldar mi cuenta, me encontré con Graciela que, sin reflejar en su apariencia ningún efecto de la noche pasada, me atendió con la misma fría profesionalidad que acostumbraba. Con su habitual diligencia, y tratándome de Ud. en todo momento, cobró los servicios, imprimió la factura y me la entregó en el típico sobre corporativo.

No fue hasta que estuve en el taxi camino del aeropuerto para coger el vuelo de vuelta a Madrid que, al revisar los papeles, descubrí que había una nota escrita a mano junto a la  factura que decía: “Ayer dejamos algo a medias… Graciela”. Junto a esas palabras había un número de teléfono móvil.

Quizá ése fue el último momento que tuve para preservar el control de mi vida. Muchas veces he pensado que debería haber estado alerta ante el súbito vuelco que me dio el corazón, que debería haber interpretado las señales. Pero lo cierto es que me faltó tiempo para escribirle un mensaje que decía “Lo acabamos el próximo martes cenando? Diego”, y estuve con el móvil en la mano hasta que casi a punto de embarcar sonaron los pitidos que me trajeron su respuesta:

“A las 9 en el Dry Martini. Sin corbata. Sin límites.”

El martes a las ocho y media yo ya estaba en la barra del bar, armándome de valor con un vodka tónica y con la mirada fija en la puerta. Diez o quince minutos después de las nueve, se abrió la puerta y entró Graciela, que no necesitó más que una mirada para localizarme y dirigirse hacia mí con paso seguro. Vestía un escueto vestido claro, con una falda que volaba a cada paso de sus firmes piernas sobre los altos tacones, y sostenía en la mano un pequeño bolso a juego.

Me saludó con dos besos en los que ambos aprovechamos deliberadamente para acercar las comisuras de los labios. Pidió lo mismo que yo, y después de unos minutos de charla intrascendente, mirándonos a  los ojos y cogidos de las manos, me espetó:

“¿Tienes hambre?”

“Para nada” – le respondí.

“Pues entonces, vamos a mi casa.” – concluyó.

Durante el camino nos debatíamos entre comernos a besos y acelerar para llegar a su casa, a escasas manzanas de distancia. Una vez en el ascensor, empezamos a desnudarnos y a magrearnos con la furia contenida de tantos días anticipando ese momento. En el pasillo que conducía su habitación dejó caer el vestido que yo ya había asaltado y se quedó sólo con los tacones, un tanga blanco y un sujetador a juego que apenas cubría los pezones de sus rotundos pechos. Yo la seguí mientras pugnaba por sacarme la ropa sin caerme y sin perder ni un momento de morder su cuello y palpar su cuerpo.

Nos tiramos sobre su cama desecha y empecé a lamer su cuerpo, ahora más detenidamente, empezando por la boca, pasando por sus pechos, recreándome en su vientre, conteniendo el asalto final a su coño, objetivo final de mis trabajos.

Nunca he sido un superdotado, y a mis 45 años, era consciente de que sólo tenía un cartucho y que debía aprovecharlo bien. Empecé a besar sus muslos, hasta que Graciela agarró mi cabeza y la enterró bien entre sus piernas. Aparté la tela de encaje del tanga mientras lamía su coño, bien depilado, como si fuera un helado, mientras notaba las descargas de placer que eso le producía. Graciela había pasado sus piernas por encima de mi espalda y me clavaba los tacones de aguja en mi espalda como una amazona que espoleara a su caballo.

En un momento dado, se incorporó, y con una mirada brillante que dejaba ver hasta qué punto estaba excitada, me ordenó tenderme en la cama, se deshizo del tanga mientras se subía encima de mi cara apoyando las manos en la pared.

“¡Cómeme el coño, joder!” –gritó-¡Ni se te ocurra parar hasta que me corra!”.

Yo me sentía en la gloria. No hay nada que me ponga más que una mujer sexualmente activa, dominante, que sabe lo que quiere y que lo obtiene sin remilgos. La asfixia que me provocaba su coño en mi cara, las sacudidas y movimientos que hacía para aumentar su placer me hacían sentir un mero instrumento sexual, y la verdad, me encantaba. Notaba mi polla tensa, en su máximo esplendor, tan excitada que un mínimo toque la habría hecho explotar.

Al cabo de lo que me parecieron unos interminables y maravillosos minutos, Graciela se corrió en mi boca, gritando:

-          “¡¡Ah, cabrón, me corro, me corro…!!”

mientras restregaba su coño en mi cara para arrancar hasta la última gota de placer de su cuerpo.

Ahora me tocaba a mí. A cuatro patas, se acercó a mi polla que seguía dura, y apartándose el pelo para que pudiera observar perfectamente su trabajo, empezó a lamer desde la base de los huevos hasta el capullo. Después de lubricarla a conciencia, se metió la polla en la boca en su totalidad (la tengo más bien pequeña) y empezó una concienzuda succión mientras con sus manos acariciaba mis huevos y jugaba con un dedo en la entrada de mi ano.

Cuando se dio cuenta de que yo ya estaba más que listo, se giró ofreciéndome su parte trasera e invitándome a penetrarla. Yo agarré mi miembro y lo dirigí a la entrada de su coño, momento en el que ella dijo:

-          “¡Fóllame fuerte, cabrón, hoy soy tu puta!”

La agarré por las caderas y empecé a empujar como nunca lo había hecho. Graciela tenía la cara aplastada en las sábanas, las manos agarradas al colchón, el culo en pompa y los ojos cerrados mientras gemía como una posesa.

No me hizo falta mucho más. Ya no recordaba el último día que había tenido sexo, seguramente porque ni lo quería recordar. Y la visión de aquella diosa del sexo, totalmente entregada hizo que notara como mi esperma pugnaba por salir, justo a tiempo de retirarme de su coño y esparcir toda la lechada sobre su espalda.

(Continuará)