Cariño, salgo a correr, parte 6
Encuentros inexperados, situaciónes morbosas.
Con los tiempos que corren hay que diversificar las actividades que pueden ser lucrativas, con el inconveniente de que es posible que alguien te llame en plena tarde de domingo para que les enseñes un piso de alquiler.
Quedé con el hombre en el mismo piso y yo me adelanté un poco para abrir persianas y airear e iluminar el pisito.
Cuando el hombre llamó al portero electrónico sentí que no iba solo sino acompañado de la familia. Iban a estropearme la tarde de domingo, pero no tenía más remedio resignarme.
Al ver a la pareja entrar junto con un niño, mi tendencia natural a revisar el físico femenino chocó con una mayúscula e inesperada sorpresa. La mujer era la vecina con la que estaba teniendo una relación muy tórrida.
Ella estaba tan nerviosa que solo miraba al suelo. Probablemente, al ver el piso al cual se dirigía habría descubierto que era a mí a quien iba a ver tras la puerta, ya que precisamente este pisito lo habíamos usado para un encuentro amoroso la semana anterior.
Tras escuchar las razones que me daba el marido sobre porqué deseaba alquilar un piso me dispuse a mostrarle las habitaciones.
No atinaba a acertar con las palabras pues al enseñarles el salón e indicarles el mobiliario, sólo me venía a la mente el recuerdo de aquella mujer que ahora estaba muda y parada junto a su marido y que entonces se mostraba lasciva y de rodillas frente a mí, sacando mi polla, jugando con ella y besándola con los labios, esos mismos labios que ahora besaban a su hijo. ¿Estaría acordándose ella de lo mismo?
La situación tan morbosa había provocado que mi miembro se pusiera erecto dentro del pantalón y ella, dentro de las pocas miradas que me echaba, dirigió una precisamente al paquete y con un acto totalmente reflejo se relamió. Eso me provocó aún más excitación.
Ahora mi mente mezclaba las imágenes y la veía a ella postrada lamiendo mi cipote mientras el marido nos contemplaba, bajándome los pantalones hasta los tobillos y engullendo con avidez el miembro que me palpitaba fuertemente en la entrepierna, ansioso por salir y zambullirse en la boca que tanto placer le había ofrecido unos días antes.
En un ánimo de querer centrarme en la tarea a la que habíamos venido, los dirigí hacia la cocina. Craso error, aquella enorme mesa que presidía el centro de la cocina había servido de cama amatoria, imitando la escena que para ella representaba una fantasía sexual, esa escena con la mesa llena de harina y Jack Nicholson y Jessica Lange haciendo el amor. Recordé entonces lo putilla que aquella amante madre se había puesto toda embadurnada de harina, cómo me abría su babeante coño y me decía, cabrón, fóllamelo. Cómo yo le lamía los pezones con sabor a harina mientras ella se retorcía de gusto ante las tremendas arremetidas que yo le propinaba a su húmedo chochito.
Recordé que terminamos arrastrando la mesa hasta el fondo de la cocina, mientras ella gemía de placer y gritaba ahogadamente, hazme tu puta, fóllame, cabrón. Ahora, apenas se atrevía a levantar la cabeza para mirar la cocina ante la pregunta de su marido, pero apenas hacía una semana, totalmente desnuda, se retorcía de placer y tenía un orgasmo sobre esa misma mesa.
Después de quedarnos exhaustos sobre la mesa, me había comentado que había sido uno de sus orgasmos más fuertes. Yo ya lo había presentido en las fuertes y continuadas contracciones que su vagina produjo en mi miembro.
El marido tuvo que despertarnos a ambos del recuerdo que ambos vislumbrábamos al mismo tiempo, diciéndome que les enseñara el cuarto de baño. Afortunadamente allí no habíamos hecho nada excepto ducharnos del pringue que produjo la harina y nuestros propios fluidos. E incluso lo habíamos hecho por separado, ella primero mientras yo limpiaba el suelo y la mesa de la cocina.
El dormitorio infantil fue un mero trámite a cumplir antes de dirigirnos al dormitorio de matrimonio. Allí volvieron los recuerdos en forma de marcas sobre la pared, las que había producido el cabecero metálico de la cama.
Ese mismo cabecero en el que aquella esposa aparentemente fiel había sido atada e incluso amordazada. Aquella cama en la se portó como una digna sumisa ante mis perversiones, en la cual la había desnudado y le había colocado pinzas en los pezones y en los labios vaginales. Viéndola estremecerse entre el dolor y el placer y suplicándome.
El marido se limitó a abrir las puertas de los armarios y los cajones de las mesillas, donde otrora yo había guardado el estrapón que me había colocado para sodomizar a aquella mujer que sostenía a su hijo amorosamente entre los brazos. El grito atenuado por la mordaza no bastó para acallar el dolor que le produjo la penetración anal de la polla de plástico bien lubricada por mí.
Colocada sobre la cama a cuatro patas, la doble penetración la hizo pasar del dolor al placer simultáneamente, gimiendo como gata en celo. Cuando su coño comenzó a lubricar mis pollazos se hicieron más intensos. Ella, atada al cabecero, pedía más y más, incansable. El cabecero comenzó a golpear la pared dejando marcas, pero nuestra excitación era tan fuerte que yo no podía parar de arremeter su concha con mi verga y su culo con la polla de goma.
Llegó un momento en el que incluso la cara de ella estaba apretada contra los barrotes del cabecero, lamiendo uno de ellos. Aquella damita portándose como una zorra sumisa hizo que mi cipote estallara con toda la leche dentro.
Cansado me acosté con la cabeza entre sus piernas abiertas. Ella me decía que la desatara, pero aquella visión me excitaba demasiado como para hacerlo. Su coño abierto destilaba flujos que iban cayendo por el interior de sus muslos, mi blanco esperma rezumaba en la entrada de su vagina, comenzando a gotear entre el rizado pelo de su pubis.
Aquella visión me hizo mirarle entre las piernas, ella se dio cuenta e inmediatamente las cerró. Su marido seguía probando las bisagras de los armarios cuando yo no podía dejar de pensar en aquel conejito que me daba tanto placer, incluso provocándome una erección allí mismo, notando como una gotita salía por la punta de mi glande.
Me daban ganas de follármela allí mismo, delante de su marido, para que viera lo putita que se ponía y lo que disfrutaba cuando me la follaba. Seguro que el morbo le haría correrse antes de penetrarla.
El marido la increpó, te ha gustado, nena. Bueno, fue su respuesta, hay que ver alguno más. Deseando salir de aquella habitación donde había sido mancillada, se dirigió hacia la salida sin esperar a su esposo. Se despidió de mí cortésmente dándome su mano sin apenas llegar a rozar la mía y sin dirigirme la mirada. Esa mano que en otras ocasiones no dudaba en masturbar mi polla hasta hacerme eyacular.
El marido me dio un fuerte apretón de manos y me comunicó que ya me llamaría con la respuesta en unos días. Yo sabía que ella no iba a optar por aquella casa, ya que podía servirnos de nidito sexual así que me quedé mirando su culito contonearse hasta la puerta del ascensor al mismo tiempo que notaba que la erección no bajaba. Le haría pagar su indiferencia en su próxima visita a aquel pisito.