Caricias especulares. (Soberbia)
Cuando el triunfo, el poder, te eleva tanto por encima de todos los demás que ni siquiera logras encontrar alguien sexualmente a tu altura.
Se sorteará un desodorante de aerosol entre todos los comentarios.
El solitario camino, desde la plaza de aparcamiento hasta la puerta de los ascensores, se me hizo interminable. Cada uno de mis erráticos pasos, sobre mis altos tacones, me traía a la memoria las seis copas de Moët Chandon que había tomado durante la cena. Me había ganado con creces, todas y cada una de aquellas diminutas burbujas. Diez meses de angustiosa tortura habían concluido aquella misma mañana. Era un motivo más que suficiente para celebrarlo por todo lo alto.
Hacía seis meses que había recibido un fuerte espaldarazo, cuando la comisión de investigación del parlamento dictaminó que no había responsabilidad política y que se había actuado arreglo a los protocolos establecidos. Solo yo sabía lo duro que había sido crear de la nada la documentación necesaria, condicionar sutilmente a los peritos, consolar a las víctimas, afrontar a la prensa insidiosa y aguantar los dolores de cabeza que todo ello me producía.
Aquella misma mañana, la corte del tribunal superior de justicia había confirmado el sobreseimiento de la causa. No había ningún tipo de responsabilidad penal, tan solo la responsabilidad civil, derivada de la gestión de la empresa municipal de aguas que dirigía desde hacía cuatro años.
Sabía que aquel error no se volvería a producir jamás. Habíamos aprendido la lección todos los implicados. ¿Qué sentido tenía remover el pasado?, ¿merecía la pena destrozar ocho familias? Las cinco víctimas no volverían a la vida aunque mis subordinados y yo fuéramos a la cárcel. Aquella verdad vino a mí durante el entierro de la cuarta víctima por la contaminación bacteriológica del agua de la depuradora principal de la ciudad. Mientras miraba fijamente el ataúd, decidí que no volvería a cometer errores. Rogué por una segunda oportunidad. De nada serviría mi encarcelamiento. La penitencia la llevaba por dentro y me acompañaría por siempre.
Abrí con sigilo la puerta del piso. No deseaba que Patricia me viera en aquel estado. Tras dejar la gabardina y el bolso en el perchero, me giré, enfrentando la imagen que me devolvía el amplio espejo del recibidor: Cuarenta años de sofisticada elegancia. Media melenita bien cuidada, trajes de firma y un cutis sin ninguna imperfección. Tal vez podía quejarme de mis caderas, las cuales se negaban a estilizarse como un vestigio de mi pasado, cuando me avergonzaba de mi aspecto intentando pasar desapercibida en cualquier situación. Tuve que masajearme las sienes con las yemas de los dedos para hacer desaparecer aquellas pesadillas del pasado.
Los fantasmas se negaron a marcharse. Ahí estaban los años de sobrepeso, de gafas de montura de pasta, de llantos por los insultos de mi hermano mayor, de idolatrar a distancia a los ases del billar, del Street Fighter y del flipper. Ahora era otra. Aquella jovencita murió hace mucho tiempo.
Era lo que era y no me avergonzaba de ello. Ahora tenía responsabilidades: una hija y un marido que dependían de mí, de mi fortaleza. Las pancartas, las sentadas, las reivindicaciones, quedaban muy lejos en el pasado. Eran una buena forma de no llegar a ningún sitio. No me sentía orgullosa de todo lo que debía hacer en la actualidad, pero si miraba hacia atrás estaba perdida.
Recorrí el amplio pasillo haciendo verdaderos esfuerzos para no golpearme con alguno de los objetos que lo decoraban. Con los zapatos en una mano, me deslicé en el interior de mi dormitorio. Carlos dormía plácidamente ajeno a mi irrupción. Decidí no tentar a la suerte y desnudarme en el baño. Aunque era un verdadero trozo de pan, tenía el peor despertar del mundo.
Miré fijamente aquellas pupilas de verdes iris, que altivas, me devolvían la mirada desde el otro lado del espejo. Aquellos fueron los ojos con los que se enfrentó el juez cuando afirmó que no había causas objetivas para abrir una instrucción y que por tanto, ratificaba la decisión del juzgado de primera instancia. Recordé aquel instante. De nuevo, aquella sensación de euforia me dominó. Había vencido a todo el mundo, había superado todas las trabas que me habían puesto, lo había logrado. Lo mejor de todo es que ahora tenía un futuro prometedor. Había demostrado que se podía confiar en mí, que era discreta y fiel al partido hasta las últimas consecuencias.
Deposité cuidadosamente la ropa sobre la banqueta y volví a observarme en el espejo del baño. Estaba pletórica, radiante, hermosa. Cerré con fuerza los puños y me jaleé en silencio como si hubiera ganado un torneo deportivo. Joder, era la hostia. Lo que había logrado yo sola a mis cuarenta años no lo habrían lidiado políticos de más experiencia.
—Eres grande, pequeña —dije con voz sensual, dirigiéndome a mi gemela especular.
Llevé las palmas de mis manos sobre su propio reflejo. No Podía entrelazar mis dedos con aquellos que me aguardaban, pero daba igual. Podía sentir la calidez y la comprensión de aquella mujer. Apoyada contra el espejo, no pude reprimir dedicarme una sonrisa. Acerqué lentamente mi cara al cristal frotando mi nariz con la fría superficie, la cual se entibió al contacto de mi cálida piel.
Nadie sabía lo sola que me había encontrado aquellos meses. Nadie, ni siquiera Carlos y Patricia, sabían el dolor que había sentido por aquellos cinco intoxicados. El esfuerzo supremo que supuso mirar hacia delante sin tornar la vista atrás y lanzarlo todo por la borda.
Posé mis fruncidos labios sobre el espejo. Enseguida llegó a mis papilas el sabor del carmín. Me erguí despacio, sin separar las manos de su reflejo, observando la marca de mi beso sobre la otrora limpia superficie.
Quería decirme tantas cosas… Un torbellino de palabras desfilaban por mi mente sin que ninguna fuese suficiente para expresarme todo lo que sentía hacia mí misma. Me sentía en una nube, como cuando era pequeña y me sostenía Baltasar en sus rodillas, Papá Noel me consultaba sobre mis deseos o el payaso del circo me regalaba una flor surgida de cualquier recóndito sitio y yo, inocente, pensaba que cualquier deseo se haría realidad. ¡Era posible! Pero solo había una manera de conseguirlo, ¡peleando!
Volví a buscar los labios de aquella atractiva mujer. Froté desesperada mi boca entreabierta, buscando respuesta a mis apasionados besos. Tímida al principio, mi lengua fue poco a poco perdiendo la vergüenza, lanzándose a una vorágine de lametones a aquel rostro que tan bien me conocía.
Mis labios y mi lengua eran suficiente apoyo contra el cristal, por lo que pude despegar las manos, llevándolas inmediatamente sobre mi busto. El tacto del fino encaje estimuló a mis dedos a investigar enérgicamente. Me apretaba los senos como jamás lo había hecho antes. Nunca había rebasado la línea de mezclar dolor y placer, pero en aquel instante, cuanto mayor era la presión sobre mis tetas, más intensas eran las sensaciones que obtenía. No pude aguantar mucho más tiempo de aquella manera. Necesitaba sentir la piel de mis pechos sin el impedimento que mi delicado sujetador suponía.
Rápidamente, bajé los tirantes de la prenda, permitiendo que emergieran mis medianos senos por encima de las copas del sostén. Aparté mis doloridos labios del cristal para poder admirar el firme busto de aquella mujer. El vaho y el carmín habían hecho estragos en la reflectante superficie, haciendo que mi rostro se viera difuso. Me calentó observar los caminos que había dibujado mi lengua sobre la zona opacada. Vapor, saliva y pintalabios se mezclaban sobre el espejo como si de un cuadro abstracto se tratase.
Las yemas de mis pulgares jugueteaban con mis enhiestos pezones, mientras los dedos restantes amasaban la dúctil carne de mis pechos. Volvió mi lengua a buscar su imagen especular, comenzando un sincronizado baile con aquella. El calor de mi vientre, de mi sexo y el nudo que se me había formado en la boca del estómago, me hicieron perder la razón.
Mis dedos pellizcaron mis pétreos pezones más allá del límite de lo soportable. Mi boca, loca de pasión, golpeaba, besaba y lamía aquel otro rostro tan desencajado por la lujuria como el mío. La lengua empapaba todo a su paso. Los labios carentes de carmín, se enrojecían por la intensa fricción. Los dientes repiqueteaban en un imposible mordisco lascivo.
Nada de todo aquello lograba mitigar el fuego que sentía en mi interior. Estaba desatada como jamás lo había estado. Toda la tensión acumulada durante trescientos días, había explotado y no tenía modo de contenerla.
Los enérgicos tirones a las puntas de mis mamas habían logrado que estas se alargasen de una forma increíble. Completamente ida, comencé a alejar y acercar mis tetas haciendo que golpearan bruscamente entre ellas. Aquella colisión producía aplausos que ovacionaban mi enorme éxito.
El maltrato a mis pechos comenzó a producir un fuego en mi entrepierna que más que excitarme me estaba consumiendo. La mano derecha, con reticencia, tuvo que abandonar el magreo y el golpeteo de mis senos. Necesitaba aplacar el ardor que amenazaba con volverme loca. Mi índice y mi anular se acoplaron a mis ingles, permitiendo que el dedo corazón encontrase su objetivo de forma mecánica. Comencé una violentísima fricción sobre el encaje de la braga. Los labios se entreabrieron a la mínima insinuación del apéndice. La delicada prenda se acopló al interior de mi humedad, colaborando en la tarea de frotar toda la zona.
¡Dios! En aquellos momentos me hubiera encantado poder saborear mis sensibles pezones, hundir mi lengua en el volcán de mis entrañas, amarme como tan solo yo era capaz de hacerlo. Mis dedos sortearon la barrera que suponía la braguita. El pulgar masajeó el clítoris, mientras dos intrépidos dedos se adentraban en la calidez de mi intimidad. Cuando sentí aquellos intrusos abrirse paso precipitadamente en mi interior, pensé que me iba a desmayar de placer. Escalofríos me recorrieron de pies a cabeza. Tuve que llevar mi mano izquierda sobre el espejo para no caer sobre el mármol de la pila. Todavía no habían terminado los estertores de aquel increíble orgasmo, cuando una nueva necesidad se unió a la reciente explosión. Mi cuerpo demandaba más y más sin sentirse saciado.
Haberme masturbado posando ante el espejo, se veía como algo inocente en aquellos momentos. Tenía que lograr algo más fuerte, más intenso. Colocando la banqueta delante del armario del lavabo, logré encaramarme a lo alto de este. No me importó pisotear las prendas que tan pulcramente había doblado hacía pocos minutos. Necesitaba más, era lo único importante en aquel instante.
Con las rodillas a cada lado del lavamanos, podía observar todo mi cuerpo en el reflejo del espejo. Las dimensiones de este permitían estar con las piernas erguidas o descansar el trasero sobre la porcelana de la pila. Esta última opción la descarté. El grifo dificultaba la visión de mi hermoso coño. Además, ahí arriba había subido para refregarme con mi confesora, con mi compañera de dichas y desdichas.
Me acerqué a la imagen especular hasta que nuestros pezones entraron en contacto. Una fuerte descarga recorrió mi espalda, elevando mi libido hasta las estrellas. Aplasté mis pechos contra el cristal, buscando el máximo contacto posible. Moví el torso, facilitando que todo mi reflejo disfrutase del tacto de mis carnes. Todo giraba a gran velocidad a mi alrededor. Sufrimientos y alegrías se entremezclaban en una confusión de emociones enloquecedora. Tan solo una idea fija me mantenía cuerda: debía satisfacer la lujuria que me consumía.
Ni siquiera fui consciente del momento en que comencé de nuevo a besarme brutalmente con aquella otra mujer. El sabor del cristal, de mi propia saliva, me incitaba a llegar más y más lejos. Mi torso continuaba refregando mis tetas por todo el espejo, pero aquello tampoco era suficiente.
Observé los objetos que había a mi alrededor. Alguno serviría para ayudar a mis obscenas intenciones. ¿El cepillo de dientes? La vibración del cabezal sobre el clítoris podría estar bien, aunque concluí que podía ser doloroso. ¿Los pintauñas, lápices de ojos, frasquitos varios de maquillaje? No, eran todos demasiado estrechos para lo que yo necesitaba. Por fin encontré lo que buscaba. El desodorante de roll-on era perfecto para aquel momento de extrema intimidad.
En cuanto tuve el botecito en la mano, me volvió a invadir un sentimiento de euforia. Era la number one. C onseguía todo aquello que me proponía. Me aplasté cuanto pude contra el espejo. Labios contra labios, pechos contra pechos, incluso las caderas se fusionaban como siamesas. Froté mi boca, mis senos, mi pubis con los de aquella belleza que me aguardaba al otro lado del espejo.
Me separé lo justo de aquella hembra en celo para permitir que mi mano derecha, empuñando el desodorante, buscase la entrada a mi gruta. Dos dedos de la otra mano fueron atraídos por el magnetismo del botoncito, que pulsante, enviaba señales de auxilio. Las caricias con las yemas lograron amplificar la señal del clítoris, expandiéndola por todo mi cuerpo.
Miraba arrobada cómo poco a poco se iba introduciendo el tapón del bote de desodorante. Mi vulva, brillante por la pátina de flujos, invitaba al pequeño frasco a adentrarse en aquella oquedad tan ansiosa por ser llenada.
Retiraba el desodorante con extrema lentitud. Mis entrañas plañían por el abandono, cubriendo de densas y olorosas lágrimas toda la superficie del convexo tapón. El retorno era salvaje, primitivo. Me taladraba la vagina con desesperación. Como si llevase años esperando aquella incursión, las paredes se ensanchaban acogiendo con agrado al intruso.
De nuevo, aquella mezcla entre dolor y placer que me estaba llevando al paroxismo. Cada vez que sentía aquellas molestias, un impulso primario me impelía a buscar mis límites. Si el dolor crecía en forma aritmética, el placer lo hacía exponencialmente. Los doce o trece centímetros del botecito me llenaban completamente, tanto en longitud como en grosor. Mi mano servía como tapón para que el juguetito no fuera expulsado de mi interior. Un fuerte empujón de la palma lo volvía a incrustar completamente en mi intimidad.
Gracias a mi perspicacia, logré encontrar un modo de frotar mi clítoris y empujar el pequeño bote con una sola mano. Rápidamente, la mano izquierda se aprisionó entre el espejo y mis pechos, disfrutando de la tersura y calidez de estos últimos.
Cada empuje de mis dedos en la base del desodorante incrementaba mis sensaciones hasta el infinito. No sabía qué más hacerme, qué más tocarme. De repente, mi mano izquierda, de manera autónoma, se dirigió a mi trasero. Todo valía aquella noche. Ninguna puerta estaba prohibida, nada era tabú.
Separé el rostro de su reflejo. Desde el otro lado, una cara desencajada, ida de lujuria, me observaba expectante. Mi dedo corazón delineó la profunda gruta entre mis glúteos. No dudé, no temí. Aquella noche estaba preparada para todo.
Mi travieso apéndice localizó el prieto anillo del esfínter. Un escalofrío me recorrió por completo con el mero roce. La yema del dedo masajeó los tensos músculos sin necesitar introducirse para causar intensas sensaciones.
La alta actividad en mi zona genital demandaba más brío en mi trasero. No podía ir a mil por delante y a cámara lenta por detrás. Delicadamente, logré introducir la primera falange del corazón. Un nuevo espasmo y mi mano derecha redobló la intensidad con la que el botecito taladraba mi coño.
Se aproximaba. Lo sentía en cada fibra de mi ser. Mi mano, completamente desatada, se había olvidado del clítoris, golpeando con fiereza el culo del desodorante, haciendo que este se adentrase hasta límites imposibles. No podía ni siquiera fijar la mirada en aquella cabeza que se agitaba espasmódicamente. Quería más, más placer, más dolor, más sensaciones. Con decisión, empujé el dedo que punteaba mi ano. A medida que iba sintiendo las oleadas de ardiente dolor, una lascivia indescriptible se hacía dueña de todo mi cuerpo. Por fin, tuve el dedo completamente metido en mis entrañas.
Llegó como una ola que rompiera contra la costa. Me arrasó por completo desde lo más profundo de mis entrañas. Las piernas flaquearon, mientras el botecito en mi vagina y el dedo en mi recto, buscaban profundidades aún no alcanzadas.
Apreté con fuerza las mandíbulas, intentando no gritar de pura liberación. Dejé caer la cabeza contra el cristal, sosteniendo mi desmadejado cuerpo. Permití que casi medio bote emergiera a la superficie. Me dediqué a moverlo cuidadosamente, alargando postreramente aquel maravilloso momento. El interior de mi culo también era dulcemente masajeado por el dedo, que no hacía mucho, había apuñalado la zona con saña. ,
Retiré por completo el desodorante que tan buen papel había desempeñado. Tras extraer el dedo de mi intestino, me dejé caer hacia atrás apoyando mis nalgas sobre la porcelana del lavabo.
Irritado y tremendamente hinchado como estaba, mi clítoris tan solo podía recibir sutiles caricias de mis dedos. Mientras esto hacía con mi mano derecha, la izquierda masajeaba la cara interna de mis muslos. Aún quedaba algo allí dentro. Lo sentía venir lentamente.
Y llegó. Un torrente de cálida orina se precipitó hacia el lavabo. Mis manos no tardaron en sentir aquella tibieza bañarlas por completo. Mientras continuaba con los suaves roces a mi perlita, mis muslos eran empapados por la intensa micción. Mi mano libre ayudaba a extender el dorado líquido por toda mi piel. Mi vientre, mis tetas, todo fue cubierto, al tiempo que amasaba mis prietas carnes y un nuevo orgasmo nacía en lo más profundo de mi cuerpo. Llegó atenuado, como si supiera que mi cuerpo no resistiría más intensidad. Dulcemente, se fue extendiendo por toda mi piel, erizándola a su paso.
Me observé en el empañado espejo. Un rostro congestionado, enrojecido, me devolvió la mirada. Una amplia sonrisa se dibujó en mi boca. Menuda noche más extrema.
Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar un tenue ruido a mi izquierda. Carlos me observaba con mirada indescifrable. Una terrible oquedad se abrió paso en la boca de mi estómago amenazando con devorarme por completo. Un enorme peso desapareció de mis hombros cuando bajé la mirada y pude ver cómo la mano de mi marido aparecía manchada de denso semen, al igual que algunos azulejos a sus pies.
—Era algo íntimo. No tenías derecho a… —reproché al tiempo que abría el grifo para intentar adecentarme.
El agua brotó de la cañería impetuosa. Ahora estaba libre de aquella bacteria que durante una semana había causado el caos en toda la ciudad. Mojé mis manos en el líquido. Cinco personas, cinco. Era cierto que dos eran ancianos y los otros tres tenían insuficiencias inmunológicas, pero estaban vivos y ahora ya no. Todo el dolor de las víctimas, de las familias, cayó sobre mí con la contundencia de un mazazo.
Observaba abstraída el fluir del agua, mientras sentía sobre mi rostro la calidez de un líquido que había olvidado años atrás. Una a una, fueron recorriendo mis mejillas para concluir con un suave temblor sobre la barbilla. Algo dentro de mí se vació en aquel momento. Todo cuanto guardaba fluyó como un torrente desbordando mis ojos y convulsionando mi cuerpo. La vergüenza que pudiera sentir por lo ocurrido en el baño aquella noche, sodomizada por mi propia mano, ensartada por un desodorante y meada completamente, no era nada si Patricia descubría algún día lo que había hecho durante aquellos diez meses. Lloré y lloré como si jamás lo hubiera hecho antes.
Toda la gloria para mí, todo el éxito, todas las felicitaciones del partido, pero también toda la miseria, toda la soledad y toda la culpa que brotaba de mi alma.
Sentí unos fuertes brazos rodear mi espalda. Con cuidado lograron recostarme sobre su pecho al tiempo que pasaba un brazo bajo mis piernas. No recuerdo el agua tibia recorrer mi cuerpo, no recuerdo el jabón cubrir mi piel, tan solo recuerdo aquella cálida boca posarse sobre mis hinchados párpados besándolos tiernamente.
—Lo… siento… —fue lo único que pude balbucear.
—No te preocupes mi amor, habrá otros trabajos. Lo importante es que tú estés bien. —La escasa fuerza que conservaban mis brazos la utilicé para aferrarme con fuerza al pecho de Carlos. Su abrazo protector permitió que volviera la vista atrás, sin miedos, sin vértigos, mirando de frente la que había sido mi verdad o mi mentira.