Capturadas y Torturadas en Honduras

Segunda, y última parte, de las aventuras de Ana Gálvez: esta vez la mandan a Honduras, donde después de sufrir desnuda toda clase de tormentos, junto con su compañera Cristina, decide...

CAPTURADAS Y TORTURADAS EN HONDURAS

(Segunda y última parte de las aventuras de Ana Gálvez, reportera)

Por Alcagrx

I – El viaje a Tegucigalpa

Aquella mañana el director parecía más contento que de costumbre. Y enseguida supe la razón: “Ana, te acuerdas de Fonseca? Sí, aquel periodista hondureño que estuvo con nosotros hace unos años… Resulta que me llamó ayer, para decirme que tiene pruebas de la vinculación del actual presidente de su país con el narcotráfico. No sé si lo recuerdas, pero hace un año el hermano del presidente Hernández ya fue condenado en Miami por eso; aunque contra el presidente no se encontraron suficientes pruebas. Parece ser que Fonseca las tiene, y quiere que le mandemos a alguien que las pueda sacar del país; la verdad es que parece muy asustado” . Yo recordaba de sobra al periodista en cuestión: un tío baboso, de no más de metro y medio, feo como un pecado y vestido como si saliese de una película antigua, que se creía un conquistador y no paraba de piropearme; bueno, a mí o a cualquier mujer que se cruzase en su camino. Mientras recordaba eso el director continuó: “Pensaba que te iría bien hacer un viaje, ahora que ya ha pasado bastante tiempo desde tu aventura en Guinea. Cómo lo ves?” . Lo cierto era que la idea de ver a Fonseca no me atraía mucho, pero verle asustado podía ser divertido; y, además, unos días de vacaciones pagadas en el Caribe a nadie le amargan. Sobre todo en mi caso, después de los disgustos de aquel año: al poco de volver de Guinea mi padre falleció de un infarto fulminante, y mi madre le siguió algunos meses después; la versión oficial fue que se trataba de un cáncer, pero yo creo que se murió de tristeza y soledad. Pero en fin, ya nada se podía hacer; así que acepté, y de inmediato me llevé el primer disgusto, pues el jefe me advirtió: “Te llevarás a Cristina, para hacer las fotos y los vídeos. Ya sabes, lo habitual: unas gotas de exotismo, y alguna entrevista -si puedes- con los mandamases locales; ya sé que no resultará fácil, pero si logras hablar con el presidente la cosa ya sería perfecta” .

Cualquiera que conociese a la tal Cristina me habría comprendido de inmediato; más concretamente, cualquier mujer que la conociese. Pues Cristina era el tipo de mujer que vuelve locos a los hombres: veintipocos años, metro setenta y un cuerpo de escándalo, permanentes ganas de coquetear y muy pocas neuronas. Pero, para compañera de viaje, era una auténtica cruz, y más para viajar a un país de Centroamérica; entre mi estatura -algo más de metro ochenta- y sus coqueteos iba a ser imposible que pasáramos desapercibidas, no digamos ya evitar que los hombres de allí nos molestasen. El director, sin embargo, fue inflexible; me hacía falta un cámara/fotógrafo, y ella era la única disponible. Con lo que, dos días más tarde, me encontré esperándola en el aeropuerto, frente a los mostradores de Iberia; enseguida presentí su llegada, cuando noté que casi todos los hombres a mi alrededor miraban hacia la puerta de acceso al vestíbulo que estaba más próxima. Y por allí entró: llevando un gran sombrero de alas, una blusa muy escotada y anudada bajo los pechos, por supuesto sin sujetador, un pantalón corto como dos tallas menor que la suya y unas sandalias de tacón alto; todo ello acompañado de grandes meneos de trasero, montones de perfume caro, y seductoras sonrisas a todo hombre que la contemplase al pasar. Al llegar a mi lado se dio cuenta de que yo la miraba con lo que, en realidad, era desprecio; pero no lo entendió, claro, y con su mejor sonrisa me soltó: “Hola, Ana; no seas envidiosa, mujer! Con lo alta que eres seguro que, cuando eras joven, los chicos también se te comían con la mirada…” . No le dije nada, pero si se pudiese matar con el pensamiento Cristina habría quedado fulminada allá mismo, y en aquel instante; pues a mis cuarenta y un años me seguía sintiendo orgullosa de mi cuerpo. Con la piel firme y bien cuidada, y una musculatura muy trabajada, sin ningún rastro de flaccidez -gracias a muchas horas de gimnasio-, en general mi aspecto seguía atrayendo la mirada de los hombres: alta, facciones agradables, piernas largas y pecho abundante y bien colocado, por supuesto natural. Y unas nalgas que habían vuelto loco a más de uno; pero, claro, para Cristina cualquier mujer que fuese mayor de treinta años era una viejecita.

Durante el vuelo la verdad es que no me molestó demasiado, pues entre escuchar música y ver películas pasó casi todo el tiempo; yo, por mi parte, lo aproveché para recordar mi aventura en Guinea. De la que conservaba, como recuerdo, mi anillado: una en cada pezón, y la tercera en el clítoris, todas ellas ya perfectamente cicatrizadas. Las anillas no dejaban de crearme problemas, era cierto; por ejemplo se marcaban con cualquier bañador, por lo que cuando iba a la playa casi siempre optaba por hacer topless, y por usar en la parte de abajo un eslip de los que hacen como un poco de faldita encima de la braga. Me ganaba muchas miradas de los hombres, sí, pero hasta resultaba excitante. Y cada vez que me subía a un avión pasaba el mismo apuro en el control de objetos metálicos; como la máquina no paraba de pitar tenían que cachearme, y la funcionaria que lo hacía se daba perfecta cuenta de que yo iba anillada, tanto arriba como abajo. Pero, a cambio de eso, mis aros me provocaban un estado de excitación sexual casi permanente; no exagerado, pero sí suficiente como para que, más de una vez, tuviese que cambiarme de bragas durante el día, de tan mojadas como las tenía. Suerte que en la redacción teníamos un vestuario con taquillas, y que allí guardaba ropa para cambiarme; pues me bastaba cualquier imagen de tipo erótico, o incluso que mis pensamientos se pusiesen a divagar en ese terreno, para que enseguida notase que necesitaba una muda. De hecho, en aquel trayecto -fueron unas diez o doce horas en el avión- tuve que cambiarme dos veces, pero ya estaba acostumbrada a hacerlo a menudo.

Al llegar a Tegucigalpa comenzaron nuestros problemas solo de pasar el control de pasaportes. Pues el material que llevaba Cristina casi llamaba tanto la atención como su atuendo; no era necesario ser muy perspicaz para suponer que éramos dos periodistas. Cuando respondimos al aduanero que sí nos hizo pasar de inmediato a una habitación anexa, en la que había una mesa y varias sillas; y donde un hombre con aspecto de tener más mando nos hizo abrir todo el equipaje, y lo registró a fondo. Pero no se quedó satisfecho con eso, pues cuando terminó salió un momento, y fue de inmediato sustituido por una mujer de aspecto indígena, también con el mismo uniforme; quien solo de entrar nos dijo “Quítense toda la ropa, y déjenla sobre esta mesa” . La verdad es que la reacción de Cristina me sorprendió: se puso a gritar como una histérica que no tenían derecho, que aquello era un ultraje, que quería hablar con la embajada española, etcétera etcétera; lo que aquella mujer escuchó sin perder la calma, para luego decirle “Señorita, si quiere entrar en el país tiene que dejar que la registre; son mis órdenes cuando llegan periodistas extranjeros. Pero si prefiere volver a España ningún problema: le denegamos la entrada, y listos” . Quizás era que para mí, después de lo que pasé en Guinea, la idea de desnudarme delante de aquella mujer me resultaba del todo indiferente, pero no acababa de comprender la actitud de Cristina; por la manera en que se solía vestir yo la consideraba una auténtica exhibicionista, y por eso me extrañaba que fuese tan pudorosa. Pero nuestro objetivo requería entrar en Honduras; así que comencé a desnudarme, y le dije a mi colega que hiciese lo mismo. Y al final cedió, pero le costó lo suyo; para cuando yo ya estaba completamente desnuda, ella aún no se había quitado nada, y quizás tardó cinco minutos más en decidirse. Lo hizo al fin, y una vez desnuda se sentó en una de las sillas, hecha un ovillo; nunca había visto a nadie ocultar su desnudez con tanto empeño. Aunque con escaso resultado, pues sus pechos eran tan grandes que no daba abasto a cubrirlos con sus brazos; y, pese a que su sexo depilado quedaba oculto al cruzar ella las piernas, todo lo demás se le veía perfectamente.

II – En la aduana del aeropuerto

Pero no solo Cristina me sorprendió; también lo que hizo la funcionaria. Pues, después de decirnos que también nos quitásemos el calzado -en mi caso unas zapatillas de deporte- y lo dejáramos con la ropa, apiló la mía encima de la de Cristina, cogió todo el montón y se marchó con él de la habitación. Yo fui tras ella, para tratar de detenerla, pero no llegué a tiempo; y cuando probé la puerta la encontré cerrada con llave. Allí nos dejaron esperando un buen rato, lo que provocó algunos sollozos en Cristina; aunque de pronto paró de llorar, y me di cuenta de que estaba mirando, con cara de sorpresa, las anillas de mis pechos y mi clítoris. Esta última tan visible como las otras dos, pues desde mi experiencia en Guinea yo había mantenido mi bajo vientre afeitado. Pese a que la situación en la que estábamos era, cuando menos, preocupante, me produjo cierta indignación su descarado escrutinio; y, para desahogarme, hice dos cosas: me abrí de piernas lo bastante para ofrecerle una vista completa de mi anilla del clítoris, y le dije “Te gustan, no? Son un recuerdo de mi aventura africana. Deberías ponerte unas, son una maravilla Con ellas, sobre todo la del clítoris, vas cachonda todo el día…” . Cristina me miraba con una mezcla de fascinación y horror, pero no quitaba la vista de mi entrepierna; así estuvimos unos cinco minutos hasta que, armándose de valor, separó una mano de su cuerpo, la alargó hacia mi sexo, y me preguntó: “Puedo tocarla?” . Aunque no tuve tiempo de contestar, pues en aquel preciso momento se abrió la puerta y entraron en la habitación cuatro hombres; tres iban de uniforme, entre ellos el que había revisado nuestro equipaje, y el cuarto de paisano.

Cristina dio un chillido impresionante, que debió de escucharse en todo el aeropuerto; yo los miré con cara de sorpresa, mientras me cubría el sexo con las manos, y ellos se sentaron en las sillas, situándose el de paisano detrás de la mesa. Fue él quien tomó la palabra, para decirnos “Bienvenidas a Honduras, señoritas. Me alegro de que la CIA no quiera defraudarnos, por lo que veo, ha mandado a dos de sus agentes mejor equipadas” . La verdad es que me quedé absolutamente sorprendida, porque la posibilidad de que mi empresa trabajase para la CIA era no remota, sino absurda; pero, por otro lado, tampoco podía revelarles a qué habíamos venido, pues si lo hacía ya podía despedirme de las pruebas de Fonseca. Así que opté por hacerme la inocente, y empecé a soltar el discurso lógico en estos casos: éramos periodistas españolas que venían a entrevistar al presidente, porque nuestra cadena preparaba un reportaje sobre el narcotráfico en Centroamérica; y queríamos darle la oportunidad de dar su versión sobre la condena de su hermano, y respecto de las acusaciones contra él formuladas por el fiscal de Miami. Él me escuchaba mientras se fumaba un habano, y cuando terminé se limitó a hacer una seña a los otros tres; el que nos había registrado el equipaje me inmovilizó, sujetándome los brazos por detrás. Y los otros dos levantaron a Cristina de la silla, la llevaron en volandas hasta la mesa y la tumbaron sobre ella, boca arriba y bien espatarrada; con su sexo a muy poca distancia del hombre de paisano, que mientras tanto avivaba, soplándola, la brasa de su habano.

Los chillidos de Cristina aumentaron varios decibelios cuando el hombre, sin perder la sonrisa, aplicó la brasa ardiente del cigarro al pezón derecho de la pobre chica. Ella se debatió con todas sus fuerzas, tratando de soltarse, pero los hombres que la sujetaban eran mucho más fuertes; así que, para cuando el habano fue a posar su brasa sobre el otro pezón de Cristina, y se quedó allí unos segundos, lo único que ella había logrado era sudar aún más. El hombre continuó así un buen rato, mientras yo solo atinaba a decirle “Basta! Déjela!” ; y para cuando se cansó de quemarle los pechos pasó a hacer lo mismo en su bajo vientre, y luego en los labios de su vulva. Para entonces Cristina ya casi no tenía voz, y solo gimoteaba; pero cada vez que el cigarro encendido tocaba su sexo daba un respingo, como si un reflejo la siguiera obligando a tratar de liberarse de sus captores. Yo tampoco decía ya nada, pues había comprobado que no me escuchaban; solo estaba esperando resignadamente mi turno para sufrir. Que no tardó, pues el hombre de civil se me acercó y, sacando de su bolsillo un encendedor, aplicó la llama sobre la parte inferior de la anilla de mi pecho derecho; y allí la dejó. Yo tardé un poco en notar el efecto, pero cuando llegó fue devastador: primero sentí como un pinchazo en el interior del pezón, que iba creciendo en intensidad, y al poco el dolor creció hasta convertirse en insoportable. Yo gritaba como una loca, y me debatía con mi captor con todas mis fuerzas, tratando de soltarme; por suerte no lo logré, porque lo primero que hubiese hecho de tener una mano libre hubiera sido arrancarme la anilla, para detener aquel tormento. Aunque me hubiera supuesto, además de quemarme  la mano, arrancar con ella parte de mi pezón.

Al cabo de un poco, y mientras el dolor en mi pecho derecho seguía creciendo, el hombre de civil hizo un gesto a uno de los esbirros que sujetaban a Cristina, y éste vino a ayudar al que me tenía a mí; en cuanto me vio bien inmovilizada aplicó la llama del encendedor a la base de la anilla de mi pecho izquierdo, y poco después aquel infierno de dolor se había extendido a mis dos senos. Yo empecé a dar patadas en todas direcciones mientras gritaba a pleno pulmón, y seguro que acerté a algo, pues de pronto noté un fuerte dolor en mi pie derecho; pero lo cierto era que, mientras durase aquella mordedura en mis dos pezones, nada más me importaba. Poco a poco, pero muy poco a poco, el dolor fue disminuyendo, aunque cuando fue tolerable lo primero que pensé era que había sido peor, quizás, que el que sentí cuando me marcaron con un hierro candente; pues entonces el contacto con la fuente de calor duró unos segundos, y ahora mis anillas habían estado incandescentes varios minutos. Para entonces yo estaba agotada, jadeante y sudorosa, y solo le repetía que por favor parase de atormentarnos; lo que no hizo, pues después de ordenar al hombre que aun sujetaba a Cristina que la apartase, dijo a los dos que me aguantaban a mí que me tumbasen boca arriba en la mesa, y me separasen bien las piernas. Y, cuando me tuvo así, separó un poco de mi vulva, con la punta de un bolígrafo, la parte de la anilla de mi clítoris que colgaba de él, y  aplicó el encendedor durante un buen rato a su parte exterior. Supongo que mis alaridos de dolor, cuando el metal que pasaba por dentro del prepucio de mi clítoris comenzó a ponerse incandescente, debieron ser demasiado incluso para aquellos bestias, pues estábamos aun en el aeropuerto; porque poco después sacaron de un cajón de la mesa una mordaza, de esas de látex que tienen en su interior como un consolador corto, y me la pusieron.

Así seguimos no sé cuanto tiempo; de vez en cuando quemaba con su cigarro los pechos y la vulva de Cristina, a quien antes de la segunda sesión de tormento también puso una mordaza, y para cuando se cansaba de ella volvía a calentar mis tres anillas hasta la incandescencia. Pero lo más sorprendente es que parecía hacerlo por mero placer, pues no nos preguntaba nada; de hecho, con aquellas mordazas hubiera sido imposible que le contestásemos, ni aun queriendo. Cuando se cansó dijo a los uniformados que nos soltaran, y yo caí de inmediato al suelo; para mi fortuna fue justo después de la enésima sesión de quemaduras de cigarro a Cristina, por lo que mis anillas, aunque aún muy calientes, no estaban ya tan ardientes como para que me las arrancase sin pensar en las consecuencias. Desde el suelo, entre jadeos y sollozos, oí como el de paisano decía a los otros “Lleváoslas al cuartel” ; de inmediato uno de ellos me levantó, y noté que me esposaban las manos a la espalda. Vi que con Cristina estaban haciendo lo mismo, y cuando acabaron nos cogieron a cada una de un brazo, y nos sacaron de allí; fuimos en procesión, siguiendo al que había revisado nuestro equipaje, desnudas, esposadas y llevadas cada una por un guardia hasta un patio. Allí nos subieron a un vehículo de aspecto militar, como una especie de jeep grande descubierto, y salimos con destino, suponía yo, al cuartel que habíamos oído mencionar. Ya era oscuro, y no se veía a mucha gente por la calle; pero a la luz de una farola pude ver que Cristina, supongo que por el hecho de ser exhibida desnuda en aquel vehículo descapotado, tenía la cara colorada de vergüenza. Además, claro, del cuerpo lleno de quemaduras redondas, de algo más de un centímetro de diámetro; principalmente en sus pechos y en sus muslos, aunque yo suponía que su sexo -el cual no podía ver, porque ella tenía las piernas fuertemente cruzadas- también tendría bastantes. Y, mientras pensaba eso, me di cuenta de que yo había hecho justo lo contrario que ella; aunque supongo que instintivamente, para mitigar el dolor en mi clítoris, estaba completamente abierta de piernas. Pero, pese a que observé como el guardia sentado frente a mí no hacía otra cosa que mirar mi sexo, así me quedé; pues la sola idea de que pudiera mover la anilla, al cruzar las piernas, me provocaba escalofríos de terror.

III – El cuartel del servicio de inteligencia

Circulamos algo menos de media hora, siempre en dirección contraria a la ciudad, hasta que llegamos a un control militar, en el que había un cartel que decía “Escuela Técnica del Ejército”. No nos detuvimos allí más que un minuto, pues los soldados de guardia -que nos miraban a Cristina y a mí con caras de auténtica sorpresa- miraron unos papeles y enseguida levantaron la barrera; el jeep continuó su camino, cruzando entre muchos edificios alargados de una sola planta, hasta que se detuvo frente a una alambrada, dentro de la cual había una caseta de no mucho más de dos por dos metros, en cuya puerta un cartel decía “DNII”. Allí nos hicieron bajar, uno de los guardias abrió la puerta de la alambrada y la de la caseta, y entramos en esta última; dentro pude ver que no había otra cosa que un ascensor, con el que descendimos varios pisos hasta una planta en la que solo ví un pasillo con muchas puertas. Un guardia se llevó a Cristina, y los otros dos siguieron conmigo hasta unos pisos más abajo; donde después de caminar por un largo corredor llegamos a una zona donde había varias celdas, con las puertas enrejadas de arriba abajo. Abrieron una, me quitaron las esposas y me metieron en ella; y, tras cerrar la puerta, se marcharon ambos. Enseguida pude ver que allí no había más que un catre con un colchón encima, un lavabo y un inodoro; desde luego nada con lo que cubrir mi desnudez. Y, a los pocos minutos de haber entrado, se apagó la luz, por lo que me puse a dormir sobre el colchón.

No se cuantas horas dormí, pero al despertar vi que la luz estaba otra vez encendida. Me incorporé, y me puse a intentar poner un poco de claridad a mis ideas; parecía evidente que nos habían confundido con otras personas, pero no veía como íbamos a aclarar el entuerto. En eso estaba cuando llegaron a mi puerta dos soldados -eso parecían, por el uniforme- que abrieron la puerta y me hicieron seña de que les siguiera; yo protesté por el trato, y pedí que me diesen algo de ropa, pero lo único que obtuve con mis quejas fue que uno de ellos agarrase la anilla de mi pecho izquierdo y comenzase a tirar de ella. De inmediato dejé de protestar y le seguí, andando todo lo deprisa que mis pies descalzos lo permitían para evitar que me arrancase la anilla del pezón; y así recorrimos interminables pasillos hasta otra habitación en la que no había otra cosa que un somier metálico viejo, con esposas en sus cuatro esquinas, una mesa y una silla. Los soldados me hicieron tumbar boca arriba en el somier, me sujetaron muñecas y tobillos con las esposas, con lo que mi cuerpo desnudo quedó formando una equis, y se marcharon. No de inmediato, pues la postura en la que me habían colocado pareció despertar sus peores instintos, por lo que antes de irse se dedicaron un buen rato a magrearme; uno de ellos incluso parecía como si me quisiera masturbar, pues no dejaba de meter y sacar dos dedos en mi vagina. Y el otro, mientras tanto, apretaba mis pechos como si quisiera ordeñarme; pero al final se fueron, apagando la luz y dejándome allí inmovilizada.

No tardó mucho en aparecer el que, supuse, sería mi interrogador. Un hombre bajito, de mediana edad y aspecto indígena, que llevaba una caja en la mano con aspecto de radio antigua, unos cables y lo que parecía un empujador de los que se usan para el ganado, pero más pequeño. Enseguida comprendí, gracias a una película que había visto años atrás, que era una picana eléctrica, y que con ella iba a torturarme. Comencé a hablar nerviosamente, diciéndole que aquello era una confusión, que nosotras no trabajábamos para la CIA, que solo habíamos venido a tratar de entrevistar al presidente, … Pero él no decía nada, y seguía preparando su equipo: conectó los cables a la máquina, ésta a un enchufe de la pared, me puso una pinza eléctrica en el dedo gordo del pie derecho y, tras encenderla, reguló una rueda de la máquina hasta que empezó a emitir un zumbido siniestro, inquietante. Luego conectó lo que parecía un empujador a la caja, y tocó con su punta en el centro de mi bajo vientre, justo sobre mi sexo. Todo mi cuerpo se tensó como una cuerda de violín, y un dolor agudo, similar al que produce un calambre muscular muy intenso, invadió todo mi vientre; y no se detuvo hasta que mi torturador apartó aquella varilla de mí. Yo me quedé jadeando, mientras sentía como todo mi cuerpo se cubría de sudor; pero poco pude descansar, pues el insoportable dolor volvió de nuevo, esta vez iniciándose en mi sexo. La siguiente descarga nació en mi ano, luego otra vez en el vientre, otra en los labios de mi sexo, una en la anilla de mi clítoris, algunas en mis pechos… Al cabo de muy poco yo ya no controlaba mi cuerpo, que se agitaba como loco entre convulsiones y espasmos; mis gritos iniciales se fueron convirtiendo en meros gemidos, y yo notaba que, pese a estar tumbada, sentía una sensación general de mareo, con grandes náuseas. Cuando por fin mi torturador paró, tras lo que me pareció muchísimo tiempo, yo estaba sudorosa y agotada; tenía la boca seca, como si fuera de cartón, y ganas de vomitar. Y, al recuperar un poco mis sentidos, me di cuenta de que se me había escapado la orina, pues noté tanto el olor acre como que tenía mis muslos empapados en ella.

Aquel hombrecillo se marchó sin decir una palabra, tras desconectar el aparato, y fue sustituido al poco tiempo por el mismo hombre que nos había torturado en el aeropuerto. Quien se sentó a mi lado y me dijo “Ramírez ha ido a fumar un cigarrillo, pero enseguida volverá a seguir ocupándose de usted. He pensado que, antes de que vuelva, quizás querría contarme algo; sabe, es nuestro mejor especialista, puede seguir dándole corriente durante todo el día sin matarla, ni dejarle marca alguna…” . Yo no tenía duda alguna sobre eso, así que opté por decirle a aquel hombre lo poco que sabía; esto es, que me habían mandado a contactar con Fonseca, quien iba a facilitarnos entrevistas con los altos jerarcas del país y, tal vez, con el mismísimo presidente. Pero me callé lo de las pruebas que Fonseca decía tener contra éste; tanto porque Cristina no lo sabía, con lo que no había posibilidad de que ella lo contase, como porque, si realmente existían, nadie tenía porqué saber que yo conocía de su existencia. El hombre me escuchó con atención pero no pareció muy convencido, ya que al poco se marchó, y volvió el tal Ramírez; y, con él, la electricidad a recorrer todos los rincones de mi cuerpo desnudo. Así seguimos durante lo que me pareció todo el día, pues Ramírez hizo cuatro o cinco pausas más, una de ellas bastante larga -supuse que para comer-; para cuando los dos soldados vinieron a por mí y me llevaron a mi celda yo estaba destrozada, no me tenía en pie, y sobre todo tenía una sed como nunca había sentido en mi vida. Pero, cuando abrí el grifo del lavabo de mi celda, no salió nada; así que me quedé tumbada en el catre, en posición fetal y llorando quedamente.

Cuando, a la mañana siguiente, los soldados regresaron, traían consigo algo que me pareció el mejor regalo que nunca me hubieran hecho: una botella de agua. Creo que la bebí toda de un trago, y tras hacerlo me di cuenta de que llevaba casi dos días sin comer nada; tenía un hambre auténticamente voraz, pero aquellos hombres no me traían más que el agua. Así que me tuve que conformar con ella, y una vez acabada les seguí, rogando en mi fuero interno para que no me llevasen otra vez a la picana. De momento así fue, pues después de caminar un rato abrieron una puerta, y me hicieron pasar a una habitación en la que solo había tres cosas: una mesa, una silla y Fonseca, sentado en ella. Mi primera reacción, aunque seguramente absurda en aquella situación, fue enrojecer y cubrir mis pechos y mi sexo con las manos, como pude; pues estar desnuda ante aquellos soldados era sin duda muy duro, pero nada en comparación con la vergüenza que me provocaba exhibirme así ante un periodista a quien había conocido en España, en el ejercicio de mi profesión habitual. Y que, además, era -por decirlo claramente- un auténtico baboso. Él, al verme, se levantó de la silla al instante, vino hacia mí y me abrazó muy efusivamente; diciéndome “Señorita Gálvez, qué gusto volver a verla!” ; aunque, a juzgar por el manoseo a que me sometió, que empezó posando su cara en mis pechos y ambas manos en mis nalgas, hubiera sido más sincero diciendo que el gusto era más bien por tocarme, y no por verme. Cuando por fin logré apartarme de él me hizo sentar en la silla, y él se sentó en el borde de la mesa; yo me acurruqué como pude, a fin de enseñarle lo menos posible de mi cuerpo desnudo, y él continuó sonriente con su discurso: “Parece ser que se ha tratado de un error, porque el servicio de contraespionaje les confundió con otras personas. Pero me alegra ver que las han tratado bien” . Al oír esto enfurecí; me puse de pie gesticulando, olvidando por completo mis intentos de ocultar mi desnudez, y le conté todo lo que me habían hecho desde que llegué, y lo que yo había presenciado que hacían a Cristina. Pero de pronto me di cuenta de que no me estaba escuchando, pues su atención estaba fijada en mi sexo y, sobre todo, en mis pechos, que con mi ataque de indignación se bamboleaban en todas direcciones; así que me callé y esperé su respuesta.

Tardó un poco en darse cuenta de mi silencio, pues estaba enfrascado en su detallada inspección de mi desnudez; pero al advertirlo me comentó: “Mire, señorita Gálvez, si usted denuncia al DNII su escrito irá directamente a la papelera, y las dos estarán en un avión de vuelta a España en menos de lo que tardarían en hacer su equipaje. Mientras que, si aceptan las disculpas oficiales, le aseguro que tendrá la entrevista que quería con el presidente; el general Pacheco en persona me lo ha garantizado. Y, al acabar, se volverán ustedes a España con la entrevista y con las grabaciones que vino a buscar; una vez allí podrán ustedes, además, denunciar lo que quieran, con más garantías de ser escuchadas que aquí” . Supongo que parecerá raro, pero entre mi instinto de periodista y el “entrenamiento” en soportar vejaciones y torturas que recibí en el África Ecuatorial, la idea no me pareció tan mala; pero pedí primero hablarlo con Cristina. Fonseca salió, habló con un guardia y al poco la trajeron: seguía, como yo, completamente desnuda, y me daba la impresión de que no había dejado de sonrojarse desde que se desnudó, pero parecía en buen estado. Las heridas de sus quemaduras habían sido tratadas con algo, pues se veían ya cicatrizando, y nada me dijo de que la hubiesen torturado: solo me abrazó entre sollozos, soltando por un momento sus brazos de la púdica postura en la que parecía haber pasado las últimas cuarenta y ocho horas, y me preguntó si yo estaba bien. Le dije que sí, y le conté lo que me había dicho Fonseca, a quien ella miraba con cara de horror; parecía que, al igual que a mí, le daba aún más vergüenza que él la viera desnuda que no que lo hicieran unos guardias a los que no conocía. Y, aunque al principio me costó convencerla, pues solo repetía “Me quiero ir a casa, por favor!” , al final lo logré; supongo que su instinto de corresponsal -iba a ser el primer presidente de un país al que le hiciera fotos durante una audiencia exclusiva- acabó por decidirla.

IV – La entrevista con el presidente

Al poco entró un guardia con la ropa que nos habían quitado a las dos en la aduana del aeropuerto, nos vestimos y marchamos de allí en el automóvil de Fonseca, a la ciudad; en concreto al hotel Intercontinental, muy próximo a la Casa Presidencial de la República y en el que él había reservado para nosotras una preciosa suite de dos dormitorios con vistas a la piscina. Tras decirnos que nos relajásemos, pues tenía que organizar la entrevista y la burocracia llevaba su tiempo, nosotras dedicamos los siguientes días a comer, beber, recibir masajes, hacer tratamientos de belleza y tomar el sol en la piscina. De hecho, aquellos días estuvimos poco más vestidas que en el cuartel, pues pasamos la mayor parte del tiempo en nuestros biquinis; el mío algo más discreto, porque allí no estaba permitido el topless, pero el de Cristina casi más escandaloso que la desnudez. Pues consistía en una braguita mínima, que en la parte de atrás solo se sujetaba por un fino cordón que subía por la hendidura de sus nalgas; y un sujetador que parecía al menos tres o cuatro tallas menor que lo que precisarían sus enormes pechos. La verdad es que la chica no dejaba de sorprenderme, pues a mí casi me habría dado más vergüenza exhibirme con aquel biquini que estando desnuda; daba la impresión de que estaba diseñado con un solo objetivo: atraer la atención de los hombres que la mirasen. Y, por otra parte, dejaba a la vista las marcas de quemaduras en su cuerpo casi por completo; pero eso a ella parecía no importarle.

Unos días después vino Fonseca a visitarnos, cuando estábamos en la piscina. Con dos objetivos: el oficial, entregarme unas cintas en las que, según me dijo, estaban las grabaciones comprometedoras para el presidente de que él disponía. El auténtico, volver a contemplarnos a su satisfacción, aunque esta vez estuviéramos un poquito más tapadas. Una visita que sin duda Cristina le agradeció, pues a diferencia de lo sucedido en el cuartel hizo cuanto pudo por mostrarle el cuerpo; aprovechando que estaba tumbada boca abajo, y con el sujetador del biquini desabrochado, se incorporó cada dos por tres lo suficiente como para enseñarle a Fonseca sus grandes pechos. Cosa que el periodista agradeció, pues pasó casi todo el tiempo con nosotras con la mirada fija en sus nalgas; o en sus senos, claro, siempre que ella se los mostraba. Aquella tarde, después de comer, me puse a escuchar las grabaciones en un aparato que me dejaron en el hotel, mientras Cristina hacía la siesta; y al acabar tuve que reconocer que Fonseca estaba en lo cierto, pues si aquellas grabaciones eran auténticas estaba claro que el fiscal de Miami tenía razón al relacionar al actual presidente con los turbios manejos de su hermano Tony en el mundo de la droga, que le habían valido pasar en la cárcel el resto de su vida. Pero estaba aún más claro que yo debía ir con mucho cuidado, y no digamos ya Fonseca; pues no hacía mucho que había sido asesinado, en una prisión de máxima seguridad hondureña, el principal testigo de cargo en aquel proceso. Así que dediqué el resto de la tarde a preparar las preguntas que iba a formular al presidente; las cuales, como era mi costumbre, serían sin duda agresivas, y algunas basadas en las grabaciones que me había hecho llegar Fonseca. Pero en las que, por nuestra seguridad personal, resultaba esencial que no pudiese llegar a detectar que teníamos las cintas en cuestión.

Finalmente Fonseca llamó una tarde, días después, y me anunció que la entrevista sería a las once de la mañana siguiente. Media hora antes Cristina y yo estábamos en la entrada del palacio; yo muy profesional, con un traje de ejecutiva, y ella muy discreta. Lo que suponía sin duda un éxito mío, pues su primera idea fue acudir vestida como de costumbre; pero al final logré que se pusiera unos tejanos -ceñidísimos, claro; no tenía otros- y una blusa camisera, e incluso un sujetador debajo de la blusa. Unos funcionarios muy solícitos nos hicieron pasar a una salita de espera, donde nos tuvieron casi una hora; pero finalmente una especie de mayordomo de librea nos vino a buscar, y nos llevó al despacho del presidente. Era éste un hombre de mediana edad y fornido, bastante más bajo que yo, con una cabeza grande y cuadrada y un pelo negro y abundante, algo canoso y esculpido a navaja; parecía un campesino con traje, pero había un destello de inteligencia en su mirada. Nos sentamos en un tresillo, mientras Cristina hacía las fotos de rigor, y lo primero que hizo él fue deshacerse en excusas por el malentendido de que habíamos sido víctimas, insistiendo mucho en que los responsables serían castigados; aunque, al igual que Fonseca, se declaró muy aliviado por el hecho de que hubiésemos sido bien tratadas. Y la verdad es que, si lo decía para reírse de nosotras, no se le notaba en absoluto; parecía creer sinceramente que así había sucedido. Yo comencé a interrogarlo, y él contestó con los lugares comunes que ya me esperaba: que si las acusaciones contra él eran un invento de los gringos para minar la soberanía de su país, que si Honduras estaba entre los países del mundo más comprometidos en la lucha contra el narcotráfico, que si su máxima prioridad era la lucha contra la corrupción, …

Viendo que no salíamos de ahí, comencé a preguntarle por cosas más concretas, algunas de las cuales sabía por las cintas que Fonseca me había hecho llegar. A la primera pregunta así noté que él daba un respingo, aunque lo controló con profesionalidad, y sobre todo que su cara se ponía más seria; pero cuando ya llevaba como media docena de ese tenor no pudo contenerse más, y me preguntó “Señorita Gálvez, disculpe la pregunta; ya sé que es usted quien me está entrevistando, y no al revés, pero… ¿Quién le ha dicho a usted que me pregunte estas cosas?” . Yo me excusé empleando a mis compañeros de redacción como argumento, diciéndole que varios me habían ilustrado sobre el tema antes de salir hacia Honduras, pero se notaba perfectamente que mi argumento no le convencía en absoluto. Así que decidí rebajar el tono, y pasar a cuestiones más mundanas; le pregunté por sus orígenes, por su familia, por el departamento -Lempira- del que él venía, sus aficiones, … Yo me esforzaba en parecerle simpática, mientras iba pensando si valía la pena volver a pinchar hasta el hueso, y él parecía volver a tenerme confianza; así que al final me decidí: “Señor Presidente, no quisiera terminar sin hacerle una pregunta muy delicada. En el juicio de su hermano aparecieron acusaciones de que él recibió dinero, unos dos millones de dólares, de un narcotraficante muy conocido -el “Chapo” Guzmán, ahora en prisión- y con destino a una campaña electoral de usted; sabe que, al parecer, existe una grabación sonora de esa entrega, en la que su hermano reconocería que el dinero tiene justamente ese destino?” . Su respuesta me dejó muy sorprendida: con una cara muy seria, incluso enfadado, me dijo “Usted ha oído esa grabación? Si es así, hágame el favor de decirme donde; estoy harto de soportar los montajes de la CIA, y voy a ser implacable en su persecución”. Como yo le solté el habitual discurso sobre el anonimato de las fuentes de información periodísticas, continuó: “Créame que, si publican ustedes alguna de esas patrañas, se arrepentirán. Buenas tardes, señoritas” . Dicho lo cual se levantó y fue a refugiarse tras su mesa de despacho, dando por concluida la entrevista.

V – Capturadas camino del aeropuerto

En el breve camino de vuelta al hotel yo iba realmente asustada; quizás porque la última vez que me enfrenté a un alto dignatario de un país poco desarrollado acabé siendo una esclava desnuda en sus minas, torturada por sus sicarios. Así que le dije a Cristina “Vámonos cuanto antes de este país!” , y ella asintió, con una sonrisa de oreja a oreja; de hecho, si por ella fuera ya nos habríamos largado solo de salir de aquel cuartel, pues fui yo quien la convenció de esperar a la entrevista. Pero llegamos al Intercontinental sin novedad, y me puse de inmediato a prepararlo todo para el regreso; confirmé la reserva del avión, prevista para aquella misma noche, y desde el centro de negocios del hotel remití -por correo electrónico y a mi buzón de la empresa- una copia del vídeo de la entrevista con el presidente. No las grabaciones de Fonseca, claro; pues el formato era muy antiguo, una cinta magnética de grabadora portátil, y no tenía como convertirlo. Hecho lo cual nos fuimos un rato a la piscina, hasta que fue la hora de comer; celebramos el éxito con un almuerzo a base de langosta, y subimos a la suite a preparar las maletas para el regreso. Y, sobre las cuatro de la tarde -como cliente VIP me habían dejado retrasar la salida de la habitación- firmé la cuenta y subimos a un taxi en dirección al aeropuerto, junto con nuestro equipaje. Era una ruta corta, por autopista, y todo parecía ir sin novedad hasta que el conductor, poco antes del aeropuerto y al llegar a una estación de servicio de la marca Puma, se detuvo alegando que necesitaba gasolina. Paró, llenó el depósito y se fue hacia la oficina a pagar la cuenta; y al poco de que entrase allí se abrieron las dos puertas de atrás del taxi y dos hombres, con las caras tapadas por sendos pañuelos y una pistola en la mano, nos agarraron a cada una de un brazo y nos sacaron del vehículo. Cristina chillaba pidiendo socorro, y yo supongo que también, pero poco tiempo tuvimos para hacerlo; pues justo detrás de nuestro taxi se había detenido una furgoneta negra, grande y sin ventanas, en la que ellos nos metieron a empujones. Luego cerraron la puerta, que era de esas correderas, y noté como arrancábamos a toda velocidad.

Dentro de la furgoneta, y además de los dos hombres que nos habían secuestrado, había otro que de inmediato cogió nuestros bolsos y los revisó; pude observar que lo único que sacaba de ellos y metía en su bolsillo fueron las cintas de Fonseca. Y cuando acabó su registro, durante el cual no había dicho una sola palabra pese a nuestras constantes protestas, aprovechó un momento en que ambas nos callamos para decirnos “Señoritas, por favor, desnúdense; y entreguen su ropa a estos dos caballeros” . La cara de Cristina fue de auténtica desolación, y su reacción esperable, al menos por mí; gritó “Nooo!” , y se dejó caer al suelo en posición fetal. El hombre que parecía dirigir aquellos matones sacó entonces un gran cuchillo que llevaba al cinto, y volvió a hablar: “Estaré encantado de desnudarlas yo mismo, si lo prefieren. De hecho me apetece más, me encanta desenvolver regalos. Pero les advierto que, con el vaivén del vehículo, igual se me escapa el cuchillo y, al rasgar su ropa, les hago algún corte…” . Yo, desde luego, no necesité de nada más para comenzar el ritual que ya tan bien conocía: desabroché mi blusa y mi tejano, me los quité, solté mi sujetador y lo dejé caer, junto con mis bragas, al suelo, y por último me saqué mis zapatillas. Cuando estuve completamente desnuda, y para que no le hicieran ningún daño a Cristina, me agaché a su lado y, mientras le decía “Tranquila, no pasará nada, ya verás como todo acaba bien, …” le fui quitando prendas. Que no eran demasiadas, pues ella llevaba lo que parecía su ropa para viajar: shorts ajustados y blusa anudada a la cintura, sin sujetador y con el tanga más minúsculo que yo había visto en mi vida. Cristina se fue dejando hacer, y cuando le quité la última prenda -sus sandalias con tacón- se quedó allí en el suelo, sollozando, pero al parecer ya sin fuerzas para taparse con las manos.

Yo me temía que aquellos hombres aprovecharían el trayecto para, una vez desnudas, violarnos; pero no fue así, pues se limitaron a esposarnos con las manos atrás y sentarnos en un rincón de la cabina. El único abuso a que me sometieron fue, una vez que se percataron de mis tres anillas, hacerles una detenida inspección, que incluyó muchos frotamientos en mi sexo y en mis pezones. Pero, una vez que los tres se hubieron hartado de sobarme, me dejaron en el rincón con Cristina, y allí permanecí un buen rato; yo diría que no menos de cinco o seis horas, aunque no llevaba reloj. Y tampoco podía ver por donde íbamos, pues aquella furgoneta no tenía ventanas. Cuando el vehículo finalmente se detuvo, y se abrió la puerta corredera, pude ver que era ya noche cerrada, y que estábamos en lo que parecía una hacienda; me recordó, por el aspecto, alguna de las mansiones que en las películas tienen los grandes jefes del narcotráfico. Dos de aquellos hombres nos sacaron a Cristina y a mí, y nos llevaron del brazo por unos jardines muy bien cuidados hasta la casa principal; a cada poco nos cruzábamos con hombres fuertemente armados, quienes saludaban a nuestros guardianes y les hacían comentarios obscenos sobre las chicas que habían “pescado” en la capital. Al final llegamos a un porche que daba al jardín, donde dos hombres elegantemente vestidos, aunque ambos de un modo informal, estaban tomándose un refresco sentados en un sofá; los guardianes les saludaron y nos dejaron de pie allí, delante de ellos, luciendo nuestra desnudez a la luz de unas farolas que iluminaban la escena.

VI – La estancia

El que parecía más mayor sonrió, y nos dijo “Bienvenidas a mi estancia, señoritas. Como ya supondrán, están aquí para responder a unas preguntas relacionadas con su trabajo, señorita Gálvez; de lo que responda dependerá su futuro, y el de su amiga. Así que le aconsejo la máxima sinceridad” . Al instante comprendí que el presidente tenía que estar detrás de todo aquello, y que la principal pregunta que tendría que responder era la que me formuló él en el palacio presidencial; así que sin perder el tiempo dije “Fonseca. Fue Fonseca quien me dio las grabaciones. De hecho vinimos a Honduras a por ellas, lo de entrevistar al presidente era solo una tapadera” . Al oírme los dos hombres se pusieron a reír con ganas, y el más joven dijo “Buen intento, señorita. Estaría bien pensado si no fuera porque Fonseca es un agente de la DNII desde hace muchos años; de hecho, el general Pacheco y él son grandísimos amigos. Así que es mejor que vaya pensando otra historia” . Yo, la verdad, me quedé sin palabras, pues una vez les hube dicho la verdad, pura, simple y completa, ya no había nada más que pudiese explicarles. Pero tampoco a ellos parecían interesarles más explicaciones, pues el joven se levantó y, cogiendo del brazo a Cristina, se la llevó hacia el interior de la casa. Y el otro, después de mirarme de arriba abajo con evidente lascivia, me dijo “Pero ya hablaremos de eso mañana. Ahora ya es tarde en la noche; una hora ideal para hacer el amor, verdad?” . Mientras lo decía se iba desnudando, y cuando se lo hubo quitado todo me acercó al sofá, me puso de rodillas frente a él y me hizo un ademán evidente. Yo comencé a chupar su miembro, y al poco constaté que, una vez erecto, era de unas dimensiones más que considerables; su anchura me cabía en la boca, aunque muy justa, pero no pude acomodar más que la mitad aproximada de su longitud. Tras empujar un par de veces con decisión, y ver que yo daba arcadas en las dos ocasiones, él se rio y comentó: “Vamos a tener que enseñarle a tragar pollas, ya lo veo; tiene que dejar que su garganta la acomode, aprendiendo a dominar el reflejo que su intrusión provoca. Pero tiempo tendremos para que aprenda, no sufra; ahora levántese, dese la vuelta, coloque la cabeza en el respaldo del sofá, separe las piernas y ofrézcame el coño” .

Tan pronto le obedecí noté su glande presionando contra mi vulva, a la vez que tocaba la parte inferior de la anilla de mi clítoris; al hacerlo me provocó un estremecimiento que, para mi desgracia, solo podía ser de placer, y noté que yo estaba completamente mojada. Por lo que su pene, cuando él empujó, entró en mi vagina sin la menor dificultad; y al cabo de poco tiempo, mientras él iba bombeando en mi interior con fuerza, noté las señales inequívocas de que se acercaba un orgasmo. Luché como pude contra esa sensación, pensando en las cosas más asquerosas que se me ocurrían; pero su miembro continuó taladrándome sin compasión, y finalmente no pude evitarlo más: el clímax me golpeó de lleno mientras yo emitía evidentes gemidos de placer, provocándome una sucesión de espasmos incontrolados. Que, claro, él detectó, y además de seguro le ayudaron a que alcanzara también su orgasmo; pues cuando yo comenzaba a calmarme soltó un gruñido, y descargó en mi vagina una copiosa eyaculación. Se quedó allí dentro, inmóvil, unos minutos, y cuando notó que su pene comenzaba a perder la erección se retiró de mi interior, diciéndome que no me moviese de cómo estaba. Yo notaba que su semen resbalaba hacia el suelo por mis muslos, pero no me atrevía a moverme; y así seguía cuando uno de los guardianes vino a buscarme. Sin decir palabra me incorporó, y me llevó del brazo hasta lo que parecía un establo; un edificio alargado, de una sola planta pero con techos altos, que olía a ganado y en el que se podían oír los mugidos de algún animal. Allí me hizo entrar en un espacio vacío, con aspecto de servir para los animales; pues tenía el suelo cubierto de paja, y en un lateral había dos cubos, uno con agua y el otro sin nada. Y, tras pasar alrededor de mi cuello una larga cadena que nacía en la pared, la cerró con un candado y se marchó de allí sin quitarme las esposas.

La verdad es que me costó mucho dormir, pues aunque estaba cansada por el viaje en la furgoneta no encontraba una postura cómoda; de una parte las manos esposadas a la espalda lo dificultaban bastante, y de otra la cadena en mi cuello no me permitía tampoco mucha movilidad. Pero al final conseguí dormir un poco, y cuando desperté ya era de día; dentro de aquel establo había bastante actividad, pues cada poco pasaban frente a mi rincón hombres con aspecto de vaqueros, que en ocasiones se me quedaban mirando un rato. Al cabo de poco vino un hombre llevando una escudilla con lo que parecían unas gachas, y me las dejó junto al cubo de agua; yo me las comí con hambre, aunque sin manos, claro, y encontré que no sabían a nada pero llenaban el estómago. Después bebí del cubo, y en ello estaba cuando el mismo hombre vino a buscarme; tras soltar la cadena de mi cuello, me puso en pie y me sacó del establo, llevándome hacia una explanada que había frente a este, en el lado contrario al de la casa donde el día anterior habíamos sido presentadas. Lo primero que allí vi fue a Cristina: la habían colgado por sus manos, atadas juntas mediante una cuerda gruesa, de una rama de árbol; su cuerpo desnudo, con los pies separados del suelo por pocos centímetros, se agitaba haciendo que sus grandes pechos se bamboleasen. El hombre que me llevaba me guio hasta un rincón a la sombra, donde estaban sentados en sendas sillas los mismos dos hombres del porche que vi la noche anterior; me hizo arrodillarme junto a ellos, mirando a Cristina, y entonces el más mayor me habló: “Espero que haya dormido bien, señorita; pero ahora vamos a hablar de cosas serias. Me dice Fonseca que ustedes dos son amantes, así que he pensado que igual le suelto a usted más la lengua castigando a su novia. Vamos a probarlo, y si no funciona siempre puedo torturarla a usted luego…” .

Si no hubiera sido por la situación en la que me encontraba, me hubiese puesto a reír. Amantes, Cristina y yo? Sería posible que Fonseca fuese tan burro como para creer que todas las mujeres que se resistían a sus “encantos” eran lesbianas? Pero mis pensamientos fueron interrumpidos por el primer alarido de dolor de la pobre Cristina, a la que mientras tanto dos hombres con aspecto de capataces, bajos pero muy fornidos, habían comenzado a azotar. Los dos empleaban unos látigos no muy largos, de quizás unos dos metros, pero que se veían muy pesados, y lo cierto es que las marcas que iban dejando en el cuerpo desnudo de su víctima eran horripilantes; anchas, profundas, y alguna de ellas de como un metro de longitud. Al cabo de un rato docenas de cicatrices le rodeaban la cintura, los muslos, el vientre, las nalgas, los pechos… Cristina se sacudía como una loca, dando patadas al aire en todas direcciones; lo que sus torturadores aprovechaban para golpear con los látigos el interior de sus muslos, y en ocasiones su sexo. Sacándole, en estos casos, unos gritos de dolor aún mayores, casi inhumanos, y un pataleo aún más frenético. La verdad es que yo no conté los golpes, ni el tiempo que duraron; pero cuando los dos hombres se detuvieron, a una señal del dueño de la estancia, Cristina había recibido seguro más de cincuenta latigazos, y la cifra real se aproximaría tal vez a los cien. Por lo que colgaba del árbol como un fardo, cubierta de sudor y de profundas estrías rojizas, gimiendo entre lágrimas; entre sus rodillas y sus pechos no se veía ni un centímetro de piel que no hubiera sido azotado, y lo mismo cabía decir de su espalda, cubierta de latigazos desde las corvas a los hombros.

Los dos hombres se levantaron, dejándola allí colgada, y volvieron hacia la casa; uno de los capataces me puso en pie y me hizo seguirlos, hasta que llegamos al mismo porche del día anterior. Se sentaron en el mismo sofá, y el mayor me hizo gesto de que podía hablar; yo comencé otra vez a contarle lo que sabía, y a pedirle que por favor me dejase hablar con mi director, que se lo confirmaría. Y, claro, a interceder por Cristina, explicándole que nosotras no éramos lesbianas, y menos aún “novias”, que esa idea era una estupidez de Fonseca, herido en su amor propio porque no hacíamos caso a sus avances; pero que, por favor, no la azotase más, pues aunque la matase a golpes yo no podría decirle nada diferente a lo que ya le había contado. Supongo que algo debía de sospechar, pues si conocía a Fonseca mi explicación sobre la razón por la que nos creía lesbianas debió de resultarle muy verosímil; el caso es que me dijo “Voy a concederle el beneficio de la duda. Haré algunas averiguaciones sobre Fonseca, y de paso también sobre el general Pacheco; mientras tanto ustedes dos serán mis huéspedes aquí en la estancia. Ahora vendrá a buscarla García, mi capataz; hagan ustedes todo lo que él les ordene, pues tiene mi permiso para castigarlas como se le antoje; e incluso, si no tiene más remedio, para hacerlas desaparecer definitivamente” . Dicho lo cual se desentendió de mí, y se puso a hablar con el hombre más joven de cosas más mundanas; oí parte de la conversación, que iba sobre carreras de caballos, allí de pie frente a ellos, desnuda y con las manos esposadas a la espalda, hasta que se aproximó a nosotros un hombre bajo y corpulento, parecido a los que habían azotado a Cristina. Quien saludó a los dos hombres del sofá llevándose una mano al ala del gran sombrero vaquero que llevaba, y cogiéndome de un brazo se me llevó de aquel lugar.

VII – Esclava del capataz

Lo primero que hizo el tal García -yo suponía que era él- fue llevarme a una pequeña caseta apartada, como a doscientos metros del establo donde yo había dormido la noche anterior. Al entrar me llevó hasta la mesa del comedor, donde me tumbó de medio cuerpo sobre mis pechos y me separó las piernas, dejando mi sexo y mi ano completamente expuestos; de inmediato noté como su pene se apoyaba en mi vulva y, poco después, como de un empujón me penetraba. No me hizo daño, pues aunque no completamente yo estaba -como siempre- algo lubricada; y durante los cinco o diez minutos que me cabalgó logró incluso llevarme al inicio de un orgasmo; pero cuando yo empezaba a construirlo noté como descargaba una copiosa eyaculación en mi vagina. Poco después se retiró de mi interior, y oí como se subía la cremallera del pantalón; tras hacerlo levantó mi torso de la mesa y me colocó, de pie, frente a una butaca en la que se sentó. Para comenzar entonces su discurso de bienvenida: “Señorita, me dice el patrón que van a pasar un tiempo con nosotros, usted y su amiga. En este lugar hay que ganarse la vida trabajando, así que espero de ustedes la máxima disposición a trabajar en lo que se les mande; tanto si son tareas de la estancia como en la que será su labor principal: hacer felices a mis hombres. Las normas que rigen su vida son sencillas: hacer lo que les diga cualquier hombre, sin vacilación, desde el último pinche hasta el patrón. Si no lo hacen tendremos que castigarlas duro. Y no pueden hablar sin permiso. Me ha entendido?” . Yo hice que sí con la cabeza, y él continuó: “Pues comience por limpiar a fondo esta cabaña, que es mi casa, y por prepararme una buena comida. Alguna pregunta?” . Solo supe preguntarle si podía ponerme algo de ropa, pero su respuesta fue tajante: “Y esconder esos cuerpos tan lindos? Ni hablar, aquí van a estar desnudas todo el tiempo; con el calor que hace eso no les supondrá ningún problema, créame. Y ni se les ocurra taparse con algo, aunque sean sus manos; serían castigadas de inmediato” . Dicho lo cual me hizo dar la vuelta, me quitó las esposas y se fue, dejándolas sobre la mesa.

Después de unos minutos en los que no hice otra cosa que disfrutar la sensación de tener otra vez las manos libres, decidí comenzar a cumplir sus instrucciones por la limpieza de la cabaña; lo que me llevó al menos una hora, pues aquel hombre no era un prodigio ni de orden ni de limpieza. Primero ordené las cosas que había tiradas por todas partes, luego hice la cama con ropa limpia, fregué los suelos, …; y, conforme lo iba haciendo, me notaba cada vez más excitada. Con toda seguridad era la primera vez en mi vida que hacía faenas domésticas totalmente desnuda, y cada vez que me veía así, al pasar frente a algún espejo, sentía como aumentaba el calorcillo en mi sexo; lo que incluso me sucedía sin necesidad de ver mi imagen reflejada, pues el constante movimiento que me imponían mis tareas hacía por un lado que mis pechos se bamboleasen de manera constante, y por el otro que la anilla de mi clítoris no parase de mandarme “señales”. Una vez que la casa estuvo en orden me puse a lavar toda la ropa sucia, que era bastante; para lo que tuve que salir a la parte trasera de la casa, donde vi que había un fregadero y un tendedero. Allí estuve casi otra hora entera, recibiendo las visitas -y los consiguientes magreos de mi sexo, mis pechos o mi trasero, en cada ocasión- de varios trabajadores, que venían a interesarse por mi trabajo; y para cuando empecé a tender la ropa las ganas de masturbarme eran ya imparables. Así que, cuando terminé de tender y volví al interior de la cabaña, lo primero que hice fue sentarme en una silla de la cocina y comenzar a acariciar mi vulva; cuando noté que estaba muy lubricada me introduje dos dedos, y en pocos minutos conseguí un orgasmo más que aceptable. Y, viendo que aún no eran las doce de la mañana, decidí que antes de hacer la comida me daría una ducha; algo que echaba de menos hacía días, y con lo que soñaba desde que vi el cuarto de baño de la cabaña.

La ducha se alargó más de lo que yo había previsto inicialmente, pues no solo había agua caliente y jabón, y pude lavarme el pelo, sino que, al cabo de un rato de frotarme el cuerpo, me di cuenta de que me apetecía un segundo orgasmo; y allí bajo el chorro de agua me volví a llevar, en pocos minutos, al clímax. Cuando me recuperé apagué la ducha, salí de ella y me envolví en una enorme toalla que colgaba de un gancho, sujetándola encima de mi pecho; era de esas acolchadas, y la sensación de estar así “vestida” me resultó casi tan estupenda como los dos orgasmos anteriores. Me sequé piernas y pies con otra toalla más pequeña, y una vez seca salí del cuarto de baño y me fui hacia la cocina, a preparar la comida del capataz; sin recordar que iba envuelta en la toalla. O, quizás, tan feliz por estar envuelta en ella que mi cerebro se negó a recordarme lo que García me había prohibido. Pero lo recordé al instante al entrar en la cocina; pues ahí estaba esperándome el capataz, sentado en una silla y con cara de muy pocos amigos. Al verle me quedé como paralizada, sin decir una palabra; él se levantó, me arrancó la toalla del cuerpo y me dijo “Quién te ha dado permiso para usar mi baño? Cómo te atreves a taparte el cuerpo? Y dónde está mi comida?” . Yo solo pude musitar “Perdón!” con la cabeza muy baja, pero él no parecía nada dispuesto a perdonarme; pues volvió a tumbarme sobre la mesa como antes, con mis pechos aplastados contra la tabla y las piernas bien separadas. Tras lo que me dijo “Sujeta el otro lado de la tabla con las dos manos, y ni se te ocurra moverte de la posición. Si lo haces repetiré el golpe, y si eso pasa tres veces te colgaré del árbol donde han castigado antes a tu amiga, y te daré el doble de latigazos que los que ella ha recibido” . Cuando hice lo que él me decía pude ver que cogía de la pared un látigo corto, grueso y pesado, pero de poco más de medio metro de largo; y con él en la mano se dirigió hacia mi parte trasera, en la que mi sexo y mi ano debían de estar tan ofrecidos como mis nalgas.

Aunque para mi desgracia yo ya tenía experiencia en esto de recibir latigazos, el dolor del primero me cortó la respiración; sentí un fuerte golpe en la base de mis nalgas, que incluso alcanzaba la vulva, y al instante me invadió aquella sensación de escozor insoportable que, entonces sí, recordé. Empecé a gritar a pleno pulmón, y a patalear en todas direcciones, pero logré contener el impulso de llevar mis manos al trasero; y lo volví a conseguir cuando cayó el segundo latigazo, esta vez cruzando ambas nalgas por su centro. Aunque me pareció incluso más fuerte, pues tuve la sensación de que el látigo me llegaba hasta el hueso, cortando por la mitad mis posaderas. Aguanté también, aunque por supuesto chillando, sudando y pataleando, los siguientes tres golpes, dos en el centro de las nalgas y uno en la grupa; pero cuando el sexto impactó de lleno en el nacimiento de mis muslos no pude más, y llevé las manos al lugar donde había dado. García se paró, y me dijo “Primer aviso!” ; con lo que yo llevé de nuevo mis manos al borde contrario de la mesa, y él siguió haciéndome todo el daño de que era capaz, pues pegaba los golpes con auténtica saña: yo le veía, cuando se colocaba a mi lado, sudar casi más que yo. Siguió dándome un buen rato, quizás una docena de latigazos más, pero fui capaz de no volver a separar las manos; únicamente una vez en que el látigo impactó en mi vulva no pude evitar soltar una mano de la mesa, pero al momento me di cuenta y la devolví a su sitio. Y él o bien no lo vio, o bien prefirió no verlo. Cuando al fin se detuvo, jadeante, me dijo “No te muevas!” , y oí la cremallera de su pantalón; al poco noté como su glande penetraba mi vulva, y sufrí sus arreones hasta que, en poco más de un minuto, eyaculó. Sin que esta vez, lógicamente, yo me acercase siquiera al orgasmo, pues la única sensación que sentía era un dolor lacerante en mi trasero.

Cuando García terminó de montarme me mandó a la cocina, a preparar su comida; lo que no me llevó mucho tiempo, pues era un hombre de gustos sencillos: le calenté unos frijoles, le freí un bistec, y con eso ya estuvo servido. Bueno, con eso y con los constantes manoseos a que me sometió mientras yo trabajaba, pues al parecer las cocineras desnudas le excitaban; no se movió de mi lado en todo el tiempo, y mientras una de sus manos reseguía las heridas de mi trasero, la otra iba de mis pechos a mi sexo, y vuelta. Cuando le serví la comida me indicó que me sentase a su lado y comiera también; como tenía hambre me comí todo lo que él dejó, y al acabar recogí los platos y los lavé, dejando la cocina perfecta. Al volver al salón me di cuenta enseguida de cual sería mi siguiente tarea, pues García se había quitado los pantalones y exhibía una erección descomunal; pero al acercarme e ir a montarlo me dijo “No, eso luego; primero ha de aprender a tragar las vergas enteras” . Con lo que yo me puse de rodillas frente a él e introduje su miembro hasta donde pude; momento en que él sujetó mi cabeza por ambos lados y la forzó hacia abajo, hasta lograr que su pene entrase hasta el fondo en mi garganta. La sensación fue horrible, como una mezcla de ahogo y arcada; pero no me soltó en lo que me pareció un rato larguísimo, y cuando por fin lo hizo comencé a toser como una loca, y a boquear como un pez fuera del agua. Seguimos intentándolo quizás una hora, durante la cual yo tenía la sensación de que cada vez dejaba más tiempo su miembro erecto dentro de mi esófago; hasta que, al final, yo ya casi no tosía ni boqueaba al retirarlo. Entonces me dijo que seguiríamos otro rato, me levantó, me dio la vuelta y me empaló en su erección; lo que no me supuso ninguna molestia, antes al contrario: yo estaba bastante excitada, y había lubricado un montón durante mis ejercicios de garganta. Por lo que, al poco tiempo, tuve un orgasmo potentísimo, cuyos efectos aún notaba cuando García, tras dar un gruñido, descargó una copiosa eyaculación en mi vagina.

VIII – Trabajando en la estancia

Tras abrocharse los pantalones me cogió de un brazo y, sin darme la ocasión siquiera de lavarme un poco, me llevó -cruzando el patio- al edificio donde yo había dormido la noche anterior; allí me entregó un cubo con agua jabonosa, y un cepillo grande y muy fuerte, y me dijo “Limpie bien todas las reses que hay en el establo, que queden relucientes. Mañana hay que llevarlas al mercado, y han de lucir lo más lindas posible” . Con él fui hasta el fondo del edificio, y nos detuvimos frente a un box en el que había el toro más grande que yo había visto nunca; la punta de sus cuernos alzaba más que mi estatura, y llenaba casi por completo el angosto espacio en el que lo habían situado. Yo empecé a hacer que no con la cabeza, y él se rio; cogiendo de mi mano el cepillo lo mojó en el agua del cubo, entró al box por el escaso espacio que quedaba entre la bestia y la pared, y comenzó a cepillar el animal de arriba abajo, mientras decía “Ve, les encanta que los cepillen. No tema, es un buey muy manso; mejor tema el castigo que recibirá si no los deja todos perfectos” . Haciendo de tripas corazón entré en el box, me puse al lado de él y, cogiendo de su mano el cepillo, comencé a hacer el mismo movimiento; el animal no se alteró, y se dejó hacer mientras García, tras sobarme un poco, salía del box y se marchaba. Así estuve toda la tarde, limpiando bueyes, y lo cierto era que no me dieron problema alguno; lo único difícil era limpiarles la cabeza, pues al ver venir el cepillo la movían de lado a lado, a veces mugiendo fuerte, y yo temía que uno de sus cuernos pudiese herir mi cuerpo desnudo. Pero no sucedió, y para cuando se hizo de noche ya solo me quedaba un animal por limpiar; el que parecía más grande y fuerte, que además estaba en otro recinto, vallado y más espacioso.

Al abrir el vallado, y entrar en él, comprendí que aquel animal no era como los otros. En primer lugar porque estaba suelto, dentro de un recinto de como cuatro por cinco metros. En segundo lugar porque era incluso mayor que los otros que había limpiado. Y en tercer lugar porque me miraba atentamente,  mientras con una de sus patas delanteras rascaba el suelo. Yo me acerqué a él muy despacio, mientras le hablaba bajito y suavemente; al hacerlo me di cuenta de que tenía una erección descomunal, de la que asomaba la punta bajo su vientre, y que cada vez parecía más nervioso. De pronto me detuvo la voz de García, hablando con mucha suavidad: “Señorita, no se le acerque más. Quédese muy quieta un minuto, o así, hasta que vea que se tranquiliza; y luego vuelva aquí muy despacio, y sin darle la espalda” . Al oírle comprendí que aquel animal no era un buey, sino un toro; y seguramente un semental para fecundar las vacas, lo que explicaría la amplitud de su recinto. Me invadió el pánico, y comencé a temblar, pero me quedé quieta; así estuvimos bastantes minutos, él contemplando mi desnudez y yo temblando como una hoja, hasta que el animal pareció desentenderse de mí, y volvió la cabeza hacia el comedero que tenía justo enfrente. En ese momento noté la mano de García en mi hombro; que me guio, muy despacio, hasta que salimos ambos de allí. Cuando estuvimos fuera yo, olvidando tanto mi desnudez como las muchísimas vejaciones a las que me había sometido, le abracé y comencé a llorar; y él comenzó a reír con ganas, hasta que le saltaron las lágrimas. Yo, abrazada a él, notaba el olor a sudor y a polvo que emanaba de su ropa y de su cuerpo, y me sentía muy excitada; tanto que, separando un poco mis piernas, comencé a frotar mi sexo en el pantalón tejano del capataz. Hasta que él se dio cuenta y, redoblando sus carcajadas, me dijo “Con los animales no es usted muy lista, pero no hay duda de que le va la verga. No se preocupe, que aquí no le van a faltar” . Con lo que, claro, logró que yo enrojeciera hasta la raíz del cabello, y me separase de su cuerpo a toda prisa.

Aquella noche, para mi sorpresa, no me llevó a dormir con él, sino que me volvió a encadenar en el mismo lugar que la anterior. Pero sí que hubo una novedad, pues numerosos peones de la estancia se acercaron hasta mi box, y todos ellos con el mismo objeto: introducir sus penes en mi garganta, para que yo practicara cómo acomodarlos sin vomitar o ahogarme. No sé cuánto tiempo estuve haciéndolo, pero no serían menos de dos docenas de trabajadores los que vinieron a mi box; y todos ellos eyacularon sobre mi cara, excepto uno o dos que, no pudiendo contenerse más, lo hicieron directamente en mi conducto digestivo. Lo que, para mí, fue otra sensación nueva, mucho menos difícil de soportar que la invasión de mi garganta; pero incluso eso empezaba a serme más fácil. Eso sí, ninguno de ellos tuvo interés en montarme, y para cuando se marchó el último yo estaba realmente excitada; así que no me dejaron otro remedio que la masturbación: allí tirada en el suelo de paja, desnuda y con la cara cubierta del esperma de aquellos hombres, tuve uno de los orgasmos más intensos de toda mi vida. Y, antes de quedarme dormida, otro par más; quizás no tan fuertes, pero igual de necesarios para poder aliviarme. Mientras me daba cuenta de que empezaba a acostumbrarme a mi situación; ya casi no me importaba que me viesen desnuda, y las vejaciones a las que todos aquellos animales me sometían si algo hacían era excitarme. Suerte, me consolé, que los tormentos seguían sin provocarme otra cosa que un dolor inmenso, terrible; desde luego nada parecido al placer sexual.

A la mañana siguiente me despertó uno de aquellos hombres, llevando el habitual cubo con gachas; me las comí todas, esta vez usando las manos, y luego él me soltó de la pared y me dijo que le siguiera. Fuimos hasta la casa principal, y nos dirigimos a su parte trasera; donde, frente a la puerta de la cocina, el mismo peón que me había traído me limpió con una manguera, jabón y un cepillo. Frotando mi cuerpo con tanta fuerza que, cada vez que cepillaba mi trasero, me caían lágrimas del dolor que sentía; pero él siguió un buen rato, hasta que se convenció de que yo estaba bien limpia, y tras parar la manguera me indicó que me esperase un poco, supongo que para que el sol me secase. No tardó mucho, claro, y enseguida hizo entrar mi cuerpo desnudo a la cocina, donde pasé la mañana trabajando: pelé y corté verduras, desplumé varios animales, preparé una sopa como de cocido… Todo ello bajo la dirección del cocinero jefe, un hombre enorme, con aspecto de indígena, que no paró de tocarme los pechos ni un momento; hasta el punto de que, cuando terminamos todas las tareas, me hizo hacer algo que yo nunca había probado: masturbarle usando mis senos. Me arrodilló frente a él y colocó su miembro, ya semierecto, entre mis pechos; luego me hizo apretarlos con las manos para que sujetasen bien su pene y, tras unos cuantos movimientos míos arriba y abajo, descargó una gran eyaculación directamente sobre mi cara. Hecho lo cual me mandó otra vez fuera, a limpiarme con el chorro de la manguera; y, una vez limpia y seca, me indicó que a continuación ayudaría a servir la comida en el comedor principal.

Cuando, llevando una fuente de comida y siguiendo a varios camareros vestidos con chaquetilla, desemboqué en el comedor principal, descubrí que aún era muy capaz de avergonzarme; pues en la mesa estarían sentadas unas veinte personas de ambos sexos, todas ellas vestidas con elegancia informal, que al entrar yo callaron de golpe, sorprendidas por mi desnudez. El hombre que dijo ser el dueño de la estancia, quien presidía la mesa, se puso a reír a carcajadas, y les dijo “Damas y caballeros, les presento a la señorita Gálvez, que está pasando aquí unos días mientras hacemos algunas averiguaciones sobre ella. Está a su disposición para lo que deseen. Pero ahora comamos; luego, a la hora del café, tendrán ocasión de conocerla en todos los sentidos” . Yo me sentía profundamente humillada, pero no sabía muy bien qué hacer; así que, de momento, seguí pasando la bandeja entre los comensales, para que se sirvieran de ella. Y de mí, claro, pues no pocos aprovecharon que me tenían al lado para tocarme por todo el cuerpo, poniendo especial interés en mis partes anilladas y en las cicatrices de mi trasero. De hecho las mujeres fueron mucho más curiosas, y descaradas, que los hombres; una de ellas me sometió a un auténtico chequeo ginecológico, muy interesada en ver cómo, y dónde, estaba colocada la anilla de mi clítoris. Al final, y con tanto magreo, acabó por suceder lo inevitable: mientras yo estaba inclinada hacia delante, ofreciendo la bandeja a un comensal, una mano se introdujo por detrás entre mis piernas, y dio un tirón de la anilla de mi sexo; yo di un respingo, y al hacerlo parte de la ensalada que llevaba en la bandeja cayó sobre el invitado.

IX – Castigada frente a los invitados

De inmediato se volvió a hacer el silencio en la mesa, y el dueño de la estancia les dijo “Están ustedes de suerte, pues van a poder presenciar como es castigada esta inútil. Luego lo preparamos todo en el porche, y podrán verlo mientras tomamos el café y los licores” . Tras lo que hizo una seña a uno de los camareros, y le dijo algo al oído cuando él se le acercó; el hombre asintió con la cabeza y luego, sujetándome por la nuca, nos llevó de vuelta a la cocina a la bandeja y a mí, mientras otro camarero limpiaba lo que yo había derramado. Una vez que deposité la fuente en la cocina me llevó, por la parte exterior de la casa, hasta un cobertizo, donde me ordenó que cogiese un objeto y le siguiera. Era muy pesado, y consistía en un armazón de madera rectangular, de como un metro de altura y fondo por medio de anchura, con sus laterales huecos y en el que había cuatro grilletes colocados en dos de sus costados, y agujeros -en las cuatro travesaños de madera que formaban su base- que parecían ser para sujetarlo al suelo. Con él fuimos hasta el porche, en uno de cuyos laterales pude ver que, en el suelo, había otros cuatro agujeros que coincidían con los del aparato; justo sobre ellos lo deposité, y el hombre procedió a atornillar el armazón, con cuatro gruesos pernos, de manera que quedó fijado sólidamente, con el lado que no tenía los grilletes encarado hacia la zona donde estaban los sofás y la mesita de café. Entonces me hizo arrodillar en aquel mismo lado, con mi espalda contra el artefacto, y estirando hacia atrás mis brazos me sujetó las dos muñecas a los grilletes altos; para a continuación sujetar mis dos tobillos, que al colocarme arrodillada habían quedado junto a los costados del aparato, con los otros dos grilletes de su base. Y, finalmente, pasó una correa alrededor de mi cintura, que apretó bien y sujetó en algún lugar de la parte trasera de la estructura; de forma que yo casi no podía mover el cuerpo hacia los lados o hacia el frente.

Allí me quedé esperando un buen rato, en mi incómoda postura. Yo me daba cuenta de que la posición era ideal para acceder a mi sexo, o al interior de mis muslos, pues mis rodillas estaban separadas al menos medio metro, si no más; y me temía que seguramente allí era donde me castigarían. Al cabo de como media hora comenzaron a llegar los invitados, y se fueron colocando en los sofás frente a mí; como no cabían todos, algunos se sentaron en los brazos, o en el respaldo de los asientos; e incluso algún caballero se quedó de pie. Y cuando llegó el dueño de la estancia vi que llevaba en la mano una vara de material plástico, de como un metro de largo y con la que iba dando golpes de prueba al aire; el silbido que al hacerlo producía me heló la sangre, pues yo sabía bien el daño que hacía aquel instrumento. Antes de comenzar dijo a sus invitados -sobre todo a las señoras, e hizo hincapié con gestos de galantería- que el espectáculo iba a ser, además de impresionante, un poco ruidoso; lo que le valió las quejas de algunos de ellos, quienes encontraban el ruido como muy poco propio de una agradable sobremesa. Él aceptó la queja con su sempiterna sonrisa, y llevado por su hospitalidad -eso les dijo- aceptó ponerme una mordaza; aunque, les advirtió, “Les aseguro que oír los gritos de una mujer azotada es un auténtico bálsamo para los oídos” . Todos rieron, en especial las señoras; pero mientras tanto el camarero había ido a buscar la mordaza, y con ella en la mano se me acercó; era de plástico, de aquellas que llevan en su interior un consolador corto y grueso, y yo abrí la boca con docilidad para que me la colocase.

Una vez me tuvo preparada, aquel hombre anunció a su público que iba a comenzar por mis senos, y tras ponerse a mi lado descargó el primer golpe. Lo hizo con mucha fuerza, y al punto vi como mis dos pechos salían disparados hacia abajo, como si quisieran llegar hasta mi regazo; para luego saltar en la dirección opuesta, y seguir dando botes y bamboleándose hasta que, más de un minuto después, pararon quietos. Lo que por supuesto vino acompañado de un dolor lacerante, intensísimo, que me cruzaba ambos pechos, así como de una fea marca roja, de como un dedo de ancho, que iba de un lado al otro de mi escote. Comencé a llorar, y a intentar gritar en mi mordaza; pero sin lograr producir más que un leve gemido. Mientras me debatía en mis ataduras; por supuesto sin otro resultado que no fuese aumentar el bamboleo desesperado de mis senos. Él esperó un poco, y cuando me calmé descargó el segundo golpe; esta vez un poco más hacia delante, pues la marca que dejó rozaba la areola de mi pezón derecho. El dolor volvió a ser terrible, y mis pechos se sacudieron de nuevo en todas direcciones durante unos minutos; pero mi verdugo no esperó esta vez a que se detuviesen por completo, y lanzó el tercer varazo, otra vez al centro de mi escote. Dejó una marca casi paralela al primero, quizás incluso más larga, y por supuesto me causó el mismo dolor; quizás mayor, pues era el tercer golpe que recibía y mis senos comenzaban a estar tumefactos. Pero eso no lo detuvo; siguió dándome golpes de vara en los pechos un buen rato, hasta que mi escote se llenó de anchas y profundas marcas violáceas. Y entonces comenzó a golpear en la parte inferior de mis senos, donde también descargó al menos una docena larga de varazos; a los cuales, para concluir, añadió unos cuantos golpes horizontales, que dirigió directamente a mis pezones.

Cuando terminó el suplicio yo estaba completamente rota; tenía la boca seca y estaba sin voz de tanto gritar dentro de la mordaza, y todo mi cuerpo estaba cubierto de sudor. Mientras jadeaba fuertemente, siempre dentro de lo que la mordaza me permitía, le oí decir “Ahora podrán ustedes presenciar un tormento que, seguramente por desconocimiento, se suele aplicar poco. Voy a castigar un rato sus muslos, la zona del cuerpo de la mujer en la que la piel es más frágil y delicada; el dolor es terrible, ya lo verán” . Al recibir el primer golpe, que cruzó el interior de mi muslo izquierdo desde la ingle hasta el lateral de la corva, seguro que mis gestos le dieron la razón; pues el dolor fue aún más intenso que el que sentí en mis pechos. Me debatí en mis ataduras como si hubiera perdido la razón, llorando mientras intentaba chillar otra vez; y antes de que me calmase recibí el segundo, colocado de igual manera pero en mi otro muslo. Al que le siguieron varios más, normalmente longitudinales; aunque al cabo de un poco comenzó a golpear en sentido horizontal, alcanzando algún varazo ambos muslos a la vez. Las estrías que iba dejando en ellos eran igual de gruesas y feas que las de mis pechos, pero aparecían mucho más deprisa, al instante de recibir el golpe; pero lo terrible era el dolor, pues la sensación era cada vez como si mi muslo fuera a abrirse por la mitad, igual que una fruta madura. Y el escozor tras el impacto, insoportable, se prolongaba bastante más tiempo que en los varazos sobre mis pechos.

Finalmente se detuvo, pero no por eso terminó mi sufrimiento. Pues el hombre, con una sonrisa, dijo a sus invitados “Yo ya no voy a pegarle más, mi brazo empieza a cansarse. Pero si a alguno de ustedes le apetece probarlo, sean mis invitados. Lo único que les pido es que no golpeen más sus tetas o sus muslos; no quisiera causarle lesiones irreversibles. Pero observen que la señorita Gálvez, muy amablemente, se ha colocado de un modo que ofrece su sexo a la vara; sería una pena defraudarla, no?” . De inmediato la misma mujer que mostró interés por mi clítoris anillado se levantó y vino hacia nosotros; y, tomando la vara de la mano del hombre, me dio un primer golpe en el sexo. He de reconocer que no fue fuerte, al menos comparado con los que acababa de recibir en pechos y muslos; pero aquella mujer parecía seguir otra estrategia, pues continuó dándome golpes de arriba abajo, cruzando mi sexo y cada vez más fuertes. Por lo que, al cabo de muy poco, yo volvía a debatirme, a tratar de chillar y a sudar como antes; e incluso a temer que me arrancaría la anilla, pues sus golpes iban claramente dirigidos hacia mi clítoris. Afortunadamente cuando llevaba como una docena de golpes el hombre la detuvo, diciéndole que había que dejar para los otros; y ella le devolvió la vara no sin cierta cara de decepción, para regresar a su sitio después de besarme con una intensidad que yo no me esperaba. Tras ella vino un hombre que, antes de empezar, me dijo que solo me daría un golpe; pero quizás fue el peor de todos, pues cruzó mi vientre con toda la fuerza de que era capaz. Y garantizo que era mucha, no solo por el resultado; también porque se quitó la chaqueta antes de golpearme, y pude ver su enorme musculatura.

X – El trabajo en el campo

A partir de ahí no recuerdo cuántos golpes más me dieron, pero sí que varios invitados más se animaron a probar la vara. Pero llegó un momento en el que terminó mi pesadilla; todos volvieron a sus conversaciones, mientras se tomaban el café y las copas y los caballeros fumaban sus cigarros. Algo que, cuando recordé lo que le habían hecho a Cristina en el aeropuerto, me produjo un escalofrío; pero afortunadamente a ningún caballero se le ocurrió venir a aplicar la brasa de su cigarro sobre mi carne desnuda. Eso sí, no me quitaron en ningún momento la mordaza, ni aflojaron mis ataduras; por lo que, cuando horas después García vino a buscarme, después de que se hubieron marchado los últimos invitados, yo no podía mover ni un músculo. Pero a él no le importó: me cargó sobre su hombro como un fardo, y me llevó hasta un edificio en cuya puerta había una cruz roja; donde me dejó al cuidado de un hombre con bata blanca que aplicó un ungüento sobre todas mis heridas. Para encerrarme luego en una celda donde, además de un inodoro, encontré dos auténticos lujos; un lavabo de cuyo grifo salía agua, y un camastro con un colchón encima, aunque no hubiese en él ropa de cama alguna. Allí me dejó encerrada un rato, pero con la luz encendida; enseguida comprendí porqué, pues aquel enfermero regresó con una bandeja en la que había comida de verdad: unos frijoles cocinados con carne, y varias piezas de fruta. Me los comí con auténtica avidez, usando los cubiertos que venían en la bandeja como otro lujo más; y, después de beber algo de agua del grifo, me quedé profundamente dormida.

Permanecí en aquel edificio, ya fuera dentro de mi celda o paseando por su patio interior, por bastantes días; no sabría decir cuántos, pero para cuando salí las marcas de la vara sobre mi cuerpo, aunque seguían siendo evidentes, ya habían cicatrizado. Sucedió un día en que vino a buscarme allí García para, sin decir una palabra, llevarme hasta una zona a menos de un kilómetro de la estancia, donde con una excavadora estaban haciendo una enorme zanja. Bueno, en realidad no sólo con la máquina; pues al acercarme pude ver como otra mujer, tan desnuda como yo, cavaba dentro del foso con gran energía. García me dio una pala, y me indicó que debía de acompañarla; al bajar al foso me di cuenta, para mi sorpresa, de que se trataba de la misma mujer que en la estancia había primero inspeccionado con detalle la anilla de mi clítoris, y luego me había azotado la vulva. Solo que ahora estaba desnuda por completo, y llevaba unas cadenas que parecían salidas de una película de la Inquisición; tanto el collar como los grilletes en sus manos y pies eran muy gruesos, y de aspecto extraordinariamente pesado, y las cadenas que lo unían parecían pensadas para amarrar un barco. Ella me saludó con lo que, para mi sorpresa, parecía alegría; y tras recibir un latigazo de un vigilante próximo, que le hizo fruncir los labios por un momento y exhalar un profundo gemido, me dijo “Hola, señorita Gálvez! La verdad es que, sin usted, nunca me hubiese decidido; pero verla recibir todos aquellos tremendos golpes me dejó mucho más mojada de lo que, a mis treinta y cinco años, ningún hombre había logrado. Y, cuando me atreví a decírselo a Jaime, enseguida me ofreció probar, por así decirlo, la experiencia completa. Así que aquí me tiene. Entre usted y yo, es una auténtica barbaridad; ningún día me corro menos de diez o doce veces…” .

Yo no supe qué contestarle, y me limité a ponerme a cavar junto a ella; pero mientras lo hacía empecé a pensar en lo que me había dicho, y un rato después, mientras nos dejaban descansar un poco nuestros sudados cuerpos desnudos, le pregunté si los latigazos, y la vara, no le hacían cambiar de idea. Pero su respuesta me descolocó: “Claro, el dolor es insoportable, y mientras me pegan haría lo que fuera por escapar al castigo; vamos, que les mataría si pudiese. Pero, al poco de terminar los golpes, mi sexo está completamente empapado, y mis jugos resbalan por mis muslos; me doy cuenta de que, en aquel momento, daría lo que fuera porque incluso el mismo animal que me ha golpeado me penetrase hasta el fondo, con lo que fuera y por el sitio que fuera. A usted no le pasa lo mismo?” . Yo le contesté sin pensar que no, que yo estaba allí contra mi voluntad, y que nada me haría tan feliz como poder volver a casa; pero cuando reanudamos la labor no pude dejar de pensar en lo que me había dicho, y sobre todo en lo que ella había hecho. Pues se requería de mucha voluntad para, siendo como lo parecía de familia muy acomodada, aceptar convertirse -aunque fuera solo por un tiempo- en una esclava encadenada y desnuda, sometida a trabajos forzados y a toda clase de tormentos. Y además siendo una chica tan espectacular como ella; aunque algo menos alta que yo, su cuerpo era el más esbelto que había visto en mucho tiempo: pechos altos y firmes, aunque no muy abundantes, cintura estrecha y caderas bien formadas, así como un trasero respingón y redondeado, y unas piernas que, por lo bien torneadas que estaban, parecían incluso más largas de lo que ya eran, Pero era la cara, enmarcada por una media melena rubia y de facciones realmente hermosas, el atributo más sensual de aquella mujer, incluso estando como entonces completamente desnuda; solo de mirarla yo recordaba el beso que me dio tras azotarme duramente, y mi sexo se humedecía al instante. Pero estos pensamientos me distrajeron del trabajo, y de pronto noté un latigazo que me recorría la espalda, desde el hombro izquierdo hasta la nalga derecha; yo di un grito de dolor y miré hacia la mujer, quien mientras tanto recibía un latigazo similar de otro vigilante. Pero solo profirió un alarido, y luego me sonrió.

Cuando recuperé el aliento, después de estar algunos minutos jadeando, me di cuenta de que la mujer se me había acercado hasta pegar su cuerpo encadenado al mío; y, cuando su mano empezó a acariciar mi vulva, tuve un orgasmo espectacular, que me tiró al suelo entre espasmos incontrolados. Ella se limitó a decirme “Ves?” , y luego siguió cavando con su pala; lo que yo, una vez que pude recuperar el sentido, me puse a hacer también, antes de que el vigilante regresara. Al atardecer, cuando los guardias decidieron que ya era la hora de parar, nos llevaron de nuevo hacia la estancia, y nos formaron a las dos frente al establo, donde nos limpiaron a fondo con las mangueras; a mí me hicieron bastante daño, pues aunque ya cicatrizadas mis heridas aún estaban frescas, pero pude ver que aquella mujer tenía su enésimo orgasmo. Algo que resultaba evidente para cualquiera, sobre todo para los guardias; tan pronto uno metió su mano entre las piernas de ella, para enjabonar su sexo, la mujer comenzó a gemir con evidente excitación, y a contorsionarse lascivamente, mientras no paraba de decirle “Sí, sí! Más, más! Sigue, por favor; méteme la mano entera en el coño, no pares!” . Una vez que les parecimos lo bastante limpias nos llevaron dentro del establo, donde nos estaba esperando García; a las dos nos metieron en el mismo recinto con el suelo de paja, y además nos encadenaron a la misma pared. En mi caso rodeando con la misma cadena de siempre mi cuello, y luego sujetándola ahí con un candado; mientras que, para aquella mujer, unieron su collar a una nueva cadena que también la sujetaba a la pared, en la misma argolla que la mía. Y, antes de marcharse, García me dijo “Ahora les traerán la cena, y luego podrán dormir las dos. Pero antes de eso quiero que escuche con mucha atención lo que la condesa va a contarle; si los psicólogos no se equivocan, son ustedes dos auténticas almas gemelas” .

XI – Reflexionando con Clara

Lo cierto es que, en aquel momento, la condesa tenía otras cosas en mente que contarme historias; pues tan pronto como se marchó García se puso a acariciarme todo el cuerpo, con especial insistencia en mi sexo. Y, cuando vio que yo le respondía del mismo modo -otra cosa que aprendí en Guinea- separó mis piernas y comenzó a lamer mi vulva y mi clítoris, hasta que me llevó a un potente orgasmo. Yo, claro, decidí corresponderle, y cuando comencé a lamer sus labios mayores me di cuenta de que ella estaba ya completamente mojada; no tardó ni dos minutos en correrse, pero aún y así me sujetó la cabeza entre sus muslos, insistiéndome en que siguiera, y en pocos minutos más tuvo otro orgasmo aún mayor. Cuando logró recobrar la compostura se sentó a mi lado y, mientras jugueteaba con las anillas de mis pechos, me explicó su historia: “Yo nací en una familia de esas que llaman de rancio abolengo, sabes? En realidad no soy una condesa; es mi padre quien posee el título, y en su día lo heredará mi hermano mayor. A mí me casaron con el hijo de un amigo de mi padre, también asquerosamente rico; y, sobre todo, un auténtico pervertido. Desde el primer día me maltrató: me hacía estar siempre desnuda en casa, sin importarle que me viesen los criados, y muchas veces cargada de cadenas; me penetraba cuando quería, dónde y por donde a él le apetecía; y, al cabo de un tiempo, comenzó a golpearme. Primero con palas, luego la fusta, el látigo,… Al principio yo sufría mucho, pero no me atrevía a separarme; ya sabes, el qué dirán. Pero pasado un tiempo comencé a cogerle gusto a la cosa, y hoy en día lo único que me excita es ser sometida y degradada. Así que, de acuerdo con mi marido, cuando supimos de vuestra presencia le pedimos a Jaime -el dueño de esta estancia- que me dejase probar el “tratamiento” que os estaba dando, y aquí estoy. Por cierto, puedes llamarme Clara” .

Mientras la escuchaba me daba cuenta de que lo que ella decía tenía mucho sentido; más que nada porque a mí me estaba pasando lo mismo. De hecho, y si no fuese por el dolor que me causaban el látigo y la vara, tenía que admitir que, en los escasos días que llevaba en la estancia, había tenido más orgasmos, y mucho mejores, que en el año largo que pasé en España a mi vuelta de Guinea. Y el mero hecho de ser una esclava desnuda y encadenada, sometida a los caprichos de aquellos hombres, me excitaba muchísimo; por eso, cada vez que alguno me penetraba, me encontraba más que dispuesta a recibirle. E incluso me arrancaban algún orgasmo. Así que le dije a Clara “La verdad es que esta vida de esclava me excita mucho, estoy todo el día mojada; pero los azotes me dan miedo, y duelen mucho. De hecho, no me importaría ser una esclava voluntaria, por un tiempo; siempre, claro, que mi captor no me golpease. O, si lo hacía, que me pegase con más suavidad…” . Al oírme ella se rio, y me contestó: “No, mujer, si hicieses eso ya no te excitaría. Lo que te pone cachonda es saberte a merced de tus captores, tener que aceptar todo lo que te hagan; las “esclavas voluntarias temporales” no son, en realidad, esclavas, sino mujeres libres que han contratado una sesión de BDSM, que según sea su voluntad será más o menos prolongada. Te lo digo porque, cuando empezó a gustarme estar sometida, pacté con mi marido una serie de términos, y acepté ser su esclava con esas condiciones. Pues el caso es que para mí la situación perdió todo interés; pues yo, por ejemplo, ya sabía cuando me pegaba hasta dónde iba a llegar, o cuando me exhibía desnuda ante sus amigos que, por más que me magreasen, él no iba a dejar que me penetraran. Lo que nos pone a cien es no saber qué nos harán, y sobre todo ser conscientes de que nos pueden hacer lo que quieran. Ésas son, precisamente, las condiciones de mi estancia aquí como esclava: que pueden hacer conmigo lo que se les antoje, sin límite alguno. Créeme, me costó más convencer a Jaime y a mi marido que decidirme a probarlo; pero de momento no puedo estar más feliz. Aunque ya sé que me espera mucho dolor, claro; pero es un precio que pago gustosa por los extraordinarios orgasmos que tengo cada día, por docenas” . Dicho lo cual me volvió a separar las piernas y, acercando su cara a mi vientre, comenzó a lamer de nuevo los labios de mi vulva; yo me incliné hacia su sexo y, colocadas en la postura llamada del sesenta y nueve, dedicamos el siguiente rato a aumentar nuestras particulares cuentas de orgasmos.

En algún momento de la noche nos quedamos dormidas, agotadas por tanto sexo; y a la mañana siguiente nos despertó García, con el habitual cubo de gachas. Comimos, bebimos agua y, después de soltarnos de la pared, el capataz nos llevó a la parte trasera de la cocina de la casa, donde primero nos remojó con la manguera, luego nos enjabonó con una especie de fregona, y finalmente nos aclaró, otra vez a manguerazos. Pero, contrariamente a lo que yo esperaba, no entramos a la cocina, sino que nos llevó de vuelta a la zanja en obras; por el camino yo, que iba caminando detrás de Clara, me sorprendí envidiando las pesadas cadenas que ella arrastraba. Y excitándome con la sola contemplación del bamboleo de sus posaderas al andar; algo que, sumado a que en algún recodo del camino podía ver también sus pequeños senos en movimiento, me tenía muy lubricada. Al llegar a la zanja tuve una sorpresa muy agradable, pues allí dentro, trabajando desnuda y cargada con unas cadenas tan pesadas como las de Clara, estaba Cristina; la cual al verme comenzó a llorar, y se me abrazó diciendo “No puedo más, por favor, sácame de aquí” . Al mirarla con más detalle observé que le habían perforado ambos pezones; aunque no le habían colocado en ellos anillas, como a mí, sino dos pequeñas barras horizontales, rematadas por sendas bolas. Llevaba el mismo tipo de barra en su sexo, también colocada en el prepucio del clítoris, y su cuerpo seguía mostrando las marcas de los latigazos, aunque ya con aspecto de estar bien cicatrizadas; pero lo que más me sorprendió fue su grupa. Ya que llevaba sobre su nalga derecha una gran marca al fuego, exactamente igual que la de los bueyes que yo había estado limpiando días atrás; de quizás ocho por ocho centímetros, y mostrando dos fustas cruzadas sobre una jota y una erre ambas mayúsculas, todo ello rodeado por un círculo.

Cuando observó mi interés -y el de Clara, que contemplaba la marca con fascinación- me dijo “Me la pusieron poco después de los latigazos, igual que las tres barras; fue horrible, en mi vida me habían hecho tanto daño. Desde entonces he estado curándome, encerrada en una celda de la enfermería; hoy es el primer día que me sacan a trabajar” . Yo le dije que habíamos coincidido allí, aunque no nos viéramos, y le presenté a Clara; pero ya nos dio tiempo de nada más, pues comenzaron a llover latigazos sobre nosotras, acompañados de exhortaciones a trabajar. Eso hicimos el resto de la mañana, y cuando nos dejaron parar para comer lo primero que Clara me dijo fue “Quiero una marca como la de tu amiga; me produce una mezcla de terror y excitación sexual que me está poniendo muy cachonda” . Yo le expliqué -bueno, les conté a ambas- que a mí ya me habían puesto una en Guinea, y que recordaba el dolor como el más bestial que nunca sufrí; y ellas exploraron con detenimiento mi bajo vientre, hasta que lograron detectar las leves trazas de mi marca que, aún tras muchas intervenciones estéticas, podían detectarse. Fue Cristina quien, tras pasar con cuidado sus dedos sobre la piel de mi vientre, en la que aún se notaba algo el relieve, la acertó: “Es un número, verdad? El 20166, creo…” . Se lo confirmé, y entonces les conté mi experiencia, desnuda, encadenada y torturada en una mina de oro de Guinea Ecuatorial; pudiendo observar que sus reacciones a mi relato eran totalmente opuestas: Cristina ponía cara de horror, y no hacía más que compadecerme; mientras que Clara parecía a punto de un orgasmo, y se tocaba el sexo sin disimulo alguno. Y lo más curioso fue que yo, cuando terminé de hablar, estaba también completamente mojada; y así seguí hasta que por la noche, en mi box y nuevamente con Clara, pudimos ambas aliviarnos tanto como quisimos.

XII – La visita de Fonseca y del general

A la mañana siguiente nos separaron; después de desayunar uno de los trabajadores se llevó a Clara, por supuesto sin decirnos a dónde, y García me llevó de nuevo frente a la puerta de la cocina, donde me lavó por el método habitual. Luego me dejó allí unos minutos, secándome, mientras él se fumaba un cigarrillo; y, al acabarlo, me indicó que le siguiera. Entramos por la cocina a la casa, y fuimos recorriendo pasillos y estancias hasta llegar a una puerta; él llamó y, cuando le contestaron, me hizo pasar, cerrándola tras de mí sin haber él entrado. Era un despacho, amueblado con elegancia, y detrás de la mesa de trabajo estaba el dueño de la estancia, el llamado Jaime; pero lo más curioso no era eso, sino que en el tresillo adyacente estaban sentados Fonseca y el hombre de civil que nos torturó en el aeropuerto, y que luego me interrogó en el cuartel. El tal Jaime, con una cortesía exagerada -como si no se diera cuenta de que yo estaba completamente desnuda- se levantó y se dirigió al tresillo, haciéndome seña de que le siguiera; cuando se sentó, dejándome allí en medio de pie, frente a ellos tres, me dijo “Ya conoce usted a Fonseca, verdad? Y al general Pacheco también, claro, aunque hasta hoy quizás no por su nombre. Los dos están aquí porque quieren contarle una cosa que le va a interesar, seguro” . El general me miraba con desinterés, como si viese a una vaca, pero Fonseca parecía estar comiéndome con los ojos; yo estaba segura de que, una vez acabase la entrevista, iba a aprovecharse de mí tanto como pudiese. Y lo más curioso era que la idea, pese a la repugnancia que Fonseca me seguía provocando, me resultaba excitante; eso era, pensé, precisamente lo que me había dicho Clara, la excitación derivada de sentirme a merced de aquellos animales, que podían hacer conmigo lo que quisieran. Pero mis pensamientos fueron interrumpidos por las palabras del general: “Señorita Gálvez, como no es usted tonta ya supondrá que estamos en una conspiración para derribar al presidente, a la que amablemente Don Jaime ha decidido sumarse. De hecho, si todo va bien está usted frente al futuro presidente del país; me refiero a él, por supuesto, yo me conformo con seguir dirigiendo la DNII. Eso hace que nos interese muchísimo que usted difunda, en Europa y de allí a Estados Unidos, las cintas que Fonseca le entregó, y que Don Jaime le quitó luego” .

Mientras le escuchaba comenzaba a comprender lo sucedido: el tal Don Jaime, antes amigo del presidente, me había quitado las cintas por encargo de aquél; pero una vez las tuvo en su poder, y contactó con los conspiradores, se dio cuenta de que le sería más provechoso cambiar de bando. Y ahora querían que yo me las llevase a España, haciendo como que no había ocurrido nada. La verdad era que desvergüenza no les faltaba, eso seguro; pero lo cierto era que la única prueba objetiva de nuestra esclavitud forzosa era la marca al fuego de Cristina, y yo ya vi al volver de Guinea lo difícil que era perseguir altos dignatarios extranjeros sin pruebas realmente contundentes. Vamos, que eran capaces de decir que aquella marca se la había hecho ella misma, para así poder vender mejor su rocambolesca historia. Entonces intervino Don Jaime: “Si a usted le conviene el trato la dejaríamos volver a España con las cintas; no de inmediato, claro, pues primero habremos de esperar a que sus marcas hayan desaparecido por completo. Pero no hay prisa, pues el golpe aún no tiene fecha de ejecución prevista. Eso sí, su compañera Cristina se quedaría aquí con nosotros, en garantía de que, una vez libre y hasta aquel día, usted se iba a comportar con prudencia; pero no se preocupe: cuando el golpe triunfe la dejaremos ir. Pues una vez que usted nos haya ayudado a derrocar al actual presidente, todo lo que pueda decir contra nosotros será entendido como fruto del despecho; ya se ocupará Pacheco de hacer correr el rumor de que usted pidió el cielo por su ayuda, y no nos fue posible dárselo. Ya sabe: para el nuevo presidente, al contrario de lo que sucedía con el anterior, la patria será siempre lo primero…” .

De pronto una idea explotó en mi mente como un castillo de fuegos de artificio; y sin pensarlo dos veces dije “Y porqué no lo hacemos al revés? La pobre Cristina lo está pasando fatal, está al borde mismo de la locura. Podría ser ella quien fuese a España con las cintas, y las pusiera en circulación; yo le daría una carta de mi puño y letra, para el director y explicando la situación. Estoy segura de que Noticias Centro publicaría la exclusiva con muchísimo gusto; y mientras me tengan ustedes aquí prisionera ni ellos, ni Cristina, osarán poner mi vida en peligro. Es más, piense que ella no sabe donde estamos más que yo; de hecho ni siquiera sé si seguimos estando en Honduras, ya que la furgoneta que nos trajo aquí circuló al menos seis horas” . Antes de que Don Jaime dijese nada, el general intervino: “Déjenos hablarlo. Fonseca, llévese a la señorita a otra habitación, y dentro de un poco les llamamos” . La cara de aquel hombrecillo repugnante se iluminó, y muy poco faltó para que me montase allí mismo; pero logró contenerse y, dando grandes muestras de sumisión a los otros dos hombres, salió del despacho llevándome de un brazo. Así me llevó hasta un saloncito a pocas puertas de allí, donde me hizo arrodillar y, tras bajarse pantalones y calzoncillos, puso frente a mi cara un pene mucho mayor que lo que su escasa talla hacía pensar. Yo comencé a practicar las técnicas de relajación de la garganta que había aprendido, y en pocos minutos Fonseca estaba tieso como un poste; no tardó más que otro minuto en eyacular en mi garganta, copiosamente. Pero se rehízo bastante deprisa, y la segunda vez fue más listo: cuando se notó erecto salió de mi boca, me tumbó sobre el respaldo de un sofá y, abriéndome las piernas de una patada, me penetró salvajemente. He de reconocer que yo aguanté menos que él, pues un poco antes de notar que descargaba su semen en mi vientre me sobrevino un orgasmo violento, que hasta me avergonzó un poco; pues nunca hubiera pensado que con aquel baboso podría llegar a correrme.

Cuando vino un camarero a buscarnos Fonseca, en un patético esfuerzo por recuperar su erección, me estaba magreando con decisión y energía, hasta el punto de que me hacía un poco de daño; pero la llamada de sus amos le detuvo en seco, y me devolvió a toda prisa al despacho. Donde, al entrar, los dos hombres allí presentes soltaron unas risas; pues el reguero de semen que bajaba por mis muslos dejaba claro lo que habíamos estado haciendo. Yo, la verdad, enrojecí como una colegiala, pero Don Jaime no aguardó a que me calmase para empezar a hablar: “Vamos a aceptar su propuesta; pero dé las gracias sobre todo a Clara, quien me ha pedido que haga todo lo posible para que usted se pueda quedar con nosotros. Según ella, pronto será usted misma la que no querrá marcharse. A partir de esta tarde tendrá papel y bolígrafo para que pueda escribir a su director; podrá trabajar por las tardes en la cabaña de García. Y no nos importa que le cuente todo lo que les ha sucedido; siempre, claro, que él no publique nada sobre eso hasta que el golpe haya triunfado. Luego que haga lo que quiera, ya le hemos dicho porqué nos da igual; pero si antes de ese día publica algo distinto de las cintas de Fonseca, déjele claro que estará firmando la sentencia de muerte para Ana Gálvez” . Dicho lo cual tocó un timbre de su mesa, y al poco entró García de nuevo; él le explicó mis nuevas obligaciones, y le indicó que me llevase a la zanja, a trabajar junto con las otras dos. Pero antes de que lo hiciese pedí permiso para hablar, y cuando me lo dio le pedí, sonrojándome aún más que hasta entonces y con un hilo de voz: “Ya sé que no me corresponde a mí decidirlo, pero me gustaría estar encadenada igual que ellas dos” . Don Jaime soltó una risotada, me dijo “Pues claro que sí, mujer, no faltaba más!” y le indicó a García que, antes de llevarme a la zanja, me acompañase al herrero.

XIII – Preparando el regreso de Cristina

Cuando llegamos a la herrería yo seguía ruborizada como una colegiala, y me preguntaba aún cómo era posible que hubiese hecho aquella petición. Aunque lo cierto era que, desde el mismo momento que salimos del despacho de Don Jaime, lo que bajaba por mis muslos no era sólo el semen de Fonseca; si García me hubiera dejado el suficiente tiempo me habría masturbado allí mismo, de pie frente a ellos, y de seguro hubiese logrado un orgasmo bestial, volcánico. Pero me llevó directa al herrero, y le indicó que me encadenase; él empezó por ponerme un collar enorme, de más de un centímetro de grosor por cuatro o cinco de alto, hecho de hierro y ya algo oxidado. Lo cerró con un gran candado en el que sujetó un juego de cadenas también herrumbrosas, cuyos eslabones medían como cinco centímetros cada uno; enseguida noté que eran muy pesadas, y formaban tres tramos: el principal descendía hasta la altura de mis tobillos, aunque bifurcándose en dos cadenas distintas a la altura de mis rodillas. Y, un poco por encima de mi ombligo, salían de él otras dos cadenas igual de gruesas y oxidadas, de como un metro cada una. A continuación me colocó un grillete en cada muñeca, igual de gruesos que el collar, con el mismo aspecto e idéntico sistema de cierre: las dos mitades, unidas por una bisagra, tenían en sus extremos un saliente redondo, con un agujero en su centro; y al juntarlas sobre mis muñecas solo era necesario pasar un candado a través de los dos agujeros, y sujetar allí también el eslabón final de una de las cadenas que nacían cerca de mi ombligo. Y, claro, cerrarlo luego; con cada “clic” de los candados mi cerebro enviaba una señal a mi sexo, que me llevaba al borde del orgasmo. Para acabar, aquel hombre colocó otros dos grilletes iguales, quizás algo mayores, justo encima de mis tobillos; y los cerró con sendos candados que sujetaban, a su vez, los dos extremos en que la cadena hasta mis pies se bifurcaba.

Cuando salimos de allí, y emprendimos el camino hacia la zanja, me di cuenta de cuatro cosas: aquellas cadenas pesaban una barbaridad, y hacían un montón de ruido cuando me movía; pero no me imposibilitaban casi ningún movimiento -excepto, quizás, rascarme la espalda con una mano- y me hacían sentir una especie de orgullo que ni yo misma comprendía. Pero que Clara sí parecía entender, pues cuando llegué a la zanja me miró con una sonrisa, me besó apasionadamente y me dijo “Estás guapísima!” ; mientras que Cristina, por el contrario y como no podía ser de otro modo, me miraba abatida, con cara de auténtica conmiseración. Pero le cambió enseguida cuando le comenté mi conversación con Don Jaime y el general; gruesas lágrimas acudieron a sus mejillas, y se le pintó una enorme sonrisa en la cara que ni los latigazos de los vigilantes lograron borrar en todo el resto de la mañana. Allí estuve con ellas, cavando, hasta la pausa para comer; después de alimentarnos vino García a buscarme, y me llevó a su cabaña. Donde comencé a redactar este resumen de mi historia, para que Cristina lo llevase a España; según me dijo el capataz, y a fin de evitar que se lo pudiesen quitar en la Aduana -lo que yo no entendía, pues se suponía que el general la controlaba- iban a hacer una copia de las grabaciones en formato más moderno. Y, junto con mi relato, se almacenarían en un pendrive, que Cristina llevaría oculto en su cuerpo; dicho de otro modo en su vagina o en su recto, porque no se me ocurría otro lugar. Pues no se fiaban de mandarlos vía internet; al parecer el gobierno controlaba ese tipo de comunicaciones, y era vital que no sospechasen de los golpistas hasta que fuese demasiado tarde para pararlos.

Al volver, entrada la noche, a mi cubículo -después de que García, de un modo que en él no era el acostumbrado, me hubiera usado por vía anal- Clara estaba radiante de alegría, aunque temblaba visiblemente; y de inmediato me explicó el porqué: “Mañana me anillarán, y me marcarán con el hierro. Necesito calmar mi excitación como sea; estoy a la vez aterrorizada y a punto de tener el mayor orgasmo de mi vida” . Yo me puse al punto a complacerla, y en un par de minutos tuvo su primer orgasmo, extraordinariamente potente; pero yo seguí lamiendo su sexo, y acariciando todo su cuerpo, y aún logré arrancarle otros dos antes de que, muy generosamente, me indicase que me tumbara en el suelo, y se pusiera ella a masturbarme con su experta lengua. Para cuando las dos estuvimos ahítas nos sentamos de lado, y le expliqué mi petición de ser encadenada; ella solo asintió con la cabeza, y acarició mi cuerpo un buen rato en silencio, como dando a entender que me comprendía. Y, cuando le pedí permiso para presenciar su ordalía del día siguiente, me dijo que nada la haría más feliz, pero que, claro, la cosa no dependía de ella; aunque pensaba pedirle a Jaime -ella le llamaba así, con confianza- que me dejase asistir a lo que llamó “la ceremonia”. Nos pusimos a dormir al poco, y mientras esperaba a que me invadiese el sueño no dejaba de pensar algo muy inquietante: por más que me lo negase a mí misma tenía envidia de Clara, de que fueran a marcarla como a un animal de la estancia. Exactamente la misma que había tenido de sus cadenas.

A la mañana siguiente nos trajeron el desayuno habitual, y poco después García vino a buscarme; sin decir una palabra me llevó detrás de la cocina, donde pude ver que me esperaba Cristina, y él mismo nos lavó a las dos a manguerazos, usando aquella especie de fregona para enjabonarnos. Me llamó la atención percibir que Cristina seguía sin habituarse ni a su desnudez ni a las manipulaciones de aquellos hombres; pues enrojeció hasta las orejas cuando nos vio llegar a García y a mí, y ya no perdió el color en todo el rato. Además de que, cuando el capataz hurgaba entre sus piernas con la fregona, o en la hendidura de sus nalgas, dejaba escapar unos gemidos muy diferentes de los míos; los suyos eran de fastidio, y los míos de excitación. Cuando acabamos, y nos hubimos secado bien al sol, García nos llevó a las dos al despacho de Don Jaime; y allí nos dejó solas, pues él no había llegado aún. Yo aproveché para curiosear un poco, y descubrí que tenía, por todas partes, fotografías con los principales mandatarios del mundo, actuales y pasados; estaba claro que aquel hombre era alguien muy importante. En eso estaba cuando entró, acompañado del joven que estaba con él el día de mi llegada; al instante Cristina se cubrió, con sus manos y brazos y como pudo, los pechos y el sexo, lo que hizo reír a los dos hombres y, no puedo negarlo, también a mí me arrancó una sonrisa. Ambos se sentaron en el tresillo del despacho, y Don Jaime comenzó por preguntarme cómo iba mi narración; y, al decirle yo que casi concluida, me contestó: “Si me garantiza usted que mañana tendrá listo el relato, el jueves mismo su compañera regresará a España” . Para, girándose a Cristina, decirle a ella “Y usted recuerde: en cuanto llegue a su empresa dígales que divulguen cuanto puedan las grabaciones del presidente; pero la carta de Ana deberá seguir siendo un secreto hasta que el golpe triunfe” .

Cristina asentía todo el rato con la cabeza, como si fuera una autómata, y cuando Don Jaime le indicó que podía preguntar cualquier duda que tuviera, solo atinó a decir “Me pueden dar ustedes algo de ropa, por favor? No puedo resistir más esta humillación. Se lo ruego…” . Ambos hombres rieron con gusto, y el más joven le contestó: “Pasado mañana, cuando lleguemos al aeropuerto, yo mismo le devolveré todas sus prendas de vestir. Que, por cierto, no son precisamente recatadas; pero hasta entonces ni mi padre ni yo querríamos, por nada del mundo, privarnos de la contemplación de sus muchos encantos. Así que tendrá que esperar aún un poco” . Lo que acompañó de un gesto con las manos que tenía un significado evidente: aparte usted los brazos de su cuerpo y déjenos verlo bien. Ella hizo ver que no les entendía, pero el joven alargó una mano hacia el mueble que tenía junto a su asiento y, de un cajón, sacó una vara de madera, de algo más de medio metro de longitud; la puso sobre la mesa y, con la mirada, volvió a interrogar a Cristina. Ella comenzó a sollozar, pero muy lentamente apartó manos y brazos de su frontal; y, tras otro gesto obvio del joven, separó un poco las piernas. Don Jaime rio, y le dijo “Ve como no es tan difícil?” ; para acto seguido decirnos que aquella mañana era la de un día muy especial, en el que pensaban anillar y marcar a la condesa. Y que, a petición expresa de ella, ambas estábamos invitadas a la ceremonia de, como él dijo, “Su transformación en lo mejor que una mujer hermosa puede ser: una esclava al servicio de su propia sexualidad desenfrenada” . Tras lo que se puso a hablar con su hijo de asuntos de negocios; mientras nosotras dos, desnudas y encadenadas allí frente a ellos, les servíamos como estatuas humanas.

XIV – Clara es anillada y marcada al fuego

Un buen rato después un camarero llamó a la puerta, y al recibir de Don Jaime el permiso entró, y se limitó a decir que todo estaba a punto. Ellos dos se levantaron del sofá, y tras hacernos señal de que les siguiéramos se dirigieron al porche; frente a él, en la explanada cubierta de césped que se abría frente a la casa, pudimos ver que habían situado un sillón de ginecólogo, en el que Clara estaba sentada. Sin sus cadenas, pero en la obscena posición a que el sillón obliga, por supuesto: con las piernas completamente abiertas y el trasero un poco adelantado, para así ofrecer mejor su sexo, y con el torso un poco más incorporado de lo que suele ser usual, para facilitar el acceso a sus pechos. Al lado del sillón había una mesita con diversos instrumentos y utensilios, y pude ver que iban a anillarla como a mí; pues en una bandeja había tres aros que parecían de oro, y tenían un tamaño muy parecido a los míos. Don Jaime y su hijo se sentaron en los cómodos butacones del porche, y cuando les trajeron sendos refrescos hicieron señal a García, que estaba de pie junto a Clara, para que comenzase el anillado. Al punto vino el mismo sanitario que había atendido mis heridas, con su bata blanca, y comenzó a calentar una aguja hipodérmica bastante gruesa en un infiernillo; mientras García, usando multitud de correas de cuero, procedía a inmovilizar totalmente a Clara. Don Jaime se giró hacia nosotras, que estábamos allí de pie junto a ellos, y nos dijo “Verán que hemos introducido una mejora en el proceso, para hacerlo más doloroso. De hecho la idea fue de la propia condesa: en vez de esterilizar la aguja usando alcohol lo hacemos a fuego vivo. Así, cuando penetre en su carne, estará ardiente, y le dolerá muchísimo más. Aunque, eso sí, al actuar así disminuye mucho el riesgo de infección, porque el tejido alrededor del agujero se cauteriza” . Un par de minutos después el sanitario frotó bien el pezón izquierdo de Clara con un desinfectante, y comprobó que la aguja estaba al rojo vivo; tras lo que apoyó lo que parecía un corcho en el lado interior del pezón y, por el lado contrario, comenzó a clavar la aguja.

El grito de Clara, al notar que la aguja al rojo vivo comenzaba a perforar su pezón, fue bestial, y comenzó a tratar de soltarse de sus ligaduras con tal fuerza que el sanitario, sin sacar de él la aguja que había empezado a clavar, se detuvo un instante; para, tras sujetar García con sus brazos el torso de ella, seguir empujando lentamente, hasta que la punta apareció junto al corcho. Para entonces los chillidos de dolor de Clara habían espantado, supongo yo, a todos los animales de las selvas de Centroamérica; y los gritos no paraban, porque aunque la perforación hubiese terminado la aguja seguía ardiendo. Solo cuando el sanitario, después de introducir el extremo abierto de una anilla en la punta hueca de la hipodérmica, retrocedió hasta sacarla por el mismo lado por el que había entrado, dejando en su lugar y dentro del pezón la anilla, comenzó Clara a calmarse un poco; pero pude ver que su cuerpo estaba cubierto de sudor, y que jadeaba como si le faltase el aire. Entonces se levantó de su sillón el hijo de Don Jaime y, como si estuviese haciendo un ceremonial religioso, tomó entre sus dedos la anilla, que colgaba abierta del pezón, y la cerró con un “clic” que sonaba a definitivo; pues en lugar alguno de aquella pieza, al igual que sucedía con las mías, se veía un mecanismo para poder abrirla. Cuando la cerró Clara tuvo un estremecimiento, supongo que por el dolor que le provocó el movimiento de la anilla, y oí como decía muy bajito “Por favor, ponedme las otras con desinfectante; no podré soportarlo” ; mientras las lágrimas resbalaban por su hermosa cara.

El hijo de Don Jaime ni siquiera se dignó contestarle, y volvió a su sillón tras indicar al sanitario que anillara el otro pezón; lo que, por supuesto, aquel hombre hizo del mismo modo, arrancando de Clara más chillidos de dolor, más sudor y, seguro, mucho más sufrimiento. Cuando Don Jaime, esta vez, cerró la anilla, le dijo “Ahora tendrás que estar muy quieta, porque ya puedes suponer lo que la aguja al rojo vivo podría hacerle a tu clítoris. Para que veas que no somos tan malos, te voy a dar esto para que lo muerdas; a lo mejor te ayuda a no moverte tanto” . Dicho lo cual le colocó entre los dientes un trozo de corcho igual al que había usado el enfermero como tope para la aguja, pero bastante más grande; ella lo aceptó de inmediato, y Don Jaime regresó a su sillón. Para indicar que siguiera el anillado; lo que el sanitario hizo esta vez mucho más rápido: tiró hacia afuera, con unas pinzas de punta hueca, del prepucio del clítoris de Clara. Y, cuando vio que estaba lo bastante extendido, atravesó de un solo movimiento aquella piel, pasando la aguja por el hueco del extremo de las pinzas, pero manteniendo la tensión de éstas. De inmediato Clara comenzó a saltar literalmente en el sillón, hasta el punto de que me pareció que iba a volcarlo; y de nada sirvieron las advertencias del sanitario, quien le decía que si se seguía moviendo la aguja ardiente acabaría por tocar su clítoris. Ella no le oía, supongo, perdida en su laberinto de dolor, y al final el enfermero tuvo que pedir ayuda a otro hombre; para que tirase de las pinzas hacia afuera, con toda la fuerza de que era capaz, mientras él introducía la anilla en el extremo de la aguja. Le costó, porque cualquier movimiento de Clara, por ínfimo que fuera, le impedía atinar; pero al final enfiló la anilla, y la pasó por el orificio que acababa de hacer, retirando a la vez la hipodérmica.

De nuevo fue el hijo de Don Jaime quien se acercó a cerrar la anilla; lo que aprovechó para quitarle a Clara de la boca el trozo de corcho, en el que se veían perfectamente las profundas marcas que habían dejado los dientes de ella. Tras hacerlo le dijo “Ves como has podido soportarlo? Ahora vamos a dejarte descansar un rato, antes de marcarte como una res; aunque te suelten procura moverte lo mínimo, porque con cualquier movimiento el dolor será mucho más intenso” , y me hizo señal de que me acercase a ella. Yo me puse a su lado, mientras García soltaba las correas, y lo primero que pude ver fue la expresión de orgullo, de triunfo incluso, con que me miraba; incluso esbozó una sonrisa, y trató de hacerme una broma : “Ya estamos iguales, las dos anilladas. Bueno, iguales del todo no, porque las mías son de oro puro; como decís en España, todavía hay clases” . Yo le sonreí, y le dije lo muy orgullosa que estaba de ella; y mientras lo decía noté como mis jugos se escurrían por mis muslos hacia el suelo de manera incontrolada. Pero nadie más pareció darse cuenta, y desde luego no era el momento más adecuado ni para pedirle a García que me montase, ni para masturbarme; así que me tuve que aguantar mis ganas de sexo. Aunque no por mucho tiempo, pues de pronto noté como una mano se abría paso hacia mi vulva desde detrás, por entre mis muslos; al girarme pude ver que era del hijo de Don Jaime, quien me dijo “Ven conmigo, quiero que me enseñes cómo has aprendido a mamarla” . Con él fui otra vez al despacho, y una vez allí exhibí mis nuevas habilidades; él tenía un pene de anchura normal, pero bastante largo, y una vez estuvo erecto logré acomodarlo entero en mi garganta varias veces, controlando el reflejo natural de expulsarlo. Lo que me agradeció inclinándome sobre el respaldo de un sofá y penetrándome desde atrás, con toda la energía de que fue capaz; para cuando se corrió ya me había sacado dos orgasmos, y yo notaba como el tercero empezaba a crecer.

Cuando volvimos al porche el sillón de ginecólogo había sido retirado, y en su lugar había lo que parecía un potro de gimnasia, aunque algo menos alto de lo habitual; con la única diferencia de que por todas partes se veían correas, lógicamente pensadas para sujetar a quien se tumbase boca abajo sobre él, y extendiese sus brazos y piernas a lo largo de las patas del aparato. Al poco de nuestra llegada vi que García se acercaba con Clara; ella caminaba, aunque muy despacio y profiriendo frecuentes gemidos de dolor, que yo suponía eran por el movimiento a que sometía sus pechos, y por el roce de sus muslos con la anilla que colgaba sobre su sexo. El capataz la sujetaba por un brazo, y cuando llegaron frente al potro le dijo algo que yo no pude oír; ella emitió una especie de suspiro y, con mucho cuidado, colocó su torso sobre el potro. Pero aún así no pudo evitar que, cuando sus pechos quedaron atrapados entre la parte superior del potro y su cuerpo, se le escapase un alarido de dolor; pues las anillas de sus pezones, al apoyarse encima, debieron de causarle un dolor insoportable. Pero tan pronto como se calmó García comenzó a sujetarle con las correas, y al cabo de unos diez minutos ella no podía mover nada más que su cabeza; y también las manos y los pies, aunque a partir de sus muñecas y sus tobillos el resto de su cuerpo estaba completamente inmovilizado. Mientras el capataz la sujetaba el enfermero fue a buscar una especie de barbacoa pequeña, en cuyo recipiente se veían unas brasas ardientes; y luego fue a por el hierro de marcar, con el que regresó al poco para ponerlo entre las brasas. Yo lo contemplaba todo en silencio, pero con auténtica fascinación; y no solo porque, comparándola con las dimensiones de aquella marca, la que a mí me pusieron en Guinea parecía de juguete. Pues estaba claro que aquel hierro se había diseñado en su día para marcar vacas, no a mujeres desnudas; y me bastaba con recordar la marca que Cristina llevaba para comprender al instante el dolor que aquello había de provocar a la pobre Clara. Pero ella, una vez superado el sufrimiento que le había provocado apoyar sus pezones anillados en el potro, parecía estar muy orgullosa de lo que le iban a hacer; nerviosa, sin duda, pero con una expresión de convencimiento en su cara que a mí me producía, porqué no admitirlo, una envidia cada vez mayor. Tanta me pareció su seguridad que, mientras observaba como aquel hombre frotaba su grupa con lo que parecía un desinfectante, hubiese asegurado que Clara me dedicó una sonrisa.

Pero poco tiempo más tuve para perderme en mis meditaciones, ya que tras desinfectarla el sanitario levantó el hierro de las brasas y, mostrándoselo a Don Jaime, hizo seña de que estaba listo; aquél le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el hombre, sin decir palabra, aplicó el hierro candente en la grupa de Clara, justo sobre su nalga derecha. Y allí lo dejó por unos segundos, mientras el olor a carne quemada lo invadía todo; para luego retirarlo con aún más cuidado del que había empleado al aplicarlo. Ella chilló como una poseída, claro, y pataleó lo poco que las correas le permitían; y el dolor tuvo que ser tan intenso que, de no ser por la intervención de García sujetándolo, quizás el potro -y Clara en él- hubieran caído de lado al suelo. Así continuó unos minutos después de que le retirasen de la grupa aquel hierro, aullando de dolor y debatiéndose con auténtica desesperación; y supongo que sin ni darse cuenta ya del sufrimiento que a sus aplastados pezones debía de causarles tanto movimiento. Pero, una vez que sus espasmos se detuvieron, regresó a su cara aquella expresión de triunfo que ya pude verle tras ser anillada. Allí la dejaron un buen rato, mientras a mí me llevaban a la cocina, pues ya era hora de preparar la comida; durante las siguientes horas me dediqué a las labores que me ordenaron, y después a servir las viandas en la mesa principal, donde aquel día solo comían Don Jaime y su hijo. Poniendo mucho cuidado para que mis cadenas no provocasen otro accidente doméstico como el que yo ya había sufrido; pero logré evitar sufrirlos, y cuando los caballeros pasaron al porche, a tomar el café, Don Jaime me sonrió y me dijo “La condesa quiere verla en la enfermería; me ha insistido mucho. Al acabar aquí vaya a visitarla, y luego a terminar de escribir su narración. Esta noche se despedirá de su compañera Cristina, por cierto; mañana, cuando usted vaya a trabajar a la zanja, ella ya se habrá ido hacia España” .

A un gesto suyo volví a la cocina, escuchando mientras marchaba del porche los comentarios soeces que el hijo de Don Jaime hacía respecto de los pechos, el trasero y el sexo de Cristina; enfatizando la “pérdida” que para la estancia supondría su marcha. Y, tras comer algo y pedir permiso al cocinero, quien al parecer ya había sido informado, me fui a la enfermería, a ver a Clara. La encontré tumbada de medio lado sobre el catre de una celda, por supuesto sobre su costado izquierdo; al verme sonrió y, de inmediato, la sonrisa se le convirtió en una mueca de dolor, pues cada movimiento que hacía provocaba que sus pechos, o su sexo, le recordasen las heridas de las anillas. Cuando mi mirada se trasladó hasta su grupa, donde un gran apósito cubría la marca que acababan de grabarle a fuego vivo, me dijo “Antes ha venido Jaime, y le he pedido otro favor: si tú quieres puedes quedarte en la estancia, conmigo; las dos seremos sus esclavas hasta que se canse de nosotras. Y, para entonces, te aseguro que mi marido nos encontrará otro amo. Eso si no nos esclaviza él; seguro que cuando te vea ganas no le van a faltar” . Yo me limité a besarla con pasión, y a decirle que tenía que pensármelo con calma; para lo que, en tanto no diesen el golpe previsto contra el presidente, tiempo no me iba a faltar. Pero ella no estaba dispuesta a aceptar un no; alargando su mano izquierda hacia mi sexo la pasó largamente por mi vulva, atrás y adelante, y yo me dejé hacer separando las piernas, con un gemido de deseo. Acto seguido me la exhibió, empapada en mis secreciones; y, antes de que el enfermero se me llevara de allí, me dijo solamente “Puede que tu mente te engañe, pero tu sexo nunca lo hará…” . Una frase que, cuando llegué a la cabaña de García a terminar mis notas, seguía retumbando en mi cabeza.

XV – Sólo para sus ojos, jefe

Si llega usted a leer estas líneas, será que Cristina ha completado su misión. No sé qué les habrá contado ella, pero lo cierto es que lo pasó fatal en Honduras; aunque usted piense -no lo digo con mala idea, yo también soy de esa opinión- que es una exhibicionista, nunca se acostumbró a estar siempre desnuda y encadenada, o a ser torturada. Y no crea que bromeo: al principio yo me sentía igual de ultrajada que ella, o quizás más; no podía comprender cómo era posible que a mí me volviese a suceder algo como lo que viví en Guinea Ecuatorial. Y, claro, las torturas duelen una barbaridad; no creo que a nadie le haga feliz ser azotado, marcado a fuego, anillado, sometido a la picana,… Pero si uno ve sólo esa parte de la historia es muy fácil decir que no; y eso es lo que le sucedió a Cristina. Bueno, eso y que tiene veintipocos años, un cuerpo de escándalo y legiones de admiradores, dispuestos a lo que sea por una caricia suya. Pero, y perdóneme la sinceridad, mi caso es muy distinto: aunque, como usted diría, aún estoy de muy buen ver, lo cierto es que me siento realmente sola en el mundo. No tengo novio, ni pareja, mis padres han muerto ambos, no tengo hermanos o sobrinos; en definitiva, nada me empuja a volver, pues lo único que tengo en España es mi trabajo. Magnífico, sin duda; créame que ser periodista me apasiona. Pero aquí he descubierto lo que nunca imaginé: me gusta muchísimo más ser una esclava. De hecho le escribo estas líneas de despedida desnuda, cargada de cadenas y sentada en un humilde cobertizo, donde dentro de poco entrará el capataz de la finca; y, seguro, lo más decente que él me hará será pegarme con la vara, el látigo o la fusta. Y después, claro, me penetrará por alguno de mis tres orificios, riéndose al oír mis alaridos de dolor…

Por favor, no piense que me he vuelto loca; nadie que no haya probado lo que significa la sumisión más absoluta, el no saber qué van a hacer contigo mañana, o incluso dentro de un rato, puede comprender la excitación sexual que eso comporta. Ahora mismo, mientras le escribo, me noto completamente mojada, y le aseguro que la única razón es la que antes he descrito: la próxima visita de García, quizás con su látigo. Y no quiero decir que me guste que me peguen, me electrocuten o me quemen; al contrario, cuando me atormentan me gustaría matarlos, y haría cualquier cosa por detener el dolor. Pero, cuando el sufrimiento termina, siento el orgullo de haberlo soportado, y de ser cada vez más fuerte; y sobre todo el de saberme apreciada, y admirada, por mis amos. Pues el alimento de la esclava es, como en el amor, ese aprecio; y nada me puede hacer más feliz que ver la sorpresa de mis torturadores cuando, contra su previsión, soporto con entereza el tormento más bárbaro. Bueno, sí hay algo que me hace al menos igual de feliz: los innumerables orgasmos, algunos de ellos realmente bestiales, que cada día de esclavitud me proporciona. Algunos de los cuales comparto con Clara; una mujer extraordinaria, que es quien me ha mostrado el camino hacia la felicidad en la esclavitud.

No le entretengo más; usted tiene mucho trabajo, y yo tengo una difícil tarea por delante: convencer a mi amo de que, igual que acaba de hacer con Clara, me marque en la grupa con un hierro al rojo, como a una res. Sí, ya sé que pasé por eso en Guinea, y que luego me gasté un auténtico dineral en cirugía para quitar la marca; pero ahora es completamente diferente. No espero que lo comprenda, pero esta marca la llevaré con orgullo, pues será la prueba definitiva de mi esclavitud. Y eso me hace recordar el principal motivo de este mensaje, que a estas horas ya debe usted suponer: no voy a volver, al menos por un largo tiempo. Lo he decidido libremente, sin coacción alguna; tanto es así que Cristina le confirmará que mis amos pensaban devolverme a mí a España, y quedársela a ella como garantía, pero fui yo quien les sugirió nuestro intercambio de papeles. Y no quiero que me busquen; no sé dónde estoy, ni donde me llevarán mis amos en el futuro, pero lo que sí sé es que prefiero esta vida que la que llevé mis primeros cuarenta y un años. Es más: si un día mis amos se cansasen de mí, o de Clara, y no supieran qué hacer con nosotras, les sugeriría que nos vendieran a Julio Owono; estoy convencida de que él, incluso desde la indignación que mi huida le debió de causar, sería un amo ideal: duro, exigente y cruel. Pues incluso ahora, burlado, estoy segura de que me respeta y admira; y, quien sabe, incluso es posible que me eche de menos…